III

Leonardo sostiene en las manos una carta de Florencia. El viaje de Andrea a Venecia ha sido el último. El maestro no tuvo una muerte lenta y dolorosa causada por la gota o la peste. «El corazón late espontáneamente sin cesar a menos que se pare para siempre.» El inmenso hombre ya no está. Sandro le cuenta que fue repentino, pero los venecianos, con su gran talento para los secretos, nunca dicen demasiado. Leonardo piensa en su apresurada despedida del taller y cierra los ojos. Fuera ya hace calor. Al mediodía, la ciudad sufrirá el bochorno de principios de verano. Se coge la cabeza con las manos. La soledad, eterna amiga, le parte por la mitad. La respuesta a Sandro tendrá que esperar. Ahora evoca una imagen de Andrea en delantal, unas manos llenas de yeso, polvo. «Lo que hay en el corazón de un hombre es una cosa, lo que hay en el vuestro es otra.»

El polvo se asienta. La muerte nos llega a todos, discurre Leonardo. La gloria y la inmortalidad de Andrea son tentadoras pero ilusorias. Importa sólo la verdad. No se puede discutir con los cálculos. ¿Cuántos años le quedan? ¿Cuántos años buenos? Uno no puede salvar a todo el mundo, piensa. Ni siquiera Dios. El escultor debe convertirse en escultura: paralizada, inmóvil. Piensa en la bottega de la Via de’ Macci cerrada, o peor, convertida en un edificio como cualquier otro. Un día un almacén, otro una tienda de piezas de tela o de muebles. Debe borrar esas imágenes. Se sienta erguido en la silla. Hay trabajo que hacer. No tiene sentido, se dice, llorar por los muertos. Se figura a sí mismo en un espejo: más viejo, mortal, cansado y rígido. Es mejor de repente.

El verano trae consigo su lista de fiestas. Leonardo y Francesco están ocupados con las necesidades de la corte milanesa, mayores que las de Florencia debido al gusto de Sforza por la magia. Lorenzo hacía demostraciones de elegancia; Sforza hace demostraciones de fuerza. Francesco se queja de que Giacomo come demasiado. El chico quiere vivir por tres hombres, dice, pero trabaja menos que uno. Y ahora esto. Señala el pergamino a medio usar. Giacomo ha utilizado pergamino y carboncillo para hacer una tontería: un caballo sin terminar y una serie de caras. Pasando por alto el desperdicio de un papel valiosísimo, Leonardo dice a Francesco que, si le echan, el chico no durará ni un mes. Sé que es un ladrón, un pequeño Salai, admite, pero hay cosas peores que robar.

Leonardo vuelve a su escritorio, y pasa la mayor parte de la noche cambiando la posición de una lámpara y observando los posteriores efectos de la iluminación en la tela, la piel, y el reflejo de la luz en el metal. Advierte que casi se le ha acabado el aceite de quemar. Ha de comprar cera para velas. Saca el rápido esbozo que hizo de la hija de Crivelli en la corte. Cara oval, grandes ojos almendrados. Captada por encima en el papel es algo menos tangible, que él se esfuerza por reproducir a escala. Es una expresión fugaz, que duró sólo un instante. En la corte, Leonardo sacó un trocito de papel y la dibujó en un momento. Pero no basta. Ahora la imagen le es esquiva. Pierde interés, echa un vistazo a sus cuadernos y exhala un suspiro. En otro tiempo, Fra Alessandro y su aritmética fácil le impidieron trabajar. Ahora consiguen el mismo efecto la gente que él no quiere pintar o la gente que no quiere ser pintada.

Lucrezia Crivelli está sentada con las manos cruzadas en el regazo, frente a Leonardo. Éste se aleja del lienzo, sin saber qué decirle para que se siente de forma correcta.

—Volveos de cara a la ventana, hacia ahí.

—Pero dijisteis que no pintaríais un perfil. Yo pensaba…

—Lo sé, y así será. Pero igualmente me gustaría que os pusierais de lado y mirarais la ventana.

Ella cambia lentamente de posición.

—Muy bien. Ahora miradme.

Lucrezia vuelve la cabeza hacia él mientras su cuerpo está por fin como él quería: vuelto hacia otro lado.

—Perfecto. Ahora quedaos así.

—Si estoy en la posición que queréis, ¿por qué no pintáis? —dice ella. Es una pregunta legítima.

A Leonardo le gustaría decir: si me permitís conoceros, habrá alguna posibilidad de que os pinte. Se le ocurre algo. La mente se le dispara. Está de pie en la cumbre del Montalbano. Entonces lo ve, una explosión de color, un arco tornasolado. Da un paso, y el arco desaparece. Tiene la mano suspendida sobre el papel. Cierra los ojos. ¿Se le escapa algo?

Toda la vida ha sabido cosas. Ha sabido las respuestas a la aritmética de Fra Alessandro, que las montañas son viejas, que el sol no se mueve, que el alma del hombre no está en su corazón. Pero hay una cosa que no ha sabido nunca: cuando uno mira un arco iris, ¿qué ve? ¿Es el arco iris, o la ilusión del arco iris? No sabe por qué, pero la pregunta es importante. ¿Qué vemos? Perspectiva. Leonardo tiene que volver. Mira irritado los plácidos ojos de la hija de Crivelli. Quizás él ha visto algo que nunca estuvo ahí.

Lucrezia Crivelli cambia de postura en la silla. Detrás de Leonardo una puerta se abre con un crujido. Debería pedir al criado que trajera músicos, tal vez unos perros como distracción. Pero en un instante llega la iluminación. La expresión de ella se transfigura. A toda prisa para no tener sorpresas, él se pone a dibujar con brío, su ojo pasa del modelo a la mano. Al final lo tiene, un rostro que necesita y teme, cede y posee. Leonardo mira alrededor y descubre la razón.

—Vaya, Leonardo, ¿tan difícil es pintar una visión, o es que vuestra bóveda celeste llena de estrellas era más fácil de entender? —A su espalda, Sforza mira fijamente a la hija de Crivelli, y él, Leonardo, dibuja el resultado.

Beatrice se sienta al lado de su esposo. Todo parece indicar que Sforza está cansado de tantos días en compañía de dignatarios de visita. La diplomacia le aburre. Prefiere la acción, hacer observaciones, correr riesgos. Escucha con atención a su esposa. Leonardo rechaza la comida. Si quiere tener alguna oportunidad de volar, en un mes alcanzará el peso deseado. Ante las razonables objeciones de Francesco, lo de pasar hambre se lo toma con moderación. En la mesa de Sforza, es fácil.

—Nada de carne —dice.

—¿Por qué no? ¿Estáis enfermo? —Donato Bramante se sirve varias tajadas.

—Hay otras razones para no comer carne —responde. El arquitecto acaba de tomar asiento a su lado y parece tener el apetito de tres hombres.

—¿Cómo cuáles?

—Existen otros alimentos —dice—. Verdura, fruta, pan.

—¡Ja! —resopla Bramante—. Y ahora me diréis que coméis bayas.

—Las bayas tienen virtudes —replica Leonardo.

—¡Virtudes! —El arquitecto golpea la mesa encantado—. Si lo que buscáis es virtud, os habéis equivocado de mesa, amigo mío. —A Bramante le hace gracia, salta a la vista. Con la complexión de un mausoleo, es grueso, fuerte, de rasgos angulosos—. Pero vos tenéis la cara de un ángel.

—Ya lo he oído.

—En cuyo caso, esto hace que seáis el único de la corte. Podéis tener la seguridad —dice, agitando el cuchillo—, aquí no hay nadie más.

—Así que construisteis un coro de piedra, con voces de ángeles en silencio.

—Hum, Santa Maria, no lejos de San Satiro. Hice el coro en relieve en piedra porque no había sitio para un coro de verdad. Él insistió en un coro, y yo accedí a sus deseos, eso es todo —explica Bramante echando una mirada a Sforza por encima de un bocado de carne—. Como ha de hacer todo el mundo que está a su servicio. —El robusto arquitecto sirve a Leonardo una copa de vino, que le coloca delante—. Lo veis rodeado de su familia. Pero es bastardo. Lleva la capa de un príncipe, mas la tradición le es ajena; su padre y el padre de su padre eran mercenarios, condotieros. Se abrieron camino por la fuerza hasta el grado de general, luego regente y pronto duque. Príncipe de Milán. Él no necesita de la providencia, pues se busca su propia suerte. El título pasará a sus manos y luego no se detendrá ante nada hasta conseguir lo que quiera. Menos mal que le gustó mi coro de piedra. De lo contrario, el crucero sería un montón de escombros y yo estaría por ahí debajo.

—¿No se detendrá ante nada? —pregunta Leonardo. Bramante bebe como un romano, y él advierte que también huele como un romano.

—En Italia, la política es diferente de cualquier otro sitio, pero además en Milán los políticos son espectacularmente ineptos. Ya sabéis cómo va esto. Si hay desacuerdo sobre la tierra, la ubicación de una frontera, se organiza un almuerzo. Hablan y hablan. —Bramante pincha un trozo de carne—. Todo el mundo se despide como si cada uno se hubiera acostado con el otro, y luego se van a casa y se preparan para la guerra. Y a continuación —limpia el cuchillo con el mantel— se libra la gran batalla. —El arquitecto toma un trago de vino y agita las manos—. Ambos bandos tienen éxito. Hay pocas víctimas. Quizás uno o dos muertos, pero en general mantienen las cifras en valores mínimos. Después, un bando decide que ya basta y todos se marchan a casa. —Leonardo se reclina en la silla y mira hacia la mesa presidencial, donde el regente ha tomado la mano de su esposa con una sonrisa—. Pero Ludovico Sforza, no —prosigue el arquitecto—. Él lucha hasta sacrificar al último hombre… al último perro.

—La política no me interesa —aclara Leonardo. A decir verdad, le cuesta no admirar a Sforza. El regente no es ningún filósofo, pero tiene agallas.

—No, claro, claro que no. A mí tampoco. A nosotros nos importa el arte, pero no hay arte sin política. ¿Sois vos el escultor que habla de fundir un caballo gigante?

—Sí.

—Entonces espero que le guste. Quizá la vuestra sea la cara de un ángel, pero me temo que no tenéis el corazón de un guerrero.

Leonardo está pensando: mi padre tenía un escudo. Pero ¿qué era su padre? Notario. Necesitaba tanto un escudo como su hijo una lanza. A menudo se pregunta qué se hizo del escudo y del monstruo que dibujó en él. Tal vez su padre no lo quemó. A lo mejor lo regaló o quizás aún sigue escondido en algún baúl o en el fondo de un viejo arcón, que no se vea por si acaso. Recuerda la partida de su tutor, el camino de piedra y la figura perdiéndose en la distancia. Se esfuerza por recordar a su madre.

Bramante ha dejado de hablar. Desde la otra mesa, Sforza impone silencio.

—Ahora que ya habéis comido y bebido hasta saciaros, permitidme unas palabras. Vivimos tiempos difíciles, peligrosos. Tengo el deber de protegeros, a vosotros y al ducado. Os contemplo como un padre a sus hijos, o como un animal noble de la montaña y la llanura que se juega la vida para amparar a sus crías. En tiempos así hemos de rodearnos de amigos, y ésta es mi intención. —Sforza se aparta de la mesa y se sitúa en el centro del salón—. Hemos de rodearnos de amigos, pero también de las mujeres más hermosas, los artistas de más talento, los músicos mejor dotados y las mentes más brillantes. Para dar cumplida satisfacción a este último requisito, he decidido conceder a Leonardo el Florentino el título de ingeniero de la corte. —Sforza se vuelve hacia él y sonríe—. ¿Acepta el maestro?

Leonardo se pone de pie y se inclina en señal de agradecimiento. Quiere volver a sentarse, pero la gente no lo deja.

—¡Contadnos otra historia!

—Buscad un tema que no sea el vino, ¿de acuerdo? —masculla a su lado Bramante—. Vuestra última historia afectó a mi estado de ánimo.

Leonardo pasea la mirada por la corte y comienza.

—En Hircania vive una bestia noble. Se llama Tigre. Tiene miembros fuertes, pies blandos, y cuando posa los ojos en alguien, la luminosidad de su mirada lo inmoviliza y frena su huida. —Camina por la sala hacia la mesa más alejada, donde se sienta Lucrezia Crivelli—. Es cazador pero también cazado. Es cazador como lo es un gato grande: rápido y fiero. Pero el cazador que lo busca a él es una criatura taimada que se saldrá con la suya valiéndose de artimañas. Se rumoreaba que este cazador tenía la intención de robar los cachorros del tigre, que eran seis. Se los llevó furtivamente uno a uno, y en su lugar dejó un espejo en el suelo. Así pues, cuando regresó el tigre y miró en el espejo, vio la cara de un tigre. Al principio, creyendo que era la de sus cachorros, se quedó tranquilo. Pero al rato arañó la imagen con la zarpa y vio que era falsa. Olisqueó el aire y salió disparado en persecución del cazador. Buscó durante un buen rato, con ahínco, siguiendo olores y señales. Unos dicen que el tigre encontró al cazador, le quitó la vida y volvió a su guarida con sus seis cachorros. Según otros, el tigre abandonó las llanuras de Hircania y se trasladó al sur, buscando en vano con afán; y cuando tuvo sed e intentó saciarla en un lago, volvió a ver el reflejo que lo había engañado y fue incapaz de beber. Vagó sediento por la naturaleza salvaje, siempre buscando. Y de este modo se convirtió en un espíritu solitario, que sale preferiblemente por la noche, cuando se ha puesto el sol y mengua el agobiante calor del día.

La concurrencia aplaude. Los músicos cogen sus instrumentos. Sforza le hace señas para que se acerque.

—Vuestras fábulas son instructivas. Pero no os preocupéis por mí. Mi criterio nunca ha sido errado. Por eso estoy aquí, en esta sala y esta silla. Decidme, el retrato… ¿lo habéis terminado?

—Sí.

El retrato ha sido enviado a las cámaras privadas de Sforza, adonde ahora se dirigen juntos. Al regente le gusta hablar sobre la guerra, los hombres, la ambición.

—Milán será más grande incluso que Florencia o Venecia —dice Sforza—. Ellos se imaginan a sí mismos libres, pero han entendido mal el significado de la palabra. Un Estado es fuerte sólo como el hombre que está a la cabeza. No hay libertad sin poder. —Leonardo quita la protección del cuadro y los dos se quedan delante unos momentos en silencio.

Sforza se aparta un poco con aire de admiración.

—Vuestro talento sobrepasa todas las expectativas. Ya decía Lorenzo que teníais grandes habilidades; veo que habéis captado el parecido a la perfección. Decidme —añade el regente, señalando el sombreado alrededor de la cara—, ¿cómo lo hacéis?

—Grados de color —contesta Leonardo sin más—. Donde hay luz, también hay color. Una existe a través del otro. En un día luminoso, el color es más fuerte. En un día gris, más débil. Por tanto, si quitamos el color, creamos oscuridad; si lo añadimos, tenemos el efecto de la luz.

—Comprendo. Muy bien hecho. Hermoso, diría. Pero lo que más me gusta es la expresión. Esos ojos —susurra el regente—, uno moriría por ellos, o mataría. —Sforza le pone la mano en el hombro—. Sólo hará falta una palabra al oído de un criado para que ella esté en mi cámara esta noche o cualquier otra noche. —Lo mira de soslayo, sonriendo—. ¿Veis, Leonardo, lo fácil que es? Decidme, habrá alguien en la corte. ¿Alguna favorita? ¿Alguna preferencia?

Leonardo mira la expresión de deseo en los ojos de Lucrezia Crivelli. No le emociona en ningún sentido. La ha captado; ya está. Si Sforza pusiera veinte mujeres en fila, el efecto sería el mismo.

—La verdad es que no —contesta.

—Muy bien, pues, hacedme saber si cambiáis de opinión. Entretanto, tomad lo que necesitéis, pedid lo que queráis.

—Tengo otro proyecto, no sé si recordáis —dice—. El monumento del que os hablé: la estatua en honor a vuestro padre.

—El caballo de bronce, sí.

—¿Hago los preparativos?

—Hacedlos. Construidlo.

—Comenzaré con el molde, desde luego, en arcilla.

—Naturalmente. —Regresan al salón—. Necesitaré otras cosas de vos —dice Sforza—. Pero todo a su debido tiempo. Terminad la cisterna. Luego volveremos a hablar.

Unos cuadros no se acaban nunca, otros se acaban pero nunca están completos. Mientras sigue a Sforza, los ojos de la hija de Crivelli no lo dejan en paz. La perspectiva no le dejará descansar. Pasa el resto del día realizando cambios en la vieja caja de observación, una cámara oscura que comenzó a construir hace años. Al rayar el alba, la ha perfeccionado. Ahora lo único que necesita es buena visibilidad y juicio para usarla bien. Pero unos días de lluvia y viento desbaratan sus planes. En el cielo retumban tormentas que caen con gran estrépito sobre las fortificaciones del castillo de Sforza, iluminando las nubes y haciendo rodar un chiaroscuro sulfuroso por un horizonte humeante. No importa. Hay trabajo que hacer. Se dirige al hospital a través de una lluvia torrencial y calles empapadas. Bonafù le ha reservado una habitación con un hornillo y una mesa más grande. Ahora tiene agua caliente para limpiar y un sitio para dejar sus cosas. Es como estar en casa.

Leonardo coge el ojo y se lo coloca en la palma de la mano. Luego lo pone en un plato y coge la pluma. Escribe en su diario: «La disección es imposible. Una vez cortado, el ojo no conserva su forma. Lo herviré.» Introduce el ojo en una olla con agua que pone en el hornillo. Papilio Macaone, piensa. Pero esto no es una mariposa. Lo que busca es lo que hay detrás de la retina. Saca el ojo, que echa un poco de vapor, y lo deposita de nuevo en el plato. Ahora pasan otras cosas. El ojo se parte de manera irregular, y acaba deformado y totalmente alterado con respecto a su estado natural. Contrariado, Leonardo lo desecha.

Los sonidos del hospital son de mujeres desgarradas por un parto, de hombres con miembros perdidos o niños con cólera. Las hermanas de la Sagrada Orden flotan como espíritus de una sala a otra, administrando su misericordia cuando pueden curar, esperando la de Dios cuando no pueden. Leonardo aguarda a Bonafù.

Cuando llegan, las disecciones son arduas. Pese a las mejoras, la habitación está mal iluminada. Leonardo ha traído consigo su lámpara de cristal, que enciende al caer la noche. Una nueva vela en la ventana le hace pensar en Albiera. Aparece Bonafù con un compañero y un cadáver, que colocan en la mesa. Leonardo observa con desagrado los gestos del guardián. Retira la sábana y deja al descubierto el cuerpo de una mujer.

Es una mujer joven; tiene el rostro tranquilo y el cuerpo fuerte y robusto, incluso muerta. Leonardo le mira el abdomen y con una punzada de horror ve la oculta realidad.

—Está embarazada —dice.

—Tiene que estarlo —replica Bonafù, con orgullo—. No abundan éstas.

—Dejadnos, pues —pide, y forzando las palabras añade—: Gracias.

«Dejadnos.» Somos tres, piensa: él, la mujer y el niño no nacido. No se esperaba esto. Le pone la mano sobre el abdomen. El niño estará muerto; por supuesto que lo está. El útero se nota quieto y duro. Consciente de la oportunidad que se le presenta, mantiene el pulso firme y empieza a cortar. Se para. Esto no está bien, piensa. Se necesita algo más. Baja la cabeza y reza una oración en silencio. Es la primera vez que ha sentido esta necesidad. Con el corazón latiéndole con fuerza y la boca seca, abre el abdomen y retira el revestimiento del útero con todo cuidado. Le resbala la mano. «Madre de Dios.» Da un paso atrás. El feto está formado del todo. Yace acurrucado en el vientre abierto, la cabeza apoyada en manos y rodillas, el cordón enrollado en los pies. La piel del nonato es cerosa y blanca y no muestra señales de vida. Leonardo se repliega en las sombras de la habitación, la cara húmeda de sudor, escocidos los ojos por las lágrimas.

—Niños —susurra—, como una semilla en una vaina.

Espera un momento; luego se limpia la cara y las manos con un trapo. Coge sus notas y la pluma, y se pone a dibujar, sintiendo en todo momento que nunca como ahora había necesitado algo más que cálculos, un cuchillo y un trozo de pergamino. Pero rezar no basta. Mira fijamente al niño no nacido, imagina la vida no vivida. La muerte es el único problema sin solución. Lo máximo que podemos conseguir es entender, piensa.

A medida que avanza, una revelación lleva a otra: la gestación del feto en la matriz, el modo en que el niño abandonaría el cuerpo de la madre. La complejidad del sistema reproductor femenino se abre ante él como un libro en el que lee hasta el amanecer. Una vez hecho todo, cierra el cuerpo y sutura los cortes. A continuación le sube otra vez la sábana hasta la clavícula e imagina a la mujer mirándolo a él desde esos párpados cerrados, como si ambos sólo hubieran compartido conocimiento y todo hubiera ido bien.

Leonardo regresa a casa, donde Francesco lo espera en la puerta.

—Hay una mujer aquí dentro —dice el aprendiz.

Piensa un instante en Sforza. ¿Alguna favorita? ¿Alguna preferencia?

—Bien, ¿quién es?

—No lo sé —contesta Francesco, con aire incómodo—. Dice ser vuestra madre.

El muchacho abre la puerta para dejar ver el cuerpo torcido de una mujer, una sombra gris de Leonardo. Es de estatura mediana y complexión normal, pero encorvada por la edad. Tiene el pelo plateado, recogido atrás de modo que la cara revela rasgos delicados semejantes a la porcelana fina, un paisaje de suaves crestas y hondonadas. Es Caterina.

Resulta difícil reunir los pensamientos que se agolpan en su cabeza. Se persiguen unos a otros, destellos de memoria de mucho tiempo atrás. Hay entre los dos un espacio de más de veinte años, y a Leonardo le invade el terror del tiempo, que discurre como el agua de un río por una mano abierta. Repara en que no ha movido un solo músculo y que Francesco está esperando. Caterina lleva esperando aún más tiempo. Es él quien no se mueve.