A pesar de la hora temprana, una pequeña multitud seguía los penosos trabajos de desencallar el barco. Pegado fuertemente a la orilla, parecía anclado para siempre. Desde la punta del morro do Unháo, los curiosos veían al comandante y al práctico afanados, dando órdenes, a los marineros corriendo, a los oficiales apurados. Pequeños botes, llegados del Pontal, rondaban el navío.
Algunos pasajeros se reclinaban en la amurada, casi todos en pijama y chinelas, y alguno que otro vestido para el desembarco. Éstos intercambiaban frases a los gritos, con los parientes que habían madrugado para recibirlos en el puerto, informaciones sobre el viaje, bromas sobre el encalle. De a bordo, alguien anunciaba a una familia que estaba en tierra:
—¡Murió sufriendo espantosamente, la pobrecita!
Noticia que arrancó sollozos a una señora de mediana edad, vestida de negro, que se encontraba junto a un hombre delgado y sombrío, con señales de luto en el brazo y en la solapa del saco. Dos criaturas miraban el movimiento sin darse cuenta de las lágrimas maternas. Entre los espectadores se formaban grupos, se cambiaban saludos, se comentaba lo sucedido:
—Ese banco es una vergüenza…
—Es un peligro. Un día de estos algún barco va a quedar allí para siempre; ¡y adiós puerto de Ilhéus!…
—El gobierno ni se interesa…
—¿No se interesa? Lo deja así a propósito. Para que no entren navíos grandes. Para que la exportación continúe vía Bahía.
Tampoco la Intendencia hace nada, el Intendente no tiene voz activa. Sólo sabe decir «¡amén!» al gobierno.
—Ilhéus necesita mostrar lo que vale.
El grupo que llegó del puesto de pescado enredábase en conversaciones. El Doctor, con su habitual excitación, azuzaba al pueblo contra los políticos, contra los gobernantes de Bahía, por tratar al municipio con desprecio, como si no fuese el más rico, el más próspero del Estado, el que contribuía con mayores rentas a los cofres públicos. Esto sin hablar de Itabuna, ciudad que crecía como un hongo, municipio también sacrificado a la incapacidad de los gobernantes, a la incuria, a la mala voluntad para con el pueblo de Ilhéus.
—La culpa, sin embargo, es nuestra, debemos reconocerlo —dijo el Capitán.
—¿Cómo?
—Nuestra y de nadie más. Y es fácil probarlo; ¿quién manda en la política de Ilhéus? Los mismos hombres que hace veinte años. Elegimos intendente, diputado y senador estadual, o diputado federal a gente que no tiene nada que ver con Ilhéus, debido a compromisos antiguos, de los tiempos de Maricastaña.
Juan Fulgencio apoyaba:
—Eso mismo. Los «coroneles» continúan votando a los mismos hombres que los sostuvieron en aquella época.
—Resultado: que se arreglen solos los intereses de Ilhéus.
—Compromisos son compromisos… —se defendió el «coronel» Amancio Leal—. En los momentos de necesidad se contó con ellos.
—Las necesidades ahora son otras…
El Doctor blandía el dedo:
—¡Pero esa desvergüenza va a terminar! Elegiremos hombres que representen los verdaderos intereses de la tierra.
El «coronel» Manuel das Onzas se rio:
—Y los votos, Doctor ¿de dónde los va a sacar?
El «coronel» Amancio Leal habló con voz suave:
—Oiga, Doctor: se habla mucho de progreso, de civilización, de la necesidad de cambiar todo en Ilhéus. No oigo otra conversación durante todo el día. Pero, dígame una cosa: ¿quién hizo este progreso? ¿No fuimos nosotros, los plantadores de cacao? Tenemos nuestros compromisos, tomados en los momentos difíciles, y no somos hombres de dos palabras. Mientras yo viva, mis votos serán para mi compadre Ramiro Bastos y para quien él indique. Ni me interesa saber su nombre. Fue él quien me dio mano fuerte cuando uno andaba jugándose la vida por estos pastos…
El árabe Nacib se incorporó a la rueda, todavía somnoliento, preocupado y abatido:
—¿De qué se trata?
El Capitán explicó:
—Es el eterno atraso… Los «coroneles» no comprenden que ya no estamos en los viejos tiempos, que hoy las cosas son diferentes. Que los problemas no son los mismos de hace veinte o treinta años atrás.
Pero el árabe no se interesó, distante como estaba de toda aquella discusión capaz de conmoverlo en cualquier otro momento. Vuelto hacia su problema —el bar sin cocinera ¡un desastre!—, apenas asintió con la cabeza a las palabras del amigo.
—Usted anda melancólico. ¿Por qué esa cara de entierro?
—Mi cocinera se me fue…
—Caramba, qué motivo… —el Capitán volvióse hacia la discusión, cada vez más exaltada, que reunía más personas a su alrededor.
Caramba, qué motivo… Caramba, qué motivo… Nacib se alejó unos pasos, como para colocar distancia entre él y la discusión perturbadora. La voz del Doctor se cruzaba, oratoria, con la voz más suave pero firme del «coronel» Amancio. ¡Qué le importaba la Intendencia de Ilhéus, diputados o senadores! Lo que sí le importaba era el banquete del día siguiente, ¡treinta cubiertos! Las hermanas Dos Reís, si aceptaban el encargo, pedirían un dineral. Y justo cuando todo iba tan bien…
Cuando compró el bar Vesubio, distante, distante no, porque las distancias en Ilhéus eran ridículas, alejado del centro comercial, del puerto donde estaban sus mayores frecuentadores, algunos amigos y su tío consideraron que iba a cometer una locura. El bar estaba en una decadencia de miedo, vacío, sin clientela, lleno de moscas. Prosperaban los bodegones del puerto, con su clientela hecha. Pero Nacib no quería continuar midiendo telas en el mostrador de la tienda donde trabajaba desde la muerte del padre. No le gustaba aquel trabajo, mucho menos la sociedad con el tío y el cuñado (su hermana se había casado con un agrónomo de la Estación Experimental de Cacao). Mientras el padre vivía, la tienda iba bien, el viejo tenía iniciativa, era simpático. El tío, en cambio, hombre de familia grande y métodos rutinarios, marcaba el paso, temeroso, contentándose con poco. Nacib prefirió vender su parte, anduvo en peligrosos negocios de compra y venta de cacao para hacer rendir más su dinero, y acabó por adquirir el bar. Lo compró a un italiano, hacía ya cinco años. Aquel italiano se metió interior adentro, en la alucinación del cacao.
Un bar era buen negocio en Ilhéus, y mejor que éste, sólo el cabaret. Tierra de mucho movimiento, de gente que llegaba atraída por la fama de la riqueza, multitud de viajantes llenando las calles, mucha gente de paso, cantidad de negocios resueltos en las mesas de los bares, el hábito de beber corajudamente y la costumbre llevada por los ingleses, cuando se construía el Ferrocarril, de beber un aperitivo antes del almuerzo o de la cena, disputado en una partida de dados, eran hábitos extendidos a toda la población masculina.
Antes del mediodía, y después de las cinco de la tarde, los bares se llenaban. El bar Vesubio era el más antiguo de la ciudad. Ocupaba la planta baja de un edificio situado en la esquina de una pequeña y linda plaza, frente al mar, y donde se erguía la Iglesia de San Sebastián.
En la otra esquina, se había inaugurado recientemente el Cine Teatro Ilhéus. La decadencia del Vesubio no se debía a su ubicación fuera de las calles comerciales, donde prosperaban el Café Ideal, el Bar Chic o el «Trago de Oro», de Plinio Aracá, los tres principales rivales de Nacib. Debíase, sobretodo, al italiano, con la cabeza siempre en las plantaciones de cacao. No prestaba atención al bar, no renovaba las existencias de bebidas, nada hacía para satisfacer a los clientes. Hasta un gramófono viejo, en el que se tocaban discos de arias de óperas, esperaba un arreglo, cubierto de telas de araña. Sillas desvencijadas, mesas con las patas rotas, el billar con el paño roto. Hasta el nombre del bar, pintado con letras color de fuego sobre la imagen de un volcán en erupción, se había desdibujado con el tiempo. Nacib compró toda aquella porquería más el nombre y el lugar, por poco dinero. El italiano sólo se quedó con el gramófono y los discos.
Mandó pintar todo de nuevo, hacer nuevas mesas y sillas, trajo tablero de damas y «gamão», vendió el billar a un bar de Macuco y construyó un reservado en los fondos para las partidas de pocker. Surtido de bebidas, helados para las familias a la hora de los paseos por la tarde en la nueva avenida de la playa y a la salida de los cines y, sobre todo, los saladitos y los dulces para la hora del aperitivo. Un detalle aparentemente sin importancia: los «acarajés», los «abarás» (comidas típicas), los bollitos de mandioca y puba, las fritadas de «siri» blanda, de camarón o de bacalao, los dulces de «aipim» (mandioca), de maíz. Idea de Juan Fulgencio.
—¿Por qué no hace estas cosas para vender en el bar? —preguntó un día, masticando un «acarajé» de la vieja Filomena, preparado para exclusivo placer del árabe, amante de la buena mesa.
Al comienzo, sólo los amigos se hicieron clientes; la barra de la Papelería Modelo, cuando venía a discutir allí después del cierre del comercio, los amantes del «gamão» y de las damas, y ciertos hombres más respetables, como el Juez y el doctor Mauricio, poco dados a mostrarse en los bares del puerto en los que se mezclaban los parroquianos, y donde no era raro las violentas riñas con golpes y tiros de revólver. Poco después fueron las familias, atraídas por el helado o por los refrescos de frutas. Pero fue luego de haber iniciado el servicio de dulces y salados a las horas del aperitivo, cuando la clientela realmente comenzó a crecer, y el bar a prosperar. Las partidas de pocker, en el reservado, alcanzaron gran suceso. Para esos clientes —el «coronel» Amancio Leal, el rico Maluf, el «coronel» Melk Tavares, Ribeirito, el sirio Fuad de la zapatería, Osnar Faria, cuya única ocupación era jugar al pocker y apretar negritas en el morro de la Conquista, el doctor Ezequiel Prado, varios otros—, él guardaba, para la medianoche, platos de fritada, bollitos, dulces. La bebida corría a rabiar, y lo barato se hacía caro. En poco tiempo, el Vesubio volvió a florecer. Superó al Café Ideal, al Bar Chic, siendo su movimiento apenas inferior al del «Trago de Oro». Nacib no podía quejarse; trabajaba como un esclavo, es verdad, ayudado por Chico-Pereza y Pico-Fino, a veces hasta por el negrito Tuisca, que estableciera su caja de lustrabotas en el largo pasillo del bar, al lado de la plazuela, junto a las mesas al aire libre. Todo iba bien, a él le gustaba el trabajo; en su bar sabíanse todas las novedades, se comentaban hasta los mínimos acontecimientos de la ciudad, las noticias del país y del mundo. Una simpatía general rodeaba a Nacib, «hombre derecho y trabajador», como decía el juez al sentarse, después de la cena, en una de las mesas al aire libre, para contemplar el mar y el movimiento de la plaza.
Todo fue bien hasta ese día en que la loca Filomena cumpliera su amenaza antigua. ¿Quién iría ahora a cocinar para el bar —y para él, Nacib, cuyo vicio era comer bien—, comidas condimentadas y picantes? Pensar en tener a las hermanas Dos Reis con carácter permanente era un absurdo, no solamente porque ellas no aceptarían sino también porque él no podría pagarles. Sus precios elevados absorberían todas las ganancias. Tenía que conseguir, aquel mismo día si fuese posible, una cocinera, y de las buenas, sin lo que…
—A lo mejor tiene que tirar toda la carga al mar para zafarse —comentó un hombre en mangas de camisa—. Está varado.
Nacib olvidó por un momento sus preocupaciones; las máquinas del barco roncaban sin resultado.
—Esto acabará… —terció la voz del Doctor en la discusión.
—Nadie sabe a ciencia cierta quien es ese tal Mundinho Falcão… —atacaba Amancio Leal, siempre suave.
—¿No se sabe? Pues es el hombre que está en ese barco, el hombre que precisa Ilhéus.
El navío sacudíase, el cacao se arrastraba sobre la arena, los motores gemían, el práctico gritaba sus órdenes. En el puente de comando apareció un hombre todavía joven, bien vestido, con las manos en pantalla sobre los ojos, buscando reconocer amigos entre los espectadores.
—¡Allá está el… Mundinho! —avisó el Capitán—. ¿Dónde?
—Allá arriba…
Se sucedieron los gritos: —¡Mundinho! ¡Mundinho!
El otro escuchó, buscó el lugar de donde provenían las voces, saludó con la mano. Después descendió las escaleras, desapareció durante unos minutos para reaparecer en la amurada, entre los pasajeros, risueño. Arrimando las manos en bocina a la boca, anunció:
—¡El ingeniero viene! —¿Qué ingeniero?
—Del Ministerio, para estudiar el banco de arena. Grandes novedades…
—¿Están viendo? ¡Lo que yo decía!
Por detrás de Mundinho Falcão surgía una figura de mujer joven, con un gran sombrero verde y cabellos rubios. Sonriente, apoyaba su mano sobre el brazo del exportador.
—¡Caramba, qué mujer! Mundinho no pierde el tiempo…
—¡Qué bocado! —Ño-Gallo aprobó con la cabeza.
—El barco se balanceó violentamente, asustando a los pasajeros —la mujer rubia soltó un pequeño grito—, el fondo se desprendió de la arena, y un clamor alegre se elevó de tierra y de abordo. Un hombre moreno y flacucho con un cigarro en la boca, miraba indiferente al lado de Mundinho. El exportador le dijo algo, él rio.
—Ese Mundinho se sabe dar maña… —comentó con simpatía el «coronel» Ribeirito.
El navío pitó, con un silbido largo y libre, y rumbeó para el puerto.
—Sabe vivir bien, no es como nosotros —respondió, sin simpatía, el «coronel» Amancio Leal.
—Vamos a enterarnos de las novedades que Mundinho trae —propuso el Capitán.
—Adonde voy es a la pensión, a cambiarme de ropa y a tomar café —se despidió Manuel das Onzas.
—Yo también… —y Amancio Leal lo acompañó. La pequeña multitud se dirigía al puerto. El grupo de amigos comentaba la información de Mundinho—. Por lo que parece él consiguió mover el Ministerio. Ya era tiempo.
—¡El hombre tiene prestigio de verdad!
—¡Qué mujer! Bocado de rey… —suspiraba el «coronel» Ribeirito.
Cuando llegaron al puente ya el barco estaba en maniobras para atracar. Pasajeros con destino a Bahía, Aracajú, Maceió, Recife, miraban curiosos. Mundinho Falcão, uno de los primeros en desembarcar, de inmediato fue envuelto por los abrazos. El árabe se desdoblaba en reverencias.
—Engordó…
—Está más joven…
—Es que Río de Janeiro rejuvenece…
La mujer rubia —menos joven de lo que parecía de lejos, pero todavía más hermosa, bien vestida y bien maquillada, «una muñeca extranjera», como la clasificara el «coronel» Ribeirito— y el hombre esquelético estaban parados junto al grupo, esperando. Mundinho hizo las presentaciones en un tono juguetón de propagandista de circo:
—El príncipe Sandra, mago de primera, y su esposa, la bailarina Anabela… Van a hacer una temporada aquí.
El hombre que, de a bordo, había anunciado la dolorosa muerte de alguien, abrazado ahora con la familia, en el muelle, contaba detalles tristes:
—¡Llevó un mes muriéndose, la pobrecita! Nunca nadie sufrió tanto… Gemía día y noche, partiendo el corazón. Crecieron los sollozos de la mujer.
Mundinho, los artistas, el Capitán, el Doctor, Nacib, los estancieros; salieron caminando por el puente. Pasaban cargadores con valijas. Anabela abrió una sombrilla.
Mundinho Falcão le propuso a Nacib:
—¿No quiere contratar a la muchacha para que baile en su bar? Ella ejecuta una danza de los velos, mi viejo, que sería un éxito…
Nacib elevó las manos:
—¿En el bar? Eso es para los cines o para los cabarets… Lo que yo quiero es una cocinera.
Rieron todos.
El Capitán tomó del brazo a Mundinho: —¿Y el ingeniero?
—A fin de mes está aquí. El Ministro me lo garantizó.