V

Leonardo da el dinero a Francesco sin contarlo.

—Salda las deudas —le dice—. Asegúrate de pagar tú mismo; compra lo que necesitemos. —Cuando regresa a su habitáculo en el hospital, observa que Bonafù no puede perder tiempo con él.

—Cuatro niños ingresados en una noche —dice el guardián—. Según algunos, es fiebre miliar que ha venido en barco. Pero yo he oído al médico del hospital. Así que, dottore, puedo deciros que es gripe. —Aun conservando el ánimo, Bonafù menea la cabeza—. Los padres están vivos. ¿Qué queréis que les diga? ¿Qué los he enviado al matadero?

Leonardo abandona el hospital, cansado como nunca lo ha estado antes. Tiene nublada la mente; piensa en los cálculos de Sforza. Francos o napolitanos. El otro cálculo es generoso. Cuando vuelve a la bottega, Francesco le enseña el tarro del dinero.

—He guardado el cambio aquí —dice.

—¿Y las cuentas?

—Todas saldadas —responde Francesco, satisfecho.

Leonardo muestra su acuerdo con un entusiasmo que no siente.

La estructura de su ave está tomando forma en el papel. Llegan los materiales. Una vez que Francesco los ha descargado del carro, Leonardo ya está preparado para dar respuestas. «¿Qué vamos a hacer con todo este tafetán? ¿Para qué necesitamos el mimbre? El cuero siempre es de utilidad, claro, pero…»

Leonardo hace sentar a Francesco y le enseña el plano. En los ojos del aprendiz se refleja la sorpresa.

—¿Qué vais a hacer? —pregunta, preocupado—. ¿Saltar desde el tejado?

—Más o menos. —Mientras Francesco se persigna, Leonardo piensa en su padre—. No te preocupes. Sé lo que hago. —Francesco no está nada convencido, pero esto es normal. Con la convicción de un hombre basta. Salen al patio y Leonardo alza la vista al tejado—. Al principio pensé en eso —señala el campanario de San Gottardo—. Si me tirase desde ahí, nadie me vería. Pero luego descubrí el lago. Es más seguro caer en agua que en tierra.

—Sí, es más seguro ahogarse que estrellarse en el suelo —añade Francesco—. Pero pongamos que funciona; ¿qué pasa luego?

—¿Qué quieres decir?

—Si esto vuela, ¿para qué lo usaréis?

Las limitaciones de los demás hacen reír a Leonardo para sus adentros.

—Dime —dice, pasando el brazo por el hombro de Francesco—, ¿por qué se inventaron los barcos?

Bramante, el arquitecto, viene a verlo.

—El regente os tiene ocupado. Pronto tendrá ocupada a toda Italia. Esperemos que los ejércitos franceses lleguen pronto a Nápoles. Veinticinco mil hombres dirigiéndose al sur, muchos de ellos soldados suizos con culebrinas y bombardas. Sólo con ver su artillería, o así dicen, se bate en retirada el más feroz condotiero. Sforza dedica la mitad del día a pasar revista a sus hombres y la otra mitad a analizar cada actuación y cada movimiento del rey de Francia; eso cuando no está en la cama con Lucrezia Crivelli.

—¿Mercenarios suizos? —pregunta Leonardo.

—No hay cruzados mejores. Ni soldados más contentos de recoger los frutos de su trabajo y volver rápidamente a sus valles a disfrutarlos. Lo que me lleva al tema del trabajo. He oído decir que Sforza pronto requerirá de vuestras destrezas un mural en el refectorio de Santa Maria delle Grazie. Como yo estoy trabajando en el ábside, ¿seríais tan amable de dejarme ver cómo dibujáis? Mirad, hubo un tiempo en que yo lo hacía bastante bien, hasta que descubrí los edificios.

Leonardo está escuchando a Bramante pero observa a Caterina, que, con cara pálida y paso inseguro, se queja de que tiene calor. Él piensa en los cuerpos de los niños puestos en fila en el cuarto trasero de Bonafù. De pronto se vuelve hacia el arquitecto.

—Perdonadme, ¿podéis ir a buscar a un médico? Creo que tiene la gripe.

El médico llega enseguida. Ser el ingeniero de Sforza tiene ciertas ventajas. Caterina tan pronto está abrasada como tiritando, tiene el pulso irregular y la respiración agitada.

—¿Qué podéis hacer por ella? —dice Leonardo—. Las sangrías la debilitarán.

—¿Qué ha comido? —pregunta el médico, mirando detenidamente la cara de Caterina—. El equilibrio de sus humores está mal. Sin sangría no es posible corregirlo.

Leonardo piensa en las arterias y venas que rodean el corazón, y en el flujo de sangre que parte desde allí hacia el resto del cuerpo.

—No —responde, y luego piensa en los pulmones de ella. Se acerca a su madre. Está como la última vez, entrando y saliendo del sueño. Sólo ha empeorado la respiración, que ahora consiste en jadeos: un traqueteo ronco, desesperado—. Escuchad —dice, volviéndose hacia el médico—. Está ahogándose. —Le toma el pulso—. Perineumonía.

La mirada del médico pasa de la pálida cara de Caterina a la de Leonardo.

—Muy bien. Trasladémosla al hospital.

Leonardo piensa en la habitación con la ventana mugrienta, la mesa y la estufa apagada.

—No —dice al médico—. Pero gracias por vuestro tiempo.

El médico le deja pulmonaria, pero Leonardo da a su madre saúco. Es su última mata de la hierba en floración. Maldice su falta de previsión, mas no sabe si coger la yegua y salir por más. Pero ya está acabándose el día. Abre la puerta, ventila la estancia y quema madera de cedro. Prepara la tintura y tapa a su madre con todas las mantas que encuentra, a la espera de que el sudor haga el resto. Luego se sienta y aguarda, pensando en las causas de la enfermedad y repasando lo que sabe y lo que no. Hay remedios, más o menos eficaces, pero lo que le preocupa es la causa. Francesco acude a relevarlo e intenta hacerlo descansar, mientras Caterina sigue ahogándose. Leonardo la sienta y le da de beber. Cuando la recuesta de nuevo, se le ocurre que ella se está deslizando como una hoja en un riachuelo, y que no hay nada en el mundo que él pueda hacer.

Al amanecer, Leonardo le dice a Francesco que sale a caballo a buscar saúco.

—El negro. Antes ha tenido efecto —dice—. Y volverá a tenerlo. —El arbusto crece cerca de los ríos, en la sombra—. Sé dónde encontrarlo; estaré de vuelta antes del mediodía.

Prefiere la yegua de su padre al caballo negro de Sforza. La yegua ha aumentado de peso gracias a unos meses de descanso. Leonardo sabe que con ella no habrá problemas. Además, desde el pago del retrato de Crivelli tiene cierta aversión a los favores. Se dirige al sur, al río Po, cavilando sobre lo bueno que sería llevar el río a la ciudad. Piensa en Caterina y apremia a la yegua. En el primer sitio donde mira no hay saúco. Recuerda que la variedad negra necesita tierra húmeda. Irá al borde del bosque, donde los pájaros pueden verlo y el suelo es fértil. La suerte está de su parte. Encuentra abundantes ramas de saúco negro con fruto y tallos leñosos. El arbusto es pequeño, pero está cargado. Corta lo que puede llevarse y lo guarda en la bolsa de la silla. Monta la yegua, que corre sin aminorar la marcha, notando su urgencia.

El ángulo del sol le indica el tiempo transcurrido. Al entrar en la ciudad, percibe el olor a comida de las cocinas. Imagina a Caterina bien y de pie, inclinada sobre la lumbre. «Si se trata de otro de tus bichos voladores, no quiero verlo en la cena.»

Francesco está esperándolo en la puerta.

—¿Cómo está? —pregunta, tirando la bolsa al suelo.

—Lo siento —responde Francesco. Tras él, la habitación está a oscuras y huele a cedro—. Habéis tardado demasiado.

El invierno milanés ha tocado a su fin. Más allá de las paredes de Corte Vecchia, más allá de los muros de la ciudad, los ríos crecidos por la nieve de los Apeninos irrumpen en los lagos. Los líquenes sustituirán al hielo. Florecerán prímulas entre las rocas. Subirá el nivel de las aguas subterráneas. Carrizos nuevos empujarán para ocupar el lugar de los viejos. Volverán a agitarse un sinfín de criaturas. Habrá renovación en todas partes menos aquí, en esta silla. Leonardo se mira las manos doloridas. Se las pasa por la cara huesuda y la barba áspera. Desde la escultura, le fastidia un dolor en la mano derecha, pero como escribe con la izquierda, esto no le impide trabajar. Se pregunta cuánto tiempo falta para que la izquierda siga los pasos de la derecha, cuánto tiempo para que el cuerpo se dé por vencido. Cuando pase esto, ¿qué importancia tendrá? Y si paro ahora, piensa, ¿qué sucederá?… ¿Viviré más? ¿Cuánto es más? ¿Más de qué?

Hace la anotación en su diario: «Caterina murió este día. Arreglos para el entierro», y enumera los detalles y los costes junto a las palabras, en hileras ordenadas, de derecha a izquierda. Se frota la cara con las manos y reprime la emoción. La habitación lo asfixia. Leonardo necesita respuestas. Deja la pluma.

Sobre Vigevano, el cielo es una masa de nubes en capas acariciadas por el viento. Leonardo sale al patio y apuesta consigo mismo sobre dónde estará Sforza. Ala este, ala oeste. Un guardia lo manda a los aposentos personales. La habitación de los mapas. Solicita audiencia y se le concede al instante.

—Leonardo, me alegro de veros. Galeazzo y yo estamos hablando de estrategia. No podíais haber elegido mejor momento.

Dice que le complace oír eso. Pero tiene un problema que le gustaría tratar en privado si fuera posible. Los dos salen de la habitación.

—La última vez que hablamos —comienza Leonardo—, me dijisteis que podía pedir lo que quisiera. Bien, pues a esto he venido si aún estáis dispuesto a ayudar.

—Decidme qué os hace falta.

—Tiempo —contesta—. Más aprendices, más fondos, más libertad.

—Concedido —dice Sforza sin vacilar—. Ahora decidme qué tenéis en mente. ¿Una culebrina para poder competir con los franceses? Sí. Eso es lo que necesitamos.

—No, me habéis entendido mal —dice—. Han de aumentar las horas que paso en el hospital. Allí hay trabajo que hacer. —Debe explicarse. Hace falta paciencia. Le dice a Sforza que cada enfermedad tiene una causa. Existe la disección para la anatomía y la disección para la enfermedad. Sólo conociendo las causas de la enfermedad una vez que se ha producido, es posible el tratamiento. Ha de haber cooperación: una cadena de conocimientos, desde la observación de los síntomas a la observación de las causas. Post mortem. Un hombre no basta.

Sforza se pone tenso.

—Muy bien. Tenéis el tiempo y la libertad para investigar. Empezad con el médico de la corte. Pero también a mí me interesa el tiempo. Venid. —Regresan a las cámaras donde Galeazzo, comandante de los ejércitos milaneses, está trazando líneas en unos mapas—. No sois el único con necesidad de previsión. Hace falta protegerse, incluso entre amigos. Treinta mil franceses en suelo italiano —dice, señalando el mapa—. Los hice venir porque los necesitaba. Pero hay un lugar donde no los necesito: Milán. Como decía antes, lo que quiero de vos, Leonardo —añade cogiéndolo por los hombros con ambas manos—, es un poco de magia.

Leonardo entierra a Caterina. Termina el modelo del caballo y su jinete: el padre de Sforza. Concluye los preparativos para la boda. Trabaja con el ritmo de una máquina. Sforza se queda clavado en el sitio mientras contempla el modelo. Los pies del caballo arremeten, impulsados por el poder del músculo. El ojo mira hacia abajo, petrificado y audaz desde una gran cabeza, donde un viento ausente levanta las crines. Montado en él, con el brazo echado hacia atrás y la mirada fija en el objetivo, la intrépida figura de Sforza blande una lanza.

—Asombroso —dice Sforza— el cuerpo del caballo, pero hay más. —Pasa la mano por el músculo del hombro.

—Su espíritu —añade Francesco; el aprendiz está quitando arcilla de las encimeras y limpiando herramientas; sabe que Leonardo no soporta la suciedad.

La fundición está preparada: el foso que albergará el bronce. En el hoyo, de varios braccia de profundidad, hay un horno revestido de ladrillos. Ahí se fundirá el bronce. Los moldes para la estatua entera ya están a punto y ocupan casi todo el espacio de la bottega. Ahora debe esperar que Sforza pague el bronce. Un mes, tal vez dos, ha dicho. Se precisa paciencia. Leonardo vuelve a su estudio y cierra la puerta sintiéndose de todo menos paciente.

Se sienta frente al escritorio y mira el baúl que contiene sus cuadernos. Todavía no, piensa. Se centra en la tarea encomendada: el campo de batalla de Sforza. Su cabeza deambula desde el caballo del regente hasta el caballo de madera de la batalla de Troya: una estructura que podría salvar vidas. Al igual que un escudo, un artefacto así podría avanzar sobre el enemigo, conduciendo la infantería al combate y poniendo en fuga a los soldados por delante. Un «caballo troyano» ocultaría los cañones, pero su función principal —la de la sorpresa— bastaría para procurar la ventaja requerida.

Al alba ha ideado una máquina blindada capaz de desplazarse por tierra. El armatoste estaría protegido por una cubierta cónica, con una torreta de vigilancia y cañones alrededor de una plataforma circular. Pasa horas enfrascado en diversas técnicas para mover el artilugio. Si aloja a varios hombres en el interior de la estructura, un sistema de manivelas y ruedas dentadas puede proporcionar el mecanismo de desplazamiento. Escribe al respecto:

«Los vehículos blindados, seguros e invulnerables, atravesarán la formación cerrada del enemigo con su artillería, y ningún batallón de soldados será tan grande que resulte imposible penetrarlo. Y detrás, los soldados de infantería serán capaces de marchar, totalmente ilesos y sin oposición.»

En cuanto ha trasladado las ideas al papel, imagina la escena. Soldados a caballo asustados y huyendo ante lo que ven; cañones proporcionando cobertura desde todos los ángulos, suficiente para disuadir a la infantería. Prevención, protección. Si la guerra es una enfermedad humana, la única forma de hacerle frente es usando una fuerza disuasoria.

—¿Una fuerza disuasoria? —Sforza examina los planos y asiente. Luego se pone a andar por la bottega, mirando las hileras de libros y pergaminos—. Ingenioso, realmente genial. —Sonríe—. Leonardo, sois un hombre de talento excepcional. Pero tened presente que mientras vos vivís de vuestro arte, yo vivo de mi espada. ¿Entendéis?

—Entiendo que los hombres hayan de luchar, pero yo no apruebo la guerra —responde.

Sforza asiente.

—No sois militar. Lo sé. Pero enfoquemos las cosas de otro modo: en el campo de batalla, la muerte de un hombre equivale a la vida de otro, ¿no?

—Podéis plantearlo así, pero…

—Entonces, ¿no se trata simplemente de salvar al soldado adecuado?

—Quizá, pero ¿cuál es el soldado adecuado? —Ha hablado demasiado. El rostro de Sforza se ensombrece.

—El soldado adecuado, Leonardo, es el que os permite hacer las cosas que queréis: vivir, comer, pintar, esculpir y cortar cadáveres en trozos.

Leonardo tiene la boca seca. «Las cosas que quiero.» Le vienen a la cabeza Fra Alessandro, su padre, Lorenzo. Incluso Andrea. Ahora Sforza. Tempus Revenio: el tiempo vuelve, pero el futuro está siempre fuera de nuestro alcance. Se pregunta qué hace falta para que las personas entiendan. Se lo dice una voz: nunca entenderán. Está perdiendo el tiempo. Ha llegado hasta la superficie del mundo desconocido y ha visto la luz; cuando ha regresado a la cueva, nadie ha querido saber.

Sforza oye su silencio y recoge los dibujos.

—Es un buen trabajo, pero necesito más de vos. Olvidaos del caballo troyano y tened en cuenta esto: la mayor sorpresa que espera a un hombre es la muerte. Vos deberíais saberlo mejor que nadie. Y es justo, si es a cambio de libertad. Hay hombres que no dan su vida en el campo de batalla por menos que eso. —Hace un gesto hacia el patio, donde el modelo de la estatua espera—. Si no —dice Sforza—, usaré el bronce para otra cosa.

Bien mezclada, la pólvora serpentina puede causar grandes estragos. Bien colocada, puede hacer añicos el metal y arrancarle a un hombre los brazos, puede sacarle el corazón del pecho y hacerle en el cráneo un agujero mayor que una nuez. Leonardo saca su carbón del sauce. Si sólo quiere humo, necesita más azufre y menos salitre. Pero la destrucción requiere una proporción distinta.

Del humo de la batalla surge un vencedor. Unas veces, cuando evalúa las posibilidades, es Sforza. Otras, el humo se despeja y Leonardo está solo en la cumbre del Montalbano, y todas las rotaciones de los planetas, la luna menguante y el sol que se oculta tras el horizonte cuentan otra historia. Tú eres un hombre, dicen. ¿Qué huella vas a dejar en todo esto?

Pasa las manos por la mezcla que sólo necesita una chispa y se sienta a dibujar. Pero sólo se le ocurre el descenso en picado de una golondrina o un día de principios de primavera, cuando la naturaleza hace brotar vida nueva. Toca las ondas de los arroyos, capta la perspectiva de montañas lejanas, ve la forma del viento en las arboledas y el destello de las hojas de aliso en el sol.

Hace retroceder las imágenes en su mente y va hacia delante. La naturaleza… las leyes de la naturaleza: movimiento, fuerza, peso y percusión. Las leyes del movimiento físico, para el hombre y la máquina. Cada uno regido por la misma fuerza; la misma energía da vida a ambos. ¿Por qué no muerte? El agua puede fluir como un arroyo igual que puede anegar un cultivo. Dibuja una cuchilla, luego una guadaña. Los engranajes la harán girar. La transmisión desde la rueda al engranaje y a la cuchilla. Pero necesita potencia: la fuerza de muchos hombres. La fuerza de caballos. Dibuja una cuadriga. Las cuchillas giran en ruedas con pinchos. Sigue dibujando. Cuando termina, tiene la frente húmeda de sudor.

Tiradas por caballos, las cuadrigas brillan sobre el campo y el calor, las hojas de las ruedas girando como cuchillos gigantes. Mientras dibuja, presta especial atención a los caballos. Con los ojos muy abiertos, sus cascos arremeten aterrados mientras hacen uso del arma. Como Hermes con sus sandalias aladas, hollan el camino de la destrucción. Incapaces de huir de la matanza, la llevan a cuestas, y cuando pasan, las puertas del averno se abren y retiran todos los obstáculos, pues ellos son los mensajeros de la muerte.

En la bandera de Sforza aparece una serpiente coronada que devora a un hombre. En un escenario levantado en el centro del patio, están listos los músicos. Sforza, el emperador Maximiliano y su nueva esposa, la sobrina de Sforza, han tomado asiento bajo una pérgola cubierta de plantas con flores y estandartes con los retratos de la pareja, y decorada con laurel, palmas y rosas. Unas doncellas que representan las siete virtudes esparcen pétalos a sus pies. En sábanas blancas hinchadas brillan luces que hacen correr las sombras como fantasmas por el pavimento de piedra. En el centro del escenario, la estatua está oculta bajo una enorme cubierta. Francesco acciona el engranaje que la levanta. Leonardo está de pie ante un mar de personas: palmaditas en la espalda y palabras de elogio al oído.

Desde el fondo del gentío, Donato Bramante se le acerca con expresión adusta abriéndose camino entre la concurrencia.

—¿Qué pasa? —pregunta Leonardo.

—Por lo visto, el nuevo duque deberá cambiar la túnica por la armadura —dice Bramante, agarrándolo del brazo y apartándolo de la multitud—. El rey de Francia ha tomado Nápoles. Esto no es ninguna noticia. Lo importante es que sus ejércitos han puesto rumbo al norte.

—¿Cuánto tiempo falta?

—¿Para que llegue a Milán? Semanas, seguramente no muchas. Pero me parece que se retrasará. Primero ha echado el ojo a Florencia.