El Doctor no era doctor, y el Capitán no era capitán. Como la mayor parte de los «coroneles» no eran coroneles. Pocos, en realidad, eran los estancieros que en los comienzos de la República y del cultivo del cacao, habían alcanzado el grado de Coronel de la Guardia Nacional. Pero quedó la costumbre: dueño de plantaciones de más de mil arrobas, pasaba normalmente a usar y recibir el título, que allí no significaba mando militar sino reconocimiento de la riqueza. Juan Fulgencio, a quien le gustaba reírse de las costumbres locales, decía que la mayoría de ellos eran «coroneles de jagunzos» (salteador, bandido), ya que muchos de ellos habían estado envueltos en las luchas por la conquista de la tierra.
Entre las jóvenes generaciones hubo quien ni siquiera supiera el sonoro y noble nombre de Pelópidas de Assunçáo d’Avila, tanto habíanse acostumbrado a tratarlo repetuosamente de «doctor».
En cuanto a Miguel Bautista de Oliveira, hijo del finado Cazuzinha, que fuera Intendente durante el primer período de las luchas, que tuviera dinero pero que había muerto pobre, y cuya fama de bondad aún hoy es comentada por las viejas comadres, desde criatura fue llamado «capitán», cuando, inquieto y atrevido, comandaba a los chiquillos de entonces.
Eran dos personalidades ilustres de la ciudad y, aunque viejos amigos, entre ellos se dividía la población, indecisa en resolver cuál de los dos era el mayor y más arrebatador orador local. Dejando de lado al doctor Ezequiel Prado, invencible en el tribunal.
En los feriados nacionales —el 7 de setiembre, el 15 de noviembre, o el 13 de mayo (fechas patrias brasileñas)—, en las fiestas de fin de año, o de Año Nuevo con «reisado» (fiesta del día de reyes), pesebre y bumba-meu boi (fiesta nordestina), en ocasión de la llegada a Ilhéus de literatos de la capital del Estado, la población se regocijaba y una vez más se dividía ante la oratoria del Doctor y del Capitán.
Nunca habíase alcanzado la unanimidad en esa disputa, prolongada a través de los años. Prefiriendo unos las altisonantes frases del Capitán, donde los adjetivos grandiosos sucedíanse en impetuosa cabalgata y algunos temblores en la voz ronca provocaban delirantes aplausos; prefiriendo otros los largos períodos rebuscados del Doctor, la erudición trasluciendo en los nombres citados abundantemente, en la adjetivación difícil en que brillaban como joyas raras, ciertas palabras, tan clásicas, que apenas unos pocos conocían su verdadero significado.
Hasta las hermanas Dos Reís, tan unidas en todo lo restante de la vida, en este caso dividían sus opiniones. La debilucha y nerviosa Florita, se exaltaba con las arrogancias verbales del Capitán, con sus «rútilas auroras de la libertad», deleitábase con los trémulos de voz al final de las frases, que vibraban en el aire. Quinquina, la gorda y alegre Quinquina, prefería el saber del Doctor, aquellas vetustas palabras, ésa su manera patética de clamar con el dedo en alto: «¡Pueblo, oh mi pueblo!». De regreso de las reuniones cívicas en la Intendencia o en la plaza pública, las dos discutían, como lo hacía toda la ciudad incapaz de decidirse.
—No entiendo nada, pero es tan bonito… —concluía Quinquina, votando por el Doctor.
—Hasta me corre un frío por la columna cuando él habla —decía Florita, votando por el Capitán.
Memorables días aquellos en que, en el palco de la Plaza de la Matriz de San Jorge, ornamentado con flores, el Capitán y el Doctor alternábanse en la palabra, uno como orador oficial de la Euterpe 13 de Mayo, el otro en nombre del Gremio Rui Barbosa, organización literario charadística de la ciudad. Desaparecían todos los otros oradores (aun el profesor Josué, cuyo palabreado lírico tenía su público de chiquillas del colegio de monjas), y se hacía el silencio de las grandes ocasiones cuando avanzaba hacia él palco la figura morena e insinuante del Capitán, vestido impecablemente de blanco con una flor en la solapa, alfiler de rubí en la corbata y aire de ave de rapiña debido a la nariz larga y curvada; o bien la silueta delgada del Doctor, pequeñito y saltarín como gárrulo pajarito inquieto, vistiendo su eterna ropa negra, cuello alto y pechera almidonada, con el «pince-nez» unido al saco por una cinta, y los cabellos ya casi enteramente blancos.
—Hoy el Capitán parecía una catarata de elocuencia. ¡Qué palabreado bonito!
—Pero vacío. El Doctor, en cambio pone tuétano en todo lo que dice. ¡El hombre es un diccionario! Solamente el doctor Ezequiel Prado podía hacerle competencia en las pocas ocasiones en que, ebrio hasta caerse, subía a otra tribuna, fuera del Tribunal. También él tenía sus incondicionales, y, en lo que se refiere a los debates jurídicos, la opinión pública era unánime no había quien se le comparase.
Pelópidas de Assunçáo d’Avila, descendía de unos Avila, hidalgos portugueses establecidos en Ilhéus en tiempos de las capitanías. Por lo menos así lo afirmaba el doctor, diciendo que se basaba en documentos de familia. Opinión digna de considerarse; ¡la de un historiador!
Descendiente de esos célebres Avila, cuyo solar habíase levantado entre Ilhéus y Olivença, hoy negras ruinas frente al mar, rodeadas de cocoteros, pero también de unos Assunçáo plebeyos y comerciantes, dígase en su homenaje, él rendía culto a la memoria de unos y de otros con el mismo exaltado fervor. Es claro que poco había que referir de los Assunçáo, mientras que la crónica de los Avila era rica en sucesos. Oscuro empleado nacional jubilado, el doctor vivía, sin embargo, perdido en un mundo de fantasías y de grandeza: la gloria antigua de los Avila y el glorioso presente de Ilhéus. Sobre los Avila, sus hechos y su prosapia, estaba él desde hacía muchos años escribiendo un libro voluminoso y definitivo. Era ardoroso propagandista y colaborador voluntario del progreso de Ilhéus.
Un Avila colateral y arruinado había sido el padre de Pelópidas. De la familia noble apenas si había heredado el nombre y el aristocrático hábito de no trabajar. No obstante, había sido el amor y no el interés, como entonces se dijera, lo que le llevara a casarse con una plebeya, hija del dueño de un próspero bazar de bagatelas. Tan próspero durante la vida del viejo Assunçáo que el nieto Pelópidas fue enviado a estudiar en la facultad de Derecho de Río de Janeiro. Pero el viejo Assunçáo había muerto sin haber perdonado enteramente a su hija la torpeza de aquel casamiento noble, y el hidalgo, habiendo adquirido hábitos tan populares como el juego «de gamão»(gamón), y las peleas de gallos, fue comiéndose poco a poco el bazar, metro a metro los géneros, docena a docena las horquillas; pieza por pieza las cintas de colores. Y así había terminado la prosperidad de los Assunçáo luego de la grandeza de los Avila, dejando a Pelópidas en Río de Janeiro, sin recursos para continuar los estudios cuando andaba ya por el tercer año de la Facultad. Por entonces ya lo llamaban «doctor», primero el abuelo y las empleadas de la casa, y luego los vecinos, cuando volvía a Ilhéus en vacaciones.
Amigos de su abuelo le consiguieron un pobre empleo en una repartición pública, dejó entonces los estudios pero permaneció en Río. Progresó en la repartición, pobre progreso, sin embargo, por falta de protección de los grandes, y de la útil sabiduría de la adulación. Treinta años después se jubiló y volvió a Ilhéus para siempre, para dedicarse a «su obra», el libro monumental sobre los Avila y el pasado de Ilhéus. Libro que ya era, por sí mismo, casi una tradición. De él se hablaba desde los tiempos en que, cuando aún era estudiante, el doctor publicara en una revista carioca, de circulación limitada y vida reducida al primer número, un famoso artículo sobre los amores del Emperador Pedro II —en su imperial viaje al norte del país— con la virginal Ofenisia, una Avila romántica y linfática.
El artículo del joven estudiante hubiera quedado en completa oscuridad si, por uno de esos azares, la revista no hubiese caído en manos de un escritor moralista, conde papal y miembro de la Academia Brasileña de Letras. Admirador incondicional de las virtudes del monarca, el conde sintióse ofendido en su propio honor con aquella «insinuación depravada y anarquista», que colocaba al «insigne varón» en la ridícula postura de suspirante, de huésped desleal que buscaba las miradas de la hija virtuosa de la familia cuya casa honraba con su visita.
En virtuoso portugués del siglo XVI, el conde hizo polvo al audaz estudiante, adjudicándole intenciones y objetivos que Pelópidas jamás tuviera. Alborozóse el estudiante con la durísima respuesta, que era casi la consagración. Para el segundo número de la revista preparó un artículo, en portugués no menos clásico, y con argumentos irrebatibles en el que, basado en hechos y sobre todo en los versos del poeta Teodoro de Castro, destrozaba definitivamente las negativas del conde. La revista no siguió circulando y se quedó en su primer número. El diario donde el conde atacara a Pelópidas se negó a publicarle la respuesta y, a mucho costo resumió las dieciocho páginas del doctor a veinte líneas en un rincón de la página. Pero aún hoy el doctor se vanagloria de ésa su «violenta polémica» con un miembro de la Academia Brasileña de Letras, nombre conocido en todo el país.
—Mi segundo artículo lo aplastó y lo redujo al silencio…
En los anales de la vida intelectual de Ilhéus, esa polémica es asidua y vanidosamente citada como prueba de la cultura de sus hijos, junto a la mención de honor obtenida por Ari Santos actual presidente del Gremio Rui Barbosa, empleado en una casa exportadora en el concurso de cuentos de una revista carioca y de los versos del ya citado Teodoro de Castro.
En lo que respecta a los amores clandestinos del Emperador y de Ofenisia, al parecer se redujeron a miradas, suspiros y juramentos murmurados. El imperial viajero, la conoció en Bahía, durante una fiesta, apasionándose por sus ojos desmayados. Y como habitaba en la residencia de los Avila, en la «Ladeira do Pelourinho» (Pelouriño), un cierto padre Romuáldo, latinista meritorio, más de una vez el Emperador apareció por allí, con el pretexto de visitar al sacerdote de tanto saber. En los adornados balcones de la casa, el monarca había suspirado en latín su inconfesado e imposible deseo por esa flor de los Avila.
Ofenisia, excitada como una mucama, rondaba la sala en la que las barbas negras y sabias del Emperador cambiaban ciencia con el padre, bajo los ojos respetuosos e ignorantes de Luis Antonio d’Avila, su hermano y jefe de la familia. Es cierto que Ofenisia, después de la partida de su imperial enamorado, desencadenó una ofensiva destinada a obtener la mudanza de todos para la corte, pero fracasó ante la obstinada resistencia de Luis Antonio, guardián de la honra de la doncella y de la familia. Ese Luis Antonio d’Avila, murió hecho coronel en la guerra del Paraguay, comandando hombres llevados de sus ingenios, en la retirada de Laguna. La romántica Ofenisia murió tísica y virgen en el solar de los Avila, nostálgica de las barbas reales. Y borracho murió el poeta Teodoro de Castro, el apasionado y maravilloso cantor de las gracias de Ofenisia, cuyos versos tuvieron cierta popularidad en la época, nombre hoy injustamente olvidado en las antologías nacionales.
Para Ofenisia había escrito sus versos más inspirados, exaltando en rimas ricas su frágil belleza enfermiza, suplicando su inaccesible amor. Versos aún hoy declamados por las alumnas del colegio de monjas, al son de la «Dalila», en fiestas y saraos. El poeta Teodoro, temperamento trágico y bohemio, sin duda murió de lánguida nostalgia (¿quién irá a discutir esa verdad con el doctor?), diez años después de la salida por la puerta del solar en luto, del blanco ataúd donde iba el cuerpo macerado de Ofenisia. Murió en verdad ahogado en alcohol, en el alcohol entonces barato en Ilhéus, del ingenio de los Avila.
Material interesante no le faltaba al doctor, como se ve, para su inédito y ya famoso libro: los Avila de los ingenios de azúcar y alambiques de aguardiente, de centenas de esclavos, de tierras inabarcables, los Avila del solar de Olivença, de la mansión en la Ladeira do Pelourinho en la capital, los Avila de pantagruélico paladar, los Avila mantenedores de concubinas en la corte, los Avila de las bellas mujeres y de los hombres sin miedo, incluyendo hasta un Avila letrado. Además de Luis Antonio y de Ofenisia, otros se habían destacado, antes y después, como aquél que luchó en tierras bahianas, junto al abuelo de Castro Alves, contra las tropas portuguesas en las batallas de la Independencia, en 1823. Otro, Jerónimo d’Avila, habiéndose dado a la política y derrotado en unas elecciones (fraguadas por él en Ilhéus, y realizadas fraudulentamente por los adversarios en el resto de la provincia), poniéndose al frente de sus hombres, después de arrasar caminos y saquear poblados, se había dirigido a la capital amenazando con deponer al gobierno.
Intermediarios consiguieron la paz y compensaciones para el furibundo Avila. La decadencia de la familia acentuóse con Pedro d’Avila, de barbita rubia y alocado temperamento, que huyó abandonando el solar (el caserón de Bahía ya había sido vendido), los ingenios y los alambiques hipotecados y la familia en llantos, para seguir a una gitana de extraña belleza y —en el decir de la esposa inconsolable— de maléficos poderes.
De ese Pedro d’Avila, consta que murió asesinado durante una pelea callejera, por otro amante de la gitana.
Todo eso formaba parte de un pasado olvidado por los ciudadanos de Ilhéus. Una nueva vida había comenzado con la aparición del cacao, lo de ayer ya no contaba: ingenios y alambiques, plantaciones de caña de azúcar y de café, leyendas e historias que narraban cómo los hombres lucharon entre ellos por la posesión de la tierra. Los cantores ciegos llevaban por las ferias, hasta las más distantes regiones solitarias. Los nombres y los hechos de los hombres del cacao, junto con la fama de aquella región. Solamente el Doctor preocupábase con los Avila. Lo que, sin embargo, no dejaba de aumentar la consideración que le dispensaban en la ciudad. Aquellos rudos conquistadores de tierras, estancieros de pocas letras, tenían un respeto casi humilde por el saber, por los hombres que escribían en los diarios y pronunciaban discursos. ¿Qué decir entonces de un hombre con tanta inteligencia y conocimiento, capaz de estar escribiendo o de haber escrito un libro? Porque tanto se había hablado de ese libro del Doctor, tanto se elogiaron sus cualidades, que muchos lo creían publicado desde hacía años, y ya incorporado definitivamente al acervo de la literatura nacional.