IV

Flanqueados por los guardias, cruzan la piazza y entran en el convento por la sacristía.

—Espero que el chico se sienta mejor —masculla Nicolás—. En cierto modo será un consuelo.

Girolamo Savonarola se halla junto a la parrilla vacía de la chimenea. La mesa central de la sacristía está llena de libros de oraciones, plumas y pergaminos. La persuasiva voz ha cedido el paso a la autoridad silenciosa, inquietante. Leonardo echa una mirada al hábito del fraile: la cuerda alrededor de la cintura es ancha, y el hombre está rígido. Flagelación, piensa. Lleva un cíngulo. Savonarola indica al guardia que se retire y mira fijamente a Leonardo.

—¿Tenéis algo que decir?

—Casi todos los hombres eruditos tienen algo que decir —contesta—. Pero si vale la pena escucharlos o no, depende de cada caso.

—Sé quién sois. Leonardo el Florentino. Alumno de Verrocchio. Vuestros cuadros encierran una belleza admirable, aunque para mi gusto son demasiado recargados.

—Pinto lo que veo, en la naturaleza y en las Escrituras, prefiero buscar la verdad en ambas a contentarme con las falsedades y las ideas erróneas de los demás.

Savonarola se acerca a la mesa.

—¿Os creéis, pues, capacitado para interpretar las Escrituras a vuestro antojo? ¿Como un hereje?

—Ni más ni menos que vos. Las Escrituras fueron escritas por hombres; los hombres pueden interpretarlas. Por tanto, están sujetas al criterio de los hombres. De modo que todos somos culpables de herejía. —¿He ido demasiado lejos, piensa, o me he quedado corto?

—¿Cómo os atrevéis a traer tal inmundicia a estos aposentos? —replica el fraile—. Yo predico la palabra de Dios. Vos sois aquí el único culpable.

—La fe es una cosa, y el fanatismo otra. Yo soy tanto hombre de ciencia como creyente —expone con calma—. Cuando pinto, veo la mano de Dios; cuando examino el cuerpo de un ser humano, veo la mano de Dios. Pero lo que no veré es lo que me ordenan que vea. Y lo mismo les pasa a todos, niños incluidos. —Se calla y piensa un momento—. En especial los niños. Eso es todo.

—Muy bien. Entonces no me dejáis otra opción. —Savonarola llama al guardia—. Traed al niño de la plaza —ordena el fraile con tono glacial—. El castigo forma parte de la educación.

Nicolás toma a Savonarola del brazo.

—Sólo un momento. También a mí me gustaría hablar, si se me permite.

—Adelante —dice el fraile—. En la pira habrá suficiente sitio para dos.

Nicolás deja la capa sobre el respaldo de una silla.

—¿Puedo sentarme? Gracias.

—Os conozco. Trabajáis para la Signoria —dice Savonarola—. ¿Secretario?

—Sí. En mi familia han sido gonfalonieri durante generaciones —señala Nicolás como si fuera algo sin demasiada importancia—. Y tras escuchar atentamente lo que se ha dicho, no puedo menos que pensar que se ha pasado por alto una esfera de gran interés. Es decir, una esfera de interés común. El verdadero problema que se nos plantea a todos en esta estancia, incluido vos, Fra Girolamo, es el del cambio. Florencia está cambiando, nuestro Estado está cambiando; también el país. Algún día la Iglesia se verá obligada a cambiar. Estas cosas, a mi juicio, son inevitables. Con todo, nuestra principal preocupación ha de ser cerrar el paso a los invasores extranjeros que destruirían y saquearían todo lo que hemos construido con arduo esfuerzo. Florencia debe convertirse en una república —dice Nicolás, poniéndose cómodo en la silla—. Y para alcanzar este objetivo, la estructura social ha de permanecer intacta. Cualquier otra cosa significará la guerra. Si no resolvemos nuestros asuntos de forma inteligente, caeremos a los pies de los invasores, algo que ya ha quedado demostrado. —Nicolás Maquiavelo se vuelve hacia Leonardo—. Los franceses han sido rechazados, pero esto no significa que no vayan a volver. Y cuando lo hagan hemos de estar preparados. Las divisiones sólo servirán para debilitarnos. Leonardo no abjura de las enseñanzas de Cristo. Se ha declarado hombre de fe. ¿Por qué crear hostilidad entre nosotros en balde?

—Existe la fe y existe la fe hermética —dice Savonarola—. Él será derribado y yo no. Aquí radica la diferencia entre nosotros. De todos modos, le permitiré que reflexione sobre ello en cuanto esté solo en el Alberghettino. No se puede sustituir la cárcel por otra cosa. Ella da al hombre tiempo para encontrar a Dios.

—Entonces intentemos llegar a otro acuerdo. —Nicolás saca su bolsa de monedas—. ¿Me dejáis que haga una donación al convento, que dé una limosna a los pobres?

Savonarola lo mira sin inmutarse.

—Haced todas las donaciones que queráis —dice el fraile—. Yo estoy a prueba de tentaciones.

—Muy bien —dice Nicolás, echándose atrás—. Pero me parece que olvidáis algo. Messer Leonardo era un valido de la corte de Lorenzo. Será un paladín de los Paleschi. Detenedle y tendréis que detener a otros: messer Guirlandaio, messer Botticelli. La lista de artistas puede ser larga. El incendio eclipsaría vuestras hogueras de vanidades. ¿Qué dirá entonces la gente? Quizá se tomará vuestros sermones con menos… ¿entusiasmo?

Savonarola se pone tenso bajo su hábito. Es un buen razonamiento. Mientras lo mira, Leonardo imagina los penetrantes cortes del cinturón, la cuerda retorciéndose contra la carne ulcerada.

—Si creéis que la popularidad os salvará, entonces debéis correr el riesgo. Pero el capítulo no se cierra con esta conversación. La página queda abierta. No lo olvidéis.

Abandonan la piazza en dirección al Arno, que fluye con rapidez hasta que deja atrás las murallas de la ciudad; entonces se ensancha y afloja el ritmo. Allí, unas barcazas transportan de una orilla a otra personas, animales, sacos de cereales, costales de harina. Los niños juegan al borde del agua, donde no llega la voz de Savonarola. Florencia se ha convertido en una ciudad de suplicios. Nicolás Maquiavelo está diciendo que se han salvado por los pelos. Estrategia equivocada. Lo único importante es el resultado final. Si el resultado final es asar a un hereje, hay que revisar la estrategia. No hay ninguna virtud. Incluso el fraile, con su celo puritano, lo descubrirá en carne propia. Fra Savonarola no puede ganar, pues su estrategia no tiene en cuenta este simple hecho: los hombres nacen malos, y morirán malos. Cualquiera que se crea un santo está engañando a los otros o a sí mismo. Sólo existe el poder y quien lo detenta.

—¿En vuestro cálculo no caben los principios? —pregunta Leonardo.

—¿Qué es un principio? —replica Nicolás—. No existe tal cosa, sólo prevalece el interés personal. Si el fraile quiere sobrevivir, ha de jugar el juego adecuado con la persona adecuada.

—Entonces —dice Leonardo—, ¿estáis insinuando que yo debería haber vendido mi talento a Sforza, hacer lo que a él se le antojara, participar en su juego?

Nicolás le pone las manos en los hombros.

—Ya he dicho que los hombres como vos pueden cambiar el futuro. ¿Qué os detiene? ¿De qué tenéis miedo? ¿De Dios?

Deciden que Leonardo ha de mudarse, por lo que recoge sus pertenencias del estudio de Sandro. Cerca de Florencia hay un monasterio, el convento de Santa Maria della Pace. Próximo a San Casciano. Franciscanos, no dominicos. Si uno huye de una orden, encuentra refugio en la sede de otra.

—Pero tiene un encargo —dice Sandro—. El retrato de la Gioconda.

—No queda lejos del monasterio —aclara Nicolás—. Yo me encargaré de todo. Conseguiré un caballo, transporte. Leonardo estará mejor fuera de Florencia.

Sandro entrega a Leonardo una carta. Es de Francesco. Noticias de Milán. Al cogerla, repara en lo mucho que lo echa de menos. Las novedades le obligan a sentarse en el borde de la cama de Sandro y le quitan la energía que le quedaba, los restos de una voluntad hecha añicos. Los franceses han invadido Milán. Beatrice se está muriendo; su hijo nació muerto. El duque, cuenta Francesco, «… no consigue asimilar los acontecimientos. Es incapaz de estar al mando de sus hombres, de comer, de dormir. Los criados cuentan que toma las comidas de pie, negándose a sí mismo el placer del reposo». Él se marcha de la ciudad. A un podere: una pequeña viña, que el duque ha puesto a su nombre. Se lleva a Salai. Pero esto no es todo. En cuanto al modelo del caballo de Sforza, los gendarmes franceses lo han destrozado a tiros. «Lo único que puedo decir —escribe Francesco— es que si hubiera podido evitarlo por algún medio, lo habría hecho. Pero no se pudo hacer nada. Me habrían disparado a mí con la misma facilidad. Sólo pude mirar como espectador desesperado. Todo nuestro trabajo, Leonardo. La belleza, la majestuosidad de nuestra visión reducida a una diana para culebrinas. Lloro mientras escribo esta carta. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Sin vos aquí no es posible hallar consuelo ni siquiera en el arte…»

Leonardo se pone en pie, sus piernas están inseguras. Imagina el caballo de arcilla, despedazado y desmembrado. Cierra los ojos y aleja la imagen.

—He de volver a Milán —dice—. Francesco me necesita.

Empieza a ir de un lado a otro, a recoger cosas. Nicolás coge la carta.

—No vais a ir a ninguna parte. Es demasiado tarde. Ya no vale la pena ayudar al duque. Y Francesco está a salvo.

Para cuando llegan al monasterio, Leonardo tiene fiebre. Quizás el esfuerzo de hablar claro y sin rodeos ha resultado excesivo tras tantos años de silencio. Tiene un recuerdo vago del saúco negro bajo un arbusto, el olor oscuro del incienso en el fondo de una habitación tranquila. Lo tienden en un lugar oscuro y frío, al final de un largo corredor de piedra. En la pared de enfrente, un crucifijo entra y sale de su campo visual. Oscilando en la pared, el Cristo y la imagen de la estatua caída se disputan su atención. Pero la fiebre acaba ganando. Leonardo pierde la conciencia por momentos, hasta que al fin se da por vencido.

Le cruzan la cara círculos de luz. La calidez de una luz suave entra por la abertura vertical que hay junto a la cama. Leonardo abre los ojos y no sabe dónde está. Su primer pensamiento confuso lo lleva a Anchiano. Abajo, su padre está diciéndole a Albiera que le traiga agua para bañarse. Sandro le coge la mano.

—Gracias a Dios habéis salido de ésta —le dice, mientras le aplica un paño húmedo en la cara—. Os traeré algo de comida. Lleváis días sin comer.

Por la abertura entra algo revoloteando en la habitación. Una mariposa, llamativamente azul, con los extremos de las alas grises.

Polyommatus Icarus —susurra—. ¿Qué me traes, cambio… o suerte?

Polyommatus se posa en la cama y se queda ahí unos instantes. Una tormenta fuerte y estás muerta. Leonardo se reclina en la almohada. Regresa Sandro con un plato. Los monjes le han preparado sopa.

Traga la sopa cucharada a cucharada. La mariposa mueve las alas. Leonardo se levanta de su cama en Anchiano y se acerca a la pared, donde busca un trozo de tabla oculto en una grieta. Después un niño de siete años corre por el campo, con una red en la mano. La ha fabricado con pedazos de madera, malla y resina.

—¿Sabéis? —le dice a Sandro—, cuando era pequeño, cazaba mariposas.

Al otro lado de la ventana, las mariposas emergen de sus crisálidas. Eclosionan en forma de criatura, convertidas en otra cosa. No reciben afecto, tampoco lo ofrecen. Han de sobrevivir solas. Sandro alarga la mano para cogerla. Leonardo lo detiene.

—Si la cogéis —añade—, no volverá a volar nunca más.

Al cabo de unos días ya se pone de pie. Coge el cuaderno y un trozo de carboncillo. Camina para recuperar las fuerzas, pero no resiste más de dos horas y regresa al monasterio, sudoroso y exhausto. Vuelve a retomar un ritmo de trabajo, pero distinto del de antes. Nota la cabeza más lenta, las manos más débiles.

—Tengo que esculpir —le dice a Sandro—, de lo contrario no seré capaz siquiera de sostener el pincel.

Se le ocurre que Sandro lleva semanas sin coger uno.

—Estoy ocupado con un estudio —aduce Sandro, que no ha hablado de Savonarola desde Florencia, si bien hay otros medios de autoflagelación aparte del cíngulo.

Los monjes fabrican miel y cultivan hortalizas. Leonardo deambula por el recinto. Se sienta junto a una colmena y escribe.

«Insectos: las abejas viven en comunidades. El hecho de que les arrebatemos la miel las destroza. Cuanto más cogemos, más producen ellas. Es la paradoja de la naturaleza.

»Profecías: gran parte de los cuerpos vivos pasará a los cuerpos de otros animales, así como las viviendas deshabitadas pasan poco a poco a las habitadas, amueblándolas con cosas útiles y llevándose lo perjudicial. En otras palabras, la vida del hombre se forma a partir de las cosas que come, las cuales llevan consigo la parte del hombre.»

Los círculos de luz regresan con más insistencia. Leonardo comprende que tiene cosas que hacer. Pasa las cinco noches siguientes trabajando. Aumentan las notas sobre perspectiva curvilínea. Pero las minuciosas disecciones sobre óptica que hizo en Milán no le han llevado adonde quería. Tiene que investigar más. Redescubre las colinas de Florencia. No es el Montalbano. Hay menos ríos, más fuentes. Brotan manantiales de agua caliente que forman grandes charcas. El agua procede de niveles profundos. La naturaleza la ha calentado. Se ven menos montañas, más lomas. Se sienta en una ladera. A sus pies se aprecian amapolas, orquídeas.

Leonardo toma notas en el cuaderno que lleva encima para descripciones breves. Coge la cámara oscura con su agujerito cuadrado y mira la imagen reflejada. Agujero cuadrado, luz redonda. La luz es curva. El arco iris es curvo. La forma de la naturaleza es curva. Una brizna de hierba, el horizonte. Deja la cámara y observa el agua a sus pies. También forma una curva. Y la curva forma un círculo. El círculo sigue eternamente. Del cielo a la tierra, de la tierra al río. Del río al mar, del mar al cielo. Es la naturaleza. Leonardo dibuja curvas planas. Podría dibujar la tierra, redonda, no plana. Se para, observa la hoja de pergamino. Esto que está dibujando, ¿es Dios o ciencia? Dibuja un círculo y lo llena con una cuadrícula. Luego vuelve a dibujar el círculo y curva las líneas. La perspectiva lineal no basta. Mira por el agujerito de la cámara. Dos ojos, un lienzo. El secreto de la visión. Visión y perspectiva son una misma cosa.

Le tiembla la mano. Deja la cámara a un lado. Cuando miramos, nuestros ojos ven dos imágenes a través de dos lentes curvas; y luego tenemos una sola imagen. Como pasa con la cámara, es una imagen invertida, que va al cerebro, donde es corregida. Dos se convierten en una; la realidad se vuelve inversión; la inversión, realidad. Con un cambio importante: no es la misma realidad. Nada de lo que vemos es real. Es sólo una versión de lo real. Mientras piensa en esto, la cabeza le da vueltas. ¿Vemos la verdad? Regresa andando al monasterio y trabaja hasta el amanecer en el manuscrito salpicado de arco iris, que ahora crece en profundidad y alcance cada semana que pasa. La noche está llena de cigarras. Ellas lo llaman desde las hojas y las ramas de los árboles, desde las grietas cubiertas de hierba y los cálidos muros de piedra del monasterio, en acorde armónico.

Los monjes le proporcionan soldadores, y en un rincón de una de las dependencias anexas construye un pequeño taller. Sandro ha regresado a Florencia. Pero volverá al anochecer con Nicolás. Cuando llegan, se siente como un niño.

—Quiero enseñaros algo. Sentaos en el banco mientras lo monto.

—¿Qué es? ¿Una cámara oscura? —pregunta Sandro.

—No —responde Leonardo—. Una linterna mágica.

—¿Desde cuándo sois mago? —inquiere Nicolás.

—Es ciencia, no magia —rectifica Leonardo, quien coge los trozos de vidrio pintado que ha preparado. Uno es un paisaje, la vista desde la cumbre de la colina. Otro es una flor, el lirio de la Anunciación. El tercero es Polyommatus Icarus, la mariposa de la cama. Enciende una pequeña lámpara de aceite tras la lente y encaja en su sitio el primer pedazo de vidrio. Aparece una imagen en la pared blanca de la estancia.

—La proyección de la imagen —dice Leonardo—. Esto es lo que vemos.

Nicolás está cautivado.

—Es plana.

—En efecto —dice Leonardo.

—¿Y qué hay del movimiento, la forma? —pregunta Sandro.

—El cálculo que falta —contesta— depende de nosotros.

—¿Nos imaginamos el resto? —inquiere Nicolás.

—Más o menos.

—Si hicierais que se moviera —dice Nicolás—, ¿cómo sabríais que no es real?

—Ésa es la cuestión —responde Leonardo—. No lo es.

Los monjes se fijan en su banco de trabajo, una improvisada tabla de madera en un rincón del establo. El tiempo regresa, piensa.

—Messer Leonardo, todos sabemos de vuestra fama como pintor y queremos pediros algo: que prestéis vuestra mano a la obra de Dios. Quizá no os paguemos lo que queréis, pero esperamos que paséis por alto este pequeño detalle en el bien entendido que para un hombre no hay mayor alabanza que ofrecer que su trabajo.

Leonardo piensa en su trabajo. Enrollado en la grieta de una pared, guardado en un baúl, transportado de un sitio a otro, su manuscrito nunca se ha separado de él. Escondido como un secreto vergonzoso, sustraído al conocimiento público como si fuera un crimen. Pero ahora las cosas pueden cambiar. Lo nota en el aire que lo rodea. La naturaleza se despliega, se le muestra. Tiene el arco iris al alcance de la vista. Dará a los monjes su alabanza, piensa. Leonardo agudizará la mano, la mente: el ojo. Entonces estará listo.

Da las gracias a los monjes con un gesto de la cabeza cuando le facilitan carboncillo y papel de algodón.

—¿Qué queréis que dibuje?

—La capilla de Giacomini Tebalducci necesita un retablo. La iglesia ha sugerido a la Virgen y santa Ana.