Desde el puente de comando del barco, en espera del práctico, un hombre todavía joven, bien vestido y bien afeitado, miraba la ciudad con aire levemente soñador. Algo, tal vez las pupilas negras, tal vez los ojos rasgados, le daba un toque romántico y hacía que las mujeres notasen de inmediato su presencia. Pero la boca dura y el mentón fuerte denunciaban al hombre decidido, práctico, sabedor de sus deseos y de cómo conseguirlos. El comandante, rostro curtido por el viento, mordiendo una pipa, le extendió el largavista. Mundinho Falcão dijo, al recibirlo:
—Ni lo preciso… Conozco casa por casa, hombre por hombre. Como si hubiese nacido allí, en la playa —señalaba con el dedo—. Aquella casa, la de la izquierda al lado de aquel caserón, es la mía. Puedo decir que fui yo quien construyó esa avenida…
—Tierra de dinero, de futuro —habló el capitán, como un conocedor—. Sólo que el banco de arena es una desgracia.
—Ya resolveremos eso —anunció Mundinho—. Y muy pronto…
—Dios lo oiga. Cada vez que entro aquí tiemblo por mi barco. No hay barra peor en todo el norte.
Mundinho levantó el largavista, y lo llevó a los ojos. Vio su casa moderna, construida por un arquitecto traído de Río. Los sobrados de la Avenida, los jardines del Palacio del «coronel» Misael, las torres de la Iglesia Matriz, el grupo escolar. El dentista Osmundo, envuelto en una bata, salía de la casa para su baño de mar, tomado bien de mañanita, para no escandalizar la población. En la plaza San Sebastián ni una persona se veía. El bar Vesubio, tenía sus puertas cerradas. El viento de la noche había derribado un cartel de anuncio en el frente del cine. Mundinho examinaba cada detalle atentamente, casi con emoción. La verdad es que cada vez le gustaba más aquella tierra, no lamentaba el alocado arrobo que un día lo trajera, pocos años antes, hasta allí, como un náufrago a la deriva, al que cualquier tierra sirve para salvarse. Pero ésa no era una tierra cualquiera. Allí crecía el cacao. ¿Dónde aplicar mejor su dinero, multiplicarlo? Bastaba tener disposición para el trabajo, cabeza para los negocios, tino y audacia. Él poseía todo eso y algo más: una mujer para olvidar, una pasión imposible que arrancar del pecho y del pensamiento.
Esta vez, en Río, tanto la madre cuanto los hermanos habían manifestado unánimemente que estaba cambiado, diferente.
Lourival, su hermano mayor, no pudo dejar de reconocer con su voz desdeñosa, de hombre siempre hastiado:
—No hay duda, el muchachito ha madurado.
Emilio había sonreído, chupando su cigarro:
—Y está ganando dinero. No debíamos —hablaba ahora a Mundinho— haber permitido que partiese. Pero ¿quién podía adivinar que nuestro joven galán tenía habilidad para los negocios? Aquí nunca revelaste gusto sino para la farra. Y cuando te fuiste, llevándote tu dinero, ¿qué podíamos imaginar, como no fuera una locura más, mayor que las otras?
Era cosa de esperar tu vuelta para encaminarte en la vida.
La madre había concluido, casi irritada:
—Él ya no es un chiquillo. —¿Irritada con quién? ¿Con Emilio por decir tales cosas, o con Mundinho, que ya no venía más a solicitar dinero, después de despilfarrar la abundante mensualidad?
Mundinho los dejaba hablar, gozaba aquel diálogo. Cuando no tuvieron nada que decir, entonces anunció: —Pienso meterme en política, hacerme elegir cualquier cosa. Diputado, tal vez… Poco a poco estoy transformándome en un hombre importante de la tierra. ¿Qué piensas, Emilio, de verme subido a la tribuna para responder a uno de esos discursos tuyos de adulación al gobierno? Quiero estar en la oposición.
En la gran sala austera de la residencia familiar, los muebles solemnes, la madre dominándolos como una reina, con los ojos altivos y la cabellera blanca, estaban los tres hermanos conversando. Lourival, cuyas ropas eran encargadas a Londres, jamás había aceptado una diputación o senaduría. Hasta un ministerio había rechazado cuando le fuera ofrecido. Gobernador de San Pablo, ¿quién sabe?, tal vez aceptase en caso de ser elegido por todas las fuerzas políticas. Emilio era diputado federal, electo y reelecto sin el menor esfuerzo. Los dos, mucho mayores que Mundinho, se espantaban ahora de verlo hecho un hombre, creando sus propios negocios, exportando cacao, obteniendo ganancias envidiables, hablando de aquella tierra bárbara en donde fuera a meterse sin que nadie supiera jamás por qué motivo, anunciándose después como diputado para muy en breve.
—Te podemos ayudar —dijo, paternalmente, Lourival.
—Haremos poner tu nombre en la lista del gobierno, entre los primeros. Elección garantizada —completó Emilio.
—No vine aquí para pedir, vine para comunicarles mi decisión.
—Orgulloso el muchachito… —murmuró Lourival, desdeñoso.
—Solo, no te harás elegir —previno Emilio.
—Me haré elegir solo. Y por la oposición. Gobierno, sólo quiero serlo allá mismo, en Ilhéus. Gobierno que voy a tomar, porque no vine aquí para solicitárselo a ustedes, muchas gracias.
La madre alteró su voz:
—Puedes hacer lo que quieras, nadie te lo impide. Pero ¿por qué te alzas contra tus hermanos? ¿Por qué te separas de nosotros? Ellos te quieren ayudar, son tus hermanos.
—Ya no soy un chico mamá, usted misma lo dijo. Después refirió cosas de Ilhéus, de las luchas pasadas, del bandidismo, de las tierras conquistadas a bala, de su progreso actual y de los problemas. —Quiero que me respeten, que me hagan hablar en nombre de ellos en la Cámara. ¿Qué ganaría yo si ustedes me metiesen en una lista? Para representar la firma, basta Emilio. Soy un hombre de Ilhéus.
—Política de lugareño. Con tiroteos y banda de música —sonrió Emilio entre irónico y condescendiente.
—¿Para qué correr peligro cuando no es necesario? —preguntó la madre, escondiendo el temor.
—Para no ser apenas el hermano de mis hermanos. Para ser alguien.
Había andado por Río de Janeiro, por los ministerios, tuteando a los ministros, entrando a verlos sin antesalas; ¿cuántas veces no encontró a cada uno de ellos en su casa, sentados a la mesa presidida por su madre, o en la casa de Lourival, en San Pablo, sonriendo a Madelaine? Cuando el ministro de Educación, su rival en la disputa de las gracias de una holandesa, años antes, le dijera que ya había respondido al gobernador de Bahía afirmando que sólo podría oficializar el colegio de Enoch a comienzo del año, Mundinho había reído:
—Hijo mío, tú le debes mucho a Ilhéus. Si yo no hubiese emigrado para allá jamás habrías dormido con Berta, la holandesa viciosa. Quiero la oficialización ahora. Al gobernador puedes exhibirle la ley. A mí, no. Para mí lo ilegal, lo difícil, lo imposible…
En el ministerio de Vialidad y Obras Públicas pidió un ingeniero. Al ministro habíale contado toda la historia de la barra de Ilhéus, de los depósitos de Bahía, los intereses de gente ligada al yerno del gobernador. Aquello era imposible. Justo, sin duda, pero imposible, mi querido amigo, completamente imposible, el gobernador rugiría de rabia.
—¿Fue él quien te nombró?
—No, es claro…
—¿Puede echarte?
—Creo que no…
—¿Y entonces?
—¿No comprendes?
—No. El gobernador es viejo y el yerno un ladrón, no valen nada. Fin del gobierno, fin de un clan. ¿Vas a ponerte contra mí, contra la región más próspera y poderosa del estado? Tontería.
El futuro soy yo, el gobernador es el pasado. Además de que, si recurro a ti es por amistad. Puedo ir más arriba, bien lo sabes. Si hablo con Lourival y Emilio, tú recibirás órdenes del presidente de la República para mandar al ingeniero. ¿No es verdad? Divertíalo aquel chantaje con el nombre de los hermanos a los que, por ningún precio, pediría nada. Comió con el ministro a la noche; había música y mujeres, champaña y flores.
Al mes siguiente el ingeniero estaría en Ilhéus.
Durante tres semanas anduvo por Río, volviendo a la vida de antes: a las fiestas, a las farras, a las jóvenes de la alta sociedad, a las artistas de teatro musical. Admirábase de que todo aquello que fuera su vida durante tantos años y años, le sedujera tan poco ahora, fatigándole. Realmente sentía nostalgia de Ilhéus, de su oficina llena de movimiento, de las intrigas, de los dimes y diretes de ciertas figuras locales. Nunca había pensado en que podría adaptarse con tanta facilidad, que se aficionaría tanto a su ciudad. La madre le presentaba jovencitas ricas, de familias importantes, buscábale una novia que lo arrancase de Ilhéus.
Lourival quería llevarlo a San Pablo, porque Mundinho todavía era socio de los establecimientos de café y debía visitarlos. No fue: la herida de su pecho apenas había cicatrizado, la imagen de Madelaine hacía muy poco que desapareció de sus sueños, no quería volver a verla, a hacer sufrir sus ojos. Pasión monstruosa, jamás confesada, pero sentida por ella y por él, siempre a un paso de arrojarse uno en brazos del otro.
A Ilhéus debía su cura, para Ilhéus vivía ahora.
Lourival, desdeñoso y aburrido, tan superior, tan inglés en su suficiencia, viudo sin hijos de una mujer millonaria, habíase casado nuevamente de súbito, en uno de sus frecuentes viajes a Europa, con una francesa, modelo de una casa de modas. Gran diferencia de edad separaba a marido y mujer, Madelaine mal escondía las razones por las que se casara.
Mundinho sintió que si no partía definitivamente nada podría hacer, ninguna consideración moral, ningún escándalo, ningún remordimiento posible, impediría que terminasen uno en brazos del otro. Los ojos perseguíanse por la casa, las manos temblaban al tocarse, las voces enronquecían. Mal podía imaginar el desdeñoso y frío Lourival que su hermano más joven, el alocado Mundinho, rompiera con todo por su causa, por cariño al hermano.
Ilhéus lo había sanado; estaba curado, hasta podría, ¿quién sabe?, mirar a Madelaine, ya nada sentía por ella. Con el largavista recorre la ciudad de Ilhéus, ve al árabe Nacib en su ventana. Sonríe porque el dueño del bar le recuerda al Capitán, eran sus rivales habituales en el juego de damas y en el «gamão».
El Capitán iba a servirle mucho. Habíase tornado su mejor amigo, y desde hacía tiempo venía insinuándole, con palabras vagas, la posibilidad de hacer política. Para nadie era secreto en la ciudad el despecho del Capitán contra los Bastos, que derribaran a su padre del gobierno local, y al que arruinaron en la lucha política, veinte años atrás.
Mundinho se hacía el desentendido, todavía estaba preparando el terreno. La hora había llegado. Necesitaba inducir al Capitán a hablarle francamente, a que le ofreciese la jefatura de la oposición. Mostraría a sus hermanos de cuánto era capaz. Sin contar que Ilhéus precisaba de un hombre como él para incrementar el progreso, para imprimirle un ritmo acelerado, ya que aquellos «coroneles» ni sabían de las necesidades de la región. Mundinho devolvió el largavista, el práctico subía a bordo y el barco enfilaba hacia el banco de arena.