De la desesperada búsqueda

Había iniciado su desesperada búsqueda en el morro de Unháo. El corpachón inclinado hacia adelante, sudando a mares, el saco bajo el brazo, Nacib había recorrido Ilhéus de punta a punta en aquella primera mañana de sol, después de la larga estación de las lluvias. Reinaba alegre animación en las calles donde estancieros, exportadores, comerciantes, cambiaban exclamaciones y felicitaciones. Era día de feria, las tiendas estaban llenas, los consultorios médicos y las farmacias abarrotados. Subiendo y bajando pendientes, cruzando calles y plazas, Nacib maldecía. Al llegar a su casa, la víspera, cansado de la jornada de trabajo y del lecho de Risoleta, había hecho sus cálculos para el día siguiente: dormir hasta las diez, hora en que Chico-Pereza y Pico-Fino, hecha ya la limpieza del bar, comenzaban a servir a los primeros parroquianos. Dormir la siesta después del almuerzo. Jugar su partida de «gamão» o de damas con Ño-Gallo y el Capitán, conversar con Juan Fulgencio, y saber las novedades locales y las noticias del mundo. Dar un salto al cabaret, después de cerrar el bar, y terminar la noche, ¿quién sabe?, otra vez con Risoleta.

En vez de eso, corría las calles de Ilhéus, subía las pendientes del morro…

En el Unháo había deshecho el trato con las dos muchachas apalabradas para ayudar a Filomena en la preparación de la comida de la Empresa de ómnibus. Una de ellas, riendo con la boca sin dientes, declaró saber hacer lo trivial. La otra ni eso… «Acarajé», «abará», «dulces», «moquecas» y fritadas de camarones eran cosas que solamente María de San Jorge sabía hacer… Nacib preguntó aquí y allá, bajó por el otro lado del morro. Cocinera, en Ilhéus, capaz de tomar las riendas de la cocina de un bar, era cosa difícil, casi imposible.

Había preguntado en el puerto, había pasado por la casa del tío: «¿no sabían acaso de una cocinera?». Había escuchado a su tía quejarse: «tenía una más o menos, no es que fuese gran cosa, pero había dejado el empleo sin saberse porqué. Ahora era ella, la tía, quien cocinaba hasta que apareciera otra. ¿Por qué Nacib no venía a almorzar con ellos?».

Le dieron noticias de una, famosa, que vivía en el morro de la Conquista. «De mano llena», dijérale el informante, el español Felipe, hábil en arreglos no solamente de zapatos y de botas, sino también de sillas y de arreos. Hablador como él sólo, temible adversario en el juego de damas, ese Felipe de lengua sucia y corazón de hiel, representaba en Ilhéus a la extrema izquierda, declarándose anarquista a cada paso, amenazando limpiar el mundo de capitalistas y de curas, siendo amigo y comensal de varios estancieros, entre los cuales se contaba el padre Basilio. Mientras claveteaba suelas entonaba canciones anarquistas y, cuando jugaban a las damas, él y Ño-Gallo, valía la pena oír las maldiciones contra los sacerdotes. Habíase interesado por el drama culinario de Nacib.

—Una tal Marianita. Un portento.

Nacib se dirigió hacia la Conquista, la pendiente todavía resbaladiza por las lluvias, donde un grupo de negritas se echó a reír cuando él cayó, ensuciándose los fundillos del pantalón. De información en información, localizó la casa de la cocinera. En lo alto del cerro. Una casita de madera y cinc. Esa vez iba con cierta esperanza. Don Eduardo, dueño de vacas lecheras, le había confirmado los méritos de Marianita. Había trabajado un tiempo en su casa, y tenía una habilidad especial para los condimentos. Su único defecto era la bebida, tratábase de una «cachaceira» memorable. Cuando bebía se ponía como el demonio: le había faltado el respeto a doña Mariana, por eso Eduardo la despidió.

—Aunque para casa de hombre soltero, como es usted…

Borracha o no, si era buena cocinera, él la contrataría. Por lo menos hasta que encontrara otra. Por fin divisó la casucha miserable y, sentada a la puerta, a Marianita, los pies descalzos, peinándose unos cabellos larguísimos, matándose piojos. Era mujer de unos treinta a treinta y cinco años, desgastada por la bebida, pero todavía con restos de gracia en el rostro mestizo. Se quedó escuchándolo, con el peine en la mano. Después rio, como si la propuesta la divirtiera:

—No, no. Ahora sólo cocino para mi hombre y para mí. Él no quiere ni oír hablar de eso.

La voz del hombre venía de adentro:

—¿Quién es, Marianita?

—Un doctor buscando cocinera. Está ofreciendo… que paga bien…

—Decile que se vaya al diablo. Que aquí no hay cocinera alguna.

—¿Está viendo? Él es así: no quiere ni oír hablar de que me emplee. Celoso… Por una cosa de nada, hace un escándalo único… Es sargento de policía —contaba con placer, como para mostrar cuanto valía.

—¿Qué andás dándole charla a extraños, mujer? Que se vaya en seguida, antes que me enfurezca…

—Es mejor que se largue…

Volvió a peinarse los cabellos, buscando piojos entre ellos, con las piernas extendidas al sol.

Nacib sacudió los hombros.

—¿No sabe de ninguna?

Ni respondió, apenas si negó con la cabeza. Nacib descendió por la pendiente de la Victoria, pasó por el cementerio. Allá abajo la ciudad brillaba al sol, llena de movimiento. El «Ita», llegado por la mañana, descargaba. ¡Desgracia de tierra!, tanto que se hablaba de progreso y no se podía conseguir ni siquiera una cocinera.

—Por eso mismo —había explicado Juan Fulgencio cuando el árabe se paró en la Papelería Modelo para descansar—, la mano de obra se torna difícil y cara por la procura. A lo mejor en la feria…

La feria semanal era una fiesta. Ruidosa y colorida. Un vasto descampado frente al fondeadero, extendiéndose hasta las proximidades del ferrocarril. Puestos de carne seca, cerdos, ovejas, venados, «pacas» y puercoespines, caza diversa. Bolsas de blanca harina de mandioca. Bananas color oro, zapallos amarillos, judías verdes, «quiabos», naranjas. En las barracas servían, en platos de latón, «sarapatel»(revuelto de hígado, riñones, sangre etc, con caldo), feijoada, moqueca de pescado. Algunos campesinos comían, con el vaso de aguardiente al lado. Nacib se informó allí. Una negra gorda, con un turbante en la cabeza, collares y pulseras, torció la nariz:

—¿Trabajar para un patrón? Dios me libre…

—Pájaros de increíble plumaje, papagayos habladores…

—¿Cuánto quiere por aquél loro, doña?

—Ocho pesos porque es para usted…

—Tan caro no puede ser.

—Pero es hablador de verdad. Sabe cada palabrota…

El loro, como para probarlo, se desgañitaba, cantaba «Ay, don Mierda». Nacib pasó entre montañas de requesón, el sol brillaba sobre el amarillo de las «jacas» maduras.

El loro gritaba: «¡Campesino! ¡Campesino!».

Nadie conocía cocinera alguna.

Un ciego, el mate en el suelo, contaba en la guitarra historias de los tiempos de las luchas:

«Amancio, hombre valiente,

tirador de primera.

Más valiente que él.

Sólo el mismo Juca Ferreira.

En noche de oscuridad.

Se encontraron en la luz.

“¿Quién viene ahí?” —dijo Ferreira.

“Es hombre. No es bicho, no”.

Don Amancio respondiera

con la mano en la carabina.

Temblaron hasta los macacos

en la noche de oscuridad».

Los ciegos, a veces bien informados, no supieron informarle. Uno de ellos, venido del «sertão» (sertón, zona semidesértica), echó pestes contra la comida de Ilhéus. No sabían cocinar, comida sí que era la de Pernambuco, no aquella porquería de allí, donde nadie sabía lo que era bueno.

Árabes pobres, vendedores ambulantes de los caminos, exhibían sus valijas abiertas, sus artes mágicas, sus cortes baratos de percal, collares falsos y vistosos, anillos brillantes de vidrio, perfumes con nombres extranjeros, fabricados en San Pablo. Mulatas y negras, sirvientas de casas ricas, se amontonaban ante las valijas abiertas:

—Compra, cliente, compra. Es baratito… —la pronunciación cómica, la voz seductora.

Largas negociaciones. Los collares sobre los pechos negros, las pulseras en los brazos mulatos, ¡una tentación! ¡El vidrio de los anillos irisábase al sol como diamante!

—Todo verdadero, de lo mejor.

Nacib interrumpía la discusión de los precios: ¿alguien sabía de una buena cocinera? Existía una, muy buena, de horno y fogón, pero estaba empleada en lo del comendador Domingos Ferreira, sí señor. Y la trataban que ni parecía empleada…

El mercader extendía unos aros a Nacib:

—Compra, paisano, regalo para mujer, para novia, para amiga…

Nacib continuaba su camino, indiferente a toda tentación. Las negritas compraban a mitad de precio o por el doble del valor.

Un «cúralotodo», con una cobra mansa y un pequeño yacaré, anunciaba la curación de todas las molestias a un grupo que lo rodeaba. Exhibía un frasco conteniendo un remedio milagroso, descubierto por los indios en las selvas que se extendían más allá de las plantaciones de cacao.

—Cura tos, resfríos, tisis, sarna, varicela, sarampión, viruela brava, paludismo, dolor de cabeza, várices, todo cuanto sea enfermedad mala; cura el «esternón caído» y reumatismo …

Por una niñería, apenas un peso cincuenta, cedía aquel frasco de salud. La cobra subía por el brazo del hombre, mientras el yacaré permanecía en el suelo, inmóvil, como una extraña piedra. Nacib preguntaba a unos y otros.

—De cocinera no sé, no señor. De un buen albañil, sí. Vasijas de barro, potes para agua fresca, cacerolas, «cuscuzeiros», y caballos, bueyes, perros, gallos, guardaespaldas con sus carabinas, hombres montados, soldados de policía y escenas de trampas, de entierro y casamientos, valiendo diez centavos, dos, un peso, obras todas de las manos toscas y sabias de los artesanos. Un negro casi tan alto como Nacib, se empinaba un vaso de aguardiente de un trago, y escupía fuerte en el suelo:

—Trago de primera, Nuestro Señor Jesucristo sea loado.

Respondía a la cansada pregunta:

—No sé, no señor. ¿Conoces a alguna cocinera, Pedro Paca? Aquí, para el «coronel»…

El otro no sabía. Tal vez en el «mercado de los esclavos», sólo que ahora no había nadie, ninguna leva de «sertaneros» recién llegados.

Nacib no se tomó el trabajo de ir al «mercado de los esclavos», por detrás del Ferrocarril, donde se amontonaban los «retirantes»(habitantes del nordeste que huyen de la sequía) venidos del «sertão» (sertón, zona semidesértica), fugitivos de la sequía, en busca de trabajo. Allí iban los «coroneles» a contratar trabajadores y bandidos, y las familias a buscar empleadas. Pero no había nadie aquellos días. Le aconsejaron ir a dar una ojeada en el Pontal. Por lo menos no había que subir pendientes. Tomó la canoa, cruzó el fondeadero. Anduvo por las pocas calles de arena, bajo el sol, donde criaturas pobres jugaban al fútbol con una pelota hecha de media. Euclides, dueño de la panadería, le sacó las esperanzas.

—¿Cocinera? Ni piense… Ni buena ni mala. En la fábrica de chocolate ganan más. No adelanta nada buscando.

Volvió a Ilhéus, cansado y somnoliento. A estas horas, el bar ya debía estar abierto y, con el día de feria, con bastante movimiento. Necesitando de su presencia, de sus atenciones para con los clientes, su animación, su charla, su simpatía. Los dos empleados —¡unos dormidos!— solos no servían para mucho. Pero, en el Pontal le habían hablado de una vieja que fuera cocinera apreciada, que trabajara en varias casas y vivía ahora con una hija casada, cerca de la plaza Seabra.

Decidió tentar suerte:

—Después voy al bar…

La vieja había muerto hacía más de seis meses, la hija quiso contarle toda la historia de la enfermedad, pero Nacib no tenía tiempo para oírla. El desánimo lo invadía, de haber podido hubiese ido a la cama, a dormir. Cruzó la plaza Seabra, donde estaba el edificio de la Intendencia y la sede del Club Progreso. Iba rumiando sus tristezas cuando se encontró con el «coronel» Ramiro Bastos, sentado en un banco, tomando sol, bien frente al Palacio Municipal. Se detuvo para saludarlo, el «coronel» lo hizo sentar a su lado:

—Hace tiempo que no lo veo, Nacib. ¿Y cómo va el bar? ¿Prosperando siempre? Así le deseo, por lo menos.

—Hoy me sucedió una cosa, «coronel»… Mi cocinera se me fue. Ya corrí Ilhéus entero, fui hasta Pontal, y sin conseguir quién sepa cocinar…

—Fácil no es. Sólo mandando buscar afuera. O a las plantaciones…

—Y con un banquete mañana, del ruso Jacob …

—Es verdad. Estoy invitado, tal vez vaya.

El «coronel» sonreía, contento del sol que jugueteaba en los vidrios de las ventanas de la Intendencia y que le calentaba el cuerpo fatigado.