Andando hacia el ferrocarril, en la hora triste del crepúsculo, con el sombrero de alas anchas y el revólver al cinto, Nacib recordaba a Sinházinha. Del interior de las casas venía el ruido de mesas puestas, de risas y conversaciones. Seguramente hablaban de Sinházinha y de Osmundo. Nacib la recordaba con ternura, con deseos en el fondo del corazón de que ese miserable Jesuíno Mendonza, sujeto arrogante y antipático, fuera condenado por la justicia, cosa imposible, por cierto, aunque merecida. Costumbres feroces esas de Ilhéus…
Porque toda aquella fanfarronada de Nacib, sus historias terribles de Siria, la mujer picadita con el cuchillo, el amante capado a navaja, era de boca para afuera. ¿Cómo podría él hallar que una mujer joven y bonita, pudiese merecer la muerte por haber engañado a un hombre viejo y bruto, incapaz de una caricia, de una palabra tierna? Esa tierra de Ilhéus, su tierra, estaba lejos de ser realmente civilizada. Se hablaba mucho de progreso, el dinero corría a mares, el cacao abría caminos, erguía poblados, cambiaba el aspecto de la ciudad, pero se conservaban las costumbres antiguas, aquel horror. Nacib no tenía coraje para decir en voz alta semejantes cosas, solamente Mundinho Falcão podía tener ese atrevimiento pero en esa hora melancólica en que caían las sombras, él iba pensando y una tristeza lo invadía, sentíase cansado. Por ésas y otras razones Nacib no se casaba: para no ser engañado, para no tener que matar, que derramar la sangre ajena, y terminar metiendo cinco balazos en el pecho de una mujer. Y bien que le gustaría casarse…
Sentía la falta de un cariño, de ternura, de un hogar, de una casa llena de presencia femenina que lo esperase en mitad de la noche, cuando el bar se cerraba. Era un pensamiento que lo perseguía algunas veces, como ahora rumbo al mercado de los esclavos. No era hombre para andar detrás de una novia, ni siquiera tenía tiempo para eso, pasando el día entero en el bar. Su vida sentimental se reducía a sus enredos más o menos largos con muchachas encontradas en los cabarets, mujeres suyas al mismo tiempo que de otros, aventuras fáciles, en las cuales no cabía el amor. Cuando joven, había tenido dos o tres enamoradas. Pero, como entonces no podía pensar en casarse, todo se redujo a conversaciones sin consecuencias, a esquelitas combinando encuentros en los cines, a tímidos besos cambiados en las matinés.
Hoy no le sobraba tiempo para amoríos, el bar le ocupaba el día entero. Lo que quería era ganar dinero, prosperar para poder comprarse unas tierras en las que plantaría cacao. Como todos los hijos de Ilhéus, Nacib soñaba con plantaciones de cacao, tierras en donde creciesen los árboles de frutos amarillentos como el oro, valiendo oro. Tal vez entonces pensaría en casamiento. Por el momento se contentaba en poner los ojos entrecerrados en las hermosas señoras que pasaban por la plaza, en Gloria tan inaccesible en su ventana, en descubrir novatas como Risoleta, y acostarse con ellas. Sonrió al recordar a la sergipana de la víspera, su ojo un poco bizco, su sabiduría en la cama. ¿Iría a verla esa noche o no? Ella lo esperaría, seguramente, en el cabaret, pero él estaba cansado y triste. Nuevamente pensó en Sinházinha: muchas veces se había detenido frente al bar, y él la vio pasar en la plaza, entrar en la Iglesia. Los ojos codiciando el bien del estanciero, manchando la honra ajena con el pensamiento ya que no podía mancharla con actos y desatinos. No sabía palabras lindas como versos, no tenía una cabellera ondulada, no bailaba el tango argentino en el Club Progreso. Si lo hubiera hecho tal vez él sería ahora quien estuviera tendido tinto en sangre, con el pecho agujereado a balazos, al lado de la mujer calzada con las medias negras. Nacib marcha en el crepúsculo, de vez en cuando responde a un «buenas tardes», con el pensamiento lejos. El pecho agujereado de balas, los senos blancos de la amante rasgados a balas. Veía la escena, los dos cadáveres lado a lado, desnudos en medio de la sangre, ella con sus medias negras. ¿Estaría con ligas o sin ellas, cómo sería? Sin ligas le parecía más elegante, medias de fina malla sujetando la carne blanca sin ayuda de nada. ¡Bonito! Bonito y triste. Nacib suspira, ya no vé más al dentista Osmundo al lado de Sinházinha. Es al propio Nacib a quien él ve, un poco más delgado y un mucho menos barrigudo, extendido, muerto, asesinado, al lado de la mujer. ¡Qué belleza! El pecho rasgado a balazos. Suspiró nuevamente. Corazón romántico, las historias terribles que él contaba nada significaban. Ni el revólver que llevaba a la cintura, como todo hombre de Ilhéus, en aquella época.
Hábitos de la tierra…
Lo que le gustaba era comer bien, buenos platos apimentados, beber su cervecita helada, jugar una prolija partida de «gamão», atravesar las madrugadas llorando sobre las cartas de póquer, con recelos de perder en el juego todas las ganancias del bar que él iba depositando en el Banco, con la esperanza de comprar tierras. De falsificar la bebida para ganar más, de aumentar cuidadosamente unos pesos en las cuentas de los que pagaban por mes, de acompañar a los amigos al cabaret, y acabar la noche en los brazos de una Risoleta cualquiera, compañera de amor de unos días. Esas cosas y las morenas de color quemadito es lo que le gustaba.
También conversar y reír.