II

No sacaría el carboncillo por Beatrice, duquesa de Bari. Menos mal que Sforza no se lo ha pedido. No hay belleza sin fragilidad, y la esposa de Ludovico Sforza es demasiado robusta para ser pintada. Lo que más le interesa son las reacciones de ella, y por lo que Leonardo sabe, dependen de dos personas: su esposo, sentado al alcance de la vista, y, algo más lejos, una mujer de belleza cuidadosamente atendida, con la mirada perdida y el aire inocente de una niña.

—Lucrezia Crivelli —dice Francesco—. Todo Milán habla de ella, y, como podéis ver, con sobrados motivos.

—Durante el rato que hemos estado en esta sala, el regente no le ha quitado ojo de encima —dice Leonardo—. Y no me he fijado sólo yo. —Vuelve a mirar a Beatrice, que con semblante contrariado se levanta para irse.

Pero Sforza la retiene con una palabra, y ella regresa al sitio al lado del esposo, con la cara tensa.

—Dime, Francesco —dice Leonardo, volviéndose discretamente hacia su aprendiz—, ¿cómo juzgar a un hombre que mientras ama a su sobrino le quita el ducado, o que mientras pide a su esposa que se siente a su lado desea al mismo tiempo que se vaya?

—Buena observación —dice Francesco—, pero aquí hay otro que también presenta una cara distinta de lo que indican las apariencias. —Señala a Giacomo, quien saca rápidamente su mano de la bolsa de un noble.

El noble, el mismo del comentario sobre el sastre el día de la llegada de Leonardo, está enfrascado en una conversación y afortunadamente es ajeno al robo. Leonardo bordea el gentío por detrás, pero es demasiado tarde. El noble nota el movimiento inesperado y, al ver la bolsa abierta, grita.

—¡Me han desaparecido cinco florines! —Su mano sale de una bolsa vacía—. ¡Cómo es posible… ladrón! —chilla el hombre dando media vuelta.

Leonardo hurga en su bolsa y busca a toda prisa cinco florines. Luego agita la mano en el aire y avanza entre la gente.

—¿Quién ha perdido esto? —dice con voz fuerte—. ¡Signor Crivelli! —grita. Crivelli se vuelve y lo ve con las monedas en la mano—. Las he encontrado en el suelo —indica apresurado—. ¿Son vuestras?

Crivelli lo mira receloso.

—Supongo que sí. Ah, nuestro pintor florentino otra vez. Decidme —añade el noble—, vos parecéis un hombre con sentido común… en todos los aspectos, y ya que habéis tenido el buen tino de devolver un bien perdido, quizá también tengáis el de traerme una copa de vino. —Se oye un murmullo de risas.

—Puedo hacer algo mejor —responde Leonardo—. Puedo traeros vino y al mismo tiempo entreteneros con una fábula.

Crivelli vacila.

—Si sabéis una historia, me complacerá oírla, seguro, sobre todo desde que demostrasteis tener el don de la puntualidad. Aunque no cabe esperar mucho más de un pintor, ¿verdad?

Desde el otro extremo del salón, Sforza deja de mirar a la hija de Crivelli y dirige su atención al padre.

—¡Las copas! ¡Más vino para todos! —Sforza levanta la suya—. Oigamos vuestra historia —dice el regente, mirando a Crivelli con una sonrisa.

Leonardo coge una copa.

—El vino, divino licor de la uva, se encontraba en la mesa de Mahoma, en una copa primorosamente labrada. Ensoberbecido por tanto honor, se sintió de pronto asaltado por un pensamiento contrario y se dijo: «¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Por qué me regocijo? ¿No advierto que estoy al borde de la muerte, destinado a dejar esta copa dorada en la que me encuentro, para entrar en la vulgar y fétida cámara del cuerpo humano donde pasaré de ser un líquido elegante y perfumado a ser un fluido innoble y repugnante?» —Da a Crivelli una copa—. «Y por si esta desgracia fuera poca, después habré de morar en horribles receptáculos junto a la materia obscena y corrompida que expelen las entrañas de los hombres.»

Leonardo mira a los ojos a Crivelli y se inclina ligeramente ante el sonido de unas risas ahogadas a su alrededor.

—Así, el vino imploró venganza a los cielos por tal afrenta, pidiéndole que pusiese fin a tanta degeneración. Y sucedió que entonces, cuando el país del que hablamos produjo las uvas mejores y más hermosas de la tierra, éstas se salvaron de convertirse en vino. Júpiter hizo que el vino bebido por Mahoma se le subiera a la cabeza, lo que le volvió loco. Cometió tantas insensateces que, tras recuperar la razón, promulgó un decreto que prohibía beber vino a todos los pueblos de Asia. Y así se dejó en paz a las vides y sus frutos. De este modo, en cuanto el vino entra en el estómago de los hombres, comienza a fermentar y hervir; el espíritu abandona el manto de la carne y asciende a los cielos, renunciando al cuerpo y apoderándose del cerebro. Allí surte efecto su intoxicación, que demoniza a quien lo bebe, volviéndole capaz de crímenes irreparables, de los cuales pocos son tan graves como la denigración de su propia persona y la displicente difamación de otras.

Hay un silencio y luego un aplauso. La sonora carcajada de Sforza. Francesco se ha colocado junto a Leonardo.

—Giacomo ha desaparecido —susurra el aprendiz.

Crivelli se inclina hacia delante.

—El aprendiz supera vuestra lengua ágil con su mirada aguda. Pero decidme, ¿esta afición a las fábulas se extiende a otras cosas? ¿Leéis a Homero?

—Me gusta mucho Petrarca —contesta.

—Ah, como me imaginaba —dice Crivelli—, latín sí, griego no. Pero claro, sin tutor, ¿qué puede hacer un hombre si no pintar?

Con el rostro frío y la sangre ardiendo, Leonardo se aleja. Sforza se abre camino desde su asiento.

—Una historia bien contada, muy bien contada —dice el regente—. Leonardo, me parece que propondré al signor Crivelli que le ofrezcáis vuestros servicios como artista, a costa mía naturalmente, para la fiel realización de un retrato de su hija. —Sforza sonríe y echa una mirada a Crivelli, que consiente con una inclinación de cabeza.

A Leonardo le gustaría negarse, pero no se le presenta la oportunidad y él no crea las condiciones para que surja ninguna. Nombre fuerte, voluntad fuerte. Sforza sigue hablando.

—Vayamos afuera a dar un paseo; creo que nos espera un espectáculo.

Hay luna llena. Nobles, damas y comerciantes bajan por las pasarelas de la parte superior de los jardines. El sendero, bordeado por limoneros enanos cultivados en tiestos, termina en un pilón de mármol donde unas carpas producen ondas iridiscentes. Más adelante, unos muros de piedra encierran un segundo jardín, con caminos radiales hasta donde alcanza la vista. A lo largo de los muros se alzan naranjos y cedros. Los invitados llegan hasta el extremo más alejado del jardín, donde todas las pasarelas convergen en un arriate elevado de cipreses, mirto y laurel.

Al frente está el recinto con la tienda que ha levantado Leonardo. Una tela negra cubre la entrada. Francesco indica a todos el camino al interior y luego se coloca detrás de Leonardo.

El interior está oscuro, pero no del todo. El resplandor que llena el recinto viene de la parte superior. En cuestión de segundos, la atención de la gente se dirige hacia arriba. Allí, en el techo, las estrellas fosforosas del cielo nocturno brillan como luciérnagas. Una luna nueva cuelga suspendida en una órbita inmóvil. Pero la mirada de los invitados es atraída más allá. En zonas remotas de este cielo nocturno ilusorio, hay planetas que resplandecen, el gran Júpiter, la hermosa Venus y el luminoso Marte. La perspectiva de estrellas y planetas cercanos y lejanos, más grandes y más pequeños, tiene el efecto deseado: las cabezas permanecen vueltas hacia arriba maravilladas. Mas de repente se corre el oscuro velo del mundo. Se desvanecen las sombras en todos los rincones de la tienda. Un centenar de arañas encendidas rodean la noche, y la transforman en día.

Desde el borde del recinto, Leonardo ve girar los dientes del engranaje mientras el peso de la bóveda es arrastrado a un costado. Hace una señal a Francesco, que cambia hábilmente de posición para girar la rueda de un lado mientras él se encarga de la otra. La cuerda se enrolla alrededor del eje de madera. Mientras, el cable aparece por encima, del otro lado de la pantalla, y los planetas son atraídos hacia arriba. Cambia la escena.

El cielo nocturno ha desaparecido. En su lugar brilla un sol de oro. En medio del recinto, una loggia con columnas jónicas y decorada con querubines dorados alberga una fuente de mármol, que cobra vida mientras la gente mira. Suenan cantos de pájaros, brota agua formando una cascada. De cada rincón iluminado surgen ángeles: niños pequeños, ajenos a la belleza o demasiado partícipes de ella para darse cuenta, lanzan flores a los pies de los presentes.

—Con esto ya basta —dice Francesco—. Algo más y creerán que se hallan en el paraíso.

—Qué lástima haberles dado esperanzas —replica Leonardo. Francesco sonríe.

Leonardo entra en el recinto.

—Magnífico —exclama Sforza, palmeándole el hombro—. Esto es lo que yo llamo magia. —El regente baja la voz—. Quiero ver más de esto… más de vuestra magia.

Leonardo hace una reverencia y vuelve con Francesco.

—¿Qué ha dicho? —pregunta el aprendiz.

—Algo sobre magia. —Leonardo mira las ruedas y las poleas, piensa en el sistema de bombeo y la caja de sonidos en la base de la fuente y recuerda el fósforo en el pigmento de la pintura—. Les das ciencia —dice— y ellos ven magia; les das respuestas y lo llaman herejía. —La idea le sobresalta… quizás eso es lo único que llegarán a querer de él: una noche de estrellas falsas.

—En lo que a mí respecta, el verdadero milagro es cómo conseguimos terminarlo a tiempo —dice Francesco—. Empezasteis con los planetas anoche.

Asunto concluido. Sforza ha tenido su primera experiencia de espectáculo. La cámara de vapor estará acabada a finales de mes. Sólo le falta construir la cisterna. Ha pedido los materiales para el ave; ahora sólo le queda esperar. Alas por vapor. El retrato de la hija de Crivelli es una distracción de la que podría prescindir, pero qué se le va a hacer. Ojalá sea una buena modelo. Repasa el resto de sus proyectos actuales. Sus visitas al hospital han dado más resultado del que esperaba. Se ha cruzado un umbral. Ha concluido su primera disección de un corazón humano. Ha prometido grandeza a Sforza y sabe que deberá cumplir lo prometido. Grandeza o la ilusión de ella. El monumento a Sforza: lo imposible hecho posible. Magia. Si es eso lo que quieren los hombres, se lo dará. La fuente se ha parado; Francesco está guardando el cielo nocturno. Él se dispone a ayudarle.

—Supongo que debería felicitaros —dice Crivelli, acercándose.

—Si ello os complace.

—Decidme, ¿qué será lo próximo? Corre el rumor de una gran escultura.

—Si ello complace al duque.

—Duque sólo de nombre —dice Crivelli—. Pero claro, no todo el mundo es lo que parece.