Leonardo trabaja en bocetos en el establo situado al fondo del monasterio. La luz, que entra a raudales por las puertas abiertas, enmarcada en la madera, le hace remontarse al establo de la casa materna y a su primer trozo de lienzo. El recuerdo da paso al presente. El ritmo es trepidante. Traza líneas, formas, más líneas, que se juntan en una imagen. Dos días después sale al exterior y trabaja en un rincón del claustro, donde puede oír a los pájaros, oler la hierba. Coge el carboncillo entre el índice y el pulgar izquierdos, se acerca al lienzo de algodón y se pone a dibujar, al mismo ritmo que antes. El esbozo preliminar es grande, casi tan alto como él. Tras varias horas de trabajo, tiene la mano fláccida y temblorosa. Emergen unas figuras, la Virgen y santa Ana, el Niño recién nacido y san Juan Bautista. Cada uno es la respuesta al otro. Santa Ana vuelve la cara hacia la Virgen María, con la mano levantada y el dedo índice señalando hacia arriba.
Sandro ha regresado para verlo pintar. Él advierte la gran diferencia entre las figuras, ahora reformadas y remodeladas. En otro tiempo eran sangre, color. Ahora son cuerpos completos. Venas, arterias, huesos, carne, corazones que laten.
—¿Es posible que haya cuatro figuras tan próximas, tan reales? —dice Sandro. Acto seguido, mirando con curiosidad el gesto dibujado a medias, el dedo apuntando al cielo, añade—: ¿Qué significa?
—¿Qué os gustaría que significara? —le pregunta Leonardo a su espalda.
—¿La presencia de Dios? —sugiere Sandro.
—Es algo que tenía intención de discutir con vos. —Deja el carboncillo y abre la bolsa. De debajo de un montón de papeles saca el escudo circular que le devolvió su padre y se lo tiende a Sandro—. No sabía qué hacer con él. Ahora creo que deberíais tenerlo vos.
Sandro mira la imagen desdibujada.
—Creía que estaba dibujando un monstruo —explica—. Pero en realidad es una quimera. Una criatura imaginaria, una superchería —añade.
Los estudios de Sandro van tomando forma. El inferno de Dante llena sus noches. En la fría habitación del tranquilo monasterio, el infierno de Sandro adquiere expresión, y esto preocupa a Leonardo.
—Iba a pediros que, mientras trabajéis en él, no lo dejéis aquí —dice Leonardo. Sandro se muestra complaciente, pero sabe que él necesitará algo más que una linterna mágica para ahuyentar esas sombras.
—Entonces, ¿qué hay de vuestro gesto? —pregunta Sandro—. El dedo señalando hacia arriba.
—Vedlo como un aviso —contesta.
Cuando Leonardo ha terminado el boceto preliminar, los monjes dan su opinión.
—Será trasladado a lienzo o tabla, ¿verdad? —preguntan.
Leonardo mira la cantidad de líneas, la complejidad de los trazos y la profundidad de la expresión.
—No lo creo —responde.
—Da igual —dice uno—. Los retablos se pueden volver a encargar. Este boceto es único en su género. Si no tenéis ninguna objeción, nos gustaría dejarlo tal como está.
A la mañana siguiente, Leonardo coge el caballo de Nicolás y cabalga hasta la villa de los Maquiavelo en las colinas, al sur, a dos horas de camino. Necesita madera de álamo e indicaciones para ir a la casa de Francesco de Zanobi del Giocondo. Obtiene las dos cosas. Cubre la tabla de álamo con masilla y trementina. La deja secar. Llena un frasco con aguardiente, en el que disuelve una pequeña cantidad de arsénico. A continuación recubre la tabla con esta solución. Sobre una llama calienta aceite de linaza. Cuando hierve, lo aplica por encima. En cuanto está un poco seco, frota con un trapo. Después pasa una capa de barniz, que luego baña con orina; por último deja secar. Selecciona los pigmentos: verde, ocre amarillento, cúrcuma, bermellón, cinabrio. Saca aceite de semillas de mostaza de un tarro, coge los pinceles y el fardo, y sale del monasterio.
La villa de Francesco del Giocondo está en una colina. Hay una loggia que da sobre el valle.
—Hemos pasado lo peor del invierno en la ciudad —le dice el esposo de Lisa—. Normalmente estamos aquí los meses del verano, pues el aire es más fresco. —El comerciante se pone a hablar de su tema favorito: la naturaleza disfrazada de comercio—. ¿Os interesa la naturaleza, messer Leonardo?
—Un poco —responde. Leonardo está mirando el salón, decorado con más seda de la que recuerda haber visto nunca en un solo lugar. Del Giocondo también la luce: calzas de seda y jubón de tafetán.
—El gusano de seda es una criatura asombrosa —prosigue el comerciante—. Los hijos de la mariposa, así los llamo. Sólo hacen falta dos o tres días para que el gusano produzca su seda. Imaginaos. Tanta belleza en tan poco espacio de tiempo.
—Sí —responde Leonardo; y cuánta riqueza procedente de esa belleza en tan corto espacio de tiempo, piensa—. Pero para vuestro retrato tendréis que esperar algo más.
Del Giocondo se ríe.
—No soy un hombre difícil de tratar, aunque sí tengo ciertas expectativas, planteo ciertos requisitos. Antes de redactar nuestro acuerdo, quizá deberíamos hablar de esto, ¿no os parece?
Toman asiento en el extremo de una mesa larga, y del Giocondo saca el contrato.
—Tengo un notario a mano —dice el comerciante—. Lo único que debéis hacer es echar un vistazo y firmar.
El papel contiene los detalles habituales: tema, colores, fondo. Lee deprisa.
—Muy bien —dice.
—Estupendo. No he establecido con exactitud la ropa, pero sí he asignado un vestido concreto para la ocasión. Tafetán, como cabría esperar. —Del Giocondo sonríe—. Un comerciante ha de exhibir su mercancía. Creo que el color os parecerá bien. Un rojo claro. Pienso que realza el cutis de una mujer. Os concedo cierta libertad para que escojáis el fondo preciso; sólo me he permitido especificar que uséis alguna de las colgaduras de esta sala. Vos decidís cuál.
—Gracias —dice Leonardo.
—Bien, en cuanto al pago, soy un hombre generoso. Por mi parte, el dinero no es objeto de debate. Decid un precio y no se hable más.
—Esto es más que justo. ¿Qué os parece diez florines?
—¿Diez florines? Os vendéis demasiado barato, messer Leonardo. Es una cifra baja para un retrato. Dejad al menos que os pague por adelantado.
—Preferiría aguardar al momento de la entrega —dice.
Del Giocondo se pone en pie.
—Muy bien, como gustéis. Ha sido una transacción sencilla. Y vos sois un hombre modesto. Pero si así lo deseáis, mandaré llamar al notario y ya podréis empezar.
—Hay otra cosa. Cada artista trabaja a su manera. Nadie debe ver el retrato hasta que esté acabado. Hasta ese momento, para mí un retrato pertenece al pintor. ¿Estáis de acuerdo?
Del Giocondo levanta las manos.
—Naturalmente —dice—. La seda es del gusano hasta que es recogida.
Leonardo dedica todo su tiempo a la óptica. Está en las colinas o frente al escritorio. Los principios de la perspectiva lineal, antaño fundamentales para su trabajo, le parecen ahora rígidos, limitados. La vida orgánica necesita un punto de vista diferente. Cuando se encuentra en las colinas, está claro, es evidente. Pero en cuanto regresa al escritorio, la complejidad lo abruma. Llena una hoja tras otra, pero sabe que hay muy pocas certezas, demasiadas suposiciones. Esto lo empuja a salir de nuevo al exterior.
Piensa en el futuro. Adónde iré desde aquí, se pregunta. Leonardo ya no es el joven que era. Pese a los años transcurridos, todavía espera los encargos apropiados. ¿Qué quiere realmente, entonces? ¿Una casa llena de seda? ¿Construir un ejército? Ya ha respondido a estas preguntas. Las otras las han respondido los demás: carnicero, hereje, lunático. Ahora, con Savonarola al frente de la ciudad, no lo retiene nada aquí salvo el retrato de Lisa.
—¿Cuánto tiempo puede un hombre estar escondido? —le dice a Nicolás. ¿Un mes, un año, diez años? Entre Florencia y Milán, este apartado rincón del campo es el único sitio seguro—. También podría ir al extranjero —añade—. Viajar al este. —Se imagina la otra orilla del Mediterráneo, una tierra que no conoce.
—¿Haríais eso cuando los franceses están ante vuestra puerta con sus cañones? —pregunta Nicolás, molesto. Leonardo considera la conveniencia de explicarle las lecciones aprendidas en Milán, pero llega a la conclusión de que Nicolás no querrá escucharlas. Maquiavelo le pide que le enseñe sus notas sobre la visión y la perspectiva; mira el texto, escrito de derecha a izquierda—. ¿Hacéis esto por vos o por los demás?
—En otro tiempo lo hacía para mantener el secreto —contesta Leonardo—. Pero los secretos se han convertido en una costumbre difícil de perder.
Da un espejo a Nicolás, que pasa las hojas de pergamino, deteniéndose aquí y allá ante un cálculo, un dibujo o un párrafo del manuscrito.
—Conozco a un buen editor —anuncia—; ojalá escribierais de manera legible.
Cuando esa noche se acuesta, se siente preocupado por el futuro. Si tiene que decir qué le da más miedo, sabe que no es Dios, como sospecha Nicolás, ni el fuego del infierno de Savonarola, como teme Sandro. Lo que más lo asusta es la gente.
En el sueño, sostiene un enorme libro de ciencia, hojas de pergamino. Mientras lee, advierte que la letra se va oscureciendo. De derecha a izquierda, las palabras empiezan a arder. Las líneas acaban chamuscadas una tras otra hasta que sólo queda la carcasa de un libro de cuero vacío y el recuerdo de lo que él creía saber.
—Sentaos aquí, en la sombra —dice Leonardo—, si os ponéis bajo la luz del sol, no os veo. —Madonna Lisa luce un vestido rojo pálido. Él le mira el cutis—. Según vuestro esposo, el rojo es el color que más os favorece.
—Según mi esposo —replica ella—, vos sois un hombre indulgente. —Leonardo sonríe. Ella lo mira, esperando una oportunidad para juzgar. Ahora se le presenta una—. No sonreís tan a menudo como antes. ¿Qué os ha quitado el humor durante estos largos años? —La soledad, piensa él. El aislamiento.
—El trabajo —contesta—. La incapacidad de las personas para ser abiertas de mente.
—Nunca decíais lo que pensabais realmente, ¿verdad?
Leonardo le informa.
—Esto es un boceto preliminar. Si cambiáis la expresión de la cara, tendré que encontrarla de nuevo. Y como hay tantas variaciones como estrellas en el cielo, me resultará difícil.
—¿Qué expresión os gustaría? —dice ella.
Lisa está sentada frente a una colgadura de seda de color amarillo oscuro, el color exacto de la miel. La tela tiene un estampado de hojas en remolino enroscadas en ramas. Algo casual, piensa él. Su plumilla muestra algo más, agua que fluye y un bosque, rocas y montañas, un paisaje que no es propiedad de nadie.
—¿Volveréis mañana? —le pregunta ella.
Cuando regresa al monasterio, un hombre lo espera en el refectorio.
—Le hemos ofrecido comida —dice un monje—, pues ha dicho que era amigo vuestro.
Francesco, piensa. Pero no es Francesco. El hombre lleva una larga capa gris sobre un jubón negro, ancho de hombros. John de Wittenberg.
—Me dijeron que estabais enfermo. ¿Os encontráis mejor?
—¿Habéis venido para eso? —dice Leonardo—. ¿Para saber cómo estoy?
—Entre otras cosas. También he venido a preguntaros sobre la libertad, el espacio. ¿Os hartasteis de eso en Milán? ¿Os dio el duque lo que queríais?
Demasiada libertad, piensa Leonardo. Demasiado espacio.
—A un precio —responde— que me negué a pagar.
—En ese caso hay que felicitaros —dice Wittenberg.
—Según algunos, no.
—Cada uno defiende su parcela —añade el extranjero como sin darle importancia. Su acento sigue siendo difícil. Pero también es difícil criticar su opinión, admite Leonardo a regañadientes—. Dejad que os explique lo que me ha traído aquí. Como emisario de nuestra orden, he venido a aprender más sobre Fra Savonarola y sus enseñanzas.
¿Enseñanzas?, piensa Leonardo.
—Querréis decir sermones. Me sorprendería que hubiera en Florencia algún niño que aún pudiera dormir de noche sin miedo a los demonios.
Wittenberg se cruza de brazos.
—¿Rechazáis sus métodos?
—Nunca me ha gustado el fuego del infierno —contesta.
Wittenberg saca de la bolsa una hoja de papel.
—Ya he visto eso —agrega Leonardo.
—Es una táctica genial —dice Wittenberg—. El poder de la palabra escrita. Pero un hombre solo no puede echar abajo la Iglesia de Roma. Para tal cosa haría falta un ejército de hombres.
Eso depende del manuscrito, piensa Leonardo.
—Messer Maquiavelo me dice que tenéis obra lista para publicar.
—Según la Iglesia, mis pensamientos son herejía —replica—. ¿Quién imprimirá herejías?
—Hay otros hombres de fe que aprecian el valor de las nuevas ideas, de las nuevas vías —dice Wittenberg—. Fra Savonarola no es el cambio, sino la semilla del cambio. Un día habrá otros que pongan en entredicho el pensamiento de Roma. Habrá otros panfletos. Y además esto todavía es Florencia. En la ciudad existe más de un amanuense.
La perspectiva curvilínea no cuestiona la existencia de Dios; cuestiona el modo de verlo, no si lo vemos. Acaso Wittenberg tenga razón. Quizá Leonardo se ha pasado demasiados años observando la figura de su viejo tutor cuando se retiraba por el sendero de piedra en la oscuridad, demasiados años esperando que le cayera en la cabeza la espada de Damocles.
—Pacini es un editor con fama de escoger a sus amigos —añade Wittenberg—. Será nuestra primera escala. Volveré cuando lo tenga comprometido. —Se levanta para irse—. Nicolás Maquiavelo me dijo dónde localizaros. Podéis poneros en contacto conmigo a través de él siempre que queráis. —Se echa la capa sobre el brazo—. Vuestro sol toscano calienta de verdad —dice, mirando hacia la puerta—. No sé cómo podéis trabajar.
Las hojas del manuscrito están esparcidas por el scrittoio. Leonardo las ordena y comienza una nueva. Dos ojos, un lienzo. Escribe: «El lienzo es el cerebro.» La primera linterna mágica vino del este. Diversos textos traducidos del árabe le procuran las mejores explicaciones de lo que ha observado en la disección, pero necesita comprender qué pasa en el lienzo. Coge la pluma. «La disección del ojo humano —escribe— pone de manifiesto que la imagen es enviada desde la retina al cerebro, donde forma una imagen nueva: un único lienzo de visión y perspectiva a la vez. Pero este lienzo puede contener errores, fallos de visión, lo que origina engaños de la mente, o ilusiones. Lo que vemos no es forzosamente la verdad.»
Leonardo se plantea qué es lo primero que vemos. Abandona su cámara y sale al jardín, donde los monjes, terminados los maitines, se ocupan de las abejas con velos de malla en la cara. Él se ofrece a ayudarlos. Los monjes le explican.
—Introducid la mano despacio en la colmena para no asustar a las abejas. Luego podéis sacar el panal y recoger el milagro. —Uno le coloca un velo de malla en la cara. Leonardo se queda quieto en el sol de primera hora de la mañana y se levanta el velo.
—Disculpadme —dice—. Debo hacer algo.
Se marcha con la mente acelerada. Es posible emborronar la visión. Se para y fija la mirada en las hojas de un árbol que tiene delante. Centra la atención en una hoja y ve todas las venas y marcas; le da el sol y la hoja adquiere un color verde brillante. Leonardo deja de lado la hoja y mira al frente, al resto del árbol. La hoja se vuelve borrosa, como si le hubiera caído encima un velo de malla. Ahora ve el árbol. Nota que tarda más en concentrar la atención en una sola hoja que en ver el árbol. Veo primero el árbol y después la hoja, piensa. Intenta recordar todo lo que ha visto, cumbres, muros de cuevas, estrellas en el cielo nocturno cuando ha dormido bajo la bóveda celeste. Las imágenes que surgen en el borde del campo visual se ven más deprisa pero con menos precisión; por su lado, aquellas en las que fijamos la atención se forman en el centro de la retina pero tardan más en aparecer.
Cruza el jardín y abre la puertecita de madera de su taller. Tiene que fabricar una segunda linterna. Tarda un día entero. Necesita placas de vidrio nuevas. El tema ha de ser el apropiado. La sombra frente a la luz, decide, y dibuja una mariposa nocturna a carboncillo gris y negro, una en cada vidrio, un vidrio en cada linterna. Dos ojos, un lienzo. Coloca ambas linternas orientadas hacia la pared blanca de su habitación, enciende las lámparas y espera que se asiente la llama. Acto seguido, desliza un vidrio oscurecido entre la luz y la mariposa. En el lienzo de la pared ve dos imágenes, una tras la otra, pero un dibujo: una mariposa que vuela.
Ha pasado una semana entera desde que visitara la villa del Giocondo. El recibimiento es frío. Se celebra la Pascua; la casa está adornada con flores, azucenas blancas, lirios azules y espigas de trigo. Ahora que ya tiene en su sitio los principales elementos del boceto preliminar, se centra en la cara de Lisa. Leonardo mira su expresión abatida.
—Por qué no sonreís un poco —sugiere Leonardo. Pero hoy no hay sonrisa. Lisa ensancha los labios sin ganas.
—¿Desde cuándo mañana es la semana que viene? —pregunta ella. Él sonríe desde el otro lado del papel. Recuerda a Lisa abandonando una cueva porque no había conseguido las conchas que quería.
—No os preocupéis —dice él—. Ya me las arreglaré con la sonrisa.
Leonardo se queda a la fiesta de Pascua. Le ofrecen cordero y pescado. Se come el pescado pero no el cordero.
—No como carne —explica.
—¿Cómo va el retrato? —pregunta del Giocondo.
—Bien —contesta.
—¿Cuándo estará acabado?
Leonardo mira a Lisa al otro lado de la mesa y piensa cómo es ser amado por una mujer. Se imagina que es como ver la hoja sin el árbol, o una mariposa nocturna volando. Es lo que uno quiere ver, o lo que cree ver.
Termina de trabajar en el nuevo manuscrito. Sabe que nunca estará concluido del todo, pero tiene la sensación de que ha ido todo lo lejos que ha podido, sin más disecciones pero con mejores instrumentos. Ha usado una lente de cristal para ver los detalles con más claridad, pero casi siempre es como taparse los ojos con una malla. Las conjeturas son infructuosas sin un método de comprobación. La observación tiene sus ventajas, pero observar el instrumento de observación es como verse la parte de atrás de la cabeza con los propios ojos. Allí en Florencia, ahora, las disecciones no son sólo peligrosas sino también materialmente imposibles. No es el momento adecuado. Hace falta paciencia.
En la Piazza della Signoria es Sábado Santo. El asesinato de Giuliano de Medici ya es historia en una ciudad que en la actualidad tiene otros problemas. La familia Pazzi, caída en desgracia desde la época de la masacre, ha recuperado su reputación mediante una mezcla de seducción y dinero.
—Este año encienden el carro de bueyes. Los Pazzi han prometido pólvora —informa Sandro.
La ciudad es un hormiguero; la población ansía cualquier placer que las asfixiantes restricciones de Savonarola permitan. Como no están los Medici, se llevan a la plaza los delfines dorados del escudo de armas de los Pazzi.
—La gente olvida rápido —dice Leonardo. No le parece que haya pasado tanto tiempo desde que la multitud iba en tropel por las calles clamando por la sangre de los Pazzi.
Ambos se paran y miran junto al Baptisterio, donde el carro de bueyes está preparado para recibir la paloma de fuego procedente de la llama sagrada. La explosión le hace dar un salto, lo transporta a una ladera al sur de Milán, con Sforza montado en su caballo y un batallón de gendarmes y cañones abajo. Allí la muerte hacía temblar la tierra, aquí la emoción hace gritar a la muchedumbre. Leonardo toca la bolsa que lleva colgada al hombro y se pregunta si su contenido, el manuscrito, desatará una oleada de entusiasmo comparable a la de la pólvora. Nota un fuerte impulso de volver a la seguridad del monasterio y guardar bajo llave el manuscrito con el resto de cuadernos, tanto tiempo enterrados en el fondo del baúl. Se acerca Nicolás.
—Otra edición —dice Nicolás, enseñando un puñado de panfletos—. Otro golpe maestro de nuestro fraile: «Ciudadanos de Florencia, liberaos de las garras del diablo, uníos a nosotros en la oración por las almas de aquellos en quienes la riqueza y la gloria aún propagan el veneno del pecado y la corrupción…» —Mira la bolsa de Leonardo—. ¿Habéis traído el manuscrito?
Wittenberg se halla frente a la puerta de una de las mejores construcciones de la Via Ghibellina. Se reúnen en una habitación de la planta superior.
—Messer Leonardo —dice Pacini—, el placer es mío.
Hablan un rato de filosofía. Los pros y los contras de la república. De pronto Leonardo saca su manuscrito.
—El tema es la óptica, la perspectiva —dice.
—¿Óptica o perspectiva? —pregunta Pacini.
—Ambas —responde.
Pacini mira el texto, y luego, perplejo, otra vez a Leonardo.
—¿Qué es esto? —dice—. ¿Italiano?
—Es así como escribo —explica Leonardo—. Como he escrito siempre. —El amanuense coge el pergamino y lo mira horrorizado—. Con la ayuda de un espejo —añade—, la transcripción es relativamente sencilla. —El amanuense asiente, escéptico. Pacini lo devuelve.
—Veremos lo fácil o difícil que resulta. Pasaos la próxima vez que estéis en la ciudad.
Salen a la calle. El aire huele a pólvora. Sobre la ciudad hay suspendido un humo neblinoso teñido de azufre. Leonardo visita a Sandro, a quien encuentra enfrascado en una discusión con un cliente sobre una estatuilla. Se ha interrumpido la celebración del carro de bueyes. El espectáculo ha terminado, y los ciudadanos se van a casa a atender el fuego sagrado de sus corazones. Parece que fue ayer cuando Lorenzo desfilara por las calles de la ciudad vestido de carmesí y oro como un Dios. Leonardo era joven entonces. Era el aprendiz del maestro, el hijo del notario. Recuerda que Lorenzo llevaba un pañuelo de seda con un lema bordado: Tempus Revenio. Sólo lo distinguían los perspicaces. Sólo lo entendían los que sabían latín. Leonardo había aprendido sus primeras palabras en latín de su tutor, Fra Alessandro. Pero eso fue hace mucho tiempo, la época en que Andrea le dio una espada y lo utilizó como modelo del David. Con un golpe certero derrotaría a Goliat. Leonardo aún sostiene la espada. Aún espera.
Dos semanas después. Ha trasladado el boceto preliminar al lienzo. Lisa ha sido paciente con él y ha dejado de hacerle preguntas difíciles, como ¿por qué no os habéis casado?, ¿no queréis ser padre? o ¿qué clase de vida es ésta? La mía, contesta él. La única que conozco, piensa. Le explica sus ideas sobre la perspectiva. Le dice a Lisa que la naturaleza es curva, que la realidad es ilusoria. Ella lo mira desde el lienzo, como si lo supiera todo, pero no sabe nada de nada.
—¿Cuándo podré mirar? —pregunta Lisa.
—Cuando haya terminado —contesta él, aunque no está muy seguro de que a ella vaya a gustarle el resultado. Lisa seguramente lo acusará de haber pintado una versión de ella que no es real. Acaso diga que el vestido es demasiado viejo. O que el fondo está mal. Leonardo tendrá que discrepar. El mundo más allá del retrato es un mundo de círculos, de luz, de color; la naturaleza curva. La mujer de rojo sentada enfrente se ha convertido en la niña del vestido verde junto a los ríos de Anchiano, que no ha cambiado ni puede cambiar. Esto es lo que ve él. Más real imposible.
A medida que pasa el tiempo, crece en su interior una sensación de apremio. Lleva el caballo de Nicolás a la ciudad atajando por el campo. Al frente, en la línea del horizonte, un velo de lluvia ha cortado el cielo por la mitad. El sol se pierde en una bruma de nubes finas, desmenuzadas en el cielo en suaves trazos de pincel. A través de la cortina de agua, aparece el destello de un arco iris, claro pero incompleto. Leonardo se detiene y mira. Gotas de agua esféricas refractan la luz. Los colores que ve dependen de dónde está él, de cómo ve. Un paso más, piensa, y se esfumará la belleza.
Cruza a caballo Porta Pisana y llega a la casa de Pacini. Toca la campanilla y espera. El amanuense le hace entrar. Ser Pacini, dice, no está en este momento. Leonardo pregunta si hay alguna novedad sobre el manuscrito. ¿Qué se ha hecho? El amanuense parece sorprendido. Alguien se lo llevó la semana pasada por miedo a que el texto llegara a conocimiento del público y provocara demasiado escándalo. Por mucho menos han quemado a personas, no digamos ya manuscritos.
Ha desaparecido el manuscrito. Sus hojas de anotaciones, sus descubrimientos, sus cálculos. Se le ha escurrido entre los dedos hasta la última pizca de conocimiento. Menea la cabeza incrédulo.
—¿Queréis dejar algún mensaje?
—Nada, salvo lo que ya os he dicho.
Se aleja de la puerta y se apoya en el muro. A la incredulidad le sigue la desesperación. Se pasa las manos por la cara. Volver a escribirlo sería una tarea descomunal. No está siquiera seguro de poder hacerlo por segunda vez. Va a ver a Nicolás.
—El manuscrito está en buenas manos, sin duda. Lo tendrá Wittenberg. En todo caso, haríais mejor en concentraros en asuntos de más valor, como las armas, el material de guerra. Si los franceses siguen saqueando nuestras ciudades, no quedará arte que mirar.
Leonardo regresa al monasterio y mete sus cosas en el baúl. Saca el resto de los cuadernos y los dispone delante, en la mesa. Razona, deja de lado las emociones y los engaños, y opta por la lógica: las lecciones de Milán. Esas hojas podrían construir una nación. Regresa mentalmente a la época del monstruo, del juramento. Ya no está seguro de poder con la tarea. Toda su vida ha tenido que nadar contra la corriente. Un día se ahogará.
Leonardo entiende que las palabras de Maquiavelo son más peligrosas que la herejía. ¿Qué clase de futuro buscan esos hombres? No quiere pensar en ello, pero sabe que no es su futuro. Niega con la cabeza. ¿No quedará arte que mirar? No exactamente. Todavía no.
Francesco di Zanobi del Giocondo deja la pluma. Ha sido un día duro y es tarde. Las cosas nunca son tan sencillas como parecen. Un hombre jamás puede estar seguro de nada. Lee la última anotación de su diario: «Tras muchas semanas de paciencia por parte de mi esposa, el artista terminó su encargo de tal modo que dejó a toda la casa sin saber muy bien si regresaría, pues no anunció la conclusión de la obra sino que simplemente se marchó, sin decir si volvería y llevándose el cuadro consigo. Este incidente ha sido para mí motivo de gran irritación, sobre todo porque no puedo presentar ninguna queja toda vez que no ha habido pagos efectuados ni reclamados. Al final, sólo puedo llegar a la conclusión de que el cuadro seguramente tiene poca calidad e incluso es causa de vergüenza para el artista, quien a todas luces se sintió muy insatisfecho con el resultado y decidió no darlo a conocer.»