Tonico Bastos, el hombre elegante por excelencia de la ciudad, de ojeras pronunciadas y romántica cabellera con hilos plateados, saco azul y pantalón blanco, los zapatos brillando de lustre, un verdadero dandy, entraba en el bar con su paso despreocupado, cuando alguien pronunció su nombre. Se hizo un silencio incómodo en la rueda, y él preguntó, sospechoso:
—¿De qué hablaban? Oí mi nombre.
—De mujeres; ¿de qué había de ser? —dijo Juan Fulgencio—. Y hablándose de mujeres, su nombre entró en el baile. Como no podía dejar de suceder…
Se aclaró el rostro de Tonico con su sonrisa, y arrastró una silla; aquella fama de conquistador irresistible, era su razón de vivir. Mientras su hermano Alfredo, médico y diputado, examinaba criaturas en su consultorio de Ilhéus, o hacía discursos en la Cámara de Bahía, él se echaba a andar por las calles, enredándose con prostitutas, metiéndoles los cuernos a los estancieros en los lechos de sus concubinas. Mujer nueva recién llegada a la ciudad, si era bonita, en seguida encontraba a Tonico Bastos dando vueltas alrededor de su pollera, diciéndole galanterías, gentil y osado. La verdad es que tenía éxito, y que él multiplicaba esos éxitos en sus conversaciones sobre mujeres. Era amigo de Nacib y venía, por lo general, a la hora de la siesta, cuando el bar vacío se adormilaba, a espantar al árabe con sus historias, sus conquistas, o los celos de las mujeres por causa suya. No había en Ilhéus otra persona a quien Nacib admirase tanto. Las opiniones variaban sobre Tonico Bastos. Unos lo consideraban un buen muchacho, un poco interesado y un poco atolondrado, pero de agradable conversación y, en el fondo, inofensivo. Otros lo consideraban un idiota, infatuado, incapaz y cobarde, perezoso y suficiente. Pero su simpatía era indiscutible: aquella sonrisa de hombre satisfecho con la vida, su conversación cautivante. El propio Capitán lo decía cuando se hablaba de él:
—Es un canalla simpático, un irresistible sinvergüenza.
No había conseguido Tonico Bastos pasar del tercero de los siete años de ingeniería, en la Facultad de Río a la que lo había enviado el «coronel» Ramiro, harto de sus escándalos en Bahía. Cansado de remitirle dinero, desesperando de ver a aquel hijo graduado, y ejerciendo con entusiasmo su profesión, como lo hacía Alfredo, el «coronel» lo había hecho volver a Ilhéus, consiguiéndole la mejor escribanía de la ciudad y la novia más adinerada.
Rica, hija única de una viuda, huérfana de un estanciero que dejó la piel cuando terminaban ya las luchas, doña Olga era sumamente molesta. Tonico no había heredado el coraje del padre, y más de una vez lo habían visto palidecer y tartamudear cuando se veía envuelto en complicaciones de mujeres en la calle; pero ni por eso sabía explicar el miedo que le tenía a su mujer. Miedo, sin duda, de un escándalo que perjudicara al viejo Ramiro, hombre bien conceptuado y respetado. Doña Olga vivía amenazando con escándalos; era una lengua de trapo, y en su opinión todas las mujeres andaban detrás de Tonico. La vecindad oía diariamente las amenazas de la gorda señora, sus sermones al marido:
—¡Si un día llego a saber que andas metido con alguna mujer! …
En su casa no paraban las empleadas: doña Olga sospechaba de todas, las despedía al menor pretexto, porque ¡seguro que andaban codiciando a su hermoso marido! Miraba con desconfianza a las jovencitas del colegio de monjas, a las señoras en los bailes del Club Progreso, y sus celos se habían tornado legendarios en Ilhéus. Sus celos y su mala educación; sus modales groseros, sus «gaffes» colosales. No es que tuviera noticias de las aventuras de Tonico, que sospechase que él pudiera estar en casa de otras mujeres cuando salía de la suya, por la noche, «a tratar asuntos de política», como él le explicaba. ¡El mundo se vendría abajo en caso de que llegara a enterarse! Pero Tonico tenía labia, y siempre encontraba manera de engañarla, de calmar sus celos. No había hombre más circunspecto que él cuando, después de cenar, daba una vuelta con su esposa por la avenida de la playa, tomaba un helado en el bar Vesubio, o la llevaba al cine.
—Miren como va serio con su elefante… —decían al verlo pasar, refiriéndose a su aire digno y a la gordura de Olga, que parecía reventar los vestidos. Minutos después de conducirla de regreso a su casa, en la calle «de los Paralelepípedos», donde también estaba situada la escribanía, cuando salía «para conversar con los amigos y hablar de política», ya era otro hombre. Iba a bailar a los cabarets, a cenar en casas de prostitutas, muy animado; por él se «trenzaban» las muchachas de la vida, cambiaban insultos y llegaban hasta a agarrarse de los cabellos.
—Un día de éstos se cae la casa… —comentaban—. El día que doña Olga se entere se va a venir el fin del mundo.
Varias veces eso había estado por suceder. Pero Tonico Bastos envolvía a su esposa en una red de mentiras, y aplacaba sus sospechas. No era barato el precio a pagar por su posición de hombre irresistible, de conquistador número uno de la ciudad.
—¿Y qué dices del crimen? —preguntó Ño-Gallo—. ¡Qué horror, eh! Una cosa así …
Le contaron lo de las medias negras, Tonico entrecerró el ojo pícaro. Volvieron a rememorar casos semejantes, el del «coronel» Fabricio que acuchillara a la mujer y mandara a sus bandidos a disparar sobre el amante, cuando éste volvía de una reunión de la Masonería. Costumbres crueles, tradición de venganza y de sangre. Una ley inexorable.
También el árabe Nacib, a pesar de sus preocupaciones —los dulces y los saladitos de las hermanas Dos Reis se habían evaporado— participaba de la conversación. Y como siempre, para decir que en Siria, la tierra de sus padres, era todavía más terrible. Parado junto a la mesa, con su corpachón enorme dominaba a la asistencia. El silencio se extendía por las otras mesas, para oírlo mejor:
—En la tierra de mi padre es todavía peor… Allá, la honra de un hombre es sagrada, y con ella nadie juega. Bajo pena de…
—¿De qué, árabe?
Pasaba la mirada despaciosamente por los oyentes, clientes y amigos suyos, tomaba un aire dramático, y levantaba la cabezona:
—Allá a la mujer desvergonzada se mata a cuchillo, despacito. Cortándola a pedacitos…
—¿En pedacitos? —la voz gangosa de Ño-Gallo. Nacib aproximaba el rostro mofletudo, las grandes mejillas cándidas, componía una cara asesina, y se retorcía la punta del bigote:
—Sí, compadre Ño, allá nadie se contenta con matar a la desvergonzada y al canalla con dos o tres tiritos. Aquélla es tierra de hombres machos, y para una mujer descarada el tratamiento es otro: cortar a la puerca en pedacitos, comenzando por la punta de los senos…
—La punta de los senos, qué barbaridad —hasta el «coronel» Ribeirito sentíase estremecer.
—¡Qué barbaridad, ni qué nada! La mujer que traiciona al marido no merece menos. Yo, si fuese casado y mi mujer me adornase la frente, ¡ah!, yo seguía la ley siria: picadillo con el cuerpo de ella… No haría nada menos.
—¿Y el amante? —interesóse el doctor Mauricio Caires, impresionado.
—¿El manchador de la honra ajena? —quedó de pie, casi tenebroso, levantó la mano y rio con una risita cavernosa—. El miserable, ¡ay!… Bien sujeto por unos cuantos hombres, de esos sirios fuertes de las montañas, le bajan los pantalones, le separan las piernas… y el marido con la navaja de afeitarse bien afilada… —bajaba la mano en un gesto rápido que describía el resto.
—¿Qué? ¡No me diga!
—Eso mismo, doctor. Capadito…
Juan Fulgencio se pasó la mano por la barbilla: —Extrañas costumbres, Nacib. En fin, cada tierra con sus usos…
—Es el diablo —dijo el Capitán—. Y fogosas como son esas turcas, debe haber muchos capados por allá…
—También, ¿quién les manda meterse en casa ajena para robar lo que no es suyo? —el doctor Mauricio aprobaba—. Se trata de la honra de un hogar. El árabe Nacib triunfaba, sonreía, miraba con cariño a sus clientes. Le gustaba aquella profesión de dueño de un bar, aquellas largas charlas, las discusiones, las partidas de «gamão» y de damas, el jueguito de póquer.
—Vamos a nuestra partida… —invitaba el Capitán.
—Hoy, no. Hay mucho movimiento. Dentro de un rato voy a salir a buscar cocinera.
El Doctor aceptó, fue a sentarse con el Capitán ante el tablero. Ño-Gallo fue con ellos, jugaría con el vencedor. Mientras colocaban las piezas, el Doctor iba contando:
—Hubo un caso parecido con uno de los Avila…
Se metió con la mujer de un capataz, fue un escándalo cuando el marido lo descubrió…
—¿Y capó a su pariente?
—¿Quién habló de castrar? El marido apareció armado, pero mi bisabuelo tiró antes que él…
La rueda comenzó a disolverse al rato, se aproximaba la hora de la cena. Venidos del hotel en dirección al cine, surgían, como por la mañana, Diógenes y la pareja de artistas.
Tonico Bastos quería detalles:
—¿Exclusividad de Mundinho?
Desde el tablero de «gamão», sintiéndose un poco dueño de los actos de Mundinho, el Capitán informaba: —No. No tiene nada con ella. Está libre como un pajarito, a disposición…
Tonico silbó entre dientes. La pareja saludaba, Anabela sonreía.
—Voy hasta allá, a saludarla en nombre de la ciudad.
—No mezcle a la ciudad en eso, malandrín…
—Cuidado con la navaja del marido… —rio Ño-Gallo.
—Voy con usted… —dijo el «coronel» Ribeirito. Pero no alcanzaron a ir, pues apareció el «coronel» Amancio Leal y la curiosidad fue más fuerte: todos sabían que Jesuíno, después del crimen, se había dirigido a su casa. Saciada su venganza, el «coronel» se había retirado calmosamente para evitar el desenlace. Había atravesado la ciudad movilizada por la feria, sin apresurar el paso, yendo a la casa del amigo y compañero de los tiempos de barullo, mandando avisar al Juez que al día siguiente se presentaría. Para ser inmediatamente mandado de vuelta y en paz, y aguardar en libertad el juicio, como era costumbre en esos casos. El «coronel» Amancio buscaba a alguien con los ojos, se aproximaba al doctor Mauricio:
—¿Le podría decir una palabra, doctor?
Se levantó el abogado, dirigiéndose los dos hacia los fondos del bar, el «estanciero» decía algo y Mauricio balanceaba la cabeza, volviendo a buscar su sombrero: —Con permiso. Debo retirarme.
El «coronel» Amancio saludaba: —Buenas tardes, señores.
Tomaron por la calle Adami, porque Amancio vivía en la plaza del edificio escolar. Algunos, más curiosos, se pusieron de pie para verlos subir por la calle empinada, silenciosos y graves como si acompañasen una procesión o un entierro.
—Va a contratar al doctor Mauricio para la defensa.
—Está en buenas manos. Vamos a tener, en el tribunal, al Viejo y al Nuevo Testamento.
—También… Ni necesita abogado. Tiene asegurada la absolución.
El Capitán se volvía, desahogándose mientras tomaba una pieza del gamão:
—Ese Mauricio es una bolsa de hipocresía… Viudo descarado…
—Dicen que no hay negrita que aguante en sus manos…
—Así oí decir…
—Tiene una, en el Morro do Unháo, que viene casi todas las noches a su casa.
En la puerta del cine volvieron a aparecer el «Príncipe» y Anabela, Diógenes escoltándolos con su cara triste. La mujer tenía un libro en la mano.
—Vienen para acá… —murmuró el «coronel» Ribeirito.
Se levantaban ante la proximidad de Anabela, ofrecían sillas. El libro, un álbum encuadernado en cuero, pasaba de mano en mano. Contenía recortes de diarios y opiniones manuscritas sobre la bailarina.
—Después de mi debut quiero la opinión de todos ustedes —estaba de pie ya que no había aceptado sentarse: «ya vamos para el hotel», y se apoyaba en la silla del «coronel» Ribeirito.
Estrenaría en el cabaret esa misma noche, y al día siguiente se exhibirían ella y el «Príncipe», en el cine, en números de prestidigitación. Él hipnotizaba, era un coloso en la telepatía. Acababan de hacer una demostración ante Diógenes, el dueño del cine, que confesaba no haber visto nunca nada igual. En el atrio de la iglesia, las solteronas ya tan excitadas por el doble asesinato, miraban la escena, señalando a la mujer:
—Una más para darle vuelta la cabeza a los hombres…
Anabela preguntaba con voz amistosa: —Oí decir que hoy hubo un crimen aquí.
—Es verdad. Un estanciero mató a la mujer y al amante.
—Pobrecita… —se conmovió Anabela y ésa fue la única palabra de lástima para el triste destino de Sinházinha en esa tarde de tantos comentarios.
—Costumbres feudales… —dijo Tonico Bastos, vuelto hacia la bailarina—. Aquí todavía vivimos como en el siglo pasado.
El «Príncipe» sonreía desdeñosamente, aprobó con la cabeza, tragó su aguardiente puro, no le gustaban las mezclas; Juan Fulgencio devolvió el álbum donde leía elogios del trabajo de Anabela. La pareja despedíase. Ella quería descansar antes del debut:
—Los espero a todos allá, en el Bataclán.
—Allá estaremos, ciertamente.
Las solteronas llenaban el atrio de la iglesia, escandalizadas, persignándose. Tierra de perdición ésa de Ilhéus… En el portón de la casa del «coronel» Melk Tavares, el profesor Josué conversaba con Malvina. Gloria suspiraba en su ventana solitaria. La tarde caía sobre Ilhéus. El bar comenzaba a despoblarse. El «coronel» Ribeirito había partido tras los artistas.
Tonico Bastos vino a recostarse en el mostrador, junto a la caja. Nacib vestía el saco, daba órdenes a Chico-Pereza y a Pico-Fino. Tonico contemplaba absorto el fondo casi vacío de su copa.
—¿Pensando en la bailarina? Aquello es bocado de lujo, es preciso gastarse entero… La competencia va a ser grande. Ribeirito ya está con el ojo puesto…
—Estaba pensando en Sinházinha. Qué horror, Nacib…
—Ya me habían hablado de ella y del dentista. Juro que no creí. Parecía tan seria.
—Usted es un ingenuo —él mismo servíase; íntimo del bar, llenaba nuevamente la copa mandando anotar en la cuenta para pagar a fin de mes—. Pero podía haber sido peor, mucho peor.
Nacib bajó la voz, asombrado:
—¿Usted también navegó en aquellas aguas?
Tonico no tuvo coraje de afirmar, le bastaba con crear la duda, la sospecha. Hizo un gesto con la mano.
—Parecía tan seria… —la voz de Nacib se acanallaba—. Hay que ver debajo de toda esa seriedad… ¡Caramba con usted, eh!
—No sea mala lengua, árabe. Deje a los muertos en paz.
Nacib abrió la boca, iba a decir algo que no alcanzó a pronunciar y suspiró. Así que el dentista no había sido el primero… Ese sinvergüenza de Tonico, con su mechón de cabellos plateados, mujeriego como él solo, también la había tenido en sus brazos, había abrazado ese cuerpo. Cuantas veces él, Nacib, no la había acompañado con ojos de codicia y respeto cuando Sinházinha pasaba frente al bar, camino de la iglesia.
—Es por eso que no me caso ni me meto con mujer casada.
—Ni yo… —dijo Tonico.
—Cínico …
Encaminábase para la calle:
—Voy a ver si encuentro cocinera. Llegaron «retirantes», a lo mejor hay alguna que sirva.
En la ventana de Gloria, el negrito Tuisca le contaba las novedades, los detalles del crimen, cosas oídas en el bar. Agradecida, la mulata le revolvía el pelo motoso, le pellizcaba el rostro. El Capitán, habiendo ganado la partida, miraba la escena:
—¡Caramba con el negrito suertudo!