Leonardo se sienta a la mesa cuadrada de madera, frente a su madre. Echa una mirada a Francesco, que asiente y pasa un plato de pan hacia Caterina. Ella no lo coge, pero mira el pan como si fuera una comida conocida modificada por las circunstancias.
—¿Por qué no comes? —pregunta, acercándole el plato con el pan y el queso—. Come —le pide, mirando la comida con aire abatido.
—Tú sigues sin comer carne —dice ella—. Estás muy delgado.
Hay una explicación para todo, piensa Leonardo, recordando el ave y el peso deseado. Pero no se puede explicar todo. Ella aparece en su puerta tras años de ausencia y clava la mirada en el pan. Están sentados a la mesa como desconocidos. Leonardo se pregunta por qué su madre lo dejó marchar; ella se pregunta por qué él no volvió. Él no sabe si es posible encontrar respuestas, en caso de que haya alguna.
—¿Quieres carne? —Leonardo se pone en pie de un salto—. Francesco, ve y…
—No, por favor, para mí no —dice ella.
Francesco ha servido vino en una copa que coloca delante de Leonardo. Es la garrafa que guardaban para cuando estuviera terminada la estatua.
—Llevo mucho tiempo sin comer carne —añade él.
—¿Cómo está tu padre?
—Bien, muy bien. —Recuerda una conversación; su padre escuchando sin oír, Leonardo hablando sin decir nada.
—Tus hermanas se casaron. Violante el verano pasado. Tu hermano Giuliano se ha ido a Pisa.
Leonardo asiente. No los conoce, y ellos tampoco a él. Son los fantasmas de una familia que no tiene y nunca ha querido.
—Antonio murió —dice la madre. ¿Aún es capaz ella de saber lo que está pensando él?—. Tú eres el mayor. Ahora no tengo ningún otro sitio adonde ir. —Leonardo se levanta de la mesa.
—Puedes dormir en mi cama. Yo dormiré en el suelo.
Caterina se pone de pie, pero no por mucho rato. Tiene fiebre. Francesco le ayuda a acostarla.
—¿Llamamos a un médico?
—¿Qué? ¿Dejar que Galeno le haga sangrías por todas partes? —replica—. No. Yo haré que mejore.
Coge un tarro del estante. Flor de saúco: para la fiebre y los dolores de cabeza. Guarda siempre una provisión, pues el arbusto es difícil de encontrar. Prepara una tintura y echa en la cama otra manta. Acerca una silla.
—Duerme un poco —ordena a Francesco—. No hace falta que estemos los dos.
Da la tintura a Caterina, que pasa la noche entre accesos de sudor, despertándose a cada momento. Leonardo trabaja hasta tarde, pero es poco productivo: sólo un par de bocetos mediocres. Fuera ha cesado la tormenta. Piensa en el viaje de su madre bajo el tremendo aguacero. Puede haber sido suficiente para provocar la fiebre. Le toma el pulso. Aunque débil, lo tiene. Rebaña el tarro y le administra más remedio; acto seguido, quema madera de cedro para limpiar el aire. Tras tomarle el pulso por tercera vez, se queda dormido. «El corazón late espontáneamente sin cesar a menos que se pare para siempre.»
En el exterior del establo, el cielo está bajo y oscuro. El lagarto se acurruca en su mano, nota sus latidos. Leonardo coge el cuchillo y toca la hoja: está afilada. Es de su padre. El lagarto se agita, el pulso veloz y tibio. Baja el cuchillo. Ha de hacerlo con un golpe rápido. Cuando empieza a cortar, Leonardo flaquea. Los latidos se aceleran; el animal se estremece. Presa del pánico, Leonardo aprieta con fuerza, tanta que casi corta la madera de debajo. Empapado de sudor, deja el cuchillo. El lagarto yace inmóvil.
Nota que alguien presiona su brazo.
Abre los ojos. Francesco está a su lado.
—Ya es de día. —El sonido de la respiración regular le dice que Caterina duerme plácidamente—. Creo que está fuera de peligro.
Leonardo se halla frente a un bloque de arcilla aproximadamente cuadrado, más alto que él y varias veces más ancho. A su lado, Francesco mira. Leonardo pasa la mano por el material.
—Demasiado seco —dice. Francesco le da un cepillo y entre los dos empiezan a rociarlo con agua.
—Cada trozo de arcilla es diferente —explica—. Lo primero es familiarizarse con él, como sumergir la mano en un río para saber lo fría que está el agua. La arcilla te dice todo lo que tienes que saber. Si tiene sed —añade, cogiendo otra jarra de agua—, has de darle de beber. Si está demasiado gruesa, debes adelgazarla. Cuando das forma a la arcilla, puedes entender tu trabajo como una conversación entre el bloque y tú. —Leonardo coge un cuchillo y se pone a cortar trozos que son como babosas gigantes—. Como cuando hablan dos personas, la escultura es un intercambio entre tú y el tema que creas, ya sea en arcilla, madera o piedra. A veces hablas con el tema —dice, quitando otro pedazo del bloque con un corte limpio—, y a veces el tema habla contigo. —Señala con el cuchillo—. Quitas aquí y pones allá. Pero no te repitas nunca, de lo contrario la arcilla perderá interés en la conversación y se callará. Luego deberás humedecer, preguntar y empezar de nuevo; y mientras estáis hablando, surge una compenetración entre ambos. Al cabo de un tiempo, el tema se convierte en un objeto que ha desarrollado una vida propia. En lo sucesivo, es el objeto el que te dice cómo esculpir, igual que este caballo me dirá la inclinación del hombro y la posición del músculo. Al fin esto se convierte en una prueba: lo bien que conoces el tema y en qué medida no ha sido más que una conjetura.
Caterina está mirando desde una silla en la parte más limpia de la bottega. Se encuentra lo bastante bien para estar levantada, pero Leonardo tiene la impresión de que por dentro está débil. Ayer la sorprendió de pie junto al hornillo, removiendo un cazo de sopa como si tuviera dudas sobre qué habría en su interior: el cuerpo de una mariposa, la piel hervida de una oruga peluda. Leonardo no está seguro de cómo han cambiado las cosas, pero sí parece que ha desaparecido un viejo lastre. Recuerda el relato de Lorenzo sobre el cavernícola. Él ha salido a otra luz del día, y se queda ahí al calor: los rayos sobre su espalda. No es la luz del conocimiento; se pregunta si es la luz de la paz.
Los días anteriores al trabajo con el modelo en arcilla del caballo de Sforza, Leonardo pasó su tiempo en los establos del duque observando los caballos y sus movimientos. Las viejas observaciones se enriquecen con el tiempo. La memoria es perezosa. Uno dibuja lo que ve, luego más de lo que ve. Ahora, de pie ante el bloque, haciendo saltar pedazos aquí y allá, es consciente de que el invierno milanés casi toca a su fin. Pronto habrá cielos claros y paisajes despejados. Podrá salir de nuevo, ver cosas. La escultura no es la pintura. Puede tallar, labrar y moldear, pero nunca queda sin terminar. Siempre está acabada. El modelo adopta cada noche otra forma, otra apariencia. La conversación ha concluido. Al día siguiente comienza otra vez. Pero lo que más le inspira es la perspectiva: el misterio del ojo.
Tira al suelo otro pedazo de arcilla, que Francesco recoge y devuelve al pilón. Como los trozos que desecha dejan huecos, los modela aquí y allá sin parar, moviendo la mano desde un hueco hasta una punta y otra vez hacia atrás, apretando y trabajando la arcilla.
—Tenéis las manos muy fuertes —dice Francesco, apartando trozos al lado. No puede seguir el ritmo.
—La arcilla se endurece.
Francesco le pasa un pincel de agua. Leonardo se lo devuelve sin mirar. No quiere reconocer ante Francesco que es su primera escultura grande. Cuando trabajaba con Andrea, la lamentable imagen del maestro tras varias horas de polvo y sudor siempre le había disuadido de la práctica de la escultura. Ahora da forma al cuerpo del caballo por instinto, y decide no dar un paso atrás ni revisarlo hasta haber superado cierta fase. En todo caso, tiene la estructura en la cabeza; las dimensiones, en sus manos. Nota el goteo del sudor por la espalda y en la frente y le fastidia mucho, pero no lo bastante para parar. Trabajan toda la noche. El aire seco no ayuda. Para el vaciado final deberán ir afuera, y mientras trabaja Leonardo piensa en cómo podrán compensar los efectos del aire y la luz del sol: una sábana humedecida desde luego, y quizá también una bóveda como la que fabricó para el espectáculo.
La estatua de bronce final tendrá la altura de cuatro hombres o más; el modelo no supera la de uno y en cuanto esté acabado, el resto consistirá en una simple transferencia de proporciones. El resultado: un molde invertido que se mantendrá unido mediante un armazón y será vaciado por partes que luego se soldarán. Mientras el invierno cede el paso a la primavera, el modelo avanza, hasta que a Leonardo le parece que se ha superado una fase fundamental. Ya tienen el cuerpo del caballo; el del jinete debe esperar un poco.
Contrata otros dos aprendices, jovenzuelos para tareas rutinarias, pero limpios y trabajadores. Ellos encuentran casualmente un alijo de tela y comida que Giacomo, o Salai el pequeño ladrón, como le llama ahora Leonardo, tiene escondido en una cavidad del muro. Leonardo recuerda su tabla de mariposas y no dice nada.
La bottega se ha agrandado hasta ocupar parte del patio. Con ayuda de Francesco, Leonardo levanta un cobertizo y sacan más encimeras. Pese al considerable retraso, la cisterna está lista. Sforza se queja: «Un hombre debe lavarse.» Leonardo pone a todos a trabajar en las fases finales de la fontanería y termina la cámara de vapor a toda prisa.
El modelo del caballo de Sforza descuella sobre ellos. Francesco está a su lado y juntos lo contemplan.
—El ángulo de la lanza… —murmura Leonardo.
—Está bien —replica Francesco.
Ya con ese tamaño, el modelo es impresionante. Cuando llegue el momento de que las setenta toneladas de bronce le den sustancia, llenará el cielo de la noche, eclipsará las estrellas. Ya se ha cavado el foso; según Sforza, el bronce se entregará en cuestión de semanas. Entretanto, se va a descubrir el modelo con motivo de la boda de la sobrina de Sforza. Lo cubre con una sábana. Está citado al mediodía en los aposentos del regente. Aprovechará la oportunidad para intentar saldar cuentas. Si no obtiene pronto medios de pago, él y Francesco tendrán que escarbar en los montones de basura de Milán o sumarse a los enfermos en las puertas del hospicio a esperar los platos de los muertos.
Cuando llega a las cámaras de Sforza, no ve señal del regente. Beatrice está sentada junto a la chimenea, reparando hilos de un tapiz rasgado. Lo invita a sentarse.
—Estoy embarazada, Leonardo. ¿Lo sabíais?
No lo sabía. Le mira el abdomen oculto bajo pliegues de tela. Imagina la fase de la gestación; plenamente formado, rodillas subidas, cabeza hacia abajo.
—Entonces debéis descansar —dice—. El feto necesita vuestra energía.
Ella parece sorprendida.
—No sabía que tuvierais conocimientos de medicina. Pero, claro, últimamente me ocultan todo lo que quiero saber y sólo me cuentan lo que no quiero saber. —Juguetea con los hilos del tapiz en su regazo, mira por la ventana, más allá de Leonardo—. Pero primero permitid que os diga lo triste que estuve al enterarme de la muerte de Lorenzo. Ludovico ha enviado su pésame, desde luego, y yo sólo puedo transmitiros personalmente a vos el mío propio, pues sé que era vuestro mecenas.
Leonardo dice que no lo sabía, que es la primera vez que oye hablar de ello. Muerto Andrea, las noticias procedentes de Florencia son esporádicas.
—¿Cómo murió Lorenzo?
—Creo que de gota —responde Beatrice.
Leonardo menea la cabeza, piensa en Andrea y sus tinturas, recuerda a Lorenzo bebiendo en copa de plata, sentado sobre sedas. No caminaba lo bastante. Demasiado vino.
—Lorenzo era un hombre admirable, y sabio —dice Leonardo. Por su cabeza pasa el destino de Florencia. La esposa de Sforza le lee el pensamiento.
—Naturalmente, Piero asumirá las funciones, aunque siempre fue un niño perezoso, muy distinto de su padre. Pero claro, siempre está la República. Florencia es algo más que un hombre. Y esto es bueno, pues el criterio erróneo de un hombre representa una carga pesada, mientras que el criterio erróneo de muchos al menos puede ser denominado política. Ludovico es un gran hombre, pero tiene sus defectos. Se da prisa en ofrecer su amistad a los demás. Demasiada prisa —dice Beatrice. Quizá no tenga la belleza de Crivelli, pero su mente es perspicaz: se fija en algo, hace su evaluación y la expresa—. Ha hecho una alianza con el rey de Francia y temo por él, pero no sólo por él, también por nosotros y por todo Milán. Cree que el rey traerá seguridad a nuestras fronteras, pero está ciego. —Se le endurece el semblante—. Vos no estáis ciego, ¿verdad?
Le baja por la espalda un escalofrío.
—¿Teméis que la alianza no sirva de nada? —pregunta Leonardo.
—No confío en los franceses. Ludovico ve el peligro sólo en un lado. Pero soy una mujer. Veo peligro en todas partes. Cada día rezo por él, pero eso no es suficiente. —Leonardo advierte que ella le mira las manos. La escultura las ha vuelto bastas—. Veo que habéis estado ocupado. ¿La boda? —dice ella. Él asiente—. Pronto todo Milán será suyo. Ya ahora es como si lo fuera. —Beatrice cruza las manos sobre el regazo—. Yo he sido suya muchas veces, pero en la posesión no hay seguridad.
Si Leonardo quiere encontrar a Ludovico, según ella, mejor buscarlo en las estancias de la otra ala, donde cuelga su retrato, el retrato cuyos ojos desasosiegan a quien pasa por delante y abren la puerta a una intimidad peligrosa.
Leonardo sale al patio del castillo bajo un sol brillante. Cruza los jardines hasta el ala opuesta. Entra por una puertecita de madera y sube dos tramos de escaleras. Lucrezia Crivelli lo mira desde el lienzo: sus ojos le siguen por todo el vestíbulo. Se anuncia ante el guardia, que lo hace pasar sin dilación. En la mesa se aprecian los restos de un banquete: trozos de carne y copas vacías.
—Leonardo —masculla Sforza—. ¿Cómo es que llegáis tarde?
Una pequeña confusión de aposentos, contesta. Se abre la puerta de una de las habitaciones contiguas y aparece la figura de Lucrezia Crivelli. La mirada de Sforza la acompaña por toda la estancia.
—Dentro de dos semanas hay una boda cuya dote me ha costado una pequeña fortuna. ¿Qué habéis preparado? Las multitudes son el alma de una ciudad, Leonardo. Hay que entretenerlas.
—El modelo del monumento a Sforza estará listo y aguarda vuestra aprobación. La estatua de vuestro padre…
—El caballo. Sí, por supuesto. Bien. Puede ser descubierto. Pero ahora hay otros asuntos en los que preciso vuestra ayuda. Venid conmigo.
Salen por la puerta de antes y cruzan el patio hasta las dependencias privadas de Sforza. Sobre una mesa hay unos mapas desplegados.
—¿Sois consciente de la amenaza que viene de Nápoles?
—Sé de una amenaza —dice Leonardo—, pero no sabría decir de dónde viene.
Sforza le indica que se siente.
—Dejad que os explique. Los franceses necesitan un puerto en el sur. —El regente señala el mapa—. Nápoles. Desde ahí, la distancia a Tierra Santa casi se reduce a la mitad. Pueden ir por el oeste y luego hacia la costa meridional de Grecia. En dos o tres días están en Atenas. En dos o tres días más, cruzan la bahía de Salamina y llegan a Constantinopla. Con el viento adecuado, un viaje cómodo.
—Pensáis que si los franceses toman Nápoles…
—Mejor los franceses que los napolitanos. Alfonso habla demasiado. Pronto tendrá que dejarse de palabras y pasar a la acción. Necesita una lección y se la vamos a dar. Eso es todo. —Sforza vuelve al mapa—. Nuestras fronteras están aquí, en Módena, y hace falta reforzar Mantua. Los hombres no son suficientes. —El regente lo mira fijamente—. Ahí es donde os necesito, a vos y vuestra magia. Necesito algo, algo más…
—Puedo desviar ríos, construir puentes fáciles de transportar que permitan el paso para caer sobre el enemigo. Puedo causar daño en las armas enemigas, sean grandes o pequeñas.
—Podéis dañar armas. Pero ¿y construirlas?
—¿Construirlas? —pregunta—. Mi habilidad radica en la imaginación, en la creación de diversiones. —No sabe en qué le ha entendido mal Sforza—. Soy ingeniero, no un hombre de armas —aclara.
Sforza se muestra de acuerdo con un gesto de la cabeza.
—Pues claro. Lo entiendo. ¿Quién no quiere la paz? Pero la paz tiene un precio, como seguramente ya sabéis. —El regente posa ambas manos en la mesa y se inclina hacia delante—. Habéis tenido todo lo necesario, todo lo que habéis pedido —dice Sforza con tono afable—. No os he negado nada. Poniendo incluso en peligro mi popularidad. —Alza la vista del mapa y prosigue—: Vuestras actividades en el hospital revolverían el estómago hasta de un hombre instruido. En cuanto a la Iglesia… Disfruto de más libertad que la mayoría, pero me pedís que arriesgue mi alma, Leonardo. ¿Sabéis qué significa esto? Vos deberíais saberlo más que nadie.
¿Lo sabe? Leonardo trata de recordar un momento en que haya pedido eso. «El alma de un hombre está en su corazón.» La disección tiene el efecto de una vela encendida en una habitación oscura. La función del corazón es distribuir la sangre. ¿Qué cree Sforza estar arriesgando? ¿Qué corre realmente peligro?
—El alma de un hombre es un misterio —dice sin más—. La Iglesia siempre ha utilizado esto en provecho propio. Hay más que temer en este mundo que en el otro.
—Muy cierto —dice Sforza—. Por eso os necesito.
Leonardo se inclina y se vuelve para irse, pensando en la imprevisibilidad de los príncipes.
—Esperad. No me he olvidado de que os debo un pago. —Sforza deja una bolsa sobre la mesa, junto a la frontera de Ferrara—. Por el retrato —dice el regente—. Si lo he calculado mal, hacédmelo saber.