Pide a Sandro un caballo. No obstante, los establos de Médici están lejos. Al final, Sandro vuelve con un maremmano flaco. Leonardo le da las gracias y pasa una hora preocupado por el estado del caballo antes de montarlo y poner dirección a Anchiano a un ritmo que se corresponde con su propio estado indeciso y la debilidad del animal. Pasa la noche bajo un haya por si vuelve a llover. Descubre que dormir a la intemperie le gusta menos que antes. El suelo es más duro, o él es más blando. Su cuerpo se mueve más despacio, pero su cabeza más deprisa. ¿Cuántos años tiene un hombre? ¿Cuántos años buenos? Si él se siente viejo, no quiere ni pensar cómo se sentirá su padre.
Divisa la casa en la colina, dominando el valle, cuadrada y solitaria. Los años regresan; el tiempo regresa. Toma aire, coge las riendas y sigue adelante por un camino que serpentea hasta el patio, dejando atrás la hierba mecida por el viento y los achaparrados olivares donde se ocultan las cigarras y los lagartos pasan fugazmente entre altas frondas de cebada forrajera en busca del sol.
Desmonta en medio del patio y lleva la montura al establo. No se ve ningún otro caballo, sólo un par de cabras en un rincón. Llena el abrevadero de agua y arroja un puñado de cebada seca en el cesto de madera de al lado. Repara en un modelo de molino de agua a medio terminar, olvidado en un estante de un extremo, como un barco en miniatura arrojado a la orilla por el mar tras su naufragio. Suyo, piensa.
La frialdad de la casa se compensa con el olor a cera quemándose. A la derecha, el estudio da al patio delantero y al establo, que queda a la izquierda. Su padre está en cama. El criado dice que ha sido un invierno duro: las cosechas se han congelado en los campos. Absurdo salir hasta después de la Epifanía.
—Has tardado en venir —dice su padre.
Leonardo le coloca una almohada tras la espalda y le ayuda a incorporarse. Está en una cámara de su padre, una habitación en la que rara vez ha entrado. Hay una chimenea más pequeña que la de abajo. En un scrittoio del rincón, se ve un portafolio repujado, una palmatoria, varias plumas y un tintero.
—La última transacción que he hecho ha sido para Guirlandaio. Un contrato —explica su padre, mirándolo fijamente—. Eso no acaba de ser una barba.
—No me gusta llevar barba —replica Leonardo—. Si algún día me la dejo crecer, será por lasitud. —La cara del padre está enterrada bajo una barba desordenada. Lo único que no ha cambiado son sus ojos.
—¿Dónde te alojas?
—Con Sandro. Encima del estudio. En Florencia.
—Ah, el taller de Sandro. Sí.
Cuántas palabras, piensa Leonardo, dice un hombre en su vida. Y cuántas se guarda. Pregunta por Albiera.
—En la ciudad. Estará de vuelta al anochecer. Te quedas, claro.
Leonardo lleva la bolsa a su viejo dormitorio, en el otro lado de la casa. En la mesa junto a la ventana hay un trozo de carboncillo. Lo coge y le da vueltas en los dedos. La cámara parece más pequeña que antes, pero esto cabía esperarlo, pues ahora la contempla desde otra perspectiva.
Su padre se levanta. Albiera regresa y deja caer el cesto al ver a Leonardo.
—Nos hemos hecho viejos —dice ella—. Estás más delgado. —Comen un plato de carne, pan y verduras del huerto de Albiera. Leonardo le recuerda que no come carne. Mientras están sentados, le fastidia pensar en comida. Le gustaría decir que su madre no podía comer y por eso fue a vivir con él. Pero que ni siquiera entonces pudo comer. Luego recuerda que se trata de viejas heridas, y tras una mirada al rostro de Albiera las deja de lado. Su madre está muerta, se dice. Sólo importan los vivos.
Está sentado con su padre en el estudio, junto al fuego. Viejos amigos cubren los estantes, libros que miró pero no leyó. Ahora su griego es perfecto.
—Entonces, ¿qué has hecho? —dice su padre. Es una buena pregunta y Leonardo piensa en ello.
La respuesta correcta es «demasiado pero no suficiente», pero responde:
—Encargos para el duque, un mural, varios retratos.
El padre asiente, y luego añade:
—Pero ¿qué has hecho realmente?
Albiera enciende una lámpara y la coloca entre ambos en la mesa.
—Lo que he hecho siempre —dice. Y mira a su padre—. Buscar respuestas en la oscuridad. —Una mariposa nocturna se posa en la lámpara. Leonardo la observa desplegar las alas.
Se tiende en la cama, y antes de apagar la luz se levanta. Pasa la mano por la pared. Saca la piedra suelta y palpa en la oscuridad hasta tocar madera. La saca. Una tabla llena de arañas que parece un cementerio. Los cuerpos de las mariposas consumidos en parte por los insectos y el tiempo. Sólo quedan intactas unas cuantas. «Papilio Macaone», lee en voz alta. Vuelve a introducir la mano en el hueco de la pared y saca el resto, un rollo de pergamino atado con un cordel. Lo abre y sonríe. Lee su vieja escritura. Con espejo o sin él, para Leonardo es igual. Hay un boceto: un arco iris difuminado, con todas las tonalidades de gris. Al lado había anotado algo usando carboncillo fino. «Las gotas de lluvia son redondas. El color también.» Enrolla el pergamino, lo guarda en la bolsa, apaga la luz y cierra los ojos. Mientras piensa en cosas redondas, traza mentalmente una espiral continua en la oscuridad, hasta que la luz del día se filtra por las grietas de la pared y se asienta en el suelo formando círculos rotos a su alrededor.
Cuando se va, su padre le dice:
—¿Por qué no vives un poco? Toma una esposa, ten un hijo.
Desde la colina, el panorama no cambiará nunca. Se extiende por el valle y el bosque, abarcando el cielo y las montañas. Al este, el Montalbano, cerros lejanos del color del agua y la ceniza. Estoy viviendo, piensa.
—Pensaré en ello —responde. A continuación, su padre le pone un paquete en la mano—. Es algo que quería darte. La otra vez estaba preocupado. Ahora creo que tenías razón. Siempre tenemos miedo cuando no entendemos. Dios está contigo, hijo mío. No te apures por mí. No puedes hacer nada, pienses lo que pienses. Soy viejo, eso es todo.
Leonardo cabalga a la altura de la colina de San Pantaleo. La vieja costumbre le hace volver la cabeza hacia la casa de su madre. De lejos parece estar en ruinas. Desciende hacia el valle. Se para a lavarse la cara y las manos en el arroyo, y abre la bolsa. Está el paquete de su padre y el rollo de viejo pergamino con el dibujo del arco iris. Saca el paquete. Dentro hay envuelto un pequeño escudo redondo, en cuyo centro se ve la imagen sencilla y bien proporcionada de una criatura: parte lagarto, parte perro, parte gallo. Se recuesta en la orilla del arroyo y mira el agua. Su padre no lo quemó. Leonardo menea la cabeza. El tiempo vuelve y muestra el camino que queda por delante. No el fuego, piensa. Por supuesto. El color, la luz. «El arco iris.»
Oye un sonido y da un brinco. Se vuelve esperando ver la figura de una niña con un vestido verde, pero es el borboteo del agua, un pájaro que se agita en una rama. Monta de nuevo con cierta sensación de urgencia. Si el caballo de Sandro puede mantener el paso, estará de vuelta en Florencia a la caída de la noche.
—Las verdaderas posibilidades de trabajar están más allá de las murallas —dice Sandro—. Todavía existen familias dispuestas a pagar por lo que quieren. Los Maquiavelo, los Acciaioli, los viejos nombres. Los Medici se han ido, pero las banderas de la palle no han sido destruidas del todo, sólo están guardadas. Es casi seguro que los Acciaioli os harán algún encargo. En la actualidad, son de los pocos que aún tienen ganas de organizar banquetes y dinero para pagarlos… eso si lográis entablar una pequeña conversación.
—No olvidéis que he estado en Milán —arguye Leonardo—, la ciudad que agudiza el ingenio. Si allí no decís lo apropiado, más vale que os marchéis.
Están viajando en carro al sur, a Montespertoli. Tras pasar dos semanas con Sandro, se alegra de poner cierta distancia entre su viejo amigo y los sermones del fraile, a los que el artista asiste con una devoción antaño reservada para su trabajo. Florencia ha caído en la oscuridad. Se ha apagado la luz. Lorenzo yace en una cripta de mármol, frío e inmóvil.
—Ya que mencionáis viejos nombres —dice Leonardo mirando al frente—. He aquí uno. Lisa Gherardini.
—Gherardini, Lisa. Sí, la conozco. Hace tiempo hubo una boda. A ver si recuerdo. Se casó con Giocondo, Francesco di Zanobi. Nadie me invitó, como es lógico. Pero me da la impresión de que Domenico sí fue.
—¿Ah, sí? —Leonardo no comenta nada. Ha oído el nombre antes. Comerciantes en seda… qué más… Piensa unos instantes en la indumentaria adecuada, balancea la cabeza; mira el lento fluir del riachuelo, el suave contorno gris de los alisos a su derecha, y piensa en los años que han pasado.
Se desvían y toman la Via Volterrana. Se ve a gente podando olivos. Las laderas están salpicadas de árboles grises y hojas delicadas; en los claros hay ramas apiladas, listas para arder cuando anochezca. Se acerca la festividad de la Anunciación. Sandro se apea y regresa con un puñado de aceitunas de la temporada. Leonardo se ríe.
—Si no están rotas y curadas, os costará tragarlas.
Sandro le mira las manos.
—¿Qué es esto?
—Una cámara oscura —contesta Leonardo. La sostiene frente al ojo del artista—. La imagen que pasa por el agujerito es invertida y luego reflejada por un espejo interior en esta pantalla, aquí.
—¿Platón?
—No —responde—, Aristóteles. —Sandro sonríe.
—Creía que el agujero tenía que ser redondo.
—Lo hice cuadrado adrede, para comprobar el resultado.
—¿Y?
—No cambia nada; la luz entra redonda. —Dibuja mentalmente una forma: primero un círculo y luego una espiral. La espiral se convierte en una concha, un primoroso collar de perlas. Deja la cámara y mira el paisaje que va quedando atrás. Un pensamiento adquiere forma. En la naturaleza no hay nada cuadrado. Todo tiene curvas. Se queda con la mirada perdida.
—Si me queréis decir qué estáis pensando —dice Sandro—, me encantaría saberlo. Pero hay algo más que me gustaría saber. ¿Por qué buscáis a la Gioconda?