Del dueño de la tierra calentándose al sol

Nacib no consiguió despedirse, el «coronel» Ramiro Bastos no lo dejó. Y quién iría a discutir una orden suya, cuando él estaba sonriendo, casi pidiendo:

—Es temprano. Vamos a conversar un poco.

En los días de sol, invariablemente a las diez, apoyándose en un bastón con empuñadura de oro, el paso lento pero todavía firme, el «coronel» Ramiro Bastos salía de su casa, cruzaba la calle para entrar en la plaza de la Independencia, y sentábase en un banco.

—La cobra vino a calentarse al sol… —decía el Capitán al verlo desde la puerta del edificio en que trabajaba, en frente de la Papelería Modelo.

El «coronel» también lo veía, se quitaba su sombrero panamá, y balanceaba la cabeza de cabellos blancos. El Capitán respondía al saludo, a pesar de ser muy otro su deseo… Aquél era el jardín más bello de la ciudad. Las malas lenguas decían que la Intendencia prodigaba atenciones especiales a aquél lugar debido a la vecindad de la casa del «coronel» Ramiro. Pero la verdad es que en la Plaza Seabra se levantaban también el edificio de la Intendencia, la sede del Club Progreso, y el Cine Victoria, en cuyo segundo piso vivían muchachos solteros y funcionaba, en una sala del frente, el Gremio Rui Barbosa. Además de casas de alto y residencias de las mejores que tenía la ciudad. Natural, entonces, que los poderes públicos cuidasen con especial cariño dicha plaza. Había sido enjardinada durante uno de los gobiernos del «coronel» Ramiro. Aquel día el viejo estaba satisfecho y conversador. Finalmente el sol había reaparecido, el viejo plantador lo sentía en la espalda curvada, en las manos huesudas, dentro del corazón también. A los ochenta y dos años de edad, aquel sol de la mañana era su diversión, su lujo, su mejor alegría. En la época de las lluvias sentíase desdichado, se quedaba en la sala de visitas sentado en su silla austríaca, atendiendo gente, oyendo pedidos, prometiendo soluciones. Desfilaban decenas de personas diariamente. Pero cuando hacía sol, a las diez de la mañana, estuviera con quién estuviera, se disculpaba, tomaba su bastón, y se venía a la plaza. Sentábase en un banco del jardín, donde no tardaba en aparecer alguien para hacerle compañía. Sus ojos se paseaban por la plaza, se detenían en el edificio de la Intendencia. El «coronel» Ramiro Bastos contemplaba todo aquello como si fuese propiedad suya. Y en cierta forma lo era un poco, pues él y los suyos gobernaban Ilhéus desde hacía muchos años.

Era un viejo seco, resistente a la edad. Su ojos pequeños conservaban un brillo de mando, de hombre acostumbrado a dar órdenes. Siendo uno de los grandes estancieros de la región, habíase hecho un jefe político respetado y temido. El poder había venido a sus manos durante las luchas por la posesión de la tierra, cuando el poderío de Cazuza Oliveira se desmoronó. Habiendo apoyado al viejo Seabra, éste le había entregado la región. Por dos veces fue Intendente, y ahora era senador estadual. Cada dos años cambiaba el Intendente, en elecciones a punta de pluma, pero en realidad nada cambiaba pues quién continuaba mandando era el mismo Ramiro Bastos, cuyo retrato de cuerpo entero se podía ver en el salón de honor de la Intendencia, donde se realizaban conferencias y fiestas. Amigos incondicionales o parientes suyos sucedíanse en el cargo, sin mover una paja sin su aprobación. Su hijo, médico de niños y diputado estadual, había dejado fama de buen administrador. Había abierto calles y plazas, trazado jardines y durante su gestión la ciudad cambió de fisonomía. Decíase que la razón de que sucediera todo esto había sido la de facilitar la elección del joven a la Cámara Estadual. La verdad, sin embargo, es que el «coronel» Ramiro amaba la ciudad a su manera, como amaba el jardín de su casa, la quinta de su estancia. En los jardines de su casa plantó manzanos y perales, plantas venidas de Europa. Le gustaba ver la ciudad limpia (y para eso había hecho que la Intendencia comprara camiones), asfaltada, enjardinada, con buen servicio de cloacas. Animada la construcción de buenas casas, y se alegraba cuando los forasteros hablaban de la gracia de Ilhéus, con sus plazas y jardines. Manteníase, por otro lado, obstinadamente sordo a ciertos problemas, a reclamaciones diversas: fundación de hospitales, creación de una escuela municipal, apertura de caminos para el interior, construcción de campos de deportes. Torcía la cara al Club Progreso y no quería ni oír hablar de dragar la bahía. Se preocupaba por tales cosas cuando no tenía más remedio que hacerlo, o cuando sentía en peligro su prestigio. Así había ocurrido con la carretera, obra de dos Intendencias, la de Ilhéus y la de Itabuna. Miraba con desconfianza ciertas empresas y, sobre todo, ciertos hábitos nuevos. Y como la oposición estaba reducida a un pequeño grupo de descontentos sin fuerza y sin mayor expresión, el «coronel» hacía casi siempre lo que quería, con un supremo desprecio por la opinión pública. No obstante su terquedad, en los últimos tiempos sentía disminuidos su indiscutible prestigio y su palabra que siempre tuvieron fuerza de ley. No por la oposición, gente sin mayor relieve, sino por el propio crecimiento de la ciudad y de la región, que a veces parecía querer escapar de sus manos, ahora trémulas. ¿Sus propias nietas no lo criticaban porque él ordenó que la Intendencia negara una ayuda económica al Club Progreso? ¿Y el diario de Clóvis Costa no osó discutir el problema de la escuela? Él había oído la conversación de las nietas: «¡Abuelito es un retrógrado!».

Él comprendía, aceptaba los cabarets, las casas de mujeres de la vida, la orgía desenfrenada de las noches de Ilhéus. Los hombres precisaban aquello, él también había sido joven. Lo que no entendía era eso de un club de muchachos y muchachas para conversar hasta altas horas de la noche, para bailar esas danzas modernas donde hasta las mujeres casadas iban a dar vueltas en otros brazos que no eran los de sus maridos, ¡una indecencia! La mujer estaba hecha para vivir dentro de la casa, cuidando de los hijos y del hogar. Y la muchacha soltera para esperar marido, aprendiendo a coser, tocar el piano, dirigir la cocina. No había podido impedir la fundación del club, a pesar de sus esfuerzos. Ese Mundinho Falcão, venido de Río, escapaba a su control, no venía a visitarlo ni a consultarlo, decidía por su propia cuenta e iba haciendo cuanto le parecía. El «coronel» sentía, oscuramente, que el exportador era un enemigo que todavía le acarrearía dolores de cabeza. En apariencia mantenían espléndidas relaciones. Cuando se encontraban, lo que raramente sucedía, intercambiaban palabras amables, muestras de amistad, poníanse a disposición uno del otro. Pero ese tal Mundinho comenzaba a meter el pico en todas las cosas, cada vez era mayor el número de personas que lo rodeaban, él hablaba de Ilhéus, su vida, su progreso, como si aquello fuese asunto suyo, de su incumbencia, o tuviese alguna autoridad. Era hombre de familia acostumbrado a mandar en el sur del país, sus hermanos tenían prestigio y dinero. Para él, era como si el «coronel» Ramiro no existiese. ¿No obró así cuando resolvió abrir la avenida en la playa? Había aparecido de súbito en la Intendencia, dueño de los terrenos, los planos completos…

Nacib le daba las noticias más recientes, el «coronel» ya tuvo noticias de que el «Ita» encalló.

—Mundinho Falcão llegó en él. Dijo que el caso de los bancos de arena…

—Forastero… —atajó el «coronel»— ¿Qué diablos vino a buscar en Ilhéus donde nadie perdió nada? —era aquella misma voz dura del hombre que prendiera fuego a las estancias, que invadiera poblados, que liquidara gente, sin piedad. Nacib se estremeció.

—Forastero…

¡Como si Ilhéus no fuese una tierra de forasteros, de gente venida de todas partes! Pero era diferente. Los otros llegaban modestamente, se inclinaban en seguida ante la autoridad de los Bastos, querían únicamente ganar dinero, establecerse, entrar tierra adentro. No se metían a cuidar del «progreso de la ciudad y de la región», a decidir sobre las necesidades de Ilhéus. Unos meses antes, el «coronel» Ramiro Bastos había sido abordado por Clóvis Costa, dueño de un semanario. Quería organizar una sociedad para lanzar un diario. Ya tenía las máquinas en vista, en Bahía, pero necesitaba capital. Le había dado largas explicaciones: un diario significaba un nuevo paso en el progreso de Ilhéus, sería el primero del interior del Estado. El periodista pretendía conseguir dinero entre los estancieros, que serían todos socios del diario, órgano al servicio de la defensa de los intereses de la región del cacao. A Ramiro Bastos la idea no le agradó. ¿Defensa contra quién o contra qué? ¿Quién amenazaba Ilhéus? ¿El gobierno, acaso? La oposición era una cosa inútil, despreciable. Un diario le parecía lujo superfluo. Si precisase de él para cualquier otra cosa, estaba a sus órdenes. Pero para publicar un diario, no… Clóvis había salido desanimado, yendo a quejarse a Tonico Bastos, el otro hijo del «coronel», escribano de la ciudad. Podría obtener un poco de dinero con alguno que otro estanciero. Pero la negativa de Ramiro significaba la de la mayoría. Si él fuese a hablarles, le preguntarían:

—¿El «coronel» Ramiro con cuanto entró?

El «coronel» no pensó más en el asunto. Esa cosa de diario era un peligro… Bastaría con que un día dejase de satisfacer un pedido de Clóvis y tendría al diario en la oposición, metiéndose en los negocios municipales, desmenuzando todo, arrastrando reputaciones por el barro. Con su rechazo había puesto la lápida sobre esa idea. Fue lo que dijo a Tonico cuando éste, a la noche, le vino a hablar del caso, relatándole las quejas de Clóvis:

—¿Tú necesitas de un diario? Yo no. Por lo tanto, Ilhéus no lo necesita —y habló de otra cosa.

Cuál no sería su sorpresa al ver, en los postes de la plaza y en las paredes, días después, anuncios de la próxima aparición del diario. Mandó llamar a Tonico: —¿Qué historia es ésa del diario?

—¿De Clóvis?

—Sí. Por ahí andan unos papeles diciendo que va a salir.

—Las máquinas ya llegaron, y están siendo montadas.

—¿Cómo es eso? Le negué mi apoyo. ¿Dónde encontró dinero? ¿En Bahía?

—Aquí mismo, padre. Mundinho Falcão…

¿Y quién animó la fundación del Club Progreso, quién dio dinero a los empleados de comercio para que fundaran sus clubes de fútbol? La sombra de Mundinho Falcão se proyectaba por todas partes. Su nombre sonaba cada vez más insistentemente en los oídos del «coronel». Ahora mismo el árabe Nacib hablaba de él, de su llegada anunciando la venida de los ingenieros del Ministerio de Vialidad, para estudiar el caso de los bancos de arena …

¿Quién le pidió ingenieros, quién le reclamó la solución de los problemas de la ciudad? ¿Desde cuándo él era autoridad?

—¿Quién le dio esa comisión a él? —la voz brusca del viejo interrogaba a Nacib como si éste tuviese alguna responsabilidad.

—Ah, eso ya no sé… Estoy vendiendo el pescado por el precio que lo compré…

Las flores coloridas del jardín brillan a la luz del día espléndido, los pájaros trinan en los árboles de los alrededores. Al «coronel» se le nubla la cara, y Nacib no tiene coraje de despedirse. El viejo está enojado, de repente comienza a hablar. Si piensan que él está acabado, están engañados. Todavía no ha muerto ni es inútil. ¿Quieren lucha? Pues vamos a luchar, ¿qué otra cosa ha hecho él en su vida? ¿Cómo plantó su cacao, marcó los amplios límites de sus estancias, construyó su poder? No fue heredando de sus parientes, creciendo a la sombra de sus hermanos, en las grandes capitales, como ese Mundinho Falcão… ¿Cómo llegó a liquidar a sus adversarios políticos? Fue irrumpiendo en los bosques, con la carabina en la mano y guardaespaldas siguiéndolo, a su lado.

Cualquier habitante de Ilhéus, de más avanzada edad, podría contarlo. Nadie ha olvidado, todavía, esas historias. Ese Mundinho Falcão está muy engañado; venido de afuera, no conoce las historias de Ilhéus, tal vez fuera mejor que se informara antes… El «coronel» golpea con la contera del bastón el cemento del paseo, Nacib escucha en silencio.

La voz cordial del profesor Josué lo interrumpe: —Buen día, «coronel»: ¿Tomando sol?

El «coronel» sonríe, extendiendo la mano al joven: —Conversando aquí, con el amigo Nacib. Siéntese.

Hace un lugar en el banco: —A mi edad todo cuanto resta es tomar sol…

—Qué es eso, «coronel», pocos jóvenes valen lo que usted.

—Pues, justamente, yo estaba diciéndole a Nacib que todavía no estoy enterrado. A pesar de que hay quien piense por ahí que ya no valgo nada…

—Nadie piensa eso, «coronel» —dijo Nacib.

Ramiro Bastos cambiaba de tema, preguntaba a Josué:

—¿Cómo va el colegio de Enoch?

—Josué era profesor y subdirector del colegio.

—Va bien, muy bien. Fue oficializado. Ilhéus ya tiene su colegio. Una gran noticia.

—¿Ya? No sabía… El gobernador me mandó decir que sólo podría ser oficializado a comienzos de año. Que el Ministerio no lo podía hacer antes, que estaba prohibido. Yo me interesé mucho por este asunto.

—Realmente, «coronel», las oficializaciones, por principio, son siempre hechas a comienzo de año, antes de la iniciación de las clases. Pero Enoch le pidió a Mundinho Falcão cuando él fue a Río…

—¡Ah!

—… y él obtuvo del Ministro una excepción. Ya para los exámenes de este año el colegio tendrá un examinador oficial. Ésta es una gran noticia para Ilhéus…

—Sin duda… Sin duda…

El joven profesor continuaba hablando, Nacib aprovechó entonces para despedirse, pero el «coronel» ni los oía. Su pensamiento estaba lejos. ¿Qué diablos hacía su hijo Alfredo allá, en Bahía? Diputado estadual, entrando y saliendo del Palacio de Gobierno y hablando con el gobernador a cualquier hora, ¿qué diablos hacía? ¿No había él mandado pedir la oficialización del colegio, acaso? A él y a nadie más que a él, Enoch y la ciudad la hubieran debido si el gobernador, presionado por Alfredo, se hubiese realmente interesado. Él, Ramiro, últimamente casi no iba a Bahía, a las sesiones del Senado, el viaje le resultaba un verdadero sacrificio. Y ahí estaba el resultado: sus pedidos al gobierno dormían en los Ministerios, se arrastraban por los caminos normales de la burocracia, mientras que… El colegio sería equiparado sin falta a comienzo de año, habíale mandado decir al gobernador como si estuviese atendiendo presurosamente su pedido. Y él había quedado contento transmitiéndole la noticia a Enoch, subrayando la prontitud con que el gobierno había respondido a su pedido.

—Para el próximo año su colegio tendrá fiscalización federal.

Enoch había agradecido pero quejándose:

—Es una pena no haberla obtenido ahora mismo, «coronel». Vamos a perder un año, muchos chicos irán a Bahía.

—Estamos fuera del plazo, mi querido amigo. A mitad de año, la oficialización es imposible. Pero, es cuestión de esperar un poco.

Y ahora, de repente, esa noticia.

El colegio oficializado fuera de época por obra y gracia de Mundinho Falcão. Habría que ir a Bahía… el gobernador tendría que oír algunas, y de las buenas… Él no era hombre con cuyo prestigio se podría jugar. También ¿qué diablos hacía su hijo en la Cámara del Estado? Realmente, el muchacho no tenía pasta para político, era buen médico, buen administrador, pero era débil, no había salido a él, no sabía imponerse. El otro, Tonico sólo pensaba en mujeres, no quería saber de otra cosa… Josué se despedía.

—Hasta luego, hijo. Dígale a Enoch que yo le mando mis felicitaciones. Que yo estaba esperando la noticia de un momento a otro…

Se quedó otra vez solo en la plaza. Ya no sentía la alegría del sol, su rostro habíase ensombrecido. Pensaba en otros tiempos, cuando esas cosas eran fáciles de resolver. Si alguien se hacía demasiado molesto, bastaba llamar a uno de los hombres de confianza, prometerle algún dinero, y decirle el nombre del intruso. Hoy era diferente. Pero ese Mundinho Falcão se engañaba. Ilhéus había mudado mucho en esos años, es cierto. El «coronel» Ramiro trataba de comprender esa nueva vida, ese Ilhéus naciendo de aquel otro que fuera el suyo. Llegó a pensar que lo había comprendido, que se acercaba a sus problemas, a sus necesidades. ¿No había embellecido la ciudad, construido plazas y jardines, empedrado sus calles, abierto la carretera a pesar de sus compromisos con los ingleses de los Ferrocarriles? ¿Por qué, entonces, así, repentinamente, la ciudad parecía querer huir de sus manos? ¿Por qué comenzaban todos a hacer lo que querían, por su propia cuenta, sin oírlo, sin esperar que él diese las órdenes? ¿Qué estaba sucediendo en Ilhéus que él ya no comprendía, que ya no mandaba?

No era hombre de dejarse vencer sin lucha. Aquélla era su tierra, nadie hizo por ella más que Ramiro Bastos. Nadie, tampoco, habría de arrebatarle el bastón de mando, fuese quien fuese. Sentía que un nuevo tiempo de lucha se aproximaba. Diferente de aquel otro de antes, más difícil tal vez. Se levantó, irguióse como si no sintiera el peso de los años. Podía estar viejo pero aún no estaba enterrado, y mientras él viviese sería él quien mandara allí. Dejó el jardín, cruzó hacia el Palacio. El soldado de policía apostado a la entrada, le hizo la venia. El «coronel» Ramiro Bastos sonrió.