Gabriela en el camino

El paisaje mudó, la inhóspita «caatinga» (zona fitogeográfica) cedió su lugar a tierras fértiles, verdes pastos, densos bosques para atravesar, ríos y riachos, y la lluvia siempre cayendo en abundancia. Habían pernoctado en las vecindades de un alambique, entre plantaciones de caña que se balanceaban al viento. Un trabajador habíales dado detalladas explicaciones sobre el camino a seguir: menos de un día de marcha y estarían en Ilhéus, terminado el viaje en vapor, frente a una nueva vida por comenzar.

—Todos los que son «retirantes» acampan cerca del puerto, para aquellos lados del ferrocarril, al final de la feria.

—¿No van a buscar trabajo? —preguntó el negro Fagundes.

—Esperan y no demora en venir gente a contratarlos. Tanto para trabajar en las plantaciones de cacao, o en la ciudad…

—¿También en la ciudad? —se interesó Clemente, el rostro hosco, el acordeón al hombro, y una preocupación presente en sus ojos.

—Sí, señor. A los que tienen oficio: albañil, carpintero, pintor de casa.

Están levantando tantas casas en Ilhéus que es una barbaridad…

—¿Sólo esos trabajos?

—También en los depósitos de cacao, en las dársenas.

—Por mí —dijo un «sertanero» fuerte, de mediana edad— yo voy a los bosques. Dicen que ahí los hombres pueden hacer dinero.

—Tiempo atrás era así. Ahora es más difícil.

—Dicen que un hombre, sabiendo tirar, tiene buena aceptación… —habló el negro Fagundes pasando la mano, casi en una caricia, sobre el rifle.

—Eso fue en otro tiempo…

—¿Ahora ya no es así?

—A veces…

Clemente no tenía oficio. Siempre había trabajado en el campo; plantar, trabajar la tierra y cosechar, era todo cuanto sabía. Además, había venido con la intención de meterse en las plantaciones de cacao, había oído tantas historias de gente que llegaron como él, corrida por la sequía, huyendo del «sertão», casi muerta de hambre, y que se enriqueciera en aquellas tierras en poco tiempo… Era eso lo que se decía por el «sertão», la fama de Ilhéus corría por esos mundos, los ciegos cantaban sus grandezas en las guitarras, los viajantes de comercio hablaban de aquellas tierras de abundancia y de coraje, allí donde un hombre se arreglaba en un abrir y cerrar de ojos, y donde no había cultivo más próspero y rendidor que el del cacao. Las bandas de inmigrantes bajaban del «sertão» con la sequía mordiéndole los talones, abandonaban la tierra reseca donde el ganado se moría y las plantaciones no rendían, tomaban las picadas en dirección al sur. Muchos quedaban por el camino, incapaces de soportar la travesía de horrores, otros morían al entrar en la región de las lluvias donde el tifus, el paludismo, la viruela los esperaban. Llegaban diezmados, con restos de lo que fuera su familia, casi muertos de cansancio, pero en los corazones latía la esperanza crecida en el último día de la marcha. Un poco más de esfuerzo y habrían alcanzado la ciudad rica y fácil. Las tierras del cacao, donde el dinero era basura arrojada en las calles…

Clemente iba cargado. Además de sus pertrechos —el acordeón y un saco de paño lleno hasta la mitad llevaba el atadillo de Gabriela.

La marcha era lenta, entre ellos iban viejos, pero lo cierto es que hasta los más jóvenes estaban al límite de sus fuerzas, no podían más. Algunos casi se arrastraban, sostenidos apenas por la esperanza. Solamente Gabriela parecía no sentir la caminata, sus pies iban deslizándose por la picada muchas veces abierta en ese mismo momento, a golpes de facón, en el corazón de la selva virgen. Como si no existiesen las piedras, los troncos, las lianas enmarañadas. El polvo de los caminos de la «caatinga» la había cubierto tan enteramente que era imposible distinguir sus trazos. En los cabellos ya no penetraba ni un pedazo de peine, de tanto polvo acumulado en ellos. Parecía una demente perdida por los caminos.

Pero Clemente sabía cómo era ella en la realidad, y lo sabía en cada partícula de su ser, en la punta de los dedos y en la piel del pecho. Cuando los dos grupos se encontraron, al comienzo del viaje, el color del rostro de Gabriela y de sus piernas era todavía visible, y sus cabellos rodaban sobre el cuello, esparciendo su perfume. Aún hoy, a través de la suciedad que la envolvía, él la veía como la viera el primer día, recostada en un árbol, el cuerpo erguido, el rostro sonriente, mordiendo una guayaba.

—Ni parece que vienes de lejos…

Ella rio: —Ya estamos llegando. Estamos cerquita. Es bueno llegar…

El rostro sombrío de él, se ensombreció todavía más: —No me parece, no.

—¿Y por qué? —levantó hacia el rostro severo del hombre sus ojos a veces tímidos y cándidos, a veces insolentes y provocadores—. ¿No saliste para venir a trabajar en el cacao, para ganar plata? No hablabas de otra cosa.

—Sabes porqué —rezongó él con rabia—. Para mí, este camino podía durar toda la vida. No me importaba…

En la risa de ella había cierta amargura, que no llegaba a ser tristeza, como si estuviese conforme con su destino:

—Lo que es bueno, tanto como lo que es malo, también termina por acabar.

Una rabia sorda subía dentro de él, impotente. Una vez más, controlando la voz, repitió la pregunta que le venía haciendo por el camino y en las noches insomnes:

—¿De veras no quieres venir conmigo, al campo? ¿Tener una tierrita, plantar cacao juntos, nosotros dos? En poco tiempo vamos a tener una plantación propia, podríamos comenzar la vida…

La voz de Gabriela era cariñosa pero definitiva: —Ya te dije mi intención. Voy a quedarme en la ciudad, no quiero vivir más en el campo. Me voy a contratar de cocinera, de lavandera, o para limpiar la casa de los otros…

Agregó, en un recuerdo alegre:

—Ya anduve de empleada en casa de gente rica, aprendí a cocinar.

—Ahí no vas a progresar. En el campo, conmigo, podíamos ir dando un paso siempre adelante…

Ella no contestó. Iba por el camino casi saltando. Parecía una loca con aquel cabello enmarañado, cubierta de suciedad, los pies heridos, trapos rotos sobre el cuerpo. Pero Clemente la veía erguida y hermosa, la cabellera suelta y el rostro delicado, las piernas altas y el busto esbelto. Se ensombreció todavía más su rostro, quería tenerla con él para siempre. ¿Cómo vivir sin el calor de Gabriela?

En la iniciación del viaje, cuando los grupos se encontraron, él había reparado de inmediato en la muchacha. Ella venía con un tío, agotado y enfermo, sacudido todo el tiempo por la tos. En los primeros días la había observado de lejos, sin valor siquiera para aproximarse. Ella iba de un lado para otro, conversando, ayudando, consolando.

En las noches de la «caatinga», noches pobladas de cobras y de miedo. Clemente tocaba su acordeón y los acordes llenaban la soledad. El negro Fagundes contaba historias de coraje, cosas de bandas al margen de la ley; anduvo metido con bandoleros, mucha gente había muerto a sus manos. Ponía en Gabriela unos ojos pesados y humildes, le obedecía presurosamente cuando ella le pedía que fuera a llenar una lata de agua.

Clemente tocaba para Gabriela pero no se atrevía a dirigirle la palabra. Fue ella quien vino, cierta noche, con su paso de baile y sus ojos de inocencia, junto a él, buscando entablar conversación. El tío dormía con la agitación de quien le falta el aire, ella se recostó en un árbol. El negro Fagundes contaba:

—Había cinco soldados, cinco macacos que pasé a cuchillo, para no gastar municiones…

En la noche oscura y asustadora, Clemente sentía la presencia cercana de Gabriela, no se animaba ni siquiera a mirar el árbol de ombú en el cual ella se recostara. Los sones murieron en el acordeón, la voz de Fagundes sobresalía en el silencio.

Gabriela habló bajito:

—No deje de tocar, sino van a criticar.

Atacó una melodía del «sertão», pero sentía un nudo en la garganta y afligido el corazón. La muchacha comenzó a cantar en sordina. La noche estaba avanzada, la hoguera agonizaba en brasas cuando ella se acostó junto a él como si nada fuera. Noche que de tan oscura, casi ni se veían.

Desde aquella noche milagrosa, Clemente vivía en el terror de perderla. Al comienzo había pensado que, después de lo sucedido, ella ya no lo dejaría nunca, que iría a correr su suerte en las selvas de esa tierra de cacao. Pero no tardó en desilusionarse. Durante la caminata ella se comportaba como si nada hubiese entre ellos, lo trataba de la misma manera que a los demás. Era risueña por naturaleza, le gustaba bromear, cambiaba chistes hasta con el negro Fagundes, distribuía sonrisas y obtenía de todos cuanto quería. Pero cuando la noche llegaba, después de atender al tío, venía hasta el rincón distante en donde él iba a refugiarse, y se acostaba a su lado, como si no hubiese vivido para otra cosa durante el día entero. Se entregaba toda, abandonada en sus manos, muriendo en suspiros, gimiendo y riendo.

Al otro día, cuando él, preso de Gabriela como si ella fuese su propia vida, quería concretar los planes para el futuro, ella solamente reía, mofándose de él y se alejaba, yendo a atender al tío, cada día más fatigado y esquelético. Una tarde tuvieron que detener la caminata, el tío de Gabriela estaba en las últimas. Venía escupiendo sangre, no soportaba más la caminata. El negro Fagundes se lo echó a la espalda como si fuera un fardo, y lo cargó buena parte del camino. El viejo iba ahogándose, y Gabriela a su lado. Murió a la tardecita, echando sangre por la boca, mientras los buitres volaban sobre el cadáver.

Entonces Clemente la vio huérfana y sola, necesitada y triste. Por primera vez pensó comprenderla: no era nada más que una pobre muchacha, casi una niña aún, a quien había que proteger. Se aproximó a ella y le habló largamente de sus planes. Mucho le habían contado de aquella tierra del cacao hacia la que iban. Sabía de gente que saliera de Ceará sin un centavo y volviera a los pocos años, de paseo, tirando dinero a manos llenas. Era lo que él iba a hacer. Quería derribar bosques allí donde todavía existieran, plantar cacaos, tener su propia tierra, ganar bastante. Gabriela iría con él y, cuando apareciese un sacerdote por aquellos lados, se casarían. Ella dijo que no con la cabeza, ahora ya no se reía con su risa burlona, dijo solamente:

—No voy al bosque, no, Clemente.

Otros fueron muriendo y sus cuerpos quedaron por el camino, pasto de los buitres. La «caatinga» acabó, comenzaron las tierras fértiles, las lluvias cayeron. Ella continuaba acostándose con él, gimiendo y riendo, continuaba durmiendo recostada sobre su pecho desnudo. Clemente hablaba, cada vez más sombrío, explicaba las ventajas de su plan, ella solamente reía y balanceaba la cabeza en una renovada negativa. Cierta noche, él tuvo un gesto brusco, la arrojó a un lado en un rechazo:

—¡No me quieres!

De súbito, salido no se sabe de dónde, el negro Fagundes apareció con el arma en la mano, brillantes los ojos.

Gabriela dijo:

—No fue nada, no, Fagundes.

Ella se había golpeado contra el tronco del árbol junto al que se habían acostado. Fagundes bajó la cabeza y se fue. Gabriela reía, la rabia fue creciendo dentro de Clemente. Se aproximó a ella, le aseguró las muñecas, ella estaba caída sobre el pasto, el rostro lastimado.

—Estoy hasta con ganas de matarte y matarme también yo…

—¿Por qué?

—Porque no sientes cariño por mí.

—Zonzo.

—¿Qué voy a hacer, mi Dios?

—Qué importa… —dijo ella, y lo atrajo hacia sí.

Ahora, en aquel último día de viaje, perdido, sin norte, él había terminado por decidirse. Se quedaría en Ilhéus, abandonaría sus planes, porque la única cosa importante era estar al lado de Gabriela.

—Ya que no quieres venirte conmigo, entonces voy a arreglármelas para quedarme en Ilhéus. Lo malo es que no tengo oficio que no sea el de labrar la tierra; yo no sé hacer nada…

Ella le tomó una mano con un gesto inesperado que lo hizo sentirse victorioso y feliz.

—No, Clemente, no te quedes. ¿Para qué?

—¿Cómo para qué?

—Viniste aquí a ganar dinero, a plantar cacao, y con el tiempo llegar un día a ser estanciero. Eso te gusta. ¿A qué vas a quedarte en este Ilhéus, pasando necesidades?

—Para verte, para estar siempre juntos.

—¿Y si uno no se pudiera ver más? Es mejor que no, que te vayas por tu lado, y yo por el mío. Un día, puede ser ¿quién sabe?, que nos encontremos otra vez. Estarás hecho un hombre rico, que ni me vas a reconocer.

Decía todo eso tranquilamente, como si las noches dormidas juntos no contasen, como si apenas se conocieran.

—Pero, Gabriela…

No sabía como responderle, olvidaba los argumentos tanto como los insultos, sentía deseos de pegarle para que ella aprendiese que con un hombre no se juega. Apenas si conseguía decir:

—No. sientes cariño por mí…

—Fue bueno que uno se encontrara, así el viaje se acortó.

—¿Entonces, no quieres que me quede?

—¿Para qué? ¿A pasar necesidades? No vale la pena. Tienes tu intención, seguí tu camino.

—¿Y cuál es tu intención?

—No quiero ir al campo, no. Del resto, sólo Dios sabe. Él se quedó silencioso, con un dolor en el pecho, con deseos de matarla, de acabar con su propia vida antes de que el viaje acabara.

Ella sonrió:

—No importa, Clemente.