El granero de trigo de Milán se convierte en hábitat para los robles y las hayas. Los ríos subterráneos que regaban el trigo se han abierto paso hasta la superficie transformándose en borboteantes arroyos que lo llevan al sur. Ha enviado por delante su equipaje en el carruaje de un viajero a cambio de un dibujo, y ahora se desplaza ligero, sin necesidad de carro ni criado, para lo que, en cualquier caso, carece de medios. Ha insistido en darle dinero a Francesco, que sólo cogió la mitad, sugiriéndole que devolviera el resto al duque. A Salai le ha dejado lo que pudo. Duerme en establos o a la intemperie, se para en posadas del camino cuando tiene hambre. Pasa por senderos apartados, cruza campos y ataja por el bosque si está seguro de no perderse. Mantiene los ojos abiertos por si aparecen gendarmes franceses, pero no ve ninguno.
Al sur del río Po, la Lombardía se convierte en Emilia Romaña. Las inmensas llanuras aluviales han hecho el viaje fácil; ahora el terreno se empina. Los Apeninos de la Liguria convierten el paisaje en onduladas colinas llenas de bosques. Leonardo no necesita ver los lobos para saber que están ahí; oye el primero de los aullidos cuando desciende de la cima hacia los árboles, a dos días al sur de Pavía. El lobo está marcando territorio, merodeando por sus límites. Leonardo está impaciente por volver a su casa, pero en cada nueva vista aumenta la tentación de detenerse. Tuerce hacia el oeste, hacia la costa, tanto para evitar la presencia de franceses como para ver el agua. Percibe el mar en el horizonte, lo huele antes de verlo. El horizonte se vuelve claro y despejado, el aire salado. El cielo se esconde tras la siguiente loma cuando los Apeninos descienden bruscamente hacia el mar. Leonardo se sienta en el borde del acantilado, desde donde mira el batir del agua contra la rocosa orilla, observando en las olas y el precipicio los efectos mutuos. Recuerda los bajíos poco profundos de Anchiano. El agua lo ha fascinado toda su vida. Si uno controla el agua, lo controla todo, piensa. Sin embargo, mientras mira esa masa de agua, ese oleaje, esa corriente, se siente pequeño, insignificante. La sensación no le gusta, y se rebulle en el sitio, súbitamente consciente del paso del tiempo.
Se para a hacer noche y luego vuelve tierra adentro y pone rumbo a Bolonia. En el camino, saca la brújula que ha construido con hierro, imanes y madera, y la examina. Guarda las anotaciones y sigue adelante. Rebasa un tipo de carro que no ha visto nunca antes, tirado por un caballo cansado. A quién se le habrá ocurrido, se pregunta. Meneando la cabeza, saca su cuaderno de la bolsa y se detiene para escribir: «En Romaña se utilizan vehículos de cuatro ruedas, de las cuales las dos de delante son pequeñas y las dos más altas van detrás; una disposición muy poco favorable para el movimiento, pues las ruedas delanteras soportan más peso que las traseras, como he mostrado antes…»
Leonardo nota en la cara el darnadello, el viento toscano. Ya se divisa la puerta occidental de Florencia, Porta al Prato, junto a la orilla norte del río que riega el prado. Aprieta el paso.
En la puerta le hacen preguntas: su nombre, que les dice sin pensar, y su ocupación, que tras pensarlo no les dice. Busca trabajo, explica sin más.
—No es que haya aquí mucho trabajo —dice un guardia, que le mira las limpias manos.
Leonardo se desprende de unos cuantos soldi y consigue entrar. Vuelve a poner en su sitio la bolsa del dinero: más ligera de lo que creía. Pasa bajo el gran arco del familiar muro de piedra. La primera vez que lo cruzó fue un día como el presente, con un resto de lluvia en el cielo nublado, el sol apagándose a intervalos. El padre cabalgaba delante; detrás, Leonardo forcejeaba para ver mejor la cúpula del Duomo.
Ahora la ve con claridad. Destellos de ámbar quemado entre un mar de casas y tiendas. Advierte que la mayoría están cerradas. Es una ciudad de clausura. Las calles antes repletas de gente transmiten ahora un aire de comedimiento estudiado. Pasa junto a un grupo de mujeres jóvenes y niños que cantan un lamento. El niño más pequeño está llorando. Leonardo mira al pasar.
—¿Por qué lloras? —le pregunta al niño cuando está a su altura.
—Por sus pecados —responde la niña que sigue detrás. Cuáles serán, se pregunta.
Leonardo se detiene en la Via de’ Macci. La puerta de la vieja bottega está cerrada. Ni martillazos, ni gritos, ni señales de vida. Escudriña por el pequeño panel de vidrio de la pared lateral, imaginando el aspecto de su cara desde el interior. Le viene a la cabeza el recuerdo de Andrea sugiriéndole que hay que volver a revisar una medida sólo dos veces. Mira por la mugrienta abertura y cree distinguir un banco de trabajo, la forma de un viejo busto, un delantal de cuero abandonado en un rincón. Se aleja.
Con tanta prisa por marcharse, apenas ha pensado en la logística. El dinero ganado en su último encargo de la Sala delle Asse llevaba el sello de Sforza. Se lo devolvió. Ni siquiera ha llegado a preocuparse de si le pagarán por el mural del refectorio. Quizá dependerá de las culebrinas que Sforza pueda fabricar con las setenta toneladas de bronce, piensa con amargura. De modo que su bolsa, como tantas veces ha pasado, está prácticamente vacía. Necesita trabajo, un panorama sombrío. Su carta a Sforza era más deseo que realidad. El viejo encargo era un recuerdo que extrajo de un montón de ellos, revueltos y dejados a un lado. Le irrita su falta de previsión. Es capaz de imaginarse un cuadro en un instante, la geometría le resulta más clara que el hecho de que después del día venga la noche. Pero si se le pregunta dónde estará el mes siguiente, no tiene ni idea. ¿Quién pagará por belleza cuando hay pecados por los que preocuparse? Incluso la religión es problemática.
Los pies le han llevado hasta la enorme construcción de piedra del palazzo de los Medici. Los bancos de crédito están vacíos; en las loggias no hay nadie. La conocida entrada al patio y al jardín de atrás se ve cerrada a cal y canto, Lorenzo ya no está. Las perspectivas son poco halagüeñas. Sus pertenencias consisten en una bolsa de efectos personales y un baúl con un manuscrito que nadie quiere leer. Pierde tiempo pensando en una historia distinta: Giuliano está vivo y se encuentra bien; Lorenzo viste de rojo y oro; el cavernícola sale a la superficie y ve los árboles y la belleza y la luz, y dice: «Aquí me quedaré.»
«Los Medici me han creado a la vez que me han destruido.»
Como si lo hubieran escuchado unos oídos invisibles, nota la presión de una mano en el hombro y se vuelve.
El guardia lo mira de cerca y señala el palazzo.
—¿Qué estáis haciendo aquí?
—Ahora nada —responde Leonardo.
—Pues en ese caso os aconsejo que os vayáis. —El guardia baja la vista a la bolsa—. Si tenéis algo que quemar, debéis ir a la Signoria al final del día.
Incapaz de comprender gran cosa, regresa al borgo, donde debe recoger el equipaje. Cuando lo tiene, no sabe qué hacer con él. Piensa en la Via del Montecomune, la última residencia de su padre. Carga todo en un carro y se pone en marcha. Pero una vez allí, se entera de que el contrato de arrendamiento ha vencido. Ser Piero ha vuelto a Anchiano para siempre por motivos de salud. Leonardo encuentra una posada en la calle siguiente y se sienta junto a una chimenea chisporroteante con la duda de si hacer el viaje a Anchiano. Pero ¿qué se encontrará allí? La casa de la colina será más pequeña, ya no estará encendida la luz en la pequeña ventana que lo guiaba en su regreso al final de tantos días de exploración infantil; su padre le preguntará por qué no se queda y abre su propia bottega tal como habían planeado. Acaso tengan una conversación.
Unos rayos de luz atraviesan la ventana e iluminan su desesperación. En algún lugar de la plaza, el familiar sonido de la campana llama a misa. Leonardo deja la chimenea y los recuerdos que trae consigo y vuelve a las calles.
Las iglesias se llenan a la hora de la misa. Santo Spirito, Santa Maria, Santa Croce: la multitud se agolpa en la entrada y entra en tropel. El grupo de niños de antes ha reaparecido en la Piazza della Signoria. Ahora tienen un aire de fiesta, como si fuera un día festivo de la Semana Santa. En cuanto Leonardo llega al centro de la plaza, entiende la razón.
La imagen le asombra hasta tal punto que ha de acercarse más para dar crédito a sus ojos, para asimilarla.
El sol se ha ocultado tras los tejados y los torreones de piedra. Los florentinos están llenando la plaza. Unos llevan en los brazos sacos, bandas de tela; otros, objetos en las manos: estatuillas, candelabros, libros. Frente a la loggia se ha congregado una muchedumbre aún más numerosa. Leonardo se abre paso, reprimiendo un recuerdo lejano de multitudes florentinas, los perseguidores de Pazzi, Riario y Bandini, y la cabeza en la pica. Un sonido de trompeta procedente de la loggia le hace aflojar el paso. Cuando cesa, Leonardo oye el crepitar de madera seca y ve ascender el humo.
En la plaza arden tres hogueras. Unos guardias atizan el fuego con horquillas, mientras otros permanecen a la cabeza de la larga hilera de gente echando combustible. Leonardo se acerca. Alguien le dice que se ponga a la cola. Las llamas escupen chispas y la masa se apiña a un lado. Leonardo se precipita hacia delante.
—¿Qué estáis haciendo? —Estira por instinto el brazo y agarra el libro encuadernado en cuero que el guardia se disponía a tirar y que él mira incrédulo—. ¡Petrarca! ¡Estáis quemando a Petrarca! —Leonardo se fija en las llamas que lamen maderas, telas y pieles. Distingue la forma de un gran marco dorado.
—¡Apartaos! No es a vos a quien corresponde quemar. —El guardia le arrebata el libro de las manos y lo arroja al fuego. Los poemas de las chamuscadas páginas se funden y transforman en amarillo y negro, extinguidos en un abrir y cerrar de ojos. Leonardo da un paso atrás. ¿Qué clase de infierno es ése? Mira la fila de gente. El guardia lo coge del brazo—. ¿Nombre y calle?
—¡Esperad! —Alguien lo agarra del otro brazo y coloca debajo un gran cuadro enmarcado. Una voz le dice al oído—: Dádselo. —Leonardo mira la pintura: es el retrato de una mujer joven; repara en las arrugas, la curva del pecho, la cara melancólica, la belleza. Conoce ese estilo, esa mano firme. Pero tarda demasiado.
—Decidíos, pintor —ordena el guardia, que le coge el cuadro de las manos. La madera arde y chisporrotea. Las llamas remueven el pigmento, lo que origina un arco iris de color. Otra mano se lo lleva. Se vuelve y ve el rostro crispado de Sandro Botticelli. El guardia le grita—: Messer, ¿no se os olvida algo? —Sandro saca unas monedas del cinturón y se las tira—. Pintores arrepentidos —dice el guardia—, sed bienvenidos al reino de los cielos.
Leonardo no sabe qué le causa más conmoción: el cuadro en el fuego o su creador convertido en destructor. Sandro se lo explica.
—Hemos de representar un espectáculo. Además, ése nunca me gustó.
En los extremos de la piazza, saltan pavesas como luciérnagas danzantes.
—Creí que os encontraría en el Tre Rane —dice Leonardo—. Como antes.
—Poco probable. Cerró —responde Sandro, y añade—: Las cosas han cambiado.
Leonardo ya lo ve. El cuadro ha sido devorado por las llamas. Ahora una mujer arroja una capa de piel con ribetes de terciopelo. Asciende en remolinos un humo espeso y marrón que hace toser a la gente que espera.
—¿No teníais nada que ardiera con más facilidad, signora? —chilla uno.
—Habéis estado fuera mucho tiempo —dice Sandro, mirándole atentamente la envejecida cara, las manos nervudas de tanto trabajar en el monumento a Sforza—. Nos abandonasteis.
—Estabais muy ocupados con los encargos de Medici —replica Leonardo.
Sandro lo lleva hacia el río, por viejos caminos conocidos. Una mujer sacude una alfombra frente a un portal abierto. Las campanas del Duomo anuncian misa. Sandro se encoge de hombros.
—Florencia tiene un nuevo amo. Ya no queda ningún Medici. Hay otras cosas que pintar. Cosas más importantes. Domenico está siempre ocupado, desde luego —añade—. Personalmente, y hablando en términos relativos, me he conformado con la pobreza… lo que parece muy adecuado para los tiempos que corren. —Se detienen en la orilla y miran el cielo, que se oscurece—. ¿Sabéis?, he escuchado al fraile Savonarola cada viernes en San Marco desde la Epifanía. Será su voz, supongo. Tiene algo, algo que te retiene ahí, atento, hasta que por fin entiendes. —Leonardo busca en el rostro de su amigo signos del hijo rebelde del curtidor, del terco joven aprendiz, pero no ve nada. De repente se siente viejo.
—Decidme, ¿cómo lo hacen, eso de quemar cuadros, libros…? —pregunta.
—Es más sencillo de lo que imagináis —responde Sandro—. Justo antes de la Pascua quemaron a un hombre acusado de herejía. Si pueden quemar a un hombre, tanto más fácil un libro.
—Sí —replica Leonardo—, hasta que alguien escriba otro.
—¿Qué tal en Milán? ¿Cómo está el duque?
—En manos de los gendarmes franceses, ¿cómo va a estar?
—Dispararon sus cañones toda la noche desde las colinas contra la muralla este. A la mañana siguiente, el Consejo acataba la voluntad de Savonarola, quien, según la mayoría, había salvado la ciudad. A la caída de la tarde, las colinas estaban desalojadas y las hogueras del fraile encendidas.
Leonardo piensa en cuadrigas en llamas, bocetos de alas y la estufa de las cenizas. «Savonarola quema sus libros; yo quemo los míos.»
—Si tengo algún día la oportunidad de conocer a nuestro fraile —anuncia—, aprovecharé para darle las gracias.
Pasan la noche en las estancias sobre la bottega de Sandro. Leonardo se fija en los bancos vacíos, el suelo cubierto de polvo, y ve a Sandro allí de pie mucho tiempo atrás, listo para aplicar otra línea de oro en un tapiz de color. Mira los nuevos estudios en el scrittoio del rincón. Las caras le devuelven la mirada, transidas de dolor. Cuerpos de hombres encadenados a la espera de juicio. El purgatorio se extiende ante ellos: un páramo de roca y azufre. Se dice a sí mismo que el mundo está descompensado. En Milán había poquísima virtud, aquí hay demasiada. Una inundación es tan mala como una sequía. Cuando vuelva a marcharse de Florencia, algo que debe hacer, se llevará a Sandro con él.