—Dicen que el «coronel» Jesuíno mató a su mujer y a un doctor que dormía con ella. ¿Es verdad, «coronel»?, preguntó un remero a Melk Tavares.
—Así oí decir…–dijo el otro.
—Verdad sí. Agarró a la mujer en la cama con el dentista. Despachó a los dos.
—Mujer es un bicho malo, que hace la desgracia de uno…
La canoa subía por el río, la selva crecía en los barrancos, los «sertaneros» miraban el paisaje nuevo, con un vago terror en el corazón. La noche parecía precipitarse de los árboles sobre las aguas, asustadora. La canoa era casi un batel de tan grande; había descendido cargada de bolsas de cacao, volvía llena de alimentos. Los remeros se doblaban en un esfuerzo descomunal, avanzando lentamente. Uno de ellos encendió una lamparita en la popa, y la luz rojiza creaba sombras fantásticas en el río.
—Allá en Ceará sucedió un caso parecido… —comenzó a contar un «sertanero».
—La mujer es engañadora, uno nunca sabe qué cosa está imaginando… Conocí a una, parecía una santa, nadie podía pensar… —recordó el negro Fagundes.
Clemente iba silencioso. Melk Tavares buscaba conversación con los nuevos «agregados», queriendo saber de cada uno, las cualidades y los defectos de sus trabajadores, su pasado. Los «sertaneros» iban contando historias que siempre se parecían: la misma tierra árida, quemada por la sequía, el maizal y el mandiocal perdidos, la caminata intensa. Eran sobrios en la narración. Llegaban por allá noticias de Ilhéus: la tierra rica, el dinero fácil. Cultivos con futuro, barullos y muertes. Cuando la sequía golpeaba, abandonaban todo y rumbeaban para el sur. El negro Fagundes era el más hablador, contaba actos de coraje.
Pero ellos también deseaban saber:
—Dicen que hay muchos bosques para derribar…
—Para derribar hay muchos. Para tener no hay. Todo ya tiene dueño —rio un remero.
—Pero todavía queda dinero para ganar, y mucho, para un hombre trabajador —consoló Melk Tavares.
—Solamente que aquel tiempo en que uno llegaba con las manos peladas, a pura cara y coraje y se iba al campo a plantar, se acabó. Aquel tiempo era bueno… Bastaba sacar pecho, ir para adelante, liquidar a cuatro o cinco que tenían la misma intención, y el tipo quedaba rico…
—Oí hablar de ese tiempo… —dijo el negro Fagundes—. Por eso vine…
—¿No te gusta la azada, morocho? —preguntó Melk.
—No la desprecio, no, señor. Pero manejo mejor el palo de fuego… —y rio acariciando el rifle.
—Todavía hay bosques, y de los grandes. Por allá, por la sierra de Baforé, por ejemplo.
Tierra buena para el cacao como no hay otra…
—Sólo que hay que comprar cada palmo de terreno. Todo está medido y registrado. Usted mismo tiene tierras por allá, patrón.
—Un pedacito… —confesó Melk—. Cosa de nada. Voy a comenzar a derribar los árboles el año que viene, si Dios quiere.
—Hoy Ilhéus no vale nada más, ya no es como antes. Está transformándose en lugar importante —se quejó un remero.
—¿Y por eso no sirve?
—Antes, un hombre valía por su coraje. Hoy se enriquece solamente el turco vendedor ambulante o el español de almacén. No es como antiguamente…
—Aquel tiempo se acabó —explicó Melk—. Ahora llegó el progreso, las cosas son diferentes.
Pero un hombre trabajador todavía se arregla, queda lugar para todo el mundo.
—Ya no se puede ni pegar unos tiritos en la calle… Quieren en seguida apresar a la gente.
La canoa subía lentamente, las sombras de la noche la envolvían, gritos de animales llegaban de la selva, papagayos hacían súbita algazara en los árboles. Solamente. Clemente iba en silencio, todos los demás participaban de la conversación, contaban casos, discutían sobre Ilhéus.
—Esta tierra va a crecer del todo el día que comience la exportación directa.
Así es.
Los «semaneros» no entendían. Melk Tavares explicó: todo el cacao que salía para el extranjero, para Inglaterra, Alemania, Francia, los Estados Unidos, Escandinavia, o la Argentina, salía por el puerto de Bahía. Un dineral de impuestos era la renta de la exportación, pero todo quedaba en la capital del Estado. Ilhéus no veía ni siquiera las sobras. La bahía era estrecha, poco profunda. Solamente con mucho trabajo —había hasta quien decía que no tenía remedio— sería posible capacitarla para el pasaje de los grandes barcos. Y cuando los grandes cargueros viniesen a buscar el cacao en el puerto de Ilhéus, entonces sí podría hablarse realmente de progreso…
—Ahora se habla solamente de un tal Mundinho Falcão, «coronel». Dicen que él lo va a resolver… Que es un hombre vivo.
—¿Estás pensando en la moza? —preguntó Fagundes a Clemente.
—Ni me dijo adiós… Ni siquiera me miró para despedirme…
—Ella estaba dándote vuelta la cabeza. Ya no eras más el mismo de antes.
—Como si no nos conociéramos… Ni un adiós…
—La mujer es así. No vale la pena.
—Es un hombre muy ambicioso. Pero ¿cómo va a poder resolver el caso de la bahía si ni el compadre Ramiro pudo hacerlo?
—Melk hablaba sobre Mundinho Falcão.
La mano de Clemente acarició el acordeón que reposaba en el fondo de la canoa, oyó la voz de Gabriela cantando. Miró a su alrededor, como buscándola: sólo la selva rodeando al río, los árboles y un nudo de «cipós» (enredaderas), gritos asustadores y píos agoreros de lechuzas, la exuberancia del verde haciéndose negro, no era como la «caatinga» grisácea y desnuda. Un remero extendió el dedo mostrando un lugar en la selva.
—Por aquí fue el tiroteo entre Onofre y los hombres de don Amancio Leal… Murieron unos diez.
Había dinero para ganar en aquella tierra, era preciso no tener miedo del trabajo.
Ganar dinero y volver a la ciudad en busca de Gabriela.
Tendría que encontrarla, fuese como fuese.
—Mejor es no pensar, sacársela de la cabeza —aconsejó Fagundes. Los ojos del negro escrutaban la selva, Y su voz se hizo suave al hablar de Gabriela—. Sacátela de la cabeza. No es mujer para vos ni para mí. No es como esas cabezas flojas, es…
—Ando con ella metida en la cabeza, aunque quisiera no puedo…
—Estás loco. Ella no es mujer para vivir con uno.
—¿Qué estás diciendo?
—No sé… Para mí es así no más. Puedes dormir con ella, hacer lo que quieras. Pero tenerla para siempre, ser dueño de ella como de otras, eso nadie va a conseguirlo.
—¿Y por qué?
—¡Qué sé yo, el diablo es el que sabe! Nunca hay explicación para esas cosas.
Sí, el negro Fagundes tenía razón. Dormían juntos a la noche, pero al otro día era como si ella ni se acordase, lo miraba como a los otros, lo trataba como a los demás. Como si no tuviera importancia…
Las sombras cubren y rodean la canoa, la selva parece aproximarse más y más, cerrándose sobre ellos. El grito de las lechuzas corta la oscuridad. Noche sin Gabriela, sin su cuerpo moreno, su risa sin motivos, su boca de fruta madura. Ni le dijo adiós. Mujer inexplicable. Un dolor sube por el pecho de Clemente. Y de súbito, la certeza de que jamás volverá a verla, a tenerla en sus brazos, a apretarla contra su pecho, a oír sus ayes de amor.
El «coronel» Melk Tavares, en el silencio de la noche, levantó la voz, ordenando a Clemente:
—Tocó alguna cosa para la gente, muchacho. Para distraer el tiempo.
Agarró el acordeón. Entre los árboles crecía la luna sobre el río. Clemente cree ver el rostro de Gabriela. Brillan luces de faroles y lamparitas a lo lejos. La música se eleva en un llanto de hombre perdido, para siempre solitario. En la selva, riendo, a los rayos de la luna, Gabriela.