Nacib se arremangó las mangas de la camisa, examinó su clientela, casi toda ella constituida en aquella hora por gente extraña, de paso por la ciudad, debido a la feria. Había también algunos pasajeros del «Ita», en tránsito para los puertos del norte; todavía era temprano para los clientes habituales.
Agarró a Pico-Fino, y le arrebató la botella de la mano:
—¿Qué significa esto? —era una botella de cognac portugués—. ¿Habrase visto? —caminaba hacia el mostrador con el empleado—. Servir a esos campesinos cognac verdadero… —tomaba otra botella con el mismo rótulo y la misma apariencia, pero en la que se mezclaban cognac portugués con el nacional, recetas del árabe para aumentar las ganancias.
—No es para ellos, no, don Nacib. Es para la gente del barco.
—¿Y de ahí, qué? ¿Acaso ellos son mejores que los otros?
El cognac puro, el vermouth sin mezclas, el Oporto y el Madeira sin bautismo, estaban reservados para la clientela segura, la de todos los días, formada por los amigos. No podía alejarse del bar sin que los empleados comenzaran en seguida a meter los pies donde deberían estar las manos; de no haber estado él presente, seguro que acababa perdiendo dinero. Abrió la caja registradora. ¡Aquél iba a ser un día de mucho movimiento! De muchos comentarios, también. El viaje de Filomena no le ocasionaba solamente perjuicio material y cansancio. Quitábale también la paz del espíritu, le impedía volcarse por entero hacia las múltiples novedades, hacia los comentarios cuando llegasen los amigos. Novedades a granel, y en opinión de Nacib, nada había más sabroso —con excepción de comida y mujer— que comentar novedades, especular sobre ellas. Hablar de la vida ajena era el arte supremo, el deleite superior de la ciudad. Arte llevado a increíbles refinamientos por las solteronas. «Está reunido el Congreso de las Lenguas Viperinas», decía Juan Fulgencio al verlas frente a la Iglesia, a la hora de la bendición. Pero ¿acaso no era en la Papelería Modelo, donde Juan Fulgencio imperaba entre libros, cuadernos, lápices, lapiceras, donde se reunían los «talentos» locales, lenguas tan afiladas como las de las solteronas? Allí y en los bares, junto a los puentes de los muelles, en las ruedas de pocker, en todas partes: se hablaba de la vida ajena, se murmuraba. Una vez fueron a decirle a Ño-Gallo que andaban comentando sus aventuras en las casas de mujeres de vida fácil.
Respondió con su voz gangosa:
—M’hijo, no me importa. Sé que hablan de mí, pero se habla de todo el mundo. Apenas si me esfuerzo, como buen patriota, para darles tema. Era la principal diversión de la ciudad. Y, como no todos poseían el buen de humor de Ño-Gallo, a veces había bofetadas en los bares, exaltados exigiendo explicaciones, sacando armas. Por lo tanto, no se trataba de un arte gratuito, sin peligros.
Aquel día, por ejemplo, había mucho para comentar: primero, el caso de la bahía, asunto complejo, envolviendo una diversidad de detalles, tales como el «Ita» encallado, la llegada del ingeniero, la actividad de Mundinho Falcão («¿Qué es lo que él anda queriendo?», preguntaba el «coronel» Manuel das Onzas), la violenta irritación del «coronel» Ramiro Bastos. Sólo ese complicado asunto bastaría para apasionar. Pero ¿cómo olvidar la pareja de artistas, la mujer hermosa y el tal Príncipe de oscuras tintas, con su cara de ratón muerto de hambre? Asunto delicado y delicioso, que daría lugar a las bromas del Capitán y de Juan Fulgencio, a los sarcásticos comentarios de Ño-Gallo, a sabrosas carcajadas. Tonico Bastos no tardaría en andar rondando a la bailarina, pero esta vez tendía a Mundinho Falcão con ventaja. No habría sido por amor a sus danzas, ciertamente, que el exportador la trajera, remolcando al marido con su boquilla, y seguramente pagando los pasajes de ambos. Estaba también la comida del día siguiente, el de la Empresa de ómnibus. Saber los motivos por los cuales fulano y mengano no fueron invitados. Y las nuevas mujeres de cabaret, la noche con Risoleta…
Como si fuera a propósito, Ño-Gallo entraba en el bar. No era su hora, debería estar en la Mesa de Rendas: —Hice la estupidez de volverme a casa después de la llegada del «Ita», y dormir hasta ahora. Dame un trago, voy a trabajar…
Le sirvió la mezcla habitual de vermouth y aguardiente.
—¿Y la tuerta, bien, eh?
Ño-Gallo reía.
—Ayer estabas grandioso, árabe, ¡grandioso! —afirmaba como quien lo hace después de constatar un hecho—: El mujerío de aquí está mejorando, no hay duda.
—Nunca vi mujer tan experta.
—Nacib susurraba detalles.
—¡No me digas!
Llegaba el negrito Tuisca con su caja de lustrabotas, trayendo un recado de las hermanas Dos Reis: todo estaba en orden, Nacib podía quedar tranquilo. A la tarde mandarían dos bandejas.
—Hablando de bandejas, sírvanme algunas cosas para acompañar. Un saca-gusto cualquiera.
—¿No ves que no hay? Sólo más tarde. Mi cocinera se me fue.
Ño-Gallo se hizo el gracioso:
—¿Por qué no contratas a Machadito o a Miss Pirangi? Se trataba de los dos invertidos oficiales de la ciudad. El mulato Machadito, siempre limpio y bien arreglado, lavandero de profesión, en cuyas manos delicadas las familias entregaban los trajes de hilo, de brín blanco, las camisas finas, los cuellos duros. Y un negro que metía miedo, sirviente en la pensión de Cayetano, cuyo bulto era visto por las noches en la playa, en búsqueda viciosa. Los muchachotes le arrojaban piedras, gritándole el sobrenombre: «¡Miss Pirangi!». «¡Miss Pirangi!».
Nacib enojábase con el consejo burlón: —¡Ándate a la mierda!
—Adonde voy es a mi oficina. A simular que trabajo. Pero dentro de poco vuelvo, quiero saber lo que pasó anoche, paso a paso.
Crecía el movimiento en el bar. Nacib vio cuando de los lados de la playa surgieran el Capitán y el Doctor, flanqueando a Mundinho Falcão. Conversaban animadamente, y el Capitán gesticulaba interrumpido de cuando en cuando por el Doctor. Mundinho escuchaba, asintiendo con la cabeza. Ahí se escondía alguna cosa… —pensó Nacib—. ¿Qué diablos hacía el exportador en su casa (pues ciertamente que venía de su casa), a aquella hora, en compañía de los dos compadres? Desembarcado esa misma mañana, ausente casi un mes, Mundinho debería estar en su escritorio, recibiendo «coroneles», discutiendo negocios, comprando cacao. Ese Mundinho Falcão era desconcertante, siempre lo hacía todo diferente de los demás. Allá venía Él, como si no tuviese negocios a resolver, clientes a atender y despachar, conversando con los dos amigos en la mayor de las animaciones. Nacib dejó en la caja a Pico-Fino, y se adelantó.
—¿Ya consiguió cocinera? —preguntó el Capitán sentándose.
—Ya recorrí Ilhéus entero. Ni sombra.
—Cognac, Nacib. ¡Del verdadero, eh! —pidió Mundinho.
—Y unos bocaditos de bacalao.
—A la tarde solamente.
—Eh, árabe, ¿qué decadencia es ésa?
—Así usted pierde la clientela. Mudamos de bar… —rio el Capitán.
—De tarde va a haber. Encargué todo a las hermanas Dos Reis.
—Menos mal.
—¿Menos mal? Cobran una fortuna… Pierdo dinero. Mundinho Falcão aconsejaba:
—Lo que usted precisa, Nacib, es modernizar su bar. Traer heladera para tener hielo propio, instalar máquinas modernas.
—Lo que necesito es una cocinera.
—Manda buscar una en Sergipe.
—¿Y hasta que llegue?
Espiaba el aire cómplice de los tres, la sonrisa satisfecha del Capitán, la conversación interrumpida, terminada de repente. Chico-Pereza llegaba con la bandeja de las bebidas.
Nacib sentóse:
—Don Mundinho, ¿qué diablo le hizo usted al «coronel» Ramiro Bastos?
—¿Al «coronel»? No le hice nada. ¿Por qué? Entonces Nacib fingió discreción.
—Por nada.
El Capitán, interesado, le palmeó la espalda, autoritario:
—Desembuche, árabe. ¿Qué sucede?
—Lo encontré hoy, frente a la Intendencia. Estaba sentado, calentándose al sol. Conversación va, conversación viene, le conté que don Mundinho había venido hoy, que iba a venir el ingeniero.
El viejo se puso hecho una fiera. Quería saber qué era lo que don Mundinho tenía que ver con eso, por qué se metía donde nadie lo llamaba.
—¿Está viendo? —le interrumpió el Capitán—. El banco de arena.
—No es eso solamente, no. Cuando él estaba hablando, llegó el profesor Josué contando que el colegio había sido oficializado, y ahí el hombre saltó hasta el techo. Parece ser que él había pedido al gobierno lo mismo sin conseguirlo. Golpeaba con el bastón en el suelo, furioso.
Nacib gozaba el silencio de los amigos, la impresión producida por su historia, en venganza por el aire conspirativo con que habían llegado. No tardaría en saber lo que andaban tramando. El Capitán habló:
—¿Furioso, eh? Mucho más furioso va a quedarse, el viejo cretino. Piensa que él es dueño de todo esto.
—Para él, Ilhéus es como si fuese parte de su estancia. Y nosotros, los ilheenses, simples sirvientes y contratados… —definió el Doctor.
Mundinho Falcão no decía nada, sonreía. En la puerta del cine aparecían Diógenes y la pareja de artistas. Vieron a los otros en la mesa, en el paseo del bar, y hacia allá se dirigieron. Nacib agregaba:
—Eso mismo. Don Mundinho para él es un «forastero».
—¿Él dijo «forastero»? —preguntó el exportador.
—Forastero, sí. Fue la palabra que usó.
Mundinho Falcão tocó el brazo del Capitán: —Puede buscar el hombre, Capitán. Estoy decidido. Vamos a tocar música para que el viejo baile.
Estas últimas palabras fueron dichas a Nacib.
El Capitán se levantó, y vació su copa, la pareja de artistas llegaba en ese momento. ¿Qué diablos estarían planeando los otros? —reflexionaba Nacib. El Capitán saludaba:
—Discúlpenme, estaba saliendo, un asunto urgente. Los hombres se levantaban de la mesa, arrastraban sillas bajo una sombrilla abierta. Anabela sonreía, coqueta. El Príncipe, con su boquilla larga, extendía una mano larga y flaquísima, nerviosa.
—¿Cuándo es el estreno? —preguntó el Doctor.
—Mañana… Estamos ultimando los detalles con don Diógenes.
El dueño del cine, con la barba aún sin afeitar, explicaba con su voz eternamente desanimada y quejosa, de cantor de himnos sacros.
—Yo creo que él puede agradar. La muchachada gusta de estos trucos de prestidigitación. Y hasta la gente grande. Pero ella…
—¿Por qué no? —preguntó Mundinho mientras Nacib servía nuevos aperitivos.
Diógenes se rascó la barba:
—Bueno, usted sabe, esto todavía es un lugar atrasado. Esos bailes de ella, casi desnuda… y las familias no van a venir.
—Se llena de hombres… —afirmó Nacib.
Diógenes se sentía confuso para explicar. No quería confesar que era él mismo, protestante y púdico, quien se sentía lleno de melindres por los bailes osados de Anabela:
—Eso es cosa de cabaret… No queda bien en un cine.
El Doctor, muy cortés y fino, disculpaba a la ciudad ante la sonriente artista:
—Usted, señora, tendrá que disculpar. Ésta es una tierra atrasada, donde las osadías del arte no son comprendidas. Encuentran todo inmoral.
—Son danzas artísticas, —la voz cavernosa del prestidigitador.
—Es claro, es claro… Pero…
Mundinho Falcão se divertía: —Caramba, don Diógenes…
—En el cabaret ella podría ganar más. Trabajar en el cine con el marido, en los trucos. Después, bailar en el cabaret.
Al oír hablar de ganar más, ilumináronse los ojos del «Príncipe».
Anabela quería conocer la opinión de Mundinho:
—¿Qué le parece?
—Bien, ¿no lo cree? Magia en el cine, danzas en el cabaret… Perfecto.
—¿Y el dueño del cabaret? ¿Tendrá interés?
—Eso vamos a saberlo en seguida… —se dirigía a Nacib—. Nacib, hágame un favor: mande a un muchacho a llamar a Zeca Lima, quiero hablar con él. Rápido, que venga en seguida.
Nacib gritó una orden al negrito Tuisca que salió corriendo. Mundinho daba buenas propinas. El árabe pensaba en la voz de mando del exportador, parecíase a la voz del «coronel» Ramiro Bastos cuando era más joven, ordenando siempre, dictando leyes. Algo estaba por suceder.
El movimiento aumentaba, llegaban nuevos clientes, se animaban las mesas, Chico-Pereza corría de un lado a otro. Ño-Gallo reapareció, uniéndose a la rueda. También el «coronel» Ribeirito, con los ojos tragábase a la bailarina. Anabela resplandecía entre todos aquellos hombres. El «Príncipe» Sandra con su aire de hambre, muy digno en su silla, hacía cálculos sobre el dinero a ganarse. Era una plaza como para demorarse un tiempo, para quitarle miseria a la barriga.
—Esa idea del cabaret no es mala.
—¿Qué idea? —deseaba saber Ribeirito.
—Ella va a bailar en el cabaret.
—¿En el cine, no?
—En el cine habrá magia. Para las familias. En el cabaret, la danza de los siete velos.
—¿En el cabaret? Perfecto… Va a dar un lleno… Pero ¿por qué no baila en el cine? Yo pensé…
—Se trata de bailes modernos, «coronel». Los velos van cayendo uno a uno.
—¿Uno a uno? ¿Los siete, todos?
—Las familias pueden no gustar…
—¡Ah! Eso ya no sé… Uno a uno… ¿Todos? Cierto, es mejor el cabaret… Más animado…
Anabela reía, miraba al «coronel» con ojos prometedores. El doctor repetía:
—Tierra atrasada. Donde el arte es expulsado hacia los cabarets.
—Ni cocinera se encuentra —quejóse Nacib.
El profesor Josué bajaba la calle en compañía de Juan Fulgencio. Había llegado la hora del aperitivo. El bar estaba repleto de gente. El propio Nacib era obligado a andar entre las mesas, sirviendo. Los clientes reclamaban los saladitos y los dulces, el árabe repetía sus explicaciones, echaba maldiciones contra la vieja Filomena. El ruso Jacob, sudando a mares, despeinado su cabello pelirrojo, quería saber noticias del banquete del día siguiente:
—No se preocupe. No soy prostituta para faltar al trato.
Josué, hecho muy hombre de sociedad, besaba la mano de Anabela. Juan Fulgencio, que no frecuentaba el cabaret, protestaba contra la pudicia de Diógenes.
—Qué escándalo ni que ocho cuartos. Ésas son cosas de ese protestante…
Mundinho Falcão espiaba la calle, esperando la vuelta del Capitán. De cuando en cuando, él y el Doctor intercambiaban miradas. Nacib acompañaba aquellas miradas, la impaciencia del exportador. A él no lo engañaban: ahí estaba siendo tramada alguna cosa. El viento que llegaba del mar, arrastraba la sombrilla de Anabela, que había quedado abierta al lado de la mesa. Ño-Gallo, Josué, el Doctor, el «coronel» Ribeirito se precipitaron detrás de ella para recuperarla. Solamente Mundinho Falcão y el «Príncipe» Sandra permanecieron sentados. Pero quien la reconquistó y la devolvió a la mesa fue el doctor Ezequiel Prado que venía llegando en esos momentos, los ojos húmedos, de ebriedad.
—Mis respetos, señora mía…
Los ojos de Anabela, con largas pestañas negras, pasaban de un hombre a otro, se demoraban en Ribeirito.
—¡Gente distinguida! —dijo el «Príncipe» Sandra.
Tonico Bastos, que llegaba de su escritorio, cayó en los brazos de Mundinho Falcão, con grandes demostraciones de amistad:
—Y Río, ¿cómo lo dejaste? Eso sí que es vida…
Sus ojos medían a Anabela, esos ojos de conquistador, del hombre irresistible de la ciudad.
—¿Quién me presenta? —preguntó.
Ño-Gallo y el Doctor sentábanse ya al lado de un tablero de gamão. En otra mesa, alguien contaba a Nacib las maravillas de una cocinera. Manos para los condimentos como las de ella, nunca se vieron… Solamente que estaba en Recife, empleada en lo de una familia Coutinho, pernambucanos importantes.
—¿De qué diablos me sirve, entonces?