Las hermanas Dos Reís, la rolliza Quinquina y la debilucha Florita, de vuelta de la misa de siete en la Catedral, apuraron el paso menudo al ver a Nacib esperando, parado junto al portón. Eran dos viejitas joviales, sumando ciento veintiocho años de sólida virginidad indiscutida. Gemelas, eran cuanto restaba de una antigua familia de Ilhéus, anterior a la época del cacao, de aquella gente que cediera su lugar a los de Sergipe, a los sertanejos, a los de Alagoas, a los árabes, italianos y españoles, a los de Ceará. Herederas de una buena casa, en la que vivían —codiciada por muchos «coroneles» ricos— en la calle Coronel Adami, y de otras tres en la Plaza de la Matriz, vivían de los alquileres de éstas y de los dulces vendidos por la tarde por el criadito Tuisca. Dulceras celebradas, manos de hada en la cocina, a veces aceptaban encargos para almuerzos y comidas de etiqueta. Su celebridad, sin embargo, aquello que las transformara en una institución de la ciudad, era el gran pesebre de Navidad, armado todos los años en una de las salas del frente de la casa pintada de azul. Trabajaban el año entero, recortando y pegando en cartulina figuras de revistas para aumentar el pesebre, motivo de su diversión y de su devoción.
—Madrugó hoy, don Nacib…
—Cosas que le suceden a uno.
—¿Y las revistas que nos prometió?
—Voy a traerlas, doña Florita, voy a traerlas. Estoy juntándolas.
La nerviosa Florita sacaba revistas a cuantas personas conocía, mientras la plácida Quinquina sonreía. Parecían dos caricaturas salidas de un libro antiguo, con sus vestidos fuera de moda, los chales en la cabeza, saltarinas y vivaces.
—¿Y qué lo trae a esta hora?
—Quería tratar un asunto.
—Pues entre, entonces…
El portón conducía a una veranda donde crecían flores y plantas cuidadas con cariño. Una empleada, más vieja aún que las solteronas, encorvada por los años, pasaba por entre los canteros regándolos con un balde.
—Entre a la sala del pesebre —invitó Quinquina.
—¡Anastasia, sírvale un licor a don Nacib! —ordenó Florita—. ¿De qué prefiere? ¿De «genipapo» o de ananá? También tenemos de naranja y de maracujá… Nacib sabía, por experiencia propia, que era necesario beberse el licor —a aquella hora de la mañana, ¡Señor!—, elogiarlo, indagar por los trabajos del pesebre, mostrar interés en él, si quería llevar a buen término sus negociaciones. Lo importante era garantir los salados y los dulces del bar durante algunos días, y la comida de la Empresa de Omnibus, para la noche siguiente. Hasta conseguir una nueva cocinera competente. Era una de aquellas casas de antaño, con dos salas de visita a la calle. Una de ellas desde hacía mucho que había dejado de funcionar como sala de visitas, era la sala del pesebre. Eso no significaba que estuviese armado el año entero. Solamente en diciembre era montado y expuesto al público, y allí quedaba hasta las proximidades del carnaval, cuando Quinquina y Florita lo desarmaban cuidadosamente e iniciaban de inmediato la preparación del próximo pesebre.
No era el único en Ilhéus. Existían otros, algunos hermosos y ricos, pero cuando alguien hablaba de «pesebre» era al de las hermanas Dos Reis al que se refería, pues ninguno se le podía comparar. Había ido creciendo, de a poco, en el correr de más de cincuenta años. Ilhéus era todavía un lugarejo atrasado, y Quinquina y Florita aún jovencitas inquietas y fiesteras, muy solicitadas por los jovenzuelos (todavía hoy es un pequeño misterio el que hayan quedado solteronas, tal vez por haber escogido demasiado), cuando armaron su primer pesebre, pequeño. En aquel olvidado Ilhéus de otros tiempos, de antes del cacao, se establecía entre las familias verdadera emulación para ver cuál de ellas presentaría un pesebre de Navidad más hermoso, completo y rico. La Navidad europea, con Papá Noel en carros de renos, vestido con ropas para nieve y frío, trayendo regalos a los niños, no existía en Ilhéus. Era la Navidad de los pesebres, de las visitas a las casas con la mesa puesta, de las cenas después de la misa de gallo, de comienzo de las celebraciones populares, de los «reisados», de los «ternos» (representaciones de tres personas) de pastorcitas, de los «bumba-meu-boi», del vaquero y de la «caaporá» (demonio indígena).
Año tras año, las jóvenes Dos Reís fueron aumentando su pesebre. Y a medida que el tiempo de los bailes iba pasando, más tiempo le dedicaban, agregándole nuevas figuras, ampliando el tablado sobre el cual era montado, terminando por abarcar tres de los cuatro lados de la sala. Entre marzo y noviembre, todas las horas libres entre las visitas obligatorias a las iglesias (a las seis de la mañana para la misa, a las seis de la tarde para la bendición), la elaboración de sabrosos dulces vendidos por el criadito Tuisca a una clientela segura, las visitas a amigos y vagos parientes, y el comentario de la vida ajena con la vecindad, las dedicaban a recortar figuras de revistas y almanaques, cuidadosamente pegadas después en cartulina. En los trabajos de montaje, a fin de año, eran ayudadas por Joaquín, empleado de la Papelería Modelo, tocador de bombo de la «Euterpe 13 de Mayo», que por lo mismo se consideraba un temperamento de artista. Juan Fulgencio, el Capitán, Diógenes (dueño del Cine Teatro Ilhéus, y protestante), alumnas del colegio de monjas, el profesor Josué, Ño-Gallo, a pesar de exaltado anticlerical, eran asiduos abastecedores de revistas. Cuando, en diciembre, apretaba el trabajo, vecinas, amigas y jóvenes estudiantes después de los exámenes, venían a ayudar a las viejas señoritas. El gran pesebre había llegado a ser casi propiedad colectiva de la comunidad, orgullo de los habitantes, y el día de su inauguración, era día de fiesta, en el que la casa de las hermanas Dos Reis se llenaba, y los curiosos aglomerados en la calle, ante las ventanas abiertas, se esforzaban para ver el pesebre iluminado con lámparas multicolores, también trabajo de Joaquín, que en ese día glorioso se emborrachaba intrépidamente con los licores azucarados de las solteronas. El pesebre, como era de esperarse, representaba el nacimiento de Cristo en el pobre establo de la distante Palestina. Pero ¡ay!, la árida tierra oriental apenas si hoy era un detalle en el centro del mundo variado donde se mezclaban democráticamente escenas y figuras de las más diversas, de los más variados períodos de la historia, ampliándose de año en año. Hombres célebres, políticos, hombres de ciencia, militares, literatos y artistas, animales domésticos y feroces, macerados rostros de santo al lado de las radiantes encarnaciones de estrellas semidesnudas del cine. Sobre el tablado se eleva una sucesión de colinas, con un pequeño valle en el centro donde quedaba el corral con la cuna de Jesús, María sentada a su lado, San José, de pie tomando por el cabestro a un tímido jumento. Esas figuras no eran las mayores ni las más ricas del pesebre. Por el contrario, parecían pequeñas y pobres al lado de las otras, pero como pertenecían al primer pesebre armado por ellas, Quinquina y Florita se empeñaban en conservarlas. Eso no sucedía con el grande y misterioso cometa anunciador del nacimiento, suspendido por hilos entre el corral y un cielo de paño azul perforado de estrellas. Era la obra maestra de Joaquín, blanco de elogios que le dejaban los ojos húmedos: una enorme estrella de cola roja, toda en papel celofán, tan bien concebida y realizada que parecía descender de ella toda la luz que resplandecía en el inmenso pesebre.
En las proximidades del corral, vacas despertadas de su pacífico sueño por el acontecimiento, caballos, gatos, perros, gallos, patos y gallinas, animales variados, un león y un tigre, una jirafa, adoraban al recién nacido. Y, guiados por la luz de la estrella de Joaquín, allí estaban los tres reyes magos, Gaspar, Melchor y Baltasar, trayendo oro, incienso y mirra. Dos figuras bíblicas, la de los reyes blancos, recortadas desde hacía mucho tiempo de un almanaque. En cuanto al rey negro, cuya figura arruinara la humedad, recientemente había sido substituido por el retrato del sultán de Marruecos, profusamente divulgado por los diarios y revistas de la época. (¿Qué mejor rey, en verdad, más indicado para substituir al estropeado Melchor, que aquél tan necesitado de protección, luchando con las armas en la mano por la independencia de su reino?). Un río, filete de agua corriendo sobre el lecho de un caño de goma cortado en el medio, descendía de las colinas hacia el valle, y el ingenioso Joaquín había llegado a concebir y realizar hasta una catarata. Caminos cruzados por entre las colinas, dirigiéndose todos al corral, pueblitos levantábanse aquí y allá. Y en esos caminos, adelante de casas con las ventanas iluminadas, encontrábanse en medio de los animales los hombres y mujeres que, de alguna manera, se habían destacado en el Brasil y en el mundo, y cuyos retratos merecieron la consagración de las revistas. Allí estaba Santos Dumont al lado de uno de sus principales aviones, con un sombrero deportivo y su aire un poco triste. Próximo a él, en la vertiente derecha de una colina, confabulaban Herodes y Pilatos. Más adelante, héroes de la guerra: el rey Jorge V de Inglaterra, el Káiser, el mariscal Joffre, Lloyd George, Poincaré, el Zar Nicolás. En la vertiente izquierda refulgía Eleonora Duse con una diadema en la cabellera y los brazos desnudos. Mezclábanse Rui Barbosa, J. J. Seabral, Lucren Gutry, Víctor Hugo, Don Pedro II, Emilio de Menezes, el Barón de Río Branco, Zola y Dreyfus, el poeta Castro Alves y el bandido Antonio Silvino. Al lado de las ingenuas estampas coloreadas, cuya visión arrancaba exclamaciones de las hermanas, encantadas:
—¡Qué hermoso para el pesebre!
En los últimos años había crecido grandemente el número de artistas de cine, principal contribución de las alumnas del colegio de monjas, y los William Farnum, Eddie Polo, Lía de Putti, Rodolfo Valentino, Carlitos, Lilian Gish, Ramón Novarro, William S. Hart, amenazaban seriamente dominar los caminos de las colinas. Y allá estaba hasta el mismísimo Vladimir Ilitch Lenin, el temido jefe de la revolución bolchevique. Había sido Juan Fulgencio quien cortara el retrato en una revista, entregándolo a Florita:
—Hombre importante… No puede dejar de estar en el pesebre.
Aparecían también figuras locales: el antiguo intendente Cazuza Oliveira, cuya admiración dejara fama, el fallecido «coronel» Horacio Macedo, conquistador de tierras. Un dibujo hecho por Joaquín, a instancias del doctor, representando a la inolvidable Ofenisia, bandoleros de barro, escenas de celadas, hombre con rifles al hombro. En una mesa, al lado de las ventanas, desparramábanse revistas, tijeras, cola, cartulina. Nacib tenía apuro, quería convenir la comida de la Empresa de Omnibus, las fuentes de dulces y saladitos. Sorbió el licor de «genipapo», elogió los trabajos del pesebre:
—¡Este año, por lo que veo, va a ser formidable!
—Si Dios quiere…
—Muchas cosas nuevas, ¿no?
—¡Oh… ni sabemos cuántas!
Sentábanse las dos hermanas en un sofá, muy tiesas, sonriendo al árabe en espera de sus palabras.
—Así es… Fíjense lo que me sucedió hoy… La vieja Filomena se me fue a vivir con el hijo en Agua Preta.
—No me diga… ¿Así es que se fue? Ella siempre decía… —hablaban las dos al mismo tiempo; era una noticia más para hacer circular…
—Yo no me esperaba esto. Y tan luego hoy: día de feria, de mucho movimiento en el bar. Y por si fuera poco, tengo encargado una comida para treinta personas.
—¿Treinta personas?
—Ofrecida por el ruso Jacob y por Moacir, del garage, para la inauguración de la empresa de ómnibus.
—¡Ah! —dijo Florita—. Ya sé.
—¡Bien! —dijo Quinquina—. Oí hablar, sí. Dicen que viene el Intendente de Itabuna.
—El de aquí, el de Itabuna, el «coronel» Misael, el gerente del Banco de Brasil, don Hugo Kaufmann, en fin, toda gente de primera clase.
—¿Usted cree que ese asunto de los ómnibus va a resultar? —quiso saber Quinquina.
—Claro que va a resultar… Ya está resultando… Dentro de poco nadie viaja más en tren.
Una hora de diferencia.
—¿Y el peligro? —preguntó Florita.
—¿Qué peligro?
—Peligro de darse vuelta… El otro día volcó uno en Bahía, leí en el diario, murieron tres personas…
—Yo no viajo en esos artefactos. El automóvil no fue hecho para mí. Puedo morir por culpa de un auto sólo si me agarra en la calle. Pero entrar yo dentro de uno, eso sí que no… —dijo Quinquina.
—Todavía el otro día el compadre Eusebio quería alzarnos a pulso a su auto para dar una vuelta. Hasta la comadre Noca nos llamó atrasadas… —contó Florita.
Nacib rio:
—¡Todavía las voy a ver comprando un automóvil!
—Nosotras… Ni aunque tuviésemos dinero…
—Pero vamos a nuestro asunto.
Negáronse, se hicieron rogar, pero terminaron aceptando. No sin antes afirmar que sólo lo hacían por tratarse de don Nacib, un joven distinguido. ¿Dónde se había visto encargar una comida para treinta personas, y todas importantes, en la víspera? Sin hablar de los dos días perdidos para el pesebre, en los que no sobraría tiempo ni siquiera para recortar una figura. Además de tener que buscar quien las ayudase…
—Yo había apalabrado a dos muchachas para que ayudasen a Filomena…
—No. Nosotras preferirnos a doña Jucundina y a sus hijas. Ya estamos acostumbradas a ella. Y cocina bien.
—¿Y ella, no aceptaría cocinar para mí?
—¿Quién? ¿Jucundina? Ni piense en eso, don Nacib: ¿y la casa de ella, los tres hijos, ya hombres, el marido, quien iría a cuidarlos? Para nosotras; una que otra vez, ella viene, por amistad …
Cobraban caro, un dineral. Por el precio que le hicieron la comida no dejaría ganancia. Si no fuera porque Nacib ya había asumido el compromiso con Moacir y el ruso… Hombre de palabra, no iba a dejar plantados a los amigos, sin comida para sus invitados. Como tampoco podía dejar el bar sin los saladitos y los dulces. En caso de hacerlo, perdería la clientela, y el perjuicio sería mayor. Pero aquello no podía durar más de algunos días; de lo contrario, ¿adónde iría a parar?
—Es difícil encontrar cocinera buena… —se lamentó Florita.
—Cuando aparece una, es muy disputada… —completó Quinquina.
Era verdad.
En Ilhéus una buena cocinera valía oro, las familias ricas las mandaban buscar en Aracajú, en Feira de Sant’Ana, en Estáncia.
—Entonces, está arreglado. Mando a Chico-Pereza con las compras.
—Y cuanto antes, don Nacib.
Levantóse extendiendo la mano a las solteronas. Miró una vez más la mesa llena de revistas, el pesebre por armar, las cajas de cartón repletas de figuras:
—Voy a traer las revistas. Y muchas gracias por sacarme del aprieto…
—No hay de qué. Lo hacemos por tratarse de usted. Lo que necesita es casarse, don Nacib. Si estuviese casado no le sucederían estas cosas…
—Con tanta muchacha soltera en la ciudad… Y habilidosas.
—Yo sé de una espléndida para usted, don Nacib. Muchacha derecha, no es una de esas pretenciosas que sólo piensan en cine y en baile…
Distinguida, hasta sabe tocar el piano. Sólo que es pobre…
La manía de las viejas señoritas era arreglar casamientos.
Nacib rio:
—Cuando resuelva casarme vengo derechito para aquí, a buscar novia.