De las medias negras

Crecía el movimiento del bar Vesubio en los días de feria, pero en aquella tarde de la muerte violenta, había una asistencia absolutamente anormal, una animación casi festiva. Además de los clientes habituales del aperitivo, de la gente venida para la feria, otros muchos aparecían para escuchar y comentar las novedades. Iban hasta la playa, a espiar la casa del dentista, y anclaban en el bar:

—¡Quién iba a decir! No salía de la iglesia… Nacib, atareado de mesa en mesa, activaba a los empleados, calculando mentalmente las ganancias. Un crimen así, todos los días, y él podría comprar en seguida las soñadas plantaciones de cacao.

Mundinho Falcão, habiendo concertado un encuentro con Clóvis Costa en el bar Vesubio, se vio envuelto en los comentarios. Sonreía con indiferencia, preocupado con los proyectos políticos a los que se entregaba en alma y cuerpo. Él era así: cuando se decidía a hacer una cosa no descansaba hasta no verla realizada. Pero tanto el Doctor como el Capitán parecían distantes de cualquier otro asunto que no fuera el crimen, como si la conversación de la mañana no hubiera existido siquiera. Mundinho casi no había sentido la muerte del dentista, su vecino de la playa y uno de sus escasos compañeros del baño de mar, considerado entonces casi un escándalo en Ilhéus. El Doctor, cuyo temperamento arrebatado sentíase bien en aquel clima de tragedia, con el pretexto de que Sinházinha revivía a Ofenisia, la del Emperador, decía:

—Doña Sinházinha estaba emparentada con los Avila. Era una familia de mujeres románticas. Ella debe haber heredado de la prima, su vocación para la desgracia.

—¿Qué Ofenisia? ¿Quién es ésa? —quiso saber un comerciante de Río do Braço, venido a Ilhéus para la feria y deseoso de llevar a su pueblo el mayor y más completo surtido de detalles del crimen.

—Una antepasada mía, belleza fatal que inspiró al poeta Teodoro de Castro y enamoró a don Pedro II. Murió de disgusto por no haberse ido con él.

—¿Adónde?

—Caramba, para donde… —bromeó Juan Fulgencio—. Para la cama, para dónde había de ser…

El Doctor explicaba:

—Para la Corte. No le importaba ser la amante de él, y su hermano tuvo que encerrarla bajo siete llaves. El hermano era el coronel Luis Antonio D’Avila, de la guerra del Paraguay. Ella murió de disgusto. En doña Sinházinha había sangre de Ofenisia, esa sangre de los Avila, marcada por la tragedia.

Ño-Gallo aparecía, agitado, soltando la noticia en me dio de la mesa:

—Fue una carta anónima. Jesuíno la encontró en la estancia.

—¿Quién la había escrito?

En el silencio perdíanse las conjeturas. Mundinho aprovechó para preguntar al Capitán, en voz baja: —¿Y Clóvis Costa? ¿Habló con él?

—Estaba escribiendo la noticia del crimen. Hasta atrasó la salida del diario. Combiné para esta noche, en su casa.

—Entonces me voy…

—¿Ya? ¿Con una historia así?

—No soy de aquí, mi amigo… —rio el exportador.

Era general el asombro ante tamaña indiferencia por un plato de aquéllos, suculento, de raro sabor. Mundinho atravesó la plaza, encontrándose con el grupo de jóvenes del colegio de monjas, comandado por el profesor Josué. Con la proximidad del exportador los ojos de Malvina resplandecieron, su boca sonrió, se arregló el vestido. Josué, feliz de estar en compañía de Malvina, felicitó una vez más a Mundinho por la oficialización del colegio:

—Ilhéus le debe también este beneficio…

—¡Valiente! ¡Cosa tan fácil!… —parecía un príncipe distribuyendo beneficios, títulos de nobleza, dinero y favores, magnánimamente.

—Y usted, señor, ¿qué piensa del crimen? —preguntó Iracema, fogosa morena de comentados amores en el portón del jardín de su casa. Malvina se adelantó para oír la respuesta.

Mundinho abrió los brazos:

—Siempre es triste recibir la noticia de la muerte de una mujer bonita. Sobre todo una muerte así, horrible. Una mujer bonita es sagrada.

—Pero ella engañaba al marido —acusó Celestina, joven y ya solterona.

—Entre la muerte y el amor, prefiero el amor…

—¿Usted también hace versos? —sonrió Malvina.

—¿Quién? ¿Yo? No, señorita, no tengo esas dotes. El poeta aquí es nuestro profesor…

—Creía. Lo que usted dijo parece un verso…

—Bella frase, no hay duda —apoyó Josué.

Mundinho, por primera vez, prestó atención a Malvina. Bonita muchacha, sus ojos alargados y misteriosos, no lo soltaban.

—Usted dice eso porque es soltero —recalcó Celestina.

—Y usted también, ¿no es verdad?

Rieron todos.

Mundinho despedíase. Los ojos de Malvina lo perseguían, pensativos. Iracema reía con una risa casi descarada:

—Este señor Mundinho… —y como el exportador se alejase, camino de su casa—: ¡Lindo muchacho!

En el bar, Ari Santos —el Ariosto de las crónicas en el «Diario de Ilhéus», empleado en la casa exportadora y presidente del Gremio Rui Barbosa— se inclinó sobre la mesa, y murmuró el detalle:

—Ella estaba desnudita…

—¿Toda?

—¿Entera? —la voz golosa del Capitán.

—Todita… La única cosa que llevaba era unas medias negras.

—¿Negras? —escandalizábase Ño-Gallo.

—¡Medias negras, oh! —el Capitán hacía restallar la lengua.

—Relajada… —condenó el doctor Mauricio Caires.

—Debía estar hecha una belleza —el árabe Nacib, de pie, vio de repente a doña Sinházinha desnuda, apenas con las medias negras. Suspiró.

El detalle constaría en los autos, después. Exageraciones del dentista, sin duda, muchacho de la capital, nacido y graduado en Bahía, de donde llegara a Ilhéus después de haberse recibido hacía pocos meses, atraído por la fama de la tierra rica y próspera. Le había ido bien. Había alquilado aquel «bungalow» en la playa, instalando allí mismo su consultorio, en la sala del frente y los paseantes podían ver, por la ancha ventana, desde las diez hasta el mediodía, y desde las tres a las seis de la tarde, el sillón nuevo, reluciente de metal, de fabricación japonesa, y al dentista, elegante en su delantal blanco, trabajando en la boca de sus pacientes. El padre habíale dado dinero para el consultorio, y en los primeros meses le abastecía con una mesada para ayudar en los gastos; era un comerciante fuerte de Bahía, con negocio en la calle Chile. Consultorio bien montado en la sala del frente, pero el estanciero encontró a la esposa en el dormitorio, vestida apenas como contaba Ari y constó en los autos con «depravadas medias negras». En cuanto al doctor Osmundo Pimentel, estaba completamente desvestido, sin medias de color alguno ni traje para cubrirle la arrogante juventud conquistadora. El estanciero disparó dos balazos a cada uno, definitivos. Era hombre de probada puntería, acostumbrado a meter balas en la oscuridad de los caminos, en noches de barullos y emboscadas.

Nacib no tenía manos que le alcanzaran. Chico-Pereza y Pico-Fino iban de mesa en mesa por el bar lleno, sirviendo a unos y a otros, pescando de vez en cuando un detalle de las conversaciones. El negrito Tuisca ayudaba, preocupado en saber quién le pagaría la cuenta semanal de dulces del dentista en cuya casa, todas las tardes, dejaba una torta de maíz y de «aipim», y también «cuscuz» de mandioca. De vez en cuando, mirando el bar repleto de gente, consumidos ya los dulces y los saladitos de la bandeja enviada por las hermanas Dos Reís, Nacib maldecía a la vieja Filomena. Tan luego en un día de ésos, con tantas novedades y semejantes acontecimientos, le había agarrado la idea de irse, dejándolo sin cocinera. Yendo de mesa en mesa, participando de las conversaciones, bebiendo con los amigos, el árabe Nacib no podía entregarse por completo al placer de los comentarios sobre la tragedia, como lo desearía, y ciertamente lo haría si la preocupación de la falta de cocinera no lo afligiese. Historias como aquélla, de amores ilícitos y venganza mortal, con detalles tan suculentos, ¡medias negras, Dios mío!, no sucedían todos los días. Y él estaba obligado a salir dentro de poco tiempo en busca de cocinera, en medio de los «retirantes» llegados al mercado de los esclavos. Chico-Pereza, haragán incurable, pasaba con vasos y botellas, con las orejas alertas, parándose para escuchar mejor. Nacib lo apuraba:

—Vamos, pereza…

Chico se detenía ante las mesas, porque también él era hijo de Dios, y por lo mismo, también él quería oír las novedades, saber cómo era lo de las «medias negras».

—Finísimas, mi amigo, extranjeras… —Ari Santos agregaba detalles—. Mercadería inexistente en Ilhéus…

—Seguramente fue él quien las mandó buscar a Bahía. De la tienda del padre.

—¡Qué cosa! —al «coronel» Manuel das Onzas se le caía el mentón de espanto—. Se ve cada cosa en este mundo…

—Estaban enredados cuando Jesuíno entró. Ni lo oyeron.

—Y eso que la criada, cuando vio a Jesuíno, dio un grito…

—En ese momento no se oye nada… —dijo el Capitán.

—¡Bien hecho! El «coronel» hizo justicia…

El doctor Mauricio parecía sentirse ya en el tribunal: —Hizo lo que haría cualquiera de nosotros, en un caso de ésos. Obró como un hombre de bien: no nació para cornudo, y sólo hay una manera de arrancarse los cuernos, la que él usó.

La conversación se generalizaba, hablábase de una mesa a otra, y ni una voz se levantaba, en aquella ruidosa asamblea donde algunos de los notables de la ciudad se reunían, en defensa de la madurez en fuego de Sinházinha, treinta y cinco años de adormecidos deseos despertados súbitamente por la labia del dentista, y transformados en crepitante pasión. La labia del dentista y su melena ondulada, sus ojos lánguidos, tristones como los de la imagen de San Sebastián, traspasado de flechas en el altar mayor de la pequeña iglesia de la plaza, al lado del bar. Ari Santos, compañero del dentista en las sesiones literarias del Gremio Rui Barbosa, donde declamaban versos y leían prosa en las mañanas dominicales ante un reducido auditorio, contaba cómo había comenzado todo: primero, ella había creído ver a Osmundo parecido a San Sebastián, santo de su devoción, los mismos ojos, igualitos.

—Ese asunto de frecuentar iglesias siempre termina en eso… —comentó Ño-Gallo, anticlerical conocido.

—Es cierto… —estuvo de acuerdo el «coronel» Ribeirito—. La mujer casada que vive agarrada a la pollera de los frailes no es buena, pieza…

Tres dientes a obturar y la voz melosa del dentista junto al torno de motor japonés, las palabras bonitas haciendo comparaciones que parecían versos…

—Él tenía vena… —afirmó el Doctor—; una vez me declamó unos sonetos, primorosos.

Rimas soberbias. Dignos de Olavo Bilac.

Tan diferente del marido, áspero y taciturno, veinte años mayor que ella, ¡y el dentista, doce años más joven! Y aquellos ojos suplicantes de San Sebastián… ¡Dios mío!, ¿qué mujer resistiría, sobre todo siendo una mujer en la fuerza de la edad, con un marido viejo viviendo más en las plantaciones que en su casa, harto de la esposa, enloquecido por las negritas jóvenes de la estancia —campesinas en flor—, brusco en los modales con amantes sin hijos en los cuales pensar y de los cuales cuidar? ¿Cómo resistir?

—No venga a defender a esa sinvergüenza, mi querido señor Ari Santos… —cortó el doctor Mauricio Caires—. Una mujer honrada es una fortaleza inexpugnable.

—La sangre… —dijo el Doctor, con la voz lúgubre como bajo el peso de una maldición eterna—. La sangre terrible de los Avila, la sangre de Ofenisia…

—Y vuelta a hablar de la sangre… Queriendo comparar una historia platónica que no pasó de simples miradas sin consecuencias, con esa orgía inmunda. Comparando una hidalga inocente con una bacante y a nuestro sabio Emperador, modelo de virtudes, con ese dentista depravado…

—¿Quién está haciendo comparaciones? Hablo sólo de hereditariedad, de la sangre de mi gente…

—No defiendo a nadie —afirmó Ari—, apenas si estoy narrando los hechos. Sinházinha fue dejando las fiestas de la Iglesia, concurriendo a los tés danzantes del Club Progreso…

—Factor de disolución de costumbres… —interrumpió el doctor Mauricio.

—… fue prolongando el tratamiento, ahora ya sin motor, cambiado el sillón de metales rutilantes del consultorio por el negro lecho del cuarto.

Chico-Pereza, parado con una botella y un vaso en la mano, recogía ávidamente los detalles, desorbitados los ojos adolescentes, abierta la boca en una sonrisa idiota. Ari Santos concluía con una frase que se le antojó lapidaria:

—Y así el destino transforma a una señora honesta, religiosa y tímida, en heroína de tragedia…

—¿Heroína? No me venga con literatura. No quiera absolver a la pecadora. ¿Dónde iríamos a parar? —el doctor Mauricio alzaba la mano en un gesto amenazador—, todo esto es el resultado de la degeneración de las costumbres que comienza a imperar en nuestra tierra: bailes y tardes danzantes, fiestitas en todas partes, amoríos en la oscuridad de los cines. El cinematógrafo enseña cómo engañar a los maridos una degradación…

—Un momento, doctor, no culpe ni al cine ni a los bailes. Antes de existir todo eso ya las mujeres traicionaban a los maridos. Esa costumbre proviene de Eva con la serpiente… —rio Juan Fulgencio.

El Capitán lo apoyó. El abogado veía fantasmas. El Capitán tampoco disculpaba a la mujer casada que olvidaba sus deberes. Pero, de ahí a querer culpar al Club Progreso, a los cines… ¿Por qué no culpaba a ciertos maridos que ni se interesaban por sus esposas, que las trataban como a criadas, mientras daban a sus amantes joyas, perfumes, vestidos caros y lujos, a las mujeres de la vida que mantenían, o hasta a las mismas mulatas a quienes ponían casa? Bastaba mirar por ahí mismo, en la plaza: aquel lujo de Gloria, vistiéndose mejor que cualquier señora; ¿acaso el «coronel» Coriolano gastaba lo mismo con la esposa?

—También, es una vieja decrépita…

—No estoy hablando de ella, sino de lo que pasa. ¿Es o no es así?

—La mujer casada es hecha para vivir en el hogar, criar a los hijos, cuidar del esposo y de la familia…

—¿Y las prostitutas para despilfarrar el dinero?

—A quien yo no encuentro muy culpable es al dentista. Finalmente… —Juan Fulgencio interrumpía la discusión, las palabras indignadas del Capitán podían ser mal interpretadas por los estancieros presentes.

El dentista era soltero, joven, tenía desocupado el corazón, si la mujer lo encontraba parecido a San Sebastián, qué culpa tenía él, que ni siquiera era católico, formando con Diógenes el único par de protestantes de la ciudad…

—Ni siquiera era católico, doctor Mauricio.

—¿Por qué no pensó él, antes de acostarse con una mujer casada en la honra impoluta del esposo? —inquirió el abogado.

—La mujer es una tentación: es como el diablo, le da vuelta la cabeza a cualquiera.

—¿Y usted piensa que ella se tiró así, sin más ni menos, en los brazos de él? ¿Que él no hizo nada, inocente?

La discusión entre los dos admirados intelectuales —el abogado y Juan Fulgencio, uno solemne y agresivo, defensor sectario de la moral, el otro bonachón y risueño, amigo de la broma y de la ironía, nunca sabiéndose cuando hablaba en serio—, entusiasmaba a la asistencia. A Nacib le encantaba oír una discusión así, mucho más estando presentes, y pudiendo participar, el Doctor, el Capitán, Ño-Gallo, Ari Santos… No, Juan Fulgencio no creía a la Sinházinha capaz de haberse arrojado en los brazos del dentista, sin más ni menos. Era perfectamente posible que él le endilgara frases azucaradas. Pero —preguntaba—, ¿no sería ésa la mínima obligación de un buen dentista? ¿Galantear un poco a las clientes atemorizadas ante las pinzas, el torno, el sillón asustador? Osmundo era buen dentista, de los mejores de Ilhéus, ¿quién habría de negarlo? ¿Y quién negaría, también, el miedo que los dentistas inspiran? Habrían sido frases para crear ambiente, para alejar el temor e inspirar confianza…

—La obligación del dentista es tratar los dientes y no recitarles versos a las clientes bonitas, mi amigo. Es lo que yo afirmo y refirmo: esas costumbres depravadas de tierras decadentes están queriendo dominarnos… En la sociedad de Ilhéus comienza a penetrar el veneno, diré mejor, el barro disolvente…

—Es el progreso, doctor…

—A ese progreso yo le doy el nombre de inmoraralidad… —paseó los ojos feroces por el bar. Chico Pereza llegó a estremecerse.

La voz gangosa de Ño-Gallo elevóse:

—¿De qué costumbres habla usted? De los bailes, de los cines… Pero yo vivo aquí desde hace veinte años y siempre conocí a Ilhéus como una tierra de cabarets, de grandes borracheras, de juego, de mujeres de la vida… Eso no es de ahora, siempre existió.

—Son cosas para hombres. No es que yo las desapruebe. Pero no son cosas que alcancen a las familias, como esos clubes donde jovencitas y señoras van a bailar, olvidadas de los deberes familiares. El cine es una escuela de depravación… Ahora el Capitán hacía otra pregunta: ¿cómo podía un hombre —y ésa también era una cuestión de honor— rechazar a una mujer bonita cuando ella, mareada por sus palabras, encontrándolo parecido con el santo de la iglesia, atontada por el perfume que despedían sus cabellos negros, le caía en los brazos, obturados los dientes pero herido para siempre el corazón? El hombre tiene su honor de macho. En el concepto del Capitán, el dentista era víctima más que culpable, más digno de dolor que de reprobación.

—¿Qué haría usted, doctor Mauricio, si doña Sinházinha con aquel cuerpo que Dios le diera, desnuda y con sus medias negras, se arrojase sobre usted? ¿Saldría corriendo, en demanda de socorro?

Algunos oyentes —el árabe Nacib, el «coronel» Ribeirito, hasta el mismo «coronel» Manuel das Onzas con sus cabellos blancos— pesaron la pregunta y la encontraron irrespondible. Todos ellos habían conocido a doña Sinházinha, la habían visto atravesar la plaza, con las carnes aprisionadas en el vestido ajustado, camino de la iglesia, con aire serio y recogido…

ChicoPereza, olvidado de servir, suspiró ante la visión de Sinházinha desnuda, arrojándose en sus brazos. Con lo que mereció la expulsión de Nacib:

—A trabajar, mocoso.

El doctor Mauricio sentíase ya en pleno tribunal:

—¡Vade retro!

El dentista no era ese inocente que describía el Capitán (casi estuvo por decir, «el noble colega»). Y para responderle, iba a buscar en la Biblia, el libro de los libros, el ejemplo de José…

—¿Qué José?

—El que fue tentado por la mujer del faraón…

—Ese tipo era marica… —rio Ño-Gallo.

El doctor Mauricio fulminó con la mirada al funcionario de la receptoría de Rentas:

—Esos chistes no se avienen con la seriedad del asunto. No era ningún inocente el tal Osmundo. Buen dentista, podría ser, pero también un peligro para la familia ilheense…

Y lo describió como si estuviera ya ante el juez y los jurados: buen conversador, esmerado en el vestir ¿y para qué toda aquella elegancia en una tierra donde los estancieros andaban de bombacha y botas altas? ¿No era ya prueba de la decadencia de sus costumbres, responsable de la decadencia de su moral? A poco de llegar habíase revelado un experto bailarín de tangos argentinos. ¡Ah!, ese club donde los sábados y los domingos jovencitas y muchachos, hasta mujeres casadas, iban a apelotonarse… Ese tal Club Progreso, que mejor merecería llamarse Club del Restregamiento… En él desaparecían el pudor y el recato… Como mariposa, Osmundo había enamorado, en sus ocho meses de estadía en Ilhéus, a una media docena de las jóvenes solteras más bonitas, paseando de una a otra su liviano corazón. Porque las muchachas casaderas no le interesaban, lo que buscaba era una mujer casada, para banquetearse gratuitamente en mesa ajena. Un malandrín, de esos muchos que comenzaban ahora a aparecer en las calles de Ilhéus. Tosió, moviendo la cabeza, agradeciendo anticipadamente los aplausos que en el tribunal no faltarían, no obstante las repetidas prohibiciones del juez.

Tampoco en el bar faltaron aplausos:

—Bien dicho… —apoyó el estanciero Manuel das Onzas.

—No hay dudas, es así mismo… —dijo Ribeirito—. Fue un buen ejemplo; Jesuíno reaccionó como debía.

—No es eso lo que discuto —dijo el Capitán—. Pero la verdad es que usted, doctor Mauricio, y muchos otros, están contra el progreso.

—¿Desde cuando el progreso es desvergüenza?

—Están en contra, sí, señor, y no me venga con esos cuentos de inmoralidad en una tierra llena de cabarets y de mujeres perdidas. Donde cada hombre rico tiene su manceba. Ustedes están contra el cine, el club social, hasta contra las fiestas familiares. Ustedes quieren a la mujer trancada en casa, en la cocina…

—El hogar es la fortaleza de la mujer virtuosa. En cuanto a mí, no estoy contra nada de eso —explicó el «coronel» Manuel das Onzas—. Hasta me gusta el cine para distraerme alguna que otra vez, cuando la cinta es cómica. Arrastrar las patas no, ya no tengo edad para esas cosas. Pero una cosa es eso y otra muy distinta hallar que la mujer casada tiene el derecho de engañar al marido.

—¿Y quién dijo eso? ¿Quién está de acuerdo con eso? Ni siquiera el Capitán, hombre «vivido», que residiera en Río, y que reprobaba muchos de los hábitos de Ilhéus, ni siquiera él mismo, sentíase con el coraje suficiente para oponerse de frente a la ley feroz. Tan feroz y rígida que el pobre doctor Felismino, médico llegado unos cuantos años atrás a Ilhéus para ejercer como clínico, había podido continuar allí después de haber descubierto los amores de Rita, su mujer, con el agrónomo Raúl Lima y haberla abandonado al amante. Feliz, por otra parte, por la inesperada oportunidad de librarse de la mujer insoportable con la cual se casara ni él mismo sabía por qué. En pocas oportunidades se había sentido tan satisfecho como al descubrir el adulterio: el agrónomo, engañado con respecto a sus intenciones, había echado a correr, semidesnudo, por las calles de Ilhéus. Ninguna Venganza le parecía mejor, más refinada y tremenda, a Felismino, que entregar al amante la responsabilidad de los desperdicios de Rita, su amor al lujo, su insoportable mandonismo. Pero Ilhéus no poseía semejante sentido del humor, nadie lo había comprendido, considerándolo un cínico, cobarde e inmoral, con lo que su iniciada clientela se esfumó; hasta hubo quien le negó la mano, pasando a llamarle «Buey manso». No tuvo otro remedio que irse para siempre.