Leonardo mantiene firme la mano. Escribe como de costumbre: con la mano izquierda, de derecha a izquierda. Andrea mira sin decir palabra. Completa la anotación en su diario: este día, el decimotercero de las calendas de junio. En otra hoja hay un boceto de un hombre colgado de una horca.
Apenas han salido de las habitaciones de la villa de Andrea. La casa es sencilla pero cómoda: llena de esculturas en diferentes fases. Brazos sin cuerpos, un busto aquí, un torso allá.
—El cuerpo de Salviati ya está hecho pedazos —dice Andrea—. Los otros siguen escondidos, pero Lorenzo los encontrará y también serán colgados. De todos modos, vuestra forma de escribir acaso os lleve al extremo de la cuerda más deprisa.
Leonardo deja la pluma y levanta la vista hacia Andrea. ¿Qué es peor, la acusación o la preocupación?, se pregunta. Rechaza las dos cosas.
—No cambiaré la forma de escribir para evitar a una cuadrilla de clérigos asesinos.
Coge el manuscrito y se lo da al escultor. Es un grueso fajo de pergaminos sujeto por una tira de cuero. Largos años de observación y estudio, la fuente de su júbilo y sus padecimientos, su verdadera razón de vivir. Al mirar el montón de hojas apenas es capaz de imaginar dónde, en todas esas palabras e imágenes, termina Leonardo y comienza Leonardo da Vinci. Su vida rezuma páginas gastadas: el eco de una época en que se podía crear y destruir monstruos, tejer sueños, desentrañarlos y rehacerlos. Pero ¿qué verá Andrea? Le alcanza un espejo.
—¿Esto es lo que necesito? —El escultor mueve el espejo horizontalmente, junto a los dibujos y notas que Leonardo ha hecho y tomado en el pequeño cuarto trasero de Santa Maria Nuova. Para ver mejor, se coloca bajo la luz del sol que entra a raudales por la ventana.
Es casi pleno verano. Lorenzo se ha recuperado de las heridas, pero Florencia aún padece. Ha estallado la guerra con Roma y Nápoles, como ya se preveía. De los asesinos de Giuliano, sólo queda uno. El palazzo ha sido encordado como el mástil de un barco con los cadáveres de Salviati, Pazzi y los miembros de su familia. Sólo se ha salvado Riario. Ninguna multitud colgará a un cardenal. Diplomático hasta el fin, Lorenzo se mantiene discretamente al margen y deja que la Signoria enardezca al populacho.
Andrea deposita el manuscrito sobre la mesa.
—Lo que habéis escrito y dibujado es asombroso —dice el maestro.
Ha pasado mucho tiempo desde David. Leonardo mira a Andrea: ya no es ningún jovencito, demasiada gota, demasiado poca paciencia, y sabe que un hombre que vive tanto tiempo al fin pierde la voluntad de desafiar a Goliat. Leonardo espera las palabras que ya ha previsto.
—Lo que habéis hecho es más que peligroso, es insensato. —El dibujo más reciente muestra el funcionamiento del ojo humano. En una esquina de la hoja, una mancha de sangre seca se ha ido desmenuzando hasta quedar en nada—. No entiendo cómo podéis hacer algo así, es, es…
—¿Una barbaridad? —dice Leonardo con calma.
—Sí. Vos lo habéis dicho. Así es.
Cuando tenía once años, trabajaba porque no podía parar. Ahora trabaja porque sabe que no debe parar. Podrían atarlo al escritorio. Lo envuelven sombras por ambos lados.
—Muy bien. Si es eso lo que pensáis, me voy. De aquí. De Florencia. —Leonardo recuerda su primer día en la bottega, su dibujo de la catedral, a Andrea surgiendo del polvo tras haber estado seis horas usando el escoplo. Todo tiene su historia. La cara en la ventana, la figura en el sendero de piedra por el que partió de noche. El peso de Anchiano a su espalda y frente a él la cúpula de Brunelleschi, Florencia, Lisa. El pasado de Leonardo está lleno de partidas. ¿Qué importa una más?
Andrea menea la cabeza.
—Leonardo, vuestra mente tiene el camino trazado desde el mismo día en que os conocí y desde el momento en que os contraté. Sé muy bien que es absurdo discutir con vos, incluso intentar convenceros de que me escuchéis. Habéis llegado a ser mi hijo en todos los aspectos salvo en lo legal; así es como pienso en vos. Sé que sois obstinado: quizá ni siquiera obstinado, algo más allá de lo común, pero la idea de este manuscrito en manos de alguien como Riario, que sobornaría a su hermano para matar a su madre si le conviniera, me hace temblar. Aunque Lorenzo estuviera en condiciones de ayudaros, ahora quizás elija no hacerlo. —El maestro extiende la mano y le toca el hombro. La reacción de Leonardo es retroceder, pero se queda rígido.
—Hay otros hombres poderosos que agradecerían mi talento.
—Sin duda. Pero si queréis luchar contra la Iglesia, os hará falta otra clase de amigos, distintos de Lorenzo de Medici. Los Medici os pagarán la comida y la cama, pero no tendrán estómago para las disecciones.
—Mi batalla no es con la Iglesia —dice Leonardo—, sino con las mentes de los hombres, de todos los que me rodean. —Se vuelve. Andrea tiene que haberlo entendido más que nadie—. Hasta de vos. —Nota que le tiembla la voz y la controla—. De los hombres que piensan que cortar la cabeza de un semejante y clavarla en una pica es menos bárbaro que abrirle el pecho y observar su corazón.
—Eso puede ser muy cierto —replica el escultor—. Pero permitidme daros un consejo. Lo que hay en el corazón de un hombre es una cosa, lo que hay en el vuestro es otra. Abrir uno no os dirá qué es. —El escultor levanta la mano—. Dejémoslo por ahora. Quiero que conozcáis a un amigo. Hablad con él; después tomad la decisión. Es todo lo que os digo. Si entonces aún queréis hacer el equipaje y marchar, quizá tendréis al menos un norte. Este hombre ha seguido vuestros progresos con mucho interés. El Bautismo de Cristo, recordad… el primer ángel que pintasteis atrajo su atención, pero lo que más le impactó fue vuestra figura de Cristo.
—Muy bien —contesta Leonardo—, pero para ayudarme no se me ocurre nadie mejor que yo mismo.
Regresa a sus aposentos y mira en el baúl, su modesta colección de pinceles, pigmentos y libros, el reloj de sol de bronce en un extremo del escritorio, la variedad de planos, diagramas, su inacabada caja de observación y otros modelos que ha creado. Hay montones de telas, pergaminos y varios botes de aceites, polvos y preparados, con etiquetas y fechas. Esta habitación es su casa, pero nunca ha estado más dispuesto a irse. Sabe que Andrea tiene razón con respecto a Lorenzo, pero no quiere escucharlo. Está cansado de los demás y de su estrechez de miras: su rigidez les ata las manos y les cierra los ojos. ¿Es herejía buscar la verdad? ¿Dios no quiere que entiendan este mundo, que descifren sus misterios? ¿Nadie puede distanciarse un poco y ver el cuadro completo —hombre, Dios y naturaleza— como algo único?
Se acerca al escritorio, coge un trozo de carboncillo y varias hojas de pergamino. Dibujará mientras escriba. Escribirá lo que él decida. Ésa es su forma de ser: su mano se mueve de derecha a izquierda, su mente realiza los cálculos antes de que la mano pueda consignarlos por escrito. Hace a un lado las reglas y los compases de Andrea y deja que la imagen salte de su cabeza a la hoja. El próximo encargo será el último. Le han dicho el tema, pero la forma y el estilo serán suyos. De la cabeza a la mano, la pluma no puede seguir el ritmo. Frustrado, coge una segunda hoja, y una tercera. La Virgen icónica se convierte en una madre viva; el Hijo de Dios en un hijo de hombre. La madre sostiene al niño en su regazo. En su mano una flor de cardamina, que el niño curioso agarra con dedos inquietos. Ellos le dan las Escrituras; él les dará la verdad.
En la primavera florentina, a pleno sol, Leonardo se quita las botas de cuero y sumerge los pies en el agua fría que fluye sobre las rocas y piedras en minúsculos remolinos de aguanieve gorgoteante. Leonardo está sentado junto a un arroyo que nace en lo alto de unas montañas llamadas Apeninos. Encima, el paso de la Futa forma una cresta entre dos picos. Debajo, en la llanura que queda al oeste, está Florencia. El arroyo, en el que ahora se lava las manos, recogerá esta agua y la depositará, junto con sus minerales, piedras y sedimentos, en el río Arno y la costa. Como el cuerpo de una criatura enorme, la montaña está veteada de vasos sanguíneos, que son los ríos y riachuelos. Sin embargo, el modo en que emerge este inmenso cuerpo de pliegues, crestas y cumbres es algo que no puede dibujar, observar o documentar con los ojos o las manos. Las montañas, viejas como son, han surgido de la tierra espontáneamente. Son pliegues antiguos en una tela rocosa. Igual que la tela se desplaza por la piel y forma dobleces, también la superficie de la tierra ha sido empujada hacia arriba. Esto es lo que él cree. Ya no hace referencia a inundaciones, arcas ni a los dioses de la Antigüedad, sino que busca la explicación más sencilla: la más visible, o la más lógica.
Observa la composición del suelo: arcilla y arenisca. Frota una piedra hasta dejarla limpia. A su alrededor y debajo, bosques de robles y castaños procuran alojamiento a los cuervos. Los cernícalos se valen del viento del valle para planear sobre afloramientos rocosos en busca de musarañas. En el camino ha encontrado pocas hierbas, pero la piedra vieja que sostiene en la mano está llena de cristales, y compensa la distancia que ha recorrido. Lleva horas caminando y tiene los pies doloridos; su calzado no es bueno. Calcula el tiempo que tardará en regresar y echa a andar. De pronto nota que la montaña ya no es lo bastante alta, que el horizonte es demasiado pequeño y que si se volviera y mirara atrás, alcanzaría a vislumbrar a una niña con un vestido verde escondida tras una roca o un matorral, lista para decirle que él se ha equivocado en todo: que sea lo que fuere lo que Leonardo cree llevar en la bolsa, es sólo una parte de la historia.
Al divisar las murallas de la ciudad, ve la figura de un hombre que sale a su encuentro. Alto y de ascendencia sajona, rubio y de facciones delicadas. El extranjero se dirige a él por el nombre.
—Es mejor para vos que no sepáis el mío, así que os pido que me llaméis John: John de Wittenberg es todo lo que necesitáis saber. Os he estado esperando. No son muchos los que se toman la molestia de pasear por la montaña sólo para volver por el mismo camino, por lo que deduzco que sois Leonardo di Ser Piero da Vinci.
—Ése soy. Aunque sois el primero que me llama por mi nombre completo.
—El legado de la cuna ilegítima es una pesada carga —dice el extranjero—. Pero la herejía pesa aún más.
—¿El Bautismo de Cristo? —pregunta Leonardo. Éste es el amigo de Andrea. Un interés pasajero en su cuadro parece haberse convertido en algo más que curiosidad. Evalúa al desconocido. Indumentaria sobria, paciencia, franqueza. La frialdad del norte es para él una novedad. Repara en la cruz al cuello: cruz, no crucifijo.
—Estoy acostumbrado a las cargas —dice Leonardo—. Las he llevado muchos años. No voy a tambalear ahora. —Entran por la Porta al Prato y se abren camino hacia la ciudad. Hay desorden por doquier. Casi no hay comercio. El precio de la lana o la seda es irrelevante. La escena en la catedral aún está viva, la sangre no se ha secado. Leonardo conduce al extranjero al taller. Domenico deja de soldar. Ha venido Sandro a tomar prestados unos pigmentos. Leonardo muestra el camino hasta el cuarto trasero junto al patio. Pone agua a hervir sobre el hornillo y echa un puñado de hierbas: salvia y lima.
—Si queréis abandonar Florencia —dice el extranjero—, he venido a proponeros una alternativa.
—Gracias —dice Leonardo—, pero no tengo intención de salir de Italia.
—He venido a veros sobre todo con el propósito de advertiros. Quizá todavía no lo sepáis, pero estáis rodeado de enemigos, igual que vuestro mecenas Lorenzo. Necesitáis nuevos amigos.
Leonardo coge la marmita con ayuda de un trapo.
—Aquí no tengo enemigos —dice. Entra Sandro en la estancia.
—Domenico necesita una mano firme. ¿Puedes ir?
—Ahora mismo voy.
—Contadme —dice el desconocido, aceptando una copa— vuestras razones para estar paseando hoy por las lomas de Prato.
—Siempre he paseado —responde Leonardo sin más—. Estudio la naturaleza, como cualquier artista.
—Ah, pero vos no sois sólo un artista. Andrea me ha hablado de los dibujos que habéis hecho sobre anatomía, vuestros estudios de plantas y la alquimia…
—No soy un alquimista —señala Leonardo—. Ni un médico. Simplemente un observador.
—Pero hay algunos que ponen objeciones al estudio —dice el extranjero—; la Iglesia de Roma, por ejemplo.
—No tengo ninguna disputa con la Iglesia.
—Tenéis una disputa con la Iglesia lo queráis o no —replica John de Wittenberg—. Los responsables del asesinato de Giuliano de Medici incluso han enviado una carta a Lorenzo avisándole de que si Florencia sigue protegiendo a herejes, él sufrirá las consecuencias de la excomunión, así como la ciudad entera. Lorenzo se verá obligado a hacer concesiones. Quizá no hoy, ni mañana, pero la amenaza para el Sacro Imperio Romano es mayor cada día que pasa. Vos sois una. La Iglesia otra.
—¿La Iglesia se amenaza a sí misma?
—Disculpad. Aún no domino vuestra lengua. Lo que digo es que en la Iglesia hay quienes no comparten el apetito de Roma por el poder y la riqueza. Hay quienes pensamos que no se debe permitir la simonía ni se deben vender indulgencias; que la auténtica herejía está en la corrupción, no en el conocimiento. El verdadero conocimiento es antiguo. Más antiguo que Roma, incluso que Grecia. Procedía de las llanuras de Egipto, donde el Nilo fluye por un paisaje que no ha cambiado desde tiempos legendarios. En aquella época, Isis, madre del fértil delta del Nilo, venerada por su poder sobre la vida y la muerte, protegía contra la enfermedad y la sequía. Los adoradores del sol, antepasados de aquellos creyentes paganos que vieron a Jesús predicar en las faldas del monte Sión, eran los esenios: los guardianes de la Torah, los herederos de antiguos conocimientos. Creían en el poder de la naturaleza para cambiar, curar y dominar; por eso habitaron en las orillas del mar Muerto, un agua rica en minerales. Junto a esas aguas concibieron sus remedios y curaron a los enfermos, fueron taumaturgos. De entre ellos, surgió uno cuyo nombre conocéis bien, el Bautista. Al igual que otros como él, reverenciaba el agua por su poder espiritual, purificador. Veía con claridad cómo funcionaba el mundo: unos cumplían con el mensaje de Dios tal como lo había proclamado Moisés, pero otros lo usaban para sus propios fines. Pretendían el Reino de los Cielos: los herederos de Roma, que llevaban el manto de Babilonia. «Voy a entregar la tierra de Egipto a Nabucodonosor, rey de Babilonia. Y él se llevará sus riquezas, capturará su botín y tomará su despojo; y esto será la paga para su ejército.» Y así sucedió. La sede de su poder está en la Ciudad Sagrada, el Vaticano. Ahora corresponde a otros creyentes el cometido de corregir los errores del pasado. La conspiración que mató al hermano de Lorenzo sólo es una parte pequeña de un todo podrido, un ente de vicio y corrupción.
—Decidme —replica Leonardo—, ¿estáis pidiéndome que abandone la Iglesia católica y utilice mi trabajo para derribarla?
—Ya la habéis abandonado —precisa el extranjero—. Con vuestra obra.
Leonardo se pone en pie.
—Si voy a ser expulsado de una Iglesia, no buscaré protección en otra.
—En ese caso, ¿quién os protegerá? —pregunta John—. ¿Florencia? ¿Roma?
—Yo mismo.
—Vaya, pues perdonad que os diga, pero estáis equivocado. Solo por ahí no duraréis ni un mes. Descubriréis que todos necesitamos a los demás, incluso vos, Leonardo.
—Sé lo que necesito —responde—. Siempre lo he sabido. Antes me habéis preguntado por qué me alejo tanto si he de regresar. La explicación sencilla es siempre la más acertada: libertad, espacio. —Coge la capa—. Andrea volverá pronto. En cuanto a mí, no contéis con que me vaya de Florencia. Y hará falta algo más que herejía para echarme de Italia.
Leonardo encuentra un soldador para Domenico y lo sostiene en la mano abierta.
—Decidme, pensáis que vuestra Iglesia es mejor que la de Roma… pero ¿quiénes son vuestros herejes?
—Una pregunta fácil de contestar —dice John—. Los asesinos de Giuliano. Los que lucen el hábito de cardenal pero no comprenden que un monje descalzo está más cerca de Dios que ellos. Nuestra inspiración viene de san Agustín. Estamos preparados para abrazar lo que más teme la Iglesia católica.
—¿Qué es?
—Lo que vos más queréis: libertad y espacio. La libertad para pensar, el espacio para encontrar a Dios.
En un extremo de la mesa está su montón de bocetos.
—Veo que os gustan los caballos. A mí también. Criaturas nobles, elegantes, bellas. Antes de iros, un pequeño consejo. Si os empeñáis en quedaros en Italia, quizás estaríais seguro en Milán; la familia Sforza tiene poder para oponerse al Papa. Pero no busquéis libertad. En Italia no existe tal cosa: sólo poder y quienes lo detentan.
Tres días después, recibe un mensaje de Lorenzo. Se le exige que abandone el servicio de los Medici y que a finales de mes se presente en la corte de Ludovico Sforza. Llena el baúl con todas sus pertenencias. Andrea le proporciona unos pinceles nuevos, un criado y un carro, un dinero que no ha ganado. Leonardo piensa en las puestas de sol en el Arno, en el lejano azul de Prato Magno, en despedidas que no habrá y en otras para las que no está preparado. Se dice para sí que habrá otras colinas, otros ríos.
Mientras sale por la puerta este, siente que los lazos que lo atan a otras personas se adelgazan y debilitan. Ceden el paso a la libertad. Es un día de verano, y el Arno baja con su caudal mínimo. Él se desplaza contra la débil corriente, siguiendo el río hasta que éste se desvía en Emilia Romagna y le obliga a ir hacia el norte.