Francesco vuelve hacia Leonardo su cara pálida.
—¿Claro? ¿Qué está claro?
Leonardo se inclina hacia delante y pone su mano en el pecho de Francesco.
—Presión —dice.
No sabe qué le pasa a su aprendiz, tiene mala cara. Leonardo mira los diversos proyectos que hay en la mesa. Las cuchillas de las cuadrigas han sido cortadas, pero falta tornearlas y afilarlas. El duque hace representar una obra antes de la Cuaresma. Primero fue El soldado fanfarrón, de Plauto, pero ahora habrá un cambio. Sforza prefiere La comedia de la olla. Diez vestidos y cinco escudos desperdiciados.
—¿Qué haremos con los escudos? —pregunta Salai, decepcionado.
—Puedes quedártelos, para tu colección privada —contesta Leonardo, en cuya mente aparece la súbita imagen de un guerrero sosteniendo un escudo en una cumbre montañosa resplandeciente. Francesco está supervisando la construcción del escenario. Luego está el telón. Hay que subirlo y bajarlo. Necesitan poleas más fuertes, pues la tela es gruesa. Leonardo anota mentalmente que ha de ayudar a Francesco con las poleas. Está también el andamiaje para la Sala delle Asse y los frescos de la Saletta Negra que hay que acabar. Pero primero van a construir las cuadrigas.
Leonardo lo hace todo a un lado menos la presión, la presión del aire. Coge el dibujo del pájaro y sus hojas de anotaciones.
—Por un momento he pensado que ya lo tenía —dice a Francesco—. Pero luego he recordado el aire. —Señala la base del ala del murciélago en el boceto. La estructura no es suficiente—. Necesitamos impulso. El impulso desde abajo requiere un cambio en la presión del aire. Si es la misma en ambos lados, sólo se puede tomar un camino: hacia abajo. La gravedad. El peso. Menos peso significa menos presión, más impulso hacia arriba. La presión del ave contra el aire es la misma que la del aire contra el ave. Hemos de hacer que sea menos, pero precisamos velocidad. Con más velocidad y menos peso, creo que podremos.
Francesco está leyendo las notas de Leonardo. «El pájaro obedece las leyes de las matemáticas: leyes que el hombre puede reproducir aunque no con la misma fuerza… Un objeto presenta tanta resistencia al aire como el aire al objeto. El batir de sus alas contra el aire sostiene un águila pesada en la atmósfera más alta y enrarecida, cerca de la esfera del fuego elemental. El aire en movimiento sobre el mar hincha las velas e impulsa barcos muy cargados. Así pues, un hombre con alas lo bastante grandes y debidamente conectadas podría aprender a superar la resistencia del aire y, tras conseguirlo, ascender por él.»
El rostro del aprendiz refleja un montón de dudas.
—No sé —dice Francesco—. Si queréis saber de veras mi opinión, creo que vais a mataros, y no quiero estar allí para verlo.
—Una bella respuesta —replica Leonardo—, pero no tengo intención alguna de matarme.
—Para ser franco —dice Francesco—, lo que realmente me preocupa no es lo que nos queda por hacer, sino lo que ya hemos hecho. Si matar se ha convertido en el nuevo objetivo de esta bottega, parece que nos estamos luciendo.
Los milaneses tienen el talento de la precisión; Francesco ha ejecutado a la perfección los dibujos de Leonardo. El producto acabado está bajo una cubierta en la estancia de la planta superior. Leonardo pasó esa noche por su lado sin siquiera mirarlo. Ahora Francesco quita la cubierta y ambos lo miran con atención. Parece un arma de tortura, apocalíptica, con cuchillas mortíferas extendiéndose como sables a uno y otro lado.
Francesco se vuelve hacia Leonardo.
—¿Qué estáis haciendo, Leonardo? ¿Qué estamos haciendo? —El aprendiz se agarra las manos—. Sé que es un encargo como cualquier otro, pero también es diferente de cualquier otro. ¿Qué será lo próximo?
Francesco lo está fastidiando. Ya no lo aguanta.
—El pájaro —responde sin más—. Y después tengo otro trabajo. —La idea que tiene Francesco de mañana no es la de Leonardo, que, en algún rincón de su cabeza, alberga un pensamiento confuso sobre regresar a Florencia. No sabe qué lo habrá provocado cuando hay tanto que hacer. En el hospital le esperan tareas laboriosas. Al margen de cómo lo vea Sforza, Leonardo sabe lo que hay que hacer. Las disecciones son la clave para salvar vidas. «Los hombres necesitan salvarse a sí mismos.» A los diez años, Leonardo hizo el juramento y desde entonces ha estado pagando por ello. Jamás en su vida ha retrocedido ante un objetivo. No va a hacerlo ahora.
Francesco menea la cabeza.
—Lo que quiero decir es qué haremos después de esto. ¿Un retablo?
Leonardo nota que le invade una impaciencia rayana en el desespero.
—Francesco, ¿qué estás intentando decirme?
—Hay algo más. —Francesco lo mira de esa forma con que encara las cosas de frente—. El duque es demasiado ambicioso. Tiene deudas. Se dice que usará el bronce de la estatua para pagarlas.
Hay demasiado que hacer. Francesco está perdiendo el tiempo.
—No haré caso de rumores —aclara Leonardo—. Si quieres otros encargos, búscalos. Yo ya tengo las manos ocupadas.
Sforza ha dado su aprobación a la primera cuadriga y ha ordenado la construcción de otras veinte. El duque ha mandado llamar a su mejor médico de la corte, Giovanni Marliani, de la Universidad de Pavía. Con su barba blanca y larga, el médico le recuerda a Leonardo las imágenes de Poseidón en los viejos libros que leía de niño. En vez de tridente, Marliani usa bastón.
—Hace varios meses que quería veros, pero por lo visto sois un hombre ocupado y casi nunca estáis en la corte. Por tanto, quizás es inútil invitaros a Pavía, pues el duque me dice que, al menos de momento, no puede prescindir de vos.
—El duque me da mucho trabajo; y yo también me lo busco —explica—. Pero nada me complacería más que ver lo que está haciéndose en Pavía. Me he enterado de los progresos de Luca Pacioli en álgebra y tengo ganas de conocerlo. Pero siempre falta tiempo. —Piensa en las horas del día y la noche; demasiado pocas.
Marliani asiente.
—He visto vuestros cuadros, los de Florencia, pues soy un hombre viajero, y también las obras más recientes, como el modelo del caballo y el jinete. Son extraordinarias, sin parangón. Pero el duque me dice que estáis asimismo interesado en el estudio de la medicina, y concretamente de la anatomía. Entiendo el interés de un artista en conocer el cuerpo humano, desde luego. ¿De qué otro modo podríais capturar, mediante la escultura, la disposición de los músculos y el movimiento de los miembros?
La observación me dice todo lo que necesito saber para el arte, habría podido decir Leonardo. Lo que me preocupa es lo que no sé. De todos modos, la imagen de él sentado en las escaleras de la catedral con su cuaderno o dedicando cinco horas a cepillar un caballo no parece la más indicada.
—Estudio anatomía sobre todo por razones médicas, no artísticas.
Marliani pide agua a un criado.
—¿Ah, sí? ¿Y en qué sentido son médicas vuestras razones?
—Creo que, para conocer las enfermedades, hemos de conocer el funcionamiento del cuerpo.
—Una idea interesante, que por supuesto ya tenían en el pasado. Galeno llevó a cabo exhaustivos estudios con animales y obtuvo grandes resultados.
—Galeno realizó estudios sobre la anatomía de los cerdos, ciertas especies de monos, pero nunca con seres humanos —dice Leonardo.
—Naturalmente. No estaréis sugiriendo que empecemos a descuartizar personas para saber por qué enferman.
Descuartizar. Se ve a sí mismo frente al cadáver de la mujer embarazada, su última disección. «Como si ambos sólo hubieran compartido conocimiento y todo hubiera ido bien.»
—Si queréis llamarlo descuartizar, entonces supongo que…
—¿Cómo lo llamáis vos, joven?
—Ciencia —sugiere.
En el patio del castillo, Sanseverino está poniendo a sus hombres en fila. Se oyen voces, órdenes. Leonardo imagina la unidad de Sanseverino en el campo de batalla, encabezando una cuadriga. Entonces piensa qué estará haciendo Francesco. No lo ha visto en todo el día.
—El hombre sensato no se expone innecesariamente al peligro —dice Marliani.
Leonardo se vuelve.
—Yo también he leído a Aristóteles. Pero ésta no es la solución a todos los problemas. La disección de cadáveres por el bien de la humanidad es el único camino para avanzar.
—En este caso, perdonad, pero se trata de un camino que no tomaremos ni yo ni ningún otro médico que conozca —dice Marliani—. No soy contrario a la adquisición de conocimiento, pero estáis hablando de algo totalmente distinto.
Ha regresado un viejo amigo. Ve la cara picada de viruelas de su tutor, oye su paso firme en el sendero de grava.
—Estáis hablando de herejía, supongo —dice Leonardo.
—Digámoslo así: el hombre tiene un alma inmortal que se aloja en su cuerpo. Su alma pertenece a Dios. Su cuerpo, messer Leonardo, no os pertenece a vos.
Marliani está en un lado del muro, él en el otro. Infranqueable, piensa. Llega a la conclusión de que mejor buscar otra pared. Pasa por Santa Maria delle Grazie en las vísperas, va del altar al refectorio. La pared es enorme; entiende por qué Sforza quiere un mural. El resultado final quedará tan por encima de los ocupantes de la estancia que hay que manipular la perspectiva, estrechar la mesa, reunir las figuras de los discípulos en torno a la mesa de tal manera que se haga posible lo imposible. Luego está el fondo. El ojo debe ver algo más que hombres. Más allá del muro ha de haber un mundo. En cuanto a los hombres propiamente dichos, hará que hablen. De la bolsa del cinturón saca el boceto del chico en las escaleras de la catedral. Todo hombre tiene una historia que contar. El miedo es una de ellas. Pero mientras mira la pared y visualiza la escena, sabe que eso no es todo. Acuden sombras por uno y otro lado, pero Leonardo no es capaz de ponerles cara. ¿Nombres, entonces? Quizás uno, el peor de los doce, pero aparta la idea, abandona la sala y la iglesia, y regresa a su habitación, donde yace hasta el amanecer, atormentado por imágenes turbulentas de dibujos que ha hecho y de otros que tiene pendientes.
El refectorio se ha convertido en un refugio donde descansar del trepidante ritmo de la bottega. Francesco está trabajando como de costumbre, pero habla poco. Todas las manos martillean acero. Leonardo se levanta pronto y se marcha en silencio, llevando pan consigo. Ahora está concentrado exclusivamente en el encargo del refectorio; no le queda tiempo para nada más, tal como él quiere. Bramante trabaja cerca, y la conversación con el arquitecto comporta instantes de relajación en una tarea que agota sus recursos. Los apóstoles lo miran desde la pared, escuchando información que no quieren oír.
—Antes de ser arquitecto fui pintor. Me parece que ya os lo dije.
Bramante está observando su trabajo con las manos en la cintura.
—Esto carece de importancia para todo el mundo salvo para mí y sin duda algunos mecenas decepcionados. Uno de mis cuadros, si la memoria no me falla, llegó a ser incluso más útil como refuerzo de una estructura. Pero ésa es una historia sin nada que ver con la que os tiene absorbido y a la que, por lo que veo, estáis dedicado en cuerpo y alma.
—Decidme —dice Leonardo, separándose del andamiaje—. ¿Dónde están los franceses? ¿Cuán al norte?
Los franceses están ganando batallas mientras Sforza brama.
—Han dejado Roma atrás, pero hasta ahora los daños han sido limitados. Unos siguen acampados en las fronteras de Florencia, otros ya están en Módena. Tanto el duque como Florencia necesitan a Venecia. Nunca ha habido una razón mejor para unirnos —dice Bramante—. Cuando los franceses avanzan y atacan, nuestras tropas se retiran. Cuando por fin organizamos un ataque, los franceses luchan como fieras.
—¿Y Florencia?
—Hasta la fecha, Florencia no ha sido tomada. Pero el destino de Piero de Medici es incierto. He oído que los seguidores de Fra Savonarola han proclamado la república y le han dicho a Piero que haga el equipaje y se vaya. —Bramante menea la cabeza—. Después de todo lo que han hecho los Medici por la ciudad, no es justo un final así.
—Acaba imponiéndose el que habla más alto —interviene Leonardo—. El fraile es famoso por sus discursos.
Ha bajado al suelo, y Bramante lo está mirando.
—Estáis delgado —dice el arquitecto—. ¿Cómo es eso? ¿Demasiadas bayas?
Leonardo se ríe y no sabe si contarle a Bramante la historia de su plan de adelgazamiento. Piensa que le tomará por loco, como todos. Carnicero, hereje, lunático.
Empieza a pintar al alba. Unas veces pinta todo el día, otras apenas un rato. Y otras observa más que pinta. Un color vibrante ha aflorado en esa superficie que él denomina su cuaderno gigante de yeso. Se ha pasado horas frotando hasta conseguir una superficie suave de enlucido, que ha cubierto con una fina capa de polvo blanco de plomo en vez de pintar directamente sobre el revoque húmedo según el método habitual. Ahora pinta al temple de huevo. La base es experimental, pero se siente temerario.
—Decidme —pide, volviendo la mirada desde Bramante al cuaderno de yeso—, ¿qué veis?
—Bueno, es una pregunta sencilla. El banquete de Pascua, cuando se parte el pan por última vez.
—No basta con eso —exclama Leonardo—. Decidme lo primero que veis al mirarlo.
Bramante da un paso atrás y piensa.
—Jesús en el centro, los discípulos alrededor. Primero se ve al Mesías, después a los otros.
Leonardo sonríe.
—Esto es porque estáis pensando en el tema. Dejad que el ojo se pose en el primer lugar que escoja y olvidaos de la Pascua.
—El punto de fuga —dice el arquitecto, que no aparta la mirada del mural—. Lo primero que veo carece de importancia: las colinas.
—Exacto, eso es —dice Leonardo—. Veis las colinas, en efecto, porque es lo que yo quiero que veáis. El ojo es atraído más allá de la sien derecha del Mesías, hasta el paisaje de detrás.
—Tengo la impresión de que me hacéis ver algo que no es real. Habéis creado espacio donde no lo hay.
—Los cálculos no fueron fáciles —admite Leonardo.
—Entonces estoy mirando una ilusión —replica Bramante.
—Una ilusión de realidad —corrige. Leonardo recuerda sus estrellas falsas en la bóveda celeste, la realidad de la ilusión. Apenas hay diferencia, piensa. Hace un apunte mental: estudios ópticos.
—Pero la historia la cuentan las caras de los apóstoles —señala el arquitecto.
—Así, ¿qué veis ahora cuando miráis la escena?
Leonardo desaparece por el pasillo del refectorio, pero Bramante le grita a su espalda.
—Ya lo tengo. Un momento de verdad, de revelación. —Su voz llena la estancia—. Uno de vosotros me traicionará. Pero decidme, ¿cuándo acabaréis el Judas?
Leonardo vuelve a la bottega y se sienta en su silla preferida junto a la ventana. Piensa en las Sagradas Escrituras: el Evangelio de Judas. El sacrificio de Judas es una vieja herejía. «Tú sacrificarás al hombre que me recubre.» La traición es necesaria. John de Wittenberg, dice para sí, comprendería la ironía. Leonardo da Vinci da al duque de Milán una razón para salvar su alma. Si Francesco está en lo cierto, con sus promesas de bronce el duque ha estado jugando con él como con una marioneta. Ya está harto de conjeturas. Y de dudas. «En la posesión no hay seguridad.» Se acuerda de Beatrice y se levanta, sintiéndose extrañamente débil sólo de pensar que sus cuadrigas están en manos de Sforza. Pasa sin mirar junto a un montón de tafetán y caña, y coge su capa.
Ludovico Sforza, duque de Milán, lleva barba de cinco días. El condotiero está solo en sus aposentos. No se ve señal de mujer alguna, sea esposa o amante.
—Habéis venido antes de que os mandara llamar. Pero sabía que no tardaríais.
—He estado ocupado con el mural.
—¿Y la Saletta? ¿Cuándo estará terminada?
—En un mes, quizás algo más. Estamos al límite de nuestra capacidad —dice, escuchando su propia voz—. Las cuadrigas. —Y luego añade—: En cuanto al bronce, ¿tenéis ya una fecha?
—En estos tiempos difíciles, el transporte es toda una hazaña. Habría sido más fácil por río que por tierra. Pero mientras esperamos, podemos hacer otras cosas. —El duque echa un tronco a la chimenea—. En todo caso, de momento os necesito. Quiero que me acompañéis fuera de la ciudad. Necesito vuestro consejo: un asunto de estrategia.
Sforza remueve el fuego con un atizador y se limpia las manos con un trapo.
—Saldremos al rayar la luz del día.
En las llanuras de Lombardía tienen su hábitat muchas criaturas: el lobo, el oso o la marmota blanquecina. En su suelo fértil crecen el trigo y el maíz. Más arriba, el canto de la cigarra acalla el del cuco. La golondrina da a sus crías néctar de celidonia para curarles la ceguera, y los buitres dan vueltas alrededor de las fuentes termales alpinas.
Debajo de las aves, los grandes ríos lombardos vierten sus aguas en los lagos. El Po, el Olona y el Lambro fluyen por arriba; bajo tierra circulan otras aguas. Son los ríos del pasado, que antaño fueran abastecidos por los terrenos aluviales del país. Hace mucho tiempo, los ríos se replegaban bajo tierra, con lo que sus minerales fertilizaban el suelo. Mirando alrededor, Leonardo se pregunta si algún día la naturaleza dejará de dar o nosotros dejaremos de coger lo que nos da.
El camino que sale de Milán atraviesa altos trigales verdes. Se tarda todo un día en recorrer esa despensa natural. Leonardo cabalga al lado del duque. En la bandera que va delante, el escudo de armas de Sforza se riza en el viento. Es una insignia extraña: un hombre tragado por una serpiente disputa con un águila la corona de la ciudad. Sforza la señala con un gesto.
—Veo que observáis las armas de la casa de Sforza con mucho interés. ¿A cuál de estas criaturas hay que tenerle más miedo, al águila o a la serpiente?
—Depende de si uno es un ratón o un leopardo.
Sforza se ríe.
—Leonardo, de vos espero más que gato y ratón. Vuestras palabras siempre han demostrado ser diez veces más juiciosas que las de los otros, y sé que siempre las pronunciáis sin temor.
Leonardo se nota incómodo en la silla. Hacía meses que no montaba. Piensa en el saúco negro y el sacrificio del caballo de su padre. Arriba, el viento trae mal tiempo: nubes que no puede dibujar sin papel y otras que tiene en la cabeza.
—Detrás de estas colinas hay soldados franceses. —Sforza señala hacia el sur, los puntos azules de los Apeninos—. Creen que van a asustarnos con sus cañones y sus culebrinas. —Clava las espuelas en los flancos del caballo—. Pero serán nuestros.
Siguen caminos trillados por debajo de una cresta.
—Durante los dos últimos días, mis soldados han estado defendiendo sus posiciones —dice Sforza—. Quiero que lo veáis, para que entendáis por vos mismo la importancia de nuestras defensas. —Más allá de la cadena de montañas, la ladera termina en un valle. Leonardo oye un sonido nuevo que viene de lejos. Flotan en el aire perezosos anillos de humo tras los cuales suena el eco de los cañonazos. Se escucha un zumbido constante, como el del sufrimiento de muchas personas encerradas. Ése es el sonido de la batalla, piensa. Baja la vista y comienza a distinguir movimiento. Hay una masa de hombres, caballos y metal, un lienzo retorcido, móvil, que se funde, se separa y vuelve a fundirse en una multitud humana. Ambos miran durante unos momentos en un silencio tenso. Habla Sforza.
—Gendarmes franceses. ¿Entendéis, Leonardo, por qué os necesito? Para los condotieros, la guerra ha sido siempre un acuerdo entre dos hombres, un contrato si preferís. Pero estos ejércitos no saben nada de política; matan y saquean. No hacen prisioneros, los matan brutalmente. —El rostro de Sforza ha perdido su aire bravucón—. No hay rescate, intercambio ni trato. Sólo muerte. Así que ya veis —dice el duque volviéndose hacia Leonardo—, no tengo elección. Necesito cañones; necesito el bronce para fundirlos y necesito al hombre que puede hacerlo. —Sforza se vuelve para dar una orden, echa una mirada a Leonardo y pone la cara contra el viento—. La estatua deberá esperar. Ahora tenemos otro trabajo que hacer.
Sforza se sujeta la espada en el costado y se coloca el yelmo.
—Quedaos aquí. La refriega no es lugar para un pintor, pero recordad, hoy será vuestro día más grande. Cuando los combates se desplacen a Fornovo, como cabe esperar, vuestras cuadrigas y mis cañones pondrán al enemigo de rodillas. ¿Qué mayor monumento que éste? —El duque conduce su caballo colina abajo mientras el fuego de artillería hace temblar la tierra bajo sus pies. Leonardo contempla horrorizado la escena. Al escuchar el chirriante sonido de los arreos, los carros y las duras estocadas de las lanzas, le sube el estómago a la boca. Esto no es morir, piensa, sino matar.
Al percibir el peligro, su caballo se echa atrás. Desde el campo de abajo llega ruido de cascos. Galopa hacia él un caballo sin jinete, los jaeces rotos. El animal, con el paso desequilibrado, serpentea y se inclina. De pronto Leonardo entiende por qué: va arrastrando el cuerpo sin cabeza de un caballero con un pie en el estribo, los brazos extendidos y la pierna retorcida. El caballo acelera, los ojos muy abiertos y blancos, echando espuma por la boca.
Leonardo mira el cadáver aterrado; con un tirón a las riendas hace dar la vuelta a su caballo. Cabalga sin parar hasta llegar al otro lado de la colina. Encuentra un prado tranquilo, desmonta y ata las riendas a la rama de un árbol. Se apoya en el tronco y se deja caer al suelo. Encima, la brisa acaricia unas suaves hojas de fresno. Hunde el rostro entre las manos y se pregunta por qué está aquí, cuando desea hallarse en Florencia. Aparta la imagen de lanzas y espadas, de estocadas y mandobles. El soldado adecuado, decía Sforza. En el campo de batalla no hay ninguno. Si pudiera derramar un río de lágrimas por todos los sufrimientos de los hombres, piensa, aun así no bastaría.
Cae la noche, y con ella llegan unos sonidos familiares a consolarle en la luz tranquila del crepúsculo. Su caballo pace plácidamente junto al árbol, en un espacio de hierba rojiza. Los grillos agitan el follaje a sus pies y un lirón trepa por el árbol de al lado. Se duerme, y despierta más tarde en una oscuridad iluminada por la luz de la luna. Es luna llena, de un plateado pálido. Se pone en pie y bebe el poco vino que lleva en la bolsa de la silla y come dos pequeños higos de un árbol cercano, todavía verdes. A continuación cierra los ojos hasta que amanece, consciente de la brisa del este en la cara y agradecido por la bendita distancia que ha puesto entre él y los demás.
Al alba, se despierta como nuevo. Se levanta y se despereza como si se hubiera quitado un peso de encima. El mundo parece otro, como debe ser. A sus pies, un lagarto disfruta del sol de primera hora de la mañana; aquí y allá, un pájaro se acerca aleteando a su nido.
Leonardo oye cascos de caballos que se acercan. Un grupo de hombres de Sforza, a todas luces enviados en su busca.
—¡Messer Leonardo! El duque pregunta por vos —dice uno; tienen aspecto pálido y débil, las monturas cansadas.
—Decidle al duque que regresaré por mi cuenta. —Limpia el jubón de hojas y se lo pone.
—Pero tenemos órdenes de llevaros. El duque se disgustará.
—Pues que se disguste —suelta. Monta su caballo y pone rumbo a Milán.
Al llegar, encuentra la bottega vacía. Ni rastro de Francesco. Deja la bolsa y se pone a dar vueltas en círculo. Y ahora qué. Vuelve mentalmente sobre sus conversaciones con Sforza. Nombre fuerte, voluntad fuerte. Pero el débil es él. Coge una jarra de agua y se lava la cara; se seca las manos con un trapo, quitándose la suciedad de los últimos días. Cuando niño, su padre le miraba las manos y le decía que eran fuertes. Leonardo las mira ahora, lamentando no poder interpretar en sus palmas algún conocimiento sobre el futuro, alguna señal, alguna pizca de esperanza. Cierra los dedos atrapando aire enrarecido e ilusión, y sus ojos se posan en algo. El alijo de Salai. Trozos de tela, máscaras, restos de plata, escudos desechados de El soldado fanfarrón. Coge uno. Éste lo transporta al estudio de Anchiano. «Pensé que podrías dibujar algo para espantar a nuestros enemigos. ¿Qué te parece?» El padre observa el escudo y ve una quimera: en parte lagarto, en parte perro, en parte un niño de nueve años. Leonardo ve el terror en la cara de su padre. El tiempo regresa, piensa. Da la vuelta al escudo y allí, en el brillo del metal, está su propio terror: los ojos estupefactos, la boca abierta. «Ladrones del alma de otros hombres, destructores de su propia alma.» Un monstruo.
—¿No habéis dormido?
Francesco se encoge de hombros.
—¿Quién duerme?
Leonardo ha vuelto al refectorio y ha trabajado allí casi toda la noche dando los últimos toques al mural. Francesco habla debajo del andamiaje.
—Vuestro Cristo compone una figura solitaria. —Francesco tiene razón; Jesús está rodeado pero solo, el peso de la traición le pesa en las espaldas. A su derecha está Judas, ya terminado, el cuerpo tenso, la mano suspendida en un gesto.
Leonardo se dirige a su aprendiz.
—Perdóname, Francesco. Tenías razón; yo estaba equivocado.
—El bronce —dice Francesco con amargura.
—Peor que el bronce: yo. Tenía que haberlo sabido.
—Leonardo, sois un hombre sin igual, pero un hombre al fin. Los hombres cometen errores.
—Ya no —dice, bajando del andamio—. He estado ciego. Lo sé. Mas he recuperado la visión. —Pone la mano en el hombro de Francesco—. He estado mirando en el lugar equivocado, pero no es demasiado tarde.
Cuando regresan a la bottega, Leonardo guarda sus cuadernos en el fondo del baúl. Una vieja costumbre. Coge las últimas hojas del cajón cerrado de su scrittoio: el dibujo del corazón humano y las anotaciones al margen. Con la pluma añade una línea a toda prisa. «El sitio del alma no está en el corazón sino en el cerebro.» Medita sobre las palabras un momento y luego en su cabeza escribe otra: «óptica». ¿Qué es real, se pregunta, lo que vemos o lo que creemos ver? Aquí reside la clave del conocimiento. Envuelve las hojas en cuero y las ata con una correa. Luego se vuelve hacia Francesco.
—Necesito que me ayudes a hacer el equipaje, pero primero hemos de hacer algo.
Las urnas de terracota de Sforza contienen provisiones de aceite. Leonardo entrega una a Francesco y llena una bolsa con trapos viejos. Acto seguido, se dirige a las hileras de pergaminos cuidadosamente alineados y ordenados. Aparta los detallados dibujos del pájaro y los bocetos a escala de las cuadrigas.
—¿Qué estáis haciendo? —pregunta Francesco, inquieto.
Leonardo, sin responder nada, echa leña en la estufa que todavía arde en un rincón de la bottega. Luego dobla los trozos de pergamino y los introduce con calma. Brotan llamas doradas que devoran el papel en apenas unos instantes. Francesco, sentado, se queda pasmado.
—Esto es sólo el principio —dice Leonardo, que coge la urna.
Abandonan Corte Vecchia, pasan por detrás de la guardia y salen al patio interior del castillo, donde los establos del duque se disponen a lo largo del edificio. Entran en unas dependencias, donde graneros y cobertizos sirven de almacén. Apenas hay luna, pero se aprecia claramente la forma de las cuadrigas bajo la arpillera marrón que las cubre.
Leonardo rompe los trapos en tiras y se las pasa a Francesco, que las empapa con el aceite de la urna. Luego las esparcen entre la madera y el metal de las cuadrigas y vierten el resto del aceite en la arpillera.
—Trae una antorcha —ordena.
El patio está tranquilo. El guardia descansa un rato en ausencia de Sforza. Es el último día de la Feralia: la gente ofrece comida a los muertos con motivo de la festividad de san Pedro. Francesco vuelve con una antorcha encendida. Leonardo la aplica a la tela aceitada aquí y allá, de una cuadriga a otra, hasta que se forma una línea de madera y metal en llamas bajo el cobertizo abierto de piedra. Éste está aislado; Leonardo ha calculado el riesgo de que el fuego se propague: parece mínimo. Al menos las cuadras están lejos, seguras en el otro lado. Coge los planos y las anotaciones de las cuadrigas y los echa a la pira. Ahora sólo le quedan los bocetos preliminares.
Desde el otro extremo del patio se oye al guardia, voces que gritan. Pero el daño ya está hecho. Cuando se marchan por el otro lado del edificio, Leonardo mira hacia atrás y advierte satisfecho que el fuego arde bien. Al final, lo único que quedará como prueba de su locura serán cenizas y metal retorcido.
—Me han dicho que os vais —dice Bramante—. Yo haría lo mismo, pues no hablo francés ni tengo interés en aprenderlo. —Con los ojos fijos en el mural, el arquitecto añade—: Dejemos que se lo lleven como botín. Sólo los locos robarían una pared.
Leonardo ata con cuidado sus pinceles con una tira de cuero. Mañana parte para Florencia.
—Por mí pueden quedárselo —dice—. He terminado con Judas.
—Vais a volver, ¿verdad?
—Esto depende de Florencia —contesta. Coge al arquitecto del hombro y lo abraza.
—Saludos de mi parte a la República —dice Bramante—. Pero tened cuidado; la influencia de Savonarola ha encendido la ciudad como no se había visto antes. Dejáis un caldero caliente por otro.
—Entonces me sentiré como en casa.
Leonardo y Francesco ya han hecho el equipaje. Ésta es la despedida más difícil. Leonardo promete escribir y pide a Francesco que cuide de Salai.
—Cuando veas al duque, dale esto. —Ha escrito a Sforza. Una carta de dimisión en la que se despide con la máxima delicadeza posible, reprimiendo la ira y la amargura… sustituyéndolas por toda la elegancia de la que es capaz. Se ve forzado a volver a Florencia por un viejo encargo que requiere su atención urgente. Agradece el mecenazgo de la casa de Sforza, cuyas necesidades, sin embargo, no puede satisfacer sin poner en peligro las suyas. «Las cuadrigas —escribe— fueron un error mío, y lo he enmendado. He dicho a Francesco que devuelva dinero suficiente para cubrir la mayor parte de lo utilizado y desperdiciado. Al respecto os pido comprensión, y espero que la pérdida de las cuadrigas os cause menos dolor que la del monumento, cuya grandeza debe quedar ahora relegada al pasado, no al futuro.»
—Y pon en orden tu trabajo en curso —dice a su aprendiz, sabiendo que lo hará de todos modos.
Francesco mira los materiales para el pájaro, que permanecen en un rincón de la bottega. Sábanas de seda y montones de cañas de aspecto tan liviano que un poco de viento podría arrastrarlo todo.
—¿Habría volado de veras? —pregunta Francesco, leyendo el pensamiento de Leonardo, que da la espalda al montón y se dispone a irse.
—Volar es una certeza matemática. Como pasa con tantas cosas. Pero antes de entender, has de querer saber. —Se ve a sí mismo en lo alto del campanario de San Gottardo, o planeando por encima del lago, y se pregunta si, incluso volando, alguien lo habría entendido. Pero no tiene sentido lamentarse. Los bocetos de su máquina voladora están en la estufa, reducidos a cenizas, y allí seguirán. Compone una sonrisa ante el abatido rostro del leal aprendiz—. Además, tú decías que era peligroso, ¿verdad?
Francesco asiente, lo agarra del brazo y le da comida para el viaje. Mientras sale del patio a caballo, Leonardo tiene la extraña sensación de ojos abrasándole la espalda, como si en cada ventana de cada habitación hubiera alguien que lo mirara partir.