Lisa es ahora Lisa di Zanobi del Giocondo. Pero Leonardo no tiene intención de tomar una esposa ni de engendrar un hijo. Piensa en una respuesta para Sandro. Suena extraño, pero viene a ser eso.
—Tiene un cuadro mío.
—¿Uno que haya visto yo? —pregunta Sandro.
—No —responde Leonardo—. Pero es porque aún no ha sido pintado. —Unos cuadros están completos antes de su finalización, mientras otros no llegan a estarlo nunca. El comienzo de éste ha tardado toda una vida. Se pregunta cuántos años tiene un hombre. Cuántos años buenos.
Sandro muestra el camino a través de una ancha puerta que da a un patio, donde varios edificios forman una serie de poderi, cada uno con un pequeño jardín junto a una vivienda de piedra; un muro. La torre del homenaje del castillo está situada al final del patio, donde hay una pequeña capilla con un campanario. Primero entran en la capilla. Adaptan la vista. En el extremo de una corta nave se levanta un altar. Una basílica, bancos de piedra, muros de piedra.
—Quería enseñaros algo —dice Sandro. Se hallan frente a un lienzo de grandes proporciones. Pese a la semioscuridad de la capilla, el color es luminoso, reciente. Una brisa ilusoria agita la cabellera roja de Venus. Se ven rosas cabalgando por vientos invisibles—. El nacimiento de Venus —anuncia—. La diosa del amor. La traje aquí para salvarla de las hogueras de Savonarola. O quizá porque no quería sentirme obligado a arrojarla yo mismo a las llamas.
Leonardo posa la mano en el hombro de Sandro y se imagina la muerte de Venus.
—Me alegra oír esto —responde. Mientras mira el cuadro, nota un arrebato de esperanza. En este preciso instante haría cualquier cosa por volver atrás en el tiempo. Entra por un momento en el mundo de Sandro y le cuesta abandonarlo. Pero tiene la cabeza atestada de imágenes. La cara en la ventana, la niña del vestido verde en la orilla del río, el cavernícola de Lorenzo bajo la luz de un millón de estrellas en un cielo nocturno real. Deja todo de lado y sale. No existe ningún paraíso.
A pesar de sus temores, las hogueras de las vanidades no han ardido lo suficiente para despojar a Florencia de su belleza.
—Mejor llamarlas las fogatas de la renovación —dice un comerciante—. Mi esposa ha estado tirando todo lo que no le gusta y espera un nuevo vestuario tan pronto haya yo vendido mi próxima remesa.
La vida sigue sin novedad para los ricos y privilegiados. Se reúnen en la torre del homenaje del castillo, donde el gran salón da a una loggia llena de plantas y flores cultivadas: jazmín y belladona, grandes higueras y fríos helechos. En el patio, da vueltas un asado con espetón.
—Esta noche habrá aquí gente de muchos kilómetros a la redonda —dice Sandro—. Y supongo que esto incluye a Giocondo. Esperemos que todos tengan invitación.
—O que las murallas del castillo sean lo bastante altas para impedir miradas indiscretas —añade Leonardo, echando un vistazo alrededor de la estancia—. Muy poca penitencia para tanto placer.
Acciaioli, su anfitrión, es un hombre refinado y se toma la molestia de señalarlo.
—Mi familia ha estado al servicio de los Medici desde los tiempos de mi abuelo. Lorenzo era un gran hombre, desde luego —dice Acciaioli—, el único hombre, a mi juicio, capaz de mantener relaciones con dos rivales a la vez sin disgustar a ninguno. Por cierto, hay alguien a quien quiero que conozcáis, si puedo sacarlo de esa conversación.
Leonardo oye el final: «… ahorcado antes de que acabe el año… Ahora está imprimiéndolo en papel. Es algo inaudito. Roma deberá tomar medidas enseguida…».
Nicolás Maquiavelo es sutil, impenetrable. Sus ojos, que examinan las cosas hasta encontrarlas interesantes, acaban posados en la cara de Leonardo, y ahí se quedan.
—Vos no necesitáis presentación —dice el hombre sutil—, Leonardo el Florentino. ¿O preferís vuestro anterior nombre, da Vinci? No, no lo creo. Los tiempos cambian y la gente debe cambiar también. Entonces qué, ¿Leonardo el Milanés?
—Llamadme como os plazca —responde Leonardo—. Para mí es lo mismo. Aunque los cambios no se me dan muy bien.
—Tal como están actualmente las cosas, esto no es una buena noticia. Pero parece que necesitáis distracción. ¿Hay algo que pueda hacer yo?
—Es posible, estoy buscando a alguien.
—¿Es posible que estéis buscando? ¿O es posible que yo pueda hacer algo? Existe una solución: explicadme qué, o a quién, estáis buscando, y luego vemos si entre los dos tomamos alguna decisión.
Leonardo sonríe. ¿Qué clase de respuesta le gustaría? ¿Una veraz o una que acaso fuera cierta?, se pregunta.
—Ya lo tengo. Estáis buscando algo que habéis perdido y queréis encontrar.
—En parte es así —admite Leonardo—. Pero también un poco más complicado.
—La vida es simple sólo para los simples —dice Nicolás—. Aunque me parece que vos, Leonardo da Vinci, la habéis vuelto más complicada de lo que es o debería ser.
—¿Qué queréis decir?
—Al dejar que el duque de Milán se enfrentase a los franceses sólo con una banda de soldados renegados, un ejército mal equipado y un mausoleo.
Leonardo no construyó el mausoleo.
—No, pero hay otras cosas que no construisteis y otras que destruisteis. Mi pregunta es ésta: ¿qué valoramos más, nuestra conciencia o nuestra posición?
Leonardo no tiene tiempo de responder, pues Acciaioli habla a su espalda.
—Aquí está —dice—. Permitid que os presente, aunque creo que no hace falta. Monna Lisa di Zanobi del Giocondo. —Lisa Gherardini. La niña convertida en mujer. Mujer casada. Leonardo tiene la impresión de que ya no la conoce. Luego la mira a los ojos y se da cuenta de que sí.
—Leonardo, cuánto tiempo. ¿Qué os ha mantenido alejado? —Ella sabe la respuesta, sus ojos buscan el rostro de él; su sonrisa no ha cambiado: esquiva, melancólica. Está contenta de verlo.
¿Es posible el amor? ¿Leonardo es incapaz de amar a una mujer o es al revés? Su siguiente pensamiento es que los días son demasiado cortos. Hay demasiado que hacer. Si ha consumido todas las horas de un día, pasará al siguiente. Si ha consumido la noche entera, habrá otras noches. Las del Ospedale Maggiore. La ventana sucia. La mesa de los muertos. Además, ésa no es su pasión. Su pasión es un montón de cenizas en la estufa de Corte Vecchia. Está de pie en un tejado de Milán. El viento sostiene su cuerpo y él se inclina hacia el espacio vacío. Si le dan alas, volará. Las alas de él, no de ella.
—He estado ocupado —dice Leonardo—, pero vos también, por lo visto.
—Y naturalmente Francesco di Zanobi del Giocondo, a quien todavía no conocéis. —Acciaioli está esperando. Nicolás está mirando. Francesco del Giocondo está observándolo con interés. Es alto, imponente. Pone empeño en ser elegante.
—He oído decir que sois un gran pintor. No podíamos encontrarnos en mejor momento. Ayer mismo mencioné que quería un retrato de mi esposa. Parece que hemos encontrado al hombre ideal. ¿Nos complaceréis?
Leonardo recuerda fugazmente haber estado frente al padre de Lisa, barajando la posibilidad de acabar sobre los guijarros del camino. Ha vuelto al punto de partida, como así lo ha querido la naturaleza, o el destino.
—No lo presionéis demasiado —aconseja Nicolás—. Está considerando los pros y los contras. Bien, messer Leonardo, ¿será sí, no, quizá?
—Maquiavelo es un hombre peligroso —dice Sandro—. Si lo queréis como amigo, obrad con cautela. No os conviene como enemigo. Es moderadamente rico e inteligente, pero también ambas cosas en exceso para dedicarse a las ocupaciones normales de la vida.
—Es un personaje interesante —replica Leonardo—. Diferente no significa peligroso. —Con esto podría llenar cincuenta páginas de su diario.
—Al menos habéis encontrado lo que estabais buscando —añade Sandro—. Vuestro retrato. Aunque no entiendo tanto interés: hay cien mujeres así en cada calle de Florencia.
Pero su mente se ha evadido de nuevo, corriendo hacia atrás. Están otra vez en el carro, cruzando la campiña. Él sostiene la cámara oscura. Su cabeza rebosa de círculos, que giran, se mueven y adoptan los colores del paisaje: el cobalto de un riachuelo, la hierba bañada por la luz del sol, la hierba bajo las nubes, las montañas violeta, los atardeceres violeta. La respuesta está en el arco iris. Si uno se mueve un poco, ve el arco iris; si vuelve a moverse, ya no lo ve. Dos ojos, un lienzo. El secreto de la visión. ¿Qué es real, lo que vemos o el acto de ver? «Hay cien mujeres así en cada calle de Florencia.»
—Sí —dice Leonardo—, cien, quizá, pero sólo un lienzo.
Acciaioli le ofrece comida y cama. Los otros invitados se marchan. Nicolás lo alcanza en el patio.
—Hay algo que quería deciros. Aunque acaso ya lo sepáis. El fraile Savonarola ha hecho un llamamiento para que se quemen todos los documentos y libros heréticos. Como conozco el alcance de vuestros estudios, he considerado juicioso avisaros personalmente dado que estáis aquí. Milán es inmune a la ley, pero Florencia sigue encadenada a la Iglesia, y ahora en lo referente tanto al bolsillo como al espíritu. Tal vez mis palabras no sean de vuestro gusto, pero los métodos de Savonarola os gustarán aún menos. Os deseo buenas noches. Espero que volvamos a hablar.
Leonardo va a su dormitorio y coge un trozo de pergamino del inmaculado scrittoio de Acciaioli. Sumerge la pluma en la tinta y escribe las palabras siguientes, de derecha a izquierda: «Perspectiva curvilínea. El quinto día de las calendas de marzo: Primera entrada.»
A la mañana siguiente, Nicolás pasa a verlo.
—He estado levantado toda la noche, preocupado por vos. ¿Os apetece un paseo hasta Florencia? Tengo un carruaje esperando. Creo que será más cómodo que el carro de messer Sandro.
—Gracias, pero iré en el carro —responde Leonardo.
—Como queráis. En ese caso me encontraré con vos a vuestra llegada. Conozco una buena mesa donde todavía sirven una comida decente.
Se despiden de Acciaioli.
—¿Conseguisteis lo que queríais? —le pregunta el conde.
—¿A qué os referís? —dice Leonardo.
—A la mujer —responde Acciaioli—. Tiene algo, ¿verdad? Un cierto atractivo… cómo lo diría… encanto.
Leonardo piensa en Beatrice y compadece a Francesco del Giocondo. «En la posesión no hay seguridad.» Se ponen en marcha, Nicolás los sigue en su carruaje. El caballo del carro cojea. Se detienen y Leonardo le venda la pata con un pedazo de tela. Nicolás aguarda detrás y da algún consejo. Aminoran el paso. Tardan casi el día entero en llegar a Florencia, y en el mesón de Nicolás ya no se sirve comida.
—No pasa nada; hemos llegado a tiempo para las vísperas. Venid conmigo. Quiero enseñaros algo.
Nicolás cambia de tema con habilidad para hablar de lo que le interesa. El erudito tiene la voluntad y el dinamismo de Lorenzo, si bien sus metáforas no son tan sutiles.
—Decidme, ¿estabais buscando un encargo o la esposa del Giocondo cayó sin más como llovida del cielo? —Leonardo se sorprende de la pregunta—. Nunca habéis destacado por ser accesible —observa Nicolás—. Pero me parece que el Giocondo no os conoce en absoluto. O digamos que su esposa no le ha explicado nada. Porque al fin y al cabo —añade— no todas las esposas merecen la pena de ser pintadas. Creía que vos sabríais esto más que nadie.
Beatrice, piensa Leonardo. El erudito lo sabe todo.
—¿Me habéis traído aquí para hacerme preguntas sobre mis encargos? —pregunta.
—No —responde Nicolás—. Os he traído aquí porque quería que lo vierais vos mismo.
¿Ver el qué? Nicolás se agacha y coge un panfleto impreso. Los sermones del fraile llenan la calle, los ciudadanos de Florencia viven a la sombra de Satán, atrapados en el pecado, lo que desemboca inevitablemente en el infierno y la condenación.
—He oído que habéis escrito más obras que el resto de eruditos de la ciudad juntos. Y que vuestras notas, que tienden a la herejía, contienen algunos de los hallazgos más extraordinarios y valiosos que jamás hayan salido a la luz —dice Nicolás mirándolo de hito en hito—. ¿Es verdad?
Porque si lo es, Leonardo debe considerar que con esos panfletos Fra Savonarola ya ha hecho temblar los cimientos del Sacro Imperio Romano. Las naciones se basan en el conocimiento, del mismo modo que, con seguridad, éste destruye las instituciones. Si estuvieran unificados, los Estados de Italia serían más fuertes que Francia o España.
—Pintad vuestro retrato —prosigue Nicolás—, y antes de un año habrá caído en el olvido. Pero si compartís vuestras ideas, seréis recordado como el que salvó Italia de los franceses, el que ahuyentó a los enemigos del pueblo, el que construyó una nación.
Iluminado en oro en las páginas de un manuscrito que no ha escrito, Leonardo se halla sobre una cumbre resplandeciente, su escudo —como las tablas de la ley de Moisés—, guardado bajo la capa, listo para ser esgrimido en la batalla frente a algún enemigo nuevo. Quién es ahora, se pregunta. Mira a Nicolás y su panfleto.
—Antes hablabais de reputación y no os equivocabais. Sé que tengo una. He tenido una toda mi vida.
Leonardo ve de lejos al niño que encontró a su llegada a Florencia. Lleva una ramita de olivo en una mano mientras tiene la otra mano en la boca. Piensa en su padre. «Por qué no vives un poco.» Toma una esposa, ten un hijo. Demasiado tarde, piensa. Ha habido mucho que hacer.
—De niño juré que haría todo lo que estuviera en mi mano para ayudar a la gente. He realizado disecciones en busca de remedios; he recorrido ríos y montañas para entender la tierra de Dios. He formulado un sinfín de preguntas y he luchado por encontrar las respuestas. Ahora dadme una buena razón para que yo, Leonardo, ya sea de Vinci, Florencia o Milán, comparta el trabajo de toda una vida con gente que lo ha malinterpretado por completo.
Nicolás no sabe darle ninguna respuesta, aunque Leonardo está seguro de que es un hombre que con el tiempo encontrará una. La iglesia del convento de San Marco es austera. Apenas hay esculturas o vitrales.
—Aquí está la biblioteca —dice Nicolás—, y los frescos de Fra Angelico para los monjes de clausura. Pero creo que en el exterior encontraréis suficientes cosas que mirar. —Lo cual es cierto. Cuando llegan a la piazza, una gran multitud está esperando. Girolamo Savonarola hace su aparición a las puertas del convento. La gente lo aclama como si fuera un héroe—. La postura de un monje, la nariz de un águila, la voz de un cuervo —agrega Nicolás.
—Expulsad vuestros pecados, ahora, antes de que pase el tiempo y el perdón arribe demasiado tarde para salvaros. Pues cuando llegue el día, deberéis dar cuentas de los crímenes que habéis cometido, tanto quienes los hayan cometido en nombre de Dios como quienes hayan gobernado su reino según una ley distinta de la de Dios.
—¡Alabado sea Dios y Fra Savonarola! —grita una mujer desde el fondo de los congregados. Los que están delante vitorean, los de atrás aplauden.
—Tenéis que desechar de vuestra vida todos los adornos considerados mundanos. Vuestra conducta ha de caracterizarse por la castidad, la sencillez y la obediencia a Dios. De lo contrario, no habrá misericordia ni perdón… ni posibilidad de escapar de las llamas de la condenación. Iréis directo al infierno; vuestra última morada será el fuego, pero no tendréis descanso; vuestro cuerpo será ceniza sulfurosa; vuestra alma vagará por toda la eternidad en el erial del infierno, condenada a soportar los tormentos de los demonios. Arrepentíos de vuestros pecados. Florencia está segura, pero vosotros aún estáis en peligro. La sombra del pecado y la vanidad es larga y profunda; el camino al cielo exige entrega y sacrificio. Sin embargo, la recompensa es grande. Así que por eso os digo, Dios está con vosotros. Os halláis bajo la amenaza del diablo, pero si me dejáis, yo os llevaré a buen puerto. Así pues, sólo os pido esto: comprended que no hay mayor riqueza que el amor de Dios, ni poder más firme que el suyo, ni conocimiento más verdadero. Ésta es mi promesa. Ahora id y ocupaos de vuestros hijos, obrad bien y con honradez, y no tendréis nada que temer.
—¿Nada que temer? Yo estoy aterrado —dice Nicolás, volviéndose discretamente hacia Leonardo. La multitud comienza a dispersarse. Algunas muchachas cantan mientras que el rostro de muchos hombres y mujeres, como ha advertido Nicolás, refleja abatimiento y terror.
El niño de la plaza ve a Leonardo, se acerca corriendo y le da la ramita de olivo.
Leonardo la coge y sonríe.
—Me alegra ver que no lloras.
—Es que era de noche —dice el niño—. Creía que vendrían los demonios y me llevarían. Así que me escondí bajo la manta y recé unas avemarías. Pero ella dice —el chico señala a su hermana— que las avemarías no importan mucho, que si no vienen una noche, vendrán otra. —Ahora se pone a berrear. La niña se acerca y agarra a su hermano del brazo.
—¿Por qué asustas a tu hermano? —le pregunta Leonardo—. Es inocente. Es sólo un niño.
—Da igual —replica la niña—. Robó pasteles del mostrador de una tienda.
—Bueno, seguro que es una infracción perdonable.
—¿Quién sois vos para juzgar qué es perdonable? —Un guardia está escuchando a su espalda. Nicolás se coloca a su lado.
—Sólo está intentando tranquilizar al niño.
—Bien —dice el guardia mirando a Leonardo—. ¿Es verdad eso?
Le pesan años de religión. Fra Alessandro y su vara. Leonardo siente un temerario deseo de poner a prueba el sermón de Nicolás.
—Estoy intentando borrar las visiones de terror innecesariamente infundidas por el fraile en este niño inocente —responde.
Nicolás se sobresalta. El guardia llama a un compañero.
—Decídselo en la cara.