De la ley cruel

La noticia del crimen se desparramó en un abrir y cerrar de ojos. Del morro do Unháo al morro da Conquista, en las casas elegantes de la playa y en los rancheríos de la Isla dé las Cobras, en el Pontal y en el Malhado, en las residencias familiares y en las casas de mujeres públicas, se comentaba lo sucedido. Por otra parte, era día de feria, la ciudad estaba repleta de gente llegada del interior, de los poblados y de las plantaciones, para vender y comprar. En las tiendas, en los almacenes al por menor, en las farmacias y en los consultorios médicos, en las oficinas de abogados, en las casas exportadoras de cacao, en la Matriz de San Jorge y en la iglesia de San Sebastián, no se hablaba de otro asunto.

Sobre todo en los bares, cuya asistencia había aumentado no bien circulara la noticia. Especialmente la del bar Vesubio, situado en las proximidades del lugar de la tragedia. Enfrente de la casa del dentista, pequeño «bungalow» en la playa, se juntaban los curiosos. Un soldado de policía, apostado a la puerta, daba explicaciones. Rodeaban a la mucama idiotizada, querían detalles. Chiquilinas del colegio de monjas, en medio de una excitación alegre, se exhibían en el paseo de la playa, cuchicheaban en secreto. El profesor Josué aprovechó para aproximarse a Malvina, rememorando ante el grupo de jovencitas amores célebres, Romeo y Julieta, Eloísa y Abelardo, Dirceu y Marilia.

Y toda aquella gente había terminado en el bar de Nacib, llenando las mesas, comentando y discutiendo. Unánimemente daban la razón al estanciero, ni una voz se elevaba —ni siquiera de mujer, en el atrio de la iglesia— para defender a la pobre y hermosa Sinházinha. Una vez más el «coronel» Jesuíno había demostrado ser hombre de fibra, decidido, valiente, íntegro, como, por otra parte, lo demostrara hasta la saciedad durante la conquista de la tierra. Según se recordaba, muchas cruces en el cementerio y a la orilla de los caminos se debían a sus hombres, bandidos cuya fama nunca fuera olvidada. No solamente había utilizado a sus bandidos, sino que también los había comandado en ocasiones famosas, como en aquel encuentro con los hombres del finado mayor Fortunato Pereira en la encrucijada de la Boa Morte, en los peligrosos caminos de Ferradas. Era hombre sin miedos y obstinado.

Ese Jesuíno Mendonza, de unos famosos Mendonza, e Alagoas, había llegado a Ilhéus todavía joven, en la poca de las luchas por la tierra. Había abierto selvas cultivado tierras, disputando a tiros la posesión del suelo, y así sus propiedades habían crecido y su nombre habíase hecho respetar. Casose con Sinházinha Guees, belleza local descendiente de una antigua familia e Ilhéus, huérfana de padre y heredera de un cocotal cerca de los lados de Olivença. Casi veinte años más joven que el marido, bonitona, clienta asidua de las tiendas de géneros y zapatos, principal organizadora de as fiestas de la iglesia de San Sebastián, emparentada lejanamente con el Doctor, pasando largos períodos en la estancia, Sinházinha jamás había dado tema a las murmuraciones en todos aquellos años de casada, a los puchos maldicientes de la ciudad. De súbito, en aquel día de sol espléndido, en la hora calma de la siesta, el «coronel» Jesuíno. Mendonza había descargado su revólver en la esposa y en el amante, emocionando a la ciudad, trayéndola una vez más hacia el remoto clima de sangre derramada, haciendo que hasta el mismo Nacib olvidase su serio problema, la falta de cocinera.

También el Capitán y el Doctor olvidaron sus preocupaciones políticas, y el propio «coronel» Ramiro Bastos, informado del infortunio, dejó de pensar en Mundinho Falcão. La noticia corrió rápida como un relámpago, haciendo crecer el respeto y la admiración que ya rodeaban la figura delgada y un tanto sombría del estanciero. Porque así sucedía en Ilhéus: la honra de un marido engañado sólo con sangre podía ser lavada.

Así era. En una región que recién acababa de salir de los barullos y las luchas frecuentes, cuando los caminos para las tropas de burros y hasta para los camiones se abrían sobre picadas hechas por bandidos, marcadas por las cruces de los caídos en las celadas, donde la vida humana poco valor poseía, no se conocía otra ley para la traición de una esposa que la muerte violenta. Ley antigua, venía de los primeros tiempos del cacao, no estaba en el papel, no constaba en el Código, pero no obstante era la más válida de las leyes y el Tribunal, reunido para decidir la suerte del matador, la confirmaba unánimemente en todas las ocasiones, como para imponerla sobre la ley escrita que condenaba a quien eliminaba a un semejante.

A pesar de la reciente competencia de los tres cines locales, de los bailes y los danzantes del Club Progreso, de las partidas de fútbol en las tardes de domingo, y de las conferencias de literatos de Bahía y hasta de Río, arribando a Ilhéus a la caza de unos pesos en la tierra inculta y rica, las sesiones del Tribunal, dos veces por año, eran todavía la diversión más animada y concurrida de la ciudad. Existían abogados famosos como el doctor Ezequiel Prado y el doctor Mauricio Caires, el chicanero Juan Peixoto, de voz retumbante, oradores aplaudidos, retóricos, eminentes, que hacían temblar y llorar a la asistencia. El doctor Mauricio Caires, hombre muy de la Iglesia y de los sacerdotes, presidente de la Cofradía de San Jorge, era especialista en citas de la Biblia. Había sido seminarista antes de entrar a la Facultad, gustaba de frases en latín, y había quien lo consideraba tan erudito como el Doctor. En el Tribunal, los duelos oratorios duraban horas y horas, con réplicas y contrarréplicas que pasaban la madrugada, y eran los acontecimientos culturales más importantes de Ilhéus.

Hacíanse voluminosas apuestas por la absolución o por la condena, porque la gente de Ilhéus gustaba jugar y todo le servía de pretexto. En otras ocasiones, ahora más raras, el veredicto daba lugar a tiroteos y nuevas muertes. El «coronel» Pedro Brandáo, por ejemplo, había sido asesinado en la escalinata de la Intendencia, al ser absuelto por el Tribunal. El hijo de Chico Martins, a quien el «coronel» y sus bandidos habían dado muerte bárbaramente, se hizo justicia con sus propias manos.

Ninguna apuesta era aceptada, en cambio, cuando el Tribunal se reunía para decidir sobre crimen de muerte por razones de adulterio: todos sabían que la absolución unánime del marido ultrajado sería el resultado final y justo. Iban solamente para escuchar los discursos, la acusación y la defensa, y también por la expectativa de detalles escabrosos y picarescos, que pudieran escaparse de los autos, o de los discursos de los abogados. Condena del asesino, ¡eso, jamás!, era contra la ley de la tierra, que mandaba lavar con sangre la honra manchada del marido.

Se comentaba y se discutía apasionadamente la tragedia de Sinházinha y del dentista. Divergían las versiones de lo sucedido, se oponían detalles, pero en una cosa estaban todos de acuerdo: en dar la razón al «coronel», en alabar su gesto de macho.