En las murallas del castillo Sforza no se puede abrir ninguna brecha. En cada lado de la verja hay un amplio portal con arquivoltas. La muralla traza una línea recta, y parece disminuir en proporción a la distancia, como pasa con la perspectiva. En el interior, jardines bien cuidados procuran un necesario contraste con lo que es, básicamente, un edificio de rigurosa simetría. No se aprecia la belleza de un jardín florentino. En los arbustos y los arriates no se ven rosas, ni adelfas. Edificaciones rectangulares encierran un patio impresionante. En los parapetos, se posan bandadas de estorninos que recuerdan a arqueros diminutos. Levantan el vuelo en bandadas ordenadas, como bancos de peces pequeños. Leonardo se apea de la yegua y palpa bajo la silla. Está empapada. Busca un mozo de cuadra.
—Frótala con paja —le ordena.
—Vuestra carta de presentación me ha llegado precisamente hoy. Vais pisándole los talones, Leonardo de Florencia. Decidme, ¿de qué estáis huyendo?
Ludovico Sforza se reclina ceremoniosamente en el centro del salón, en el corazón de la fortaleza situada a las puertas de la ciudad, que será suya aunque no todavía. Pronto morirá Galeazzo, sobrino de Sforza. Después, el ducado de Milán caerá en el regazo del tío como fruta madura.
—Buena pregunta, messer —contesta Leonardo—. De hecho, ¿cómo es posible determinar si un hombre, estando en movimiento, corre hacia un objeto o se aleja de otro?
Su anfitrión echa la cabeza atrás y se ríe. De cuerpo robusto y fuerte, es un hombre tan sólido como sus fortificaciones.
—Lorenzo no se equivoca… esta vez. Dice que tenéis la intuición de cinco hombres y el ingenio para burlaros de cien. ¿Qué decís a eso?
Antes de que él conteste, alguien se le adelanta.
—Es muy posible, aunque desde luego su sastre carece de ambas cualidades. —El séquito de Sforza se compone de nobles, esposas, amantes y comerciantes. Van todos primorosamente vestidos, con colores que él rara vez ha visto en uno u otro sexo: unos escarlata, otros dorado e incluso púrpura. Sforza lleva las manos engalanadas con oro; su capa está ribeteada de armiño. Leonardo viste de lana.
La familia Sforza le ha procurado alojamiento. Ahora cuenta con tres habitaciones y un patio privado. El taller tiene ventanas que dejan entrar la luz. De pie en medio de Corte Vecchia, imagina cómo puede llenar el palacio. Ésta es luz para esculpir. Detesta la suciedad y el polvo, pero sabe que Sforza ansía grandeza, y la grandeza necesita esculturas. Ya lo ha resuelto, el peso de la estatua, la cantidad de bronce y la logística del vaciado por partes. Dará a Milán lo que Florencia no le pudo dar a él: prestigio. Entonces sabrán si es importante que sea seda o lana. Cuando mira a Ludovico Sforza, ve su historia: una familia de condotieros. Soldados mercenarios, hijos de generales, dueños del destino. Leonardo puede hacerlo.
Se aclara la garganta.
—No reivindico intuición ni ingenio. Ni siquiera elegancia, pues Florencia es una ciudad de refinamientos sencillos.
—Decidme —añade Ludovico—, ¿qué opináis de la postura de Lorenzo tras la cruel y bárbara acción cometida contra él mediante el asesinato de su hermano?
Leonardo no está preparado para una pregunta tan directa. ¿Qué quiere el hijo de un condotiero?, se interroga. La respuesta llega rápido: estrategia.
—Florencia está en guerra. Lorenzo tiene ante sí dos opciones, atacar a su enemigo de frente y afrontar las consecuencias, o echarse para atrás y enarbolar la bandera de la paz.
—Y si vos fuerais él, ¿qué escogeríais?
Estrategia.
—La grandeza de un hombre la miden sus decisiones, no sus aptitudes. Yo recomendaría un despliegue de ambas iniciativas. La opción de la paz en vez de la guerra se torna más significativa aún si se compensa con una demostración de fuerza.
Ludovico mueve su corpachón hacia delante en la silla.
—Y esta demostración que decís… ¿qué forma adoptaría?
—La gente necesita grandeza, que a veces hay que evocar. —Le extrañan sus propias palabras, suyas pero también ajenas—. Erigiría una estatua de bronce en honor de mis progenitores —añade—. Pero no cualquier estatua.
—Proseguid —dice Sforza.
—Crearía lo posible a partir de lo imposible. En derredor todos dirían que eso no puede hacerse, pero yo los sacaría de su error.
Ludovico lo mira con profundo interés.
—Así que Lorenzo me ha enviado un hacedor de milagros.
—Sólo Dios hace milagros —replica—. Yo sólo los pongo en práctica. Si el viento es un milagro, puedo aprovecharlo. Si el poder de los ríos, los mares y el agua es un milagro, haré que sirva para algo. Donde otros crean problemas, yo aporto cálculos. Esto es todo. —Piensa que no es posible discutir con las matemáticas.
Sforza se pone en pie. La corte hace lo propio.
—Hablaremos de esto más a fondo, a solas —le dice el regente en voz baja—. Ahora —continúa, dirigiéndose a la multitud— lo que necesitamos es diversión. Mi aliado florentino me dice que también sois músico. —Y otra vez en voz baja—: En fin, ¿lo sois?
Leonardo piensa en la lira hecha con un cráneo de caballo, que guarda en el baúl. Si critican a su sastre, a saber qué les parecerá esto.
—Toco un poco —dice.
—¿Cuál es vuestro instrumento? —pregunta el noble del sastre.
—No puedo decir que tenga una preferencia concreta. ¿Qué os complace más a vos?
El noble coge una flauta de madera de un trovador cercano, pero Sforza alza la mano.
—Traed un laúd —ordena—. Veamos qué partido le saca.
—¿Qué queréis que interprete? —pregunta Leonardo con educación.
—Algo compuesto por vos —dice el regente.
El dueño del instrumento le ofrece una púa, pero él la rechaza; Leonardo prefiere usar los dedos. Comprueba las cuerdas, toca unas cuantas notas y empieza. Elige un passemezzo: una lastimera composición de doce compases que a menudo él varía por placer. Las cautivadoras notas del instrumento llenan la estancia mientras sus dedos puntean con delicadeza, unas veces despacio, otras deprisa. Levanta la vista mientras toca; está tan familiarizado con las cuerdas que puede permitirse el lujo de la desenvoltura.
Ludovico Sforza parece ausente, meditabundo, envuelto en sus pensamientos íntimos. Leonardo advierte que, en una silla lateral, una dama observa al regente con concentrada atención. La melodía llega a su final natural, y Leonardo deja de tocar. Estalla un fuerte aplauso. Ludovico se recuesta en la silla, roto el hechizo, y levanta la copa.
—Bienvenido a Milán —exclama.
—Mi nombre —dice el hombre en la puerta de Leonardo— es Francesco da Melzo. Y me gustaría ofreceros mis servicios como aprendiz.
Leonardo ha deshecho el equipaje y sacado algunos libros, las herramientas y el contenido del baúl. Lo ha colocado todo en orden. Ahora está haciendo etiquetas nuevas para lo que se ha dañado en el viaje. Hay que guardar los pigmentos, limpiar los pinceles. Se asegurará la ayuda de Francesco, que lo mira perplejo clasificar planos, diagramas y fajos de bocetos. Pone cosas en fila, las amontona.
—Quizá te convenga buscar en otra parte.
—Me gustaría trabajar con vos.
—¿Por qué?
—Porque venís de Florencia. Porque sé quién sois.
—Si te dijera qué trabajo tengo en mente, quizá cambiarías de opinión.
Francesco está muy erguido, la cabeza levantada.
—Bueno, no sé… tengo muchas ganas de aprender.
—¿Te gusta la escultura?
—Me encanta la escultura… yo…
—Bien —interrumpe Leonardo, mirándole los brazos, que ve fuertes—. Puedes quedarte.
—Gracias. —Francesco deja la bolsa en el suelo.
—Aquí no, allí.
—Perdón. Si me permitís preguntar… con respeto, por supuesto… ¿qué trabajo teníais pensado?
Es apenas un muchacho. Será unos diez años más joven que él. Pero esto no significa que pueda aguantar el ritmo, su ritmo. Le coge las manos y se las mira. Son blancas y suaves, cuadradas y pequeñas. Leonardo podría aplastarlas en un segundo. Coge un esbozo sencillo de un fajo de papeles y lo deja sobre la mesa.
Francesco mira el dibujo del caballo y luego a Leonardo.
—¿Una escultura? —Leonardo asiente—. Bronce —murmura Francesco, levantando la vista—. Ningún hombre puede fundir setenta toneladas de bronce. —El aprendiz observa atentamente el boceto y las dimensiones anotadas al lado como si alguien le hubiese pedido que caminara sobre el agua—. ¿Cómo haréis algo así? Es imposible.
—Matemáticas —responde—. Siempre hay un cálculo. —Leonardo mira al joven aprendiz—. ¿Qué? ¿Has cambiado de opinión?
Francesco abre su bolsa.
—No.
Leonardo sonríe. Pues muy bien. El chico tiene agallas.
—Vamos a ver, necesito dos manos fuertes y un ojo atento. Tampoco vendría mal una buena espalda. —Salen juntos al patio, en la parte trasera de la bottega—. El molde llenará este espacio por completo —dice.
Permanecen ahí de pie y miran. Los ojos de Leonardo vagan hacia arriba, localizando las invisibles dimensiones de la pieza fundida final hasta descubrir que está mirando, con la cabeza ladeada, el cielo azul y una nube diáfana. En un lado se perfila un alto campanario. En el tejado, unos albañiles están construyendo una cúpula sobre la iglesia. Según Francesco, Milán rebosa de proyectos. El regente está ocupado arreglando matrimonios y formando un ejército —ambas cosas son equivalentes—. Sforza gasta mucho. Si se encapricha con un proyecto, debe verlo realizado.
—¿Debe? —pregunta Leonardo. «Debe», piensa… a cualquier precio. Asiente. Es una forma de hacerlo. Enrolla el dibujo y lo guarda en su sitio.
—Creo que esto le entusiasmará —dice Francesco, mirando.
—Seguro, con el tiempo. Me encargaré de que te paguen bien. Y si hace falta, te pagaré yo mismo.
—No me importa tener que esperar para cobrar —dice Francesco mientras va disponiendo sus herramientas—. Una tarea como ésta será un buen espectáculo… siempre y cuando contemos con los medios para llevarla a cabo.
—Sí, incluso un escultor ha de comer de vez en cuando —replica Leonardo—, de lo contrario tendrá una estampa demasiado enclenque. —Coge el cincel de Francesco y lo sopesa. Ligero en exceso.
—Por las manos veo que tenéis una fuerza cinco veces superior a la mía —añade Francesco, y coge un cuchillo bellamente forjado con un mango de madera tallada—. Probad éste. El nombre de Sforza tiene un borde afilado. Quizá yo debería guardaros las espaldas.
Las cosas de Leonardo están como él desea. Pero echa de menos a Andrea y su gota. Se sienta en una silla y piensa en Florencia. Domenico estará barnizando el retablo. Sandro estará entrando y saliendo porque no puede ausentarse mucho tiempo. Andrea debe de estar preocupado por su pierna o por una fiebre inexistente que Leonardo no podrá curar. Al resto lo aparta.
Los otoños milaneses se anuncian con rotundidad. La vida se desvanece deprisa. Los árboles están ya perdiendo las hojas. Han desaparecido las golondrinas. Una especie de soledad acompaña el ritmo de trabajo, que él reanuda como si no se hubiera parado jamás. Es el país de Plinio. Encuentra su ejemplar de la Historia natural y busca Padus: río de rayos y orillas ambarinas. A la mañana siguiente, se calza las botas de cuero, se pone la gruesa túnica marrón y va a echar un vistazo a lo que puede ofrecerle el valle del Po.
Los lagos de montaña vierten sus aguas en el río. Pero para llegar ahí necesita la yegua. La de su padre está haciéndose vieja. Leonardo la examina y le da de comer harina de avena, pero no se forma músculo sino que se pierde, y Leonardo no puede hacer nada. Prepara un remedio de cebada y dedica un tiempo que no le sobra a almohazarla y darle fricciones. El mozo de cuadra no tiene la menor idea. Leonardo le da instrucciones. Si la yegua empeora, tendrá que llevarla al matadero. La idea se le hace insoportable. El día antes de abandonar Florencia, se paró en la Via Montecomune. Pero la visita fue breve. Su padre habló demasiado, Leonardo demasiado poco. Imagina que entre ambos hubo una conversación. Sujeta las patas del animal con correas, lo retira de la circulación, y piensa que debe pedirle a Sforza que le deje utilizar uno de sus caballos.
Francesco ha salido en busca de tela. El regente ha avisado de las celebraciones inminentes. Leonardo se da cuenta de que los vestidos y las banderas de Florencia no servirán. Sforza quiere espectáculo. Leonardo deberá proporcionárselo. Esto lo desanima, pero siempre existe la posibilidad de la mecánica. Ha diseñado una nueva polea; se pregunta si Francesco será capaz de hacerla, o si él tendrá que perder más tiempo enseñándole. Entonces recuerda la paciencia de Andrea, que le sirve de cura de humildad. Oye a alguien fuera y abre la puerta, esperando que sea Francesco. Pero es un heraldo que apenas tiene tiempo de anunciar la llegada del regente. Sforza le Es apenas un muchacho. Será unos diez años más joven que él. Pero esto no significa que pueda aguantar el ritmo, su ritmo. Le coge las manos y se las mira. Son blancas y suaves, cuadradas y pequeñas. Leonardo podría aplastarlas en un segundo. Coge un esbozo sencillo de un fajo de papeles y lo deja sobre la mesa.
Francesco mira el dibujo del caballo y luego a Leonardo.
—¿Una escultura? —Leonardo asiente—. Bronce —murmura Francesco, levantando la vista—. Ningún hombre puede fundir setenta toneladas de bronce. —El aprendiz observa atentamente el boceto y las dimensiones anotadas al lado como si alguien le hubiese pedido que caminara sobre el agua—. ¿Cómo haréis algo así? Es imposible.
—Matemáticas —responde—. Siempre hay un cálculo. —Leonardo mira al joven aprendiz—. ¿Qué? ¿Has cambiado de opinión?
Francesco abre su bolsa.
—No.
Leonardo sonríe. Pues muy bien. El chico tiene agallas.
—Vamos a ver, necesito dos manos fuertes y un ojo atento. Tampoco vendría mal una buena espalda. —Salen juntos al patio, en la parte trasera de la bottega—. El molde llenará este espacio por completo —dice.
Permanecen ahí de pie y miran. Los ojos de Leonardo vagan hacia arriba, localizando las invisibles dimensiones de la pieza fundida final hasta descubrir que está mirando, con la cabeza ladeada, el cielo azul y una nube diáfana. En un lado se perfila un alto campanario. En el tejado, unos albañiles están construyendo una cúpula sobre la iglesia. Según Francesco, Milán rebosa de proyectos. El regente está ocupado arreglando matrimonios y formando un ejército —ambas cosas son equivalentes—. Sforza gasta mucho. Si se encapricha con un proyecto, debe verlo realizado.
—¿Debe? —pregunta Leonardo. «Debe», piensa… a cualquier precio. Asiente. Es una forma de hacerlo. Enrolla el dibujo y lo guarda en su sitio.
—Creo que esto le entusiasmará —dice Francesco, mirando.
—Seguro, con el tiempo. Me encargaré de que te paguen bien. Y si hace falta, te pagaré yo mismo.
—No me importa tener que esperar para cobrar —dice Francesco mientras va disponiendo sus herramientas—. Una tarea como ésta será un buen espectáculo… siempre y cuando contemos con los medios para llevarla a cabo.
—Sí, incluso un escultor ha de comer de vez en cuando —replica Leonardo—, de lo contrario tendrá una estampa demasiado enclenque. —Coge el cincel de Francesco y lo sopesa. Ligero en exceso.
—Por las manos veo que tenéis una fuerza cinco veces superior a la mía —añade Francesco, y coge un cuchillo bellamente forjado con un mango de madera tallada—. Probad éste. El nombre de Sforza tiene un borde afilado. Quizá yo debería guardaros las espaldas.
Las cosas de Leonardo están como él desea. Pero echa de menos a Andrea y su gota. Se sienta en una silla y piensa en Florencia. Domenico estará barnizando el retablo. Sandro estará entrando y saliendo porque no puede ausentarse mucho tiempo. Andrea debe de estar preocupado por su pierna o por una fiebre inexistente que Leonardo no podrá curar. Al resto lo aparta.
Los otoños milaneses se anuncian con rotundidad. La vida se desvanece deprisa. Los árboles están ya perdiendo las hojas. Han desaparecido las golondrinas. Una especie de soledad acompaña el ritmo de trabajo, que él reanuda como si no se hubiera parado jamás. Es el país de Plinio. Encuentra su ejemplar de la Historia natural y busca Padus: río de rayos y orillas ambarinas. A la mañana siguiente, se calza las botas de cuero, se pone la gruesa túnica marrón y va a echar un vistazo a lo que puede ofrecerle el valle del Po.
Los lagos de montaña vierten sus aguas en el río. Pero para llegar ahí necesita la yegua. La de su padre está haciéndose vieja. Leonardo la examina y le da de comer harina de avena, pero no se forma músculo sino que se pierde, y Leonardo no puede hacer nada. Prepara un remedio de cebada y dedica un tiempo que no le sobra a almohazarla y darle fricciones. El mozo de cuadra no tiene la menor idea. Leonardo le da instrucciones. Si la yegua empeora, tendrá que llevarla al matadero. La idea se le hace insoportable. El día antes de abandonar Florencia, se paró en la Via Montecomune. Pero la visita fue breve. Su padre habló demasiado, Leonardo demasiado poco. Imagina que entre ambos hubo una conversación. Sujeta las patas del animal con correas, lo retira de la circulación, y piensa que debe pedirle a Sforza que le deje utilizar uno de sus caballos.
Francesco ha salido en busca de tela. El regente ha avisado de las celebraciones inminentes. Leonardo se da cuenta de que los vestidos y las banderas de Florencia no servirán. Sforza quiere espectáculo. Leonardo deberá proporcionárselo. Esto lo desanima, pero siempre existe la posibilidad de la mecánica. Ha diseñado una nueva polea; se pregunta si Francesco será capaz de hacerla, o si él tendrá que perder más tiempo enseñándole. Entonces recuerda la paciencia de Andrea, que le sirve de cura de humildad. Oye a alguien fuera y abre la puerta, esperando que sea Francesco. Pero es un heraldo que apenas tiene tiempo de anunciar la llegada del regente. Sforza le hace un gesto para que se aparte y entra como si tuviera prisa.
—Muy bien, pues, ¿está todo a vuestro gusto? Me he enterado de que Melzo se ha puesto a vuestro servicio. Buena noticia. Habrá otros, sin duda. No tendréis dificultad alguna en mantenerlos ocupados, ni en pagarles el salario. Yo me encargaré de ello. —Sforza le pone la mano en el hombro—. Espero grandes cosas de vos, Leonardo. Grandes cosas. Lorenzo os tiene en gran estima, pero claro, tal como está la situación, no es libre de patrocinar todos los proyectos que querría. En cambio, yo sí. —El regente deja los guantes y el sombrero sobre la mesa y pasea de un lado a otro, echa un vistazo al montón de libros sin hacer comentarios, se detiene frente a las hileras de pergaminos—. Enseñadme lo que tenéis aquí.
Leonardo no suele enseñar nada. Una arraigada reticencia lo frena a la hora de abrir el baúl, y ni hablar de mostrar el contenido. Pero ha puesto un cebo para el oso y no tiene intención de volverse atrás. Pasa el dedo por los fajos, saca los bocetos de caballos, y luego los dibujos para la construcción del canal. Otra época, otro lugar. Su plan de enlazar Florencia con la costa bien podría haber sido un viaje a las estrellas. Sforza hojea los esbozos. El regente muestra más interés en el jinete que en el caballo, admira la arremetida de la lanza, el fluido movimiento del hombro del lancero. Se vuelve hacia Leonardo.
—Llevo meses deseando una cámara de vapor como esas que tienen en Génova. Sería fácil para vos encargaros de eso, ¿verdad?
Leonardo traga saliva.
—Sí, desde luego. —Debe hacerlo. Espera lo que vendrá.
—Bien, bien —dice el regente, y acto seguido añade—: En cuanto a vuestros proyectos personales, tendréis en mí a un generoso benefactor. Utilizad los materiales que queráis. Pedid lo que necesitéis. He oído que vuestros intereses son diversos y variados. ¿Es verdad?
—Es verdad. —Él no se esperaba eso.
A Sforza le hace gracia.
—Veo que no habláis mucho. Sé, por ejemplo, que os interesa la anatomía. —El cuchillo de Francesco está donde él lo dejó. Sforza lo coge y lo examina—. Excelente hoja. —Lo deja donde estaba—. Bien, ¿es verdad?
—Sí, me interesa.
Ludovico Sforza: el guerrero, el luchador. Un nombre fuerte, una voluntad fuerte. El hombre debe tener su respuesta. Leonardo coge aire.
—He llevado a cabo varias disecciones, y he hecho importantes progresos en muchos ámbitos del conocimiento de… —Sforza lo interrumpe.
—¿Disecciones? ¿Con o sin permiso? —El regente ya sabe la respuesta.
—Sin permiso.
—En tal caso, de ahora en adelante podréis hacerlas con permiso. En el Ospedale Maggiore os harán ese favor. Me ocuparé de los arreglos necesarios. —Sforza coge los guantes y el sombrero de la mesa, al lado del cuchillo, y se despide con un gesto y una mirada.
Leonardo se sienta un rato en una silla del rincón, pensando en la imprevisibilidad de los príncipes. Llega Francesco. Lo pone a cortar la tela que ha traído: rollos de crespón negro. Le enseña a fabricar una polea. Le pide que modifique las dimensiones de la rueda. La carpintería no es lo suyo. Hará los cálculos, pero no le gusta nada el polvo y la suciedad que conllevan. Se lo deja a Francesco y deambula por las cuadras de Sforza intentando no pensar en la cámara de vapor, admirando un caballo tras otro. El mozo le formula una pregunta sobre emplastos. Arcilla y eucalipto, contesta Leonardo y le explica cómo se hace. Es fácil conseguir lo que necesita. Filippo prepara una yegua negra. Sale a caballo por la puerta del castillo; el sol le calienta la espalda y el viento le da en la cara. Si la yegua tuviera alas, volaría.
Cruza la llanura de Lombardía. Numerosos manantiales riegan la blanda tierra de arcilla, fluyen desde las montañas del otro lado de Bergamo como las venas que alimentan un cuerpo. Leonardo sigue el curso de afluentes tributarios contra la corriente, dirigiéndose hacia destellos de límpido azul entre árboles altos. Una inmensa extensión de agua llena una hondonada entre montañas. En un extremo la tierra se aplana, y el lago desagua en el valle. Desde allí, sopla viento dando impulso a las aves de presa del lago. Ahora Leonardo se halla a la altura de las aves. Se apea de la yegua, sujeta las riendas en una rama y observa su vuelo sobre el agua. ¿A qué altura? Para averiguarlo tiene que bajar hasta el lago y después subir. Puede hacerlo más tarde. Una repentina ráfaga de viento transporta flotando hasta sus pies una pluma blanca. No la coge. Las plumas son una solución, pero hay otras: el vuelo es un cálculo matemático. Lo sabe desde la primera vez que vio un halcón en el aire o una bandada de estorninos en formación. No es posible discutir con las matemáticas. Cada problema tiene su solución. Y como Sforza le ha dado libertad para buscar una, lo hará, aunque eso implique construirle la cámara de vapor. Alas por vapor: una transacción justa, piensa.
Se le ocurre sólo una dificultad cuando vuelve a montar: el peso. Anota mentalmente que hará falta pasar hambre. Acto seguido, sitúa la yegua de Sforza en dirección descendente y deja que ella marque el paso.
A su llegada, Francesco ya ha hecho las poleas. Leonardo cuenta los días que faltan para el día de la celebración. Tiempo suficiente. Coge dos rollos de pergamino y se sienta frente al escritorio. Ya ha terminado los esbozos del monumento a Sforza tal como lo ve en su cabeza: un caballero montado sujetando una lanza, a sus pies la figura derrotada de su enemigo, y mayor que ambos —mayor que cualquier otra estatua de Italia— la figura del caballo encabritado. Al lado hay otros tres bocetos inacabados: la figura de una mujer, sin cara, sin fondo. Sólo formas. Unos cuadros están completos antes de su finalización, mientras que otros no llegan a estarlo nunca. Está escrito, se dice a sí mismo, que el retrato de Lisa Gherardini no va a hacerse realidad. De todos modos, se pregunta lo siguiente: en el caso de haber conseguido que los ojos de ella vieran, ¿habría mirado Lisa los dibujos de la estatua de Sforza y habría dado ánimos a Leonardo? No, piensa. Risas; el sonido de un arroyo entre arboledas verdes escondidas; el roce del ala de un murciélago en las profundidades de una cueva.
Hace a un lado el boceto del monumento a Sforza y coge un trozo de carboncillo. El concepto es simple, bello y sorprendentemente simple. Él menea la cabeza mientras el dibujo crece. Pieles, ligeras y fuertes, estiradas como las alas de un murciélago en un bastidor de madera extensible. Alas de murciélago. Las plumas son una solución, pero hay otras. Reprendiéndose por no haberlo pensado antes, dibuja hasta que la estancia está fría y oscura. Se le olvida encender la lámpara. Llega Francesco en su busca. Su amable aprendiz ha preparado comida. Leonardo ha de comer.
—Ahora no —dice—. Más tarde.
Para conseguir que Francesco se vaya, accede a comer. Pan y aceitunas, pero no queso. Hace falta pasar hambre, pero es difícil, pues este nuevo aprendiz suyo tiene otras ideas. Se parece a Andrea, piensa. Después pide tinturas a Francesco.
De nuevo solo, abre la carta de Andrea… «acabo de regresar de Venecia, a nuestra bottega familiar de Florencia, cubierto de polvo y medio enfermo debido a la ausencia y pese a los esfuerzos de Domenico, quien, como Sandro, ahora tiene su propio lugar de trabajo y muy poco tiempo para escuchar las quejas y exhortaciones de un maestro envejecido. Para vuestra información, el fraile que mencioné en mi carta anterior ha vuelto a Florencia y ha sido visto predicando en San Marco. Sus sermones me aburren. Parece que la gula es un pecado más grave de lo que yo me figuraba, aunque si llega el día en que yo me modere en consecuencia, entonces daré personalmente las gracias al hombre por sus esfuerzos. Florencia es ahora un lugar más peligroso, con revueltas en cada esquina y rumores de que Lorenzo está cada vez más débil y cansado de los conflictos. Los Signori de Venecia solicitan mi colaboración en un encargo para honrar a su condotiero asesino, y ya les he mandado al infierno varias veces. En todo caso, si lo hago otra vez no habrá malas consecuencias, y ello servirá al menos para apaciguar mi espíritu y compensar la inferior calidad de sus rancios vinos, cuyo néctar representa una débil antorcha frente al cálido brillo de nuestros caldos toscanos…»
Como si Andrea estuviera aquí con él, Leonardo se sirve una copa de vino y brinda por la moderación y el fin de la gota. La carta ha llegado con mucho retraso. Ahora Leonardo sabe incluso que Lorenzo ha partido de Florencia para negociar una peligrosa paz con Roma. La diplomacia de la metáfora acabará triunfando, pero no antes de que se vierta suficiente sangre como para inundar la nave de una iglesia. Sus últimos recuerdos de Florencia están teñidos de rojo. Mañana pondrá a prueba a Sforza y visitará el Ospedale Maggiore. Si el regente es un hombre de palabra, será que quizá todavía hay esperanza para los príncipes.
Leonardo duerme totalmente vestido. Ahora las noches son frías. Antes de cerrar los ojos, echa un último vistazo a su griego. Sabe qué sueño tendrá. Se encuentra encima de un lago. A su alrededor, el aire libre; debajo, aguas abiertas. Su cuerpo está hecho de piel y madera. Sus brazos se extienden a los lados, tocando el espacio. Coge aire y corre hacia el borde del precipicio. Pero el precipicio va hacia él, cautivándolo y arrastrándolo al aire. Leonardo mira hacia abajo; el lago pasa a gran velocidad, pero él está ascendiendo, no cayendo. Mientras se desplaza por el aire, sus brazos de madera se convierten en alas, en la piel le crecen plumas. Como un ave gigantesca, percibe la corriente de aire y la controla, ladeando el cuerpo para efectuar el giro, abrazando el viento como a un amante.
Pero ahora algo lo deslumbra. El sol, más potente que el viento y más fuerte que la corriente, lo espolea. Cegado por la luz, no puede detenerse. Oleadas de calor le queman la piel; sus plumas quedan chamuscadas por chispas. Acto seguido, comienzan a lloverle encima rayos de fuego, que le devoran las plumas hasta transformarlo en una antorcha volante. Se le ampolla la piel; ahora las alas son bastones de madera que chisporrotean y estallan al sol. Mientras vuela despidiendo llamas hacia el núcleo de fuego, tiene un recuerdo atroz. Ha de regresar. A través del rescoldo del esqueleto del ave, vislumbra a su padre.
—Vuelve —grita el padre—. Tienes que parar.
Su padre tiene el rostro afligido, la mano extendida. En la confusión del momento, Leonardo rememora una conversación. Pero del ave ya sólo quedan cenizas, y no hay nada más que decir.
«No puedo», piensa, y cierra los ojos.
Es la noche más larga del invierno. Se pone la capa, sale de Corte Vecchia y cruza la puerta del castillo en dirección a la ciudad. Voces débiles en el aire frío, niños que lloran, criadas de cháchara en los patios. De una casa le llega el ruido de la loza al romperse; en otra, alguien toca un clavicordio.
Pasa frente a la catedral, cuya vertiginosa estructura se agita en la oscuridad. Se levantan líneas verticales de mampostería junto a los portales y las ventanas de la fachada, donde las aberturas abovedadas del edificio arrojan una sombra vacía, como los ojos cerrados de un gigante de piedra dormido. En la escalinata, hombres de pie, unos jóvenes, otros más viejos, hablando en grupos. Leonardo advierte que uno en concreto es el de menor edad: asombrosamente bello, el rostro delicado y de rasgos angulosos, el pelo un montón de rizos sueltos. Pasa por su lado; el grupo lo sigue a cierta distancia y luego desaparece, tragado por otra callejuela oscura.
Leonardo se detiene y se apoya en el muro. El aire frío entra en contacto con la piedra fría. Resuenan voces en las callejas a su espalda, al principio amables, luego enérgicas, al final silenciosas. Toca la piedra con los dedos. Aprieta la espalda contra el muro. Sabe lo que oye, el sonido de hombres y muchachos turnándose. Asqueado, lucha contra su instinto, se aleja del muro y echa a andar hasta que unos gritos de pánico y confusión lo hacen volver corriendo a la calleja. El grupo de muchachos está sujetando al más joven, inmovilizado contra el muro mientras los demás se disputan la posición.
Sin pararse a pensar, se planta delante de ellos. No ha propinado un golpe en su vida, pero no hay tiempo para pensar en eso ahora. Agarra a uno de los chicos por el cuello y lo empuja a un lado. A otro lo coge del jubón. Al menos aprieta con fuerza, de eso no le cabe duda. Es más fácil de lo que creía, los muchachos forcejean en vano.
—¿Qué voy a hacer con vuestra indecencia? —les grita—. ¿Queréis acabar en la horca? Tengo vuestras caras, los nombres no, pero los nombres son sólo una palabra que saldrá de su boca —dice señalando al chico del pelo rizado, que está temblando envuelto en su sombra—. Y os digo que estoy totalmente dispuesto a revelarlos. —Con gran alivio suyo, dan media vuelta y se van corriendo. Uno se queda atrás.
—Yo no —chilla—. Yo no he hecho nada…
—Entonces vete a casa —dice Leonardo con calma. Luego se dirige al muchacho.
—¿Estás bien?
Le contesta que tiene frío; Leonardo le da su capa.
—¿Dónde vives?
El muchacho menea la cabeza.
—¿Cómo te llamas?
—Giacomo.
—Ven —le dice. Caminan hasta la gran entrada del Ospedale Maggiore.
En el otro lado de la reja aparece una cara marchita.
—¿Qué queréis?
—Busco a Bonafù.
Lo dejan pasar sin dilación. Se dirige al muchacho.
—Aquí tengo cosas que hacer que me pueden retener hasta la madrugada. Si quieres esperarme, cuando termine volveré por ti.
Bonafù se hace a un lado para franquearle el paso. Leonardo deposita unas monedas en la mano del guardián.
—El chico de ahí fuera —dice—; encargaos de que coma.
Bonafù agita las monedas.
—Estáis de suerte. Esta noche ha llegado directamente de la cárcel. Aunque apareciera algún pariente reclamando el cadáver, en lo que concierne al capellán, es más probable que entierren a su perro. Así que todo vuestro, dottore; saludos del Príncipe —añade.
Bonafù no le gusta. El guardián del hospital no respeta a nadie, ni vivos ni muertos.
—¿Cómo murió?
—Como ya he dicho, ¿qué más da? Estoy vivo, y a nadie le importa cómo.
Llegan a la sala donde yace el cadáver. Al entrar, a Leonardo le impacta el olor de la muerte. Encerrada entre paredes húmedas, la muerte origina una emanación vaporosa. En una mesa de piedra está tendido el cuerpo de un hombre. No se le ve la cara: la sangre apelmazada oculta los rasgos, a excepción de la boca, que ha quedado ligeramente abierta. Bonafù se lleva a la boca un trozo de tela; le da otro a Leonardo y se sorprende de que lo rechace.
—¿Cuál fue su delito? —pregunta al guardián.
—Asesinato —contesta Bonafù con voz apagada, haciendo un gesto de asco hacia el cadáver.
El cuerpo está cubierto con una gasa, que Leonardo retira de inmediato. Le cierra la boca y, con ayuda de la única vela encendida de la sala, le levanta un párpado y mira dentro con atención. Bonafù da vueltas a su espalda.
—Necesito más velas —dice de pronto—. Y una jarra con agua.
—¿Qué queréis…?
—¡Nada de preguntas! —Da media vuelta con la vela en la mano—. ¿Entendido?
Bonafù se retira en silencio y regresa con más velas.
—Ahora marchaos. No puedo trabajar con vos aquí presente.
Una vez que se ha ido Bonafù, Leonardo se queda quieto un instante, cuchillo en mano, consciente de que debe despejar la mente. Efectúa la primera incisión. Hay poca sangre. Se abre camino por la carne del pecho hasta tocar el hueso. Corta desde la parte central, de lado a lado, y deja al descubierto la mayoría de las costillas. Si puede atravesar las hileras de costillas sin estropear nada, tendrá lo que quiere: una visión clara del corazón y su sitio en el cuerpo. No es fácil. Se vale de una cuchilla dentada para serrar con todo el cuidado que puede, temeroso de que la hoja se le resbale y corte los órganos protegidos por la caja torácica. Tras lo que parece un buen rato, se ha abierto paso por cuatro costillas de cada costado. Deja la cuchilla y se lava las manos con el agua de la jarra junto a la ventana mugrienta, a través de la cual la luna se esfuerza por brillar. Luego se limpia la cara con un trapo húmedo y flexiona las manos. Coge aire y anota el momento en su diario. «El corazón humano.» Del que tanto se habla y tan poco se sabe. Se inclina sobre el tórax abierto y quita de la superficie del corazón partículas de hueso y sangre coagulada. De inmediato se pone a dibujar. Cuando el dibujo está acabado, coge la pluma y escribe, los pensamientos vuelven a las últimas observaciones que ha hecho, ahora guardadas en las profundidades de su baúl pero siempre en su cabeza:
«La superficie del corazón está dividida en tres partes por tres venas que vienen de la base. Dos de ellas están en el lado alejado del ventrículo derecho, debajo del cual pasan dos arterias casi juntas. En cuanto a la tercera vena, aún no he visto claro si va acompañada de otra arteria, por lo que me dispongo a quitar más carne de la superficie a fin de satisfacer mi curiosidad.»
Coge el cuchillo y hace otra incisión, y corta para dejar al descubierto las cámaras internas del corazón. Se aparta y observa el cuadro completo. El latido de su corazón ha cambiado para siempre, piensa. Ya nunca más lo sentirá igual. Una de las velas se consume; se le chamusca el brazo. Apaga el fuego con el dedo. Amanece. Inicia una nueva línea.
«El corazón no es el principio de la vida; es un recipiente formado a partir de un músculo compacto alimentado por arterias y venas. El corazón late espontáneamente sin cesar a menos que se pare para siempre.»
«A menos que se pare para siempre.» La muerte se reduce a estas pocas palabras. Recuerda la pica con la cabeza del conspirador contra Lorenzo. Algo más que unas palabras, piensa, y borra la imagen de su mente. Lo recoge todo, recoloca los huesos y cose la piel, consciente de que pronto regresará el guardián. Se dice para sus adentros que da igual, pero trabaja con respeto y un cierto sentido de la intimidad hasta que el cuerpo del hombre recupera el mismo aspecto que antes. Enrolla el pergamino, que guarda junto con su diario justo antes de que Bonafù aparezca otra vez en la ventana.
Leonardo observa mientras llevan el cadáver al fuego. Lejos de los ojos de Dios y los hombres, en un purgatorio creado por Dante.
Cuando regresa a la puerta, Giacomo está donde él lo ha dejado, acurrucado en un banco de piedra. Se marchan mientras clarea y las calles van llenándose de gente. Giacomo sabe bien que los callejones tranquilos, los muros llenos de mugre y el purgatorio son revelaciones de la noche. La noche acecha las sombras de la mente. Portadora de noticias fatídicas, devoradora de hombres. Estimula la curiosidad de los que no pueden dormir. Y roba la paz de quienes no tienen elección.
Leonardo abre de golpe la puerta de la bottega y sorprende a Francesco en estado de desasosiego.
—¿Dónde estabais? —pregunta, mirándole la cara pálida y las manos rojas.
—Trabajando —responde Leonardo.
Francesco asiente con aire de preocupación.
—He estado pensando —dice mientras esgrime un dibujo preliminar del monumento a Sforza—. ¿Necesita la estatua ser…?
—Ahora no, Francesco. —Hace entrar a Giacomo—. Tenemos a un ayudante. Primero ha de aprender sobre pigmentos. ¿Puedes enseñarle tú? —Tira al suelo la capa y la bolsa—. Ah, y nos hará falta más cuerda de la que tienes ahí. —Hace un gesto hacia una pila del rincón.
—Desde luego —responde Francesco, mirando horrorizado los andrajos de Giacomo.
—Y ocúpate de que se ponga algo decente. —A Francesco no le gusta el aspecto de Giacomo, mas qué remedio.
—Pero primero…
—Primero busca más cuerda, más madera, más correas de cuero; y necesito algo de fósforo.
—Pero ¿no deberíais dormir un poco? Parecéis medio muerto. ¿Lo que estáis planeando no puede esperar? —Francesco observa con desconcierto pesaroso el boceto de la estatua—. ¿Una nueva ala para la catedral?
—No. —Los ojos de Leonardo siguen a Giacomo mientras éste deambula por la bottega, tocando esto, palpando aquello—. Disculpa. ¿No te lo dije? —Se echa agua en las manos y se quita la suciedad y la sangre restregando—. Vamos a proscribir la noche.