V

—¿Tenéis un encargo particular? ¿Es eso lo que estáis diciéndome?

—Sí y no.

—Ah, sí y no. Claro, hay cosas mucho más interesantes que dar explicaciones a un ignorante.

Leonardo deja el torno y se limpia las manos.

—Un poco de información sobre lo que estáis en proceso de crear tampoco estaría de más.

—Sin duda. Nunca ha sido mi intención…

—Sí, sí. Podemos prescindir de todo eso. Al grano, por el amor de Dios.

Leonardo sonríe. Hay hombres que destacan. Andrea se ha pasado la vida acogiendo a niños apenas capaces de manejar un soldador. Y de algún modo los ha convertido en artesanos. Busca significado dondequiera que pueda encontrarlo: un trozo de arcilla, un bloque de mármol.

—Un retrato. Aunque ahora mismo estoy construyendo una caja de observación. La finalidad es…

—Felicidades —le interrumpe Andrea—. ¿Y quién es el afortunado tema… del retrato?

—La familia Gherardini.

—¿La familia entera? —dice Andrea—. ¿Incluidos los galgos?

—No me di cuenta de si tenían perros.

Andrea se sienta.

—¿Sería mucho pedir a un médico en ciernes un vaso de vino? ¿O debo tomar una tintura?

Leonardo va en busca de la jarra y sirve una copa. Y otra para él.

—Mirad, he hecho un estudio de la gota y a mi juicio…

—Así, el encargo es para la chica.

—Sí.

—Bueno —el inmenso hombre se coloca las manos sobre el abdomen y se estira hacia atrás—, me alegra oír eso. Me sorprende, pero me alegra. Supongo que necesitaréis un adelanto o materiales. Me inclino por los materiales… antes de que las cosas sean más complicadas de lo que ya son. Desde luego, lo hago con la expectativa del placer en mente, pues un banquete de boda siempre ha sido una de mis ocasiones favoritas, y…

—Es un encargo, no una petición de mano —aclara Leonardo al punto—. Además, tengo intención de pagaros por el uso de materiales.

Andrea parece decepcionado.

—Si insistís. Pero revisad primero vuestra contabilidad. Aún no me han pagado el san Jerónimo. Aunque, naturalmente, no tenéis por qué darme explicaciones sobre eso.

No tiene por qué. Leones inacabados. Se encuentra con las consecuencias a la mañana siguiente, cuando regresa a Santa Maria Nuova para comprobar hasta dónde le alcanzan los ahorros: menos de diez florines. Si llega a fin de mes, podrá darse por satisfecho.

En cuanto al beccamorti, surge una alternativa al dinero. Leonardo pasa parte de la mañana dibujando su perro.

—Volveré antes de Pascua —dice. A unos pasos de Santa Maria Nuova, un grupo de actores ensayan los tormentos del infierno. El fresco del muro de la iglesia cobra vida cuando Jesús entra en el averno y rescata sus almas de las garras de Satán. Uno de ellos lo reconoce.

—Hacednos un vestuario, messer Leonardo —grita con los brazos en alto—. ¡Mirad lo que tenemos que llevar!

Leonardo visita la bottega de Sandro, quien ha hecho lo que él no pudo hacer: alquilar un local. Ahora se encuentran en el Tre Rane, y él le habla a Sandro de Platón y Aristóteles para compensar el tiempo que tuvo la cabeza en las nubes y no en los libros. Sandro pone la excusa de que debe volver a la Via de’ Macci para tomar prestado un martillo o un torno. Cuando Leonardo llega al taller, ve al artista con su delantal de cuero, bañado en la polvorienta luz solar, los aprendices a sus pies. Sandro jamás ha sido el hijo de un curtidor; será siempre el aprendiz del orfebre. Sandro ha huido de la tienda de su padre y de las pieles de las bestias colgadas a secar al calor para llegar aquí, donde quiere estar, en esta luz, trazando líneas doradas igual que un poeta escribe en un pergamino. Leonardo se ha dado por vencido y ya no le dice a Sandro que lea entre líneas. Es inútil decirle a un ángel que no existe algo como el paraíso.

Leonardo deambula por los bancos de trabajo y se detiene a admirar La fortaleza y la cara de ensueño de su Virgen. Pero todo ese oficio no basta. Abandona la grisácea luz del sol y se dice a sí mismo que ha tomado la decisión atinada. Está dispuesto a pintar un retrato por su propio interés, y no por el de un Medici.

Vierte el vino de Andrea en una jarra. Con salitre, carboncillo y azufre forma una pasta tóxica.

—¿Va a funcionar de verdad? —pregunta Andrea—. ¿Vuestro humo?

—Pólvora sin arma de fuego —corrige Leonardo, que humedece la mezcla, de la que coge puñados y les da forma de croqueta—. En cuanto estén encendidas, soplaremos sobre el humo y parecerá que las velas estén flotando en un mar de niebla.

—¿Humo sagrado?

—Humo.

Careggi es el escenario de las festividades de Pascua de Lorenzo. Durante cuatro días se fabrican vestimentas, banderas y humo. En cuanto el grueso de los preparativos está terminado, Leonardo vuelve a Santa Maria y a la última oferta del beccamorti: un hombre no demasiado viejo. De unos treinta años. Se imagina la vida que ese hombre ha vivido, la gente que ha conocido, lo que ha visto. Piensa en eso durante unos instantes, pero acto seguido lo hace a un lado y se concentra en una sola cosa. En momentos así adopta la actitud del observador imparcial. Vuelve de lado la cabeza del individuo. Coloca sus dedos en el globo ocular, y despacio, con cuidado, saca el ojo de su cuenca y lo deja con delicadeza sobre un trozo de gasa. Leonardo observa las conexiones filiformes con el interior de la cabeza y saca la pluma. Es un trabajo delicado, y su mano ha de estar firme. Advierte el primer punto de conexión, los músculos en torno a la pupila, la forma del cristalino. Dibuja lo que ve y forcejea con un análisis incompleto. La luz llega aquí, como por un agujerito en una caja. Leonardo sigue la trayectoria de la misma, pero el resto de la imagen es inconcluso. Los hilos salen del ojo por cientos, y transfieren a la mente la imagen final de la visión. ¿Y luego qué?

Leonardo dibuja lo que ve. Ya es de día. Siempre luchando contra el tiempo. El beccamorti quiere que termine al alba, si no empezarán a hacer preguntas. Recoge sus cosas y lava con agua la cara del individuo. Le cierra suavemente los párpados, tapa el cuerpo con una tela limpia y se va. Antes de cerrar la puerta, el sepulturero surge de las sombras y la cierra por él. Es tarde, le dice. Peligrosamente tarde. Ésta ha de ser la última vez. Una orden es una orden. El boceto del perro es bueno, pero incluso a un perro hay que darle de comer. Messer Leonardo es un buen hombre. ¿Por qué no pinta más, entonces?

Leonardo regresa por la Via Cavour enfadado y frustrado. Es una orden de Lorenzo. Tan cerca de comprender los misterios de la visión, y ahora debe contentarse con la ceguera de los otros. La ciudad está llena de forasteros. En una esquina de Santa Croce ha empezado una pelea. Un espectador ha intervenido y ha separado a los jóvenes, agarrando a uno del pelo y al otro de la camisa. Leonardo nota tensión en todas partes, en sí mismo y en los demás. Es Pascua y la ciudad está a rebosar, todos preocupados por los asuntos del vecino. Es la noche del fuego sagrado. Llamearán las antorchas; la procesión irá de puerta en puerta encendiendo las velas de los muertos.

En los jardines de Careggi se ha montado un escenario. Debajo de la leña, su pólvora no violenta espera el momento de arder. Lorenzo tiene lo que quería: humo sin fuego, luz sin llama, un espectáculo de belleza para impresionar al cardenal Riario. Para lograrlo, el banquero ha tirado la casa por la ventana. Leonardo observa los manteles de damasco, la plata. Los criados sirven los manjares habituales. Esto no le va. Tras un día en su scrittoio, prefiere pan, queso y aceitunas. Dejará que Andrea entable la conversación que él rehúsa. Cuando llega el cardenal con su séquito de guardias envueltos en púrpura, Leonardo se escabulle. Al otro lado del seto, el arzobispo Salviati le cierra el paso.

—Messer Leonardo, ¿verdad? Veo que os disponéis a marcharos, ¿hemos dicho algo que os haya molestado? —La cara del arzobispo se halla a la altura del seto. El clérigo, de incipiente calvicie, observa la hilera de guardias mientras habla, y no se muestra satisfecho hasta que localiza a su cardenal y a Lorenzo—. Decidme —añade sin volver la cara—, ¿dónde está Giuliano?

Leonardo explica lo que sabe; una infección del ojo, cree. El hermano de Lorenzo está indispuesto. Advierte una sombra de irritación en el rostro del clérigo y se despide, pensando en el ojo de Giuliano y diciéndose que ha de buscar álsines.

Los jardines de la villa se extienden por la colina, en parte cultivada y en parte silvestre. Leonardo deambula por bosques de robles, álamos y plátanos. Repara en pinos y cedros, una extensión de árboles de incienso en la ladera, de forma irregular, más parecidos a hierbajos grandes. Saca el cuchillo, corta un poco de corteza y vierte la dulce resina en una bolsa pequeña. Hay hierbas y plantas de especias aquí y allá: Leonardo recolecta mirra y mirto, admira los rosales silvestres y nota la frescura del cilantro en zanjas umbrosas… pero nada de álsines.

Dos horas más tarde, Andrea no tiene a nadie con quien hablar. El cardenal y Salviati se han ido temprano.

—Parece que van a malgastar vuestra pólvora. La cena es en la Via Larga. Por lo visto, el cardenal Riario ha tomado cierto interés en el arte.

Leonardo señala que incluso un Riario puede apreciar un cuadro.

—Yo no habría usado la palabra «apreciar». Además —prosigue Andrea—, antes que apreciar las pinturas y los tapices, los hermanos Riario seguramente evaluarán la cuantía de la fortuna personal de Lorenzo. —Mira la bolsa de especias de Leonardo—. Ya veo que tenéis mejores cosas que hacer que cortejar a un cardenal.

—Si Lorenzo me necesita, seguro que me mandará llamar.

—Ya lo ha hecho —dice Andrea, y le da un ramito de romero—. Se solicita vuestra presencia, e imagino que esta vez Lorenzo preferiría que fuera acompañada de palabras… si es que podéis hacer el esfuerzo.

Cabalga con Andrea hasta la Via Larga. Un criado le lleva una jarra de agua para lavarse y una tela de lino para secarse la cara. Cruza el patio que ya le resulta familiar. En la brisa del atardecer, su capa se hincha como las plumas de la cola de un ave. Sus pies suenan a hueco en la piedra. Lorenzo está ocupado con los preparativos en el gran salón. Cuando el banquero le ve, le hace señas para que se acerque.

Se han añadido varios cuadros a los tapices y esculturas, que ya llenan la estancia. Hay dos obras suyas: la Anunciación y un cuadro de la Virgen y el niño que ha terminado hace poco.

—Leonardo, me alegro de veros —dice Lorenzo cogiéndole del brazo—. No quiero que perdáis la oportunidad. Sabed que los encargos casi nunca llegan sin que se converse. —El banquero mira las pinturas de Leonardo, al otro lado de la estancia, y dice como restándole importancia—: Roma no tiene el talento de Florencia. Sixto debe de notarlo. Si el cardenal no queda impresionado por esto, será que ya no comprende el significado de lo divino.

—En Roma los encargos quizá sean interesantes para algunos —dice Leonardo—, pero no para mí.

—¿Por qué os ponéis las cosas tan difíciles cuando podrían ser tan fáciles? ¿Por qué no pensáis en lo que os dije, que la fama se alcanza sólo una vez?

Aflora la frustración que siente desde su regreso del hospital. Esto y las multitudes le hacen sentirse incómodo. A Lorenzo nada le altera; el hombre tiene la sonrisa de un diplomático y más encanto que nadie: es como una punta de metal, esencia de acero. Preciso, brillante… aunque incompleto. Le gustaría preguntar al banquero: ¿Cómo va a ser grande vuestra Florencia sin ciencia? Pero como sabe que no hay que interrogar a un Medici, se contiene y siente que esto merma su voluntad. Así, en vez de pensar en ello piensa en el fuego sagrado, en el séquito púrpura del cardenal y la impaciencia de Salviati. Y luego otro pensamiento: ¿dónde está Giuliano? Lleva la mano a la bolsa y recuerda que no ha encontrado álsines. Le preocupa algo más que no sabe expresar con palabras.

Anuncian al cardenal. Lorenzo hace una seña al heraldo y se vuelve hacia Leonardo.

—Sé que sentís que os he frenado, que he puesto fin a vuestro trabajo en el hospital, pero las cosas son así, debéis entenderlo. No puedo apoyar las ideas de un hombre en contra de las necesidades de una ciudad. Sobre todo ahora. —Empiezan a desfilar los invitados. El cardenal se quita la capa—. La sombra de la horca es más alargada desde Roma —dice Lorenzo—, y Sixto está dispuesto a abrir la puerta a las acusaciones de herejía. Sé lo que sois… no os llevéis a engaño. Creéis que la ciudad os necesita… y acaso sea cierto —añade en voz baja—, pero lo que más necesita es un cardenal. —El arzobispo Salviati y el resto del séquito siguen al cardenal, se dirigen hacia su anfitrión. Lorenzo toca el brazo de Leonardo—. Hay algo a lo que hay que temer más que a Dios —masculla el banquero—: a sus servidores.

Giuliano está enseñando al joven cardenal una colección de armas de plata para torneos. Lorenzo está enfrascado en su conversación con Francesco Salviati. Leonardo permanece algo alejado de la multitud, mirando.

Saca su cuaderno y se pone a dibujar, la mano rozando el pequeño trozo de pergamino con trazos suaves y rápidos.

—Sería mejor que hablarais —le dice Andrea al oído.

Pero algo le ha llamado la atención. La pose del cardenal, o tal vez su expresión. Se apoya discretamente en la pared y sigue dibujando.

—Excelente parecido. —Francesco Salviati está mirando con curiosidad por encima de su hombro—. No es de extrañar que seáis responsable de algunos de los mejores cuadros de este salón, messer Leonardo, pero me consta que vuestras aptitudes no se limitan a esto.

—Me interesan muchas cosas —responde, guardando el boceto.

—Incluida la anatomía, al parecer. El cardenal y yo mismo hemos estado admirando vuestro San Jerónimo. Lorenzo ha tenido la gentileza de llevarnos hasta sus cámaras privadas y su almacén.

Tras acabar con las armas, el cardenal da las gracias a Giuliano por haberlo hecho partícipe de su pasión por la competición, pero parece insatisfecho. Con un gesto dirigido a Poliziano, el inquieto cardenal se abre paso hacia Salviati.

—Estábamos hablando de anatomía —dice Francesco, y se vuelve hacia Leonardo—. El cardenal considera que vuestra imagen de san Jerónimo es demasiado recargada.

—Lamento que lo veáis así —dice Leonardo—. La inspiración de un hombre no satisface forzosamente los gustos de otro.

—La inspiración no es obra del hombre, sino de Dios —replica el cardenal Riario, cuya vestimenta tiene una estatura de la que el propio hombre carece. Su cuerpo se pierde en la túnica, el perfil severo, cansado y, según advierte Leonardo, increíblemente tenso—. Parece que habéis sustituido un santo por un estudio.

—Mi inspiración procede de lo que veo alrededor. San Jerónimo es una figura de sufrimiento, y de esto hay mucho. Una breve visita a cualquier hospicio de Florencia, Pisa o Roma nos lo suministra en abundancia.

Salviati mira a Lorenzo, que está intentando concluir una conversación con la esposa del embajador de Ferrara.

—¿Y es de ahí de donde viene vuestra inspiración para la anatomía, messer Leonardo? ¿De un hospicio? —pregunta Salviati, mientras Lorenzo se les acerca.

—Así es como Florencia está convirtiéndose en una ciudad de herejes —farfulla el cardenal—. En el caso de…

—Lorenzo —interrumpe Salviati—, vuestro hermano ya no está enfermo. Me alegro de verlo recuperado.

—Una pequeña infección en el ojo, pero nada grave. Gracias por vuestro interés. —Lorenzo esboza una sonrisa metafórica.

—Y espero que esté lo bastante bien para asistir a las celebraciones de mañana.

—Espero que sí. Ha visto a un médico; no es nada importante, desde luego, pero aun así ¿qué seríamos sin la visión?

«En efecto», piensa Leonardo.

El cardenal se vuelve hacia Giuliano, quien sostiene en alto un peto dorado finamente trabajado ante un grupo de admirados ferrareses.

—Es una colección magnífica. He oído que vuestro hermano hace buen uso de ella. Y esos maravillosos cuadros… —Delante de Lorenzo, la política deja paso a la pasión—. Veo que también habéis estado disfrutando de la obra de mi favorito, messer Leonardo.

Poliziano se lo lleva aparte.

—No os pongáis al cardenal en contra. Desde Volterra, Lorenzo ha estado buscando la manera de conseguir para Florencia un asiento en la Santa Sede. Sin embargo, el Papa se asegura cada vez de que el elegido sea un miembro de su familia.

Lorenzo está conduciendo al cardenal del brazo hacia el banquete.

—Entonces ya es demasiado tarde para él.

—Quizás. Aunque pocos se resisten al encanto de Lorenzo cuando se empeña en lograr algo.

—Es verdad —dice Leonardo. El séquito del cardenal entra en el comedor—. Pero no estoy del todo seguro de que ese esfuerzo vaya en la dirección que os imagináis.

—¿Qué insinuáis?

—Sólo que, a mi juicio, es el cardenal quien quiere algo, no Lorenzo. Y, en este caso, lo que quiera el cardenal debe de ser más problemático que un puesto en el trono papal.

—¿Qué os hace decir eso?

Leonardo saca el boceto del interior del jubón y se lo enseña a Poliziano. Ha captado el fugaz semblante del clérigo: el rostro contraído y los ojos que miran muy abiertos e inquietos bajo una frente apesadumbrada.

—Sus preocupaciones pesan más que las de Lorenzo —dice Leonardo. «Incluso un cardenal puede tener temor de Dios», piensa.

No tarda en despedirse. Andrea se queda. Un guardia armado lo acompaña a la salida. Deja atrás niños con antorchas y velas, sus caras bañadas en luz sagrada. Esa noche de silencioso sábado, las Sagradas Escrituras mantienen el contacto entre los muertos y los vivos. Pero él ya se ha escabullido y ha vuelto a casa. Si las Escrituras conservan para él algún misterio, no es el misterio de la resurrección, sino probablemente el milagro de la fe. Por una vez se acuesta temprano. En cualquier caso, se ha consumido la cera de la vela. Pero no puede dormir. Dormita a ratos, perturbado por sueños infantiles. Sus pensamientos regresan al esbozo preliminar que ha preparado mentalmente. Dentro de dos días, volverá a llamar a la casa que hay detrás del mercado del pescado. Cierra los ojos, y muy pronto está de pie, descalzo y desnudo de cintura para arriba, en la orilla de un mar inmenso.

El viento le roza el cuerpo y la cara. En derredor rompen las olas. Los montes de Poseidón se precipitan hacia él, sólo para disolverse a sus pies en una masa de espuma y guijarros. Contempla el horizonte, donde un henchido sol carmesí cuelga bajo en el cielo. Mira hacia abajo. A sus pies, hay una concha en espiral perfecta cuyo color semeja al de la madera de olivo viejo. Se agacha para cogerla, pero una ola se le adelanta: arrasa con todo bajo su mano y se lleva la concha. Su mano queda vacía. El sol se esconde tras el horizonte, y Leonardo abre los ojos por tercera vez, de nuevo en la oscuridad.

Pasa el día siguiente sentado frente al escritorio. Andrea regresa antes del mediodía; abre de golpe la puerta de la habitación y la cierra a su espalda. Es el día de Pascua; repican las campanas del Duomo. ¿Ya ha acabado la misa? Se lo pregunta a Andrea.

El maestro no es un hombre frágil. Pero se deja caer en una silla, con la cabeza entre las manos. Es un día sagrado, y también maldito. Cristo se ha levantado de la tumba, y toda la cristiandad alaba al Señor. Pero aquí en Florencia, la ciudad de Marte, Giuliano de Medici ha sido abatido, brutalmente asesinado en un pasillo de la amada catedral florentina por orden de un cardenal, un arzobispo: Riario, Salviati. Únicamente Lorenzo se ha salvado. Pese a una cuchillada casi mortal en el cuello, el Magnífico está a salvo. Ahora debe estar llorando la muerte de su hermano, que aún yace a menos de tres braccia del altar de la catedral, en un charco de sangre.

Andrea lo frena. Todo el mundo ha salido a la calle. El camino hasta la piazza está bloqueado por carros volcados, pero los asesinos han huido. La muchedumbre no descansará hasta encontrarlos.

Hacen el equipaje; guardan cuchillos y tornos, martillos y hachas. Amontonan cajones y envuelven herramientas con trapos. Leonardo coge la capa y piensa en su padre. No hace caso de las preocupaciones de Andrea y emprende la marcha por las callejuelas, evitando las plazas. Se detiene en la Via del Montecomune y se tranquiliza al enterarse de que su padre está en Anchiano. Se imagina a Lorenzo, herido y apenado. La Via Larga es un hervidero de gente. Una gran multitud se ha congregado a las puertas del palazzo. Aparta a una mujer, pero sus cuatro hijos y un grupo de jóvenes vociferantes lo empujan a él a su vez, asustados y furiosos. El banco donde los días de negocios los hombres se sientan y esperan se ha convertido en el lugar donde se saldan las cuentas. En tres picas hay sendas cabezas, con las caras grises y ensangrentadas. Cada una muestra la expresión con la que murió. Es más de lo que él puede soportar. Uno de los jóvenes coge una pica y apunta con ella, acercando el espantoso rostro al de Leonardo. La masa ruge en señal de aprobación. Leonardo retrocede horrorizado y se esconde bajo el montón de cuerpos que pugnan por ver algo. Con mano temblorosa, tira de un soldado que pasa.

—¿Qué se sabe de Lorenzo? ¿Vive?

—Vive, sí. Pero su hermano no. ¿De dónde sois? —inquiere el soldado, receloso.

—De ningún sitio —contesta Leonardo, pero rectifica—: Del estudio de Verrocchio.

Emprende de nuevo la marcha, siguiendo la misma ruta que cinco días atrás. Se sumerge en callejuelas. Ve un carro derribado, el caballo a punto de entrar en pánico. Unos pasajeros asustados desmontan y enderezan y empujan el carro. Un hombre se abre paso por la fuerza, perseguido por otros tres. Uno sostiene una espada, otro una lanza en ristre. Leonardo se pega a la pared para dejarlos pasar, y le viene a la cabeza una súbita escena de antaño: él, cuando niño, sosteniendo un escudo de madera. La imagen se empaña cuando lo aparta a empujones un grupo de hombres que gritan, dos de ellos con manchas de sangre. Mareado y asqueado, Leonardo alcanza por fin la gran puerta de madera de la casa Gherardini, agradecido por estar vivo. La criada está colocando el último de los baúles en un carro ya lleno. El amo hace rato que se ha marchado. Messer Antonio y su hija se fueron tan pronto comenzaron los disturbios, explica la mujer. Leonardo pregunta si han regresado a Vinci. No, responde ella, pues la villa fue vendida el año anterior. Se encargó de la operación Ser Piero, el notario que hay junto a la abadía. Qué horror. Y pobre Giuliano: un príncipe con su armadura dorada el día de la fiesta. Pero ahora incluso los príncipes pueden ser asesinados, e incluso un clérigo puede ser un asesino. ¿Qué otra cosa le queda si no marcharse?

Leonardo asiente. Se vuelve y se dirige de nuevo a la Via de’ Macci dando un amplio rodeo. Voces airadas y el sonido de cánticos lo llevan más lejos, hacia el río. Camina por la orilla hasta que las murallas de la ciudad lo obligan a ir de nuevo adentro. Mientras observa el río dejar atrás las fortificaciones de la ciudad para convertirse en serpenteantes afluentes y corrientes ocultas, se pregunta por qué se sorprende: Lisa ha hecho lo que ha hecho siempre, desaparecer.