VI

Están cenando en el refectorio de Santa Maria delle Grazie. Es martes. Sforza come en el refectorio dos veces a la semana. Ahora está sentado a la derecha del prior. Ante ellos hay una gran pared vacía, cubierta de cordel a modo de telaraña gigante.

—El gran Leonardo teje su tela —está diciendo Bramante a la izquierda de Leonardo, que mira la inmensa pared, como hacen todos, entre cucharadas de sopa—. ¿Por dónde empezaréis?

—Por las lunetas —responde.

—¿Y el diseño?

Leonardo se da unos golpecitos en la cabeza.

—Matemáticas —dice—. Cálculos.

—Es una tarea difícil para cualquier hombre —añade el arquitecto—. Más difícil aún debido a la inevitable perspectiva de los comentarios del duque dos veces a la semana. —Bramante alza su copa—. Mi enhorabuena. En cuanto a mí, sospecho que tardaré largos meses, años incluso, en terminar. —Apura la copa con la destreza acostumbrada—. Imaginaos esto: un hombre enfrentado a la posibilidad de una guerra, y con medios limitados para librarla, ordena la construcción de su mausoleo, una construcción que le costará cara en hombres y materiales, o digamos al menos en materiales, pues no he conocido ningún hombre, aparte de vos, claro, dispuesto a pedirle que le pague. Cuando debería obsequiar a sus súbditos con discursos sobre la fuerza y la inmortalidad, los prepara para la muerte, y cuando debería ahorrar, gasta. Ello es motivo de gran preocupación, pues el pago seguramente dependerá de la victoria y sin embargo la naturaleza de la obra señala más la irrevocabilidad de la derrota que la gloria del éxito.

—Estáis dándole demasiada importancia —dice Leonardo—. Un hombre tiene el derecho de anticiparse a la muerte, incluso el deber, pues nadie se libra de ella.

Estas últimas semanas, los pensamientos de Leonardo han estado en Florencia. Le han llegado noticias del bombardeo de la ciudad por cañones franceses. Su padre tendría que estar en Anchiano. Piensa en Sandro, en Domenico, en Lisa inevitablemente: se pregunta dónde estará, qué hará. En su recuerdo, ella es todavía joven, inocente, luce un vestido verde y una sonrisa engañosa. Se dice a sí mismo que no es una imagen real. Ella es mayor. Él es mayor. El tiempo vuelve… pero nunca de la misma forma.

—Siempre tan optimista —dice el arquitecto—. Pero pongamos vuestro optimismo a prueba por un momento. Florencia está amenazada por los franceses tanto como Milán, pero actualmente hay en Florencia algo que da más miedo que los cañones franceses.

—Fra Savonarola —dice Leonardo—. El fraile.

—Sí, el predicador del infierno y la condenación. Ahora sustituye al infierno por los ejércitos franceses diciendo que Dios los ha enviado para castigar a los florentinos por mundanos y libertinos. Aunque reconozco que la conexión de los franceses con las llamas del infierno quizá no sea del todo infundada, vos y yo sabemos dónde radica la fuente del fuego, ¿verdad? —Se vuelve y mira al duque. Sforza está absorto en su discusión con el prior, con quien el regente habla de religión, de retablos, de la mayor gloria. Con Leonardo habla de hombres, de armas, de la guerra. En su interior, Leonardo se pregunta cómo pueden vivir los dos personajes juntos en la misma cabeza. Entonces recuerda la abstinencia de la Cuaresma y la gula de Fra Alessandro. La mayoría de las personas, se dice para sus adentros, tienen dos almas: una para sí mismas y otra para los demás. Pero es demasiado tarde para la filosofía. Sforza ya tiene sus bocetos.

—Y en cuanto a los habitantes de Florencia —le dice a Bramante—, ¿qué me decís?

—A las mujeres se las castiga por su belleza, a los hombres por su buen gusto —contesta el arquitecto—. Si hay realmente un infierno en la tierra, lo ha creado sin duda Savonarola. La mayoría de las mujeres se casan a toda prisa, o bien abandonan la ciudad para siempre. Pues la corte no supone ningún placer para ninguno de los dos sexos y las oportunidades comerciales y sociales están disminuyendo cada día que pasa. Nadie se atreve a comprar seda ni piel, oro ni plata. Escasean las fiestas y los banquetes de boda como el último del que he tenido noticia, que duró un miserable día, pues ante cualquier exhibición de riqueza aparece la patrulla a vuestra puerta. Sólo nos queda preguntarnos qué será peor: la llegada del rey de Francia o la ley del Reino de Savonarola.

La vela parpadea en la mesa. Tras haber encontrado el modo de entrar, una mariposa nocturna revolotea ante la llama. Leonardo la coge con los dedos.

—Una mariposa esfinge colibrí —anuncia, sujetando las alas con cuidado.

—Augurio de muerte —dice Bramante—. Dejadla ir.

Leonardo se ríe y abre los dedos.

—La superstición es indicio de sabiduría débil —replica—. De cambio, si queréis, pero no de muerte. Esta boda de la que habláis… ¿Se dijo algún nombre?

—Creo que era uno de los Giocondi —contesta el arquitecto—, pero no sé el nombre de la novia, aparte del hecho de que era la virgen más vieja de la ciudad. Esto por sí solo ya sería una explicación para un matrimonio apresurado.

La bottega se ha convertido en un almacén. Junto a los materiales que ha pedido para el ave —que aún siguen esperando— está lo último recibido: madera, acero, cuero. Como de costumbre, Francesco es el primero en descargar y comprobar. Esta vez no hay preguntas. Y Leonardo no da explicaciones.

Leonardo se olvida del pájaro y se centra en otra cosa. Antes buscaba tiempo, ahora el tiempo se ha dado la vuelta y está devorándolo. Oye los martillazos del taller colindante y se tapa los oídos con las manos. Han comenzado a trabajar en las cuadrigas. A toda marcha. Todas las manos disponibles. El ruido de los clavos en la madera y de los golpes en el metal. Pum, pum, pum. Sale y vaga por la bottega. Esto es inconcebible, le dice a Francesco. Un hombre no puede calcular un ángulo sin un cuadrante. Ha levantado la voz. Coge su capa y se va a Santa Maria delle Grazie, donde la telaraña gigante.

Bramante está subido en una viga de madera, en el ábside. La capilla rebosa de obreros. Leonardo esquiva hombres y trozos de madera y entra en el refectorio, donde afortunadamente sólo hay un monje que limpia las mesas. Se sienta en uno de los bancos y mira, a través de la telaraña de cuerdas, el ligero contorno que va tomando forma: doce figuras oscuras aguardan a nacer en su lienzo de yeso sobre el enlucido de la pared. Detrás, unas ventanas dejan ver un paisaje lejano.

Leonardo observa al monje recoger platos sucios. Durante toda su vida ha pintado sobre religión. Y ahora no tiene más fe que cuando hizo por primera vez el esbozo de un ángel. Ha cortado piel, ha serrado huesos, ha seguido un nervio hasta el cerebro. Pero eso no basta. Debe mirar más allá de lo que puede ver e imaginar lo que no puede. Enrolla sus anotaciones y las guarda en la bolsa del cinturón. La Última Cena le hace recordar otra: Caterina llegando del viento y la intemperie. Una comida en la que cada uno se sienta, mira su plato y habla sin decir nada.

El monje estira la mano sobre la mesa para cogerle la copa. Leonardo le agarra el brazo.

—Decidme —pregunta—, la fiesta de la Pascua, ¿qué significa para vos?

El monje piensa en ello.

—Sacrificio —responde, y luego añade—: Memoria, quizá. Traición, desde luego.

—Gracias.

Leonardo deambula por las calles de la ciudad y se detiene en las escaleras de la catedral, donde se queda mirando a los que entran y salen. Pasa por su lado un desfile de caras, algunas deterioradas y deformadas por la edad y la vida. Otras, jóvenes y lozanas, llenas de esperanza. Observa a un grupo de hombres hablando en la plaza y espera una expresión fugaz, un momento de ira. Cuando lo ve, lo dibuja, lo traslada al papel. Busca el gesto: en una mano, en un cuello al girarse. Ve a varias personas sentadas frente a sus casas y tiendas, y capta cómo se sientan, cómo sus cuerpos traicionan sus pensamientos; y lo traslada al papel. Mientras dibuja, un chico llega hasta él corriendo y dice:

—Messer, ¿me dibujaréis también a mí? —Leonardo lo complace; coge una hoja pequeña y mira al muchacho con ojo crítico.

—¿Qué parte estáis dibujando ahora? —pregunta.

—Los ojos —contesta Leonardo. Entonces el chico lo mira fijamente—. No —le dice—, no me mires. —Se vuelve para buscar un punto de referencia—. ¿Ves la cara de esa gárgola, en el parapeto de la catedral?

—Sí —responde el chico.

—Bien. Pues mira hacia allí. —La expresión del muchacho pasa a ser de asco y horror. Leonardo termina el boceto enseguida y luego hace otro para él. Entrega al muchacho el trocito de pergamino—. Aquí tienes —agrega. El chico lo mira sorprendido.

—¿Estaba de veras tan asustado?

Satisfecho, Leonardo regresa a Corte Vecchia. Al llegar ve a Filippo, el mozo de cuadra, hablando agitado con Francesco. Hay un problema.

—Messer Leonardo —dice Filippo—. Creo que deberíais acompañarme.

La búsqueda de las hierbas para Caterina ha agotado las últimas fuerzas de la yegua de su padre. Ha pasado largas semanas de descanso en el establo pero no está mejor. Tiene la respiración ronca, entrecortada.

—¿Qué queréis que haga con ella? —pregunta Filippo.

Leonardo le pasa la mano por el lomo y le mira los ojos. Tiene las pupilas dilatadas, se aprecian destellos blancos en torno a la retina.

—Llévala al matadero —dice. Da media vuelta y se marcha lejos. Tras cerrar la puerta del establo, nota el viento en la tierra, que forma remolinos de polvo y transporta hojas y ramitas en su corriente invisible. Filippo se ofrece a llevarlo de vuelta en su caballo. No hace falta, contesta Leonardo. Volverá a pie. Regresa cuando el día toca a su fin. Francesco está ahí como siempre, con una pregunta a punto, pero la figura del aprendiz es borrosa, así que no le hace caso. Se encierra en su habitación y aprovecha el resto de luz diurna para estudiar griego. Las palabras le dejan la cabeza exhausta y ya no es capaz de pensar. Entonces cierra los ojos y se duerme.

Hay gente a su alrededor; a algunos los conoce, a otros no. Se abre paso entre el laberinto de caras y sale a un prado bordeado de espesos bosques. Al principio hay silencio. Soledad. Oye el viento en las ramas de los árboles y huele el romero silvestre que transporta. En el cielo, las golondrinas bajan en picado y ascienden, las alas como seda extendida. Desde el bosque de un lado del prado llega un estruendo de cascos, luego ramas que se quiebran. Aparece un caballo sin jinete, galopando frenético en medio del campo. Al verlo, el caballo acelera. A los costados lleva correas de cuero y ejes de madera que tiran de una cuadriga con ruedas. En ambos lados, giran cuchillas monstruosas. Cuando el caballo pasa por su lado zigzagueando, con la respiración irregular y entrecortada, Leonardo estira la mano para agarrar los arreos, pero en vano. Se mira las manos. Están cubiertas de sangre y de finos cortes, como las arrugas de la cara de un viejo, o las de los niños en torno a los ojos cuando ríen.

Abre los ojos de golpe. Se siente acorralado entre los muros de la habitación y quiere salir. Se pone una túnica sobre la camisa y sale al tranquilo patio. Al lado de la torre de la iglesia está el campanario de San Gottardo. El patrón de los enfermos de gota, piensa. Se acuerda de Andrea; nadie era capaz de sufrir como Andrea… aunque debe admitir que él está haciendo todo lo posible. Sube las escaleras hasta el salón superior de Corte Vecchia. Desde la galería trepa fácilmente al tejado. Tras él queda la torre. Delante hay una caída recta de unos veinte braccia. Sopla un viento vigoroso; levanta la mano para comprobar la fuerza del aire y baja la vista. Inclina el cuerpo en el viento y nota la presión del aire bajo el pecho. Si se lanzase hacia delante, caería como una piedra y se estrellaría en el pavimento de abajo con gran fuerza y todo su peso. Pese a las alas de su pájaro y a haber alcanzado su peso ideal, el resultado más probable serían heridas graves o incluso la muerte.

El frío viento le da en la cara. Leonardo alza la vista. Las estrellas de la noche, engañosamente accesibles, llenan el cuenco de los cielos. Dentro de sí mismo hay espacio vacío. Cierra los ojos, anestesiado por la desesperación y la soledad. Si saltara ahora, con alas o sin ellas, ¿no sería todo más sencillo?

Al mover el pie desplaza un trozo de mampostería rota que cae con estrépito por el lado de la torre. Se lleva una mano a la cabeza, reprendiéndose por su estupidez. «Una piedra hay que lanzarla.» Amarrado a su pájaro, para tener alguna posibilidad debería coger carrera. Hace falta velocidad. No basta con la presión. Para ir hacia arriba es preciso ir hacia delante. Un ave bate las alas para frenar la caída; Leonardo ha de encontrar otro método. Mira el patio de abajo a través de la oscuridad y da un paso atrás. Antes de construir debe revisar sus cálculos.