IV

Tiene a su padre delante. Más viejo, más cansado, de menor estatura que antes, está observando a san Jerónimo. De pie contra el fondo de naturaleza salvaje y roca, su padre se convierte en parte del cuadro, su figura llena el primer plano, junto al león.

Leonardo le pregunta si le gusta. Antes nunca le había preguntado.

—¿Cuándo lo acabarás? —dice el padre.

—Pronto —contesta. Cambia de tema y saca dibujos de su canal, bocetos de un dique. Si controlas el agua, le dice al padre, lo controlas todo. Le enseña el tornillo de Arquímedes; hace subir y bajar niveles de agua, le explica. Aguarda alguna reacción, pero no llega la que imaginaba.

—Quiero que trabajes por tu cuenta, que tengas tu propio taller. Puede que haya algún sitio, junto al río. Ideal para los envíos… usado como almacén pero vacío la mayor parte del tiempo. Hay un buen mercado para estatuas de la Virgen, crucifijos. Podrías vivir holgadamente. Habría encargos. Con obras como ésta y los contactos que ya tienes.

Se imagina haciendo un único molde para quince efigies de bronce de la Virgen y se estremece. Pero no dice que no enseguida. De entrada, la perspectiva de elegir sus propios temas parece buena. Sin embargo, tiene más sentido común de lo que Lorenzo se figura. Sin el respaldo de la familia Medici tendría menos margen de maniobra.

—No —dice—. No puedo.

—¿Por qué no? —exclama el padre. Sólo un tonto diría que no. No tiene nada que perder.

—Tiempo —dice Leonardo.

—¿Tiempo para qué? —pregunta el padre.

Su cabeza está llena de planes que le marean. A veces nota como si su cuerpo lo abandonara mientras su mente corre hacia la cosa siguiente, y luego hacia otra. Incluso se olvida de comer. El tiempo va demasiado rápido, se le escapa, y él se apresura a atraparlo. Un hombre tiene sólo una vida, depende del tino con el que emplee su cuota de tiempo. El padre se va no sin pedirle antes que lo piense. Lo haré, promete Leonardo. Se acuerda de darle las gracias. A solas por fin, se sienta frente a su mesa. Agarra un trozo de pergamino y acerca una vela encendida.

Elegir el tema.

Coge un carboncillo pequeño y mira fijamente la hoja vacía. Su mano izquierda dibuja sola, al margen de su cerebro. Un triángulo en un cuadrado. Un cuadrado en un triángulo. Y otro. Ahora una espiral, luego un vórtice. Un remolino en el río Arno. Al lado dibuja una flor. Los pétalos de una rosa se superponen en círculos decrecientes. Unas hojas se enroscan alrededor de un tallo, unas ramitas en torno a una rama. Termina otra espiral. Siempre la misma forma, piensa. La forma es importante, pero él no sabe por qué. Y no saber por qué le causa frustración.

Dibuja otras formas: un arbelos, círculos de Arquímedes, un pentágono, un trapecio; la curva de un arco iris. Recuerda el día que vio el arco iris en el Montalbano. Va hacia el baúl, saca sus notas y hojea las viejas hojas hasta que llega a la primera. Divertido, ve otra espiral en la parte superior de la hoja. Deja las notas y piensa. El arco iris es engañoso. Unas veces se ve, otras no. Si Leonardo se aleja un poco, desaparece.

Coge una hoja nueva de pergamino y escribe la palabra «perspectiva». Sigue escribiendo durante unos minutos más. Alza la vista y ve que ya es de noche. Traza un borde y dibuja un círculo; y luego dos arcos que lo tocan. Y a continuación otros dos hasta que son cuatro los puntos de contacto. Tiene las otras formas en la cabeza. Sigue dibujando. De la hoja surge una cara, un cuerpo, en el que trabaja hasta completar el contorno. Se para, se reclina, menea la cabeza. Papilio Macaone. Antes de dibujar una mariposa hay que atraparla. Se dibuja lo que se ve. Cualquier otra cosa es mentira. Se acuerda del león y el toro de la piazza, y luego del muchacho del palo. Piensa en el muchacho con la espada. El pensamiento no ha desaparecido nunca de su cabeza: David y Goliat, el muchacho que vence al gigante. Mañana hará una visita a Gherardini. Hay cosas más importantes que la prenda de seda adecuada. Además, en esto Lorenzo no puede ayudarle. No hay ningún Niccolini, no hay marido ni amante. Gherardini ya ha dejado claro que no hay tampoco pretendiente, y en todo caso, piensa mientras apaga la vela, no hay contrato para el retrato de un pintor.

Llega el día siguiente. Escoge sus mejores ropas: un jubón de terciopelo verde y una capa sin agujeros. Se alisa el cabello hacia atrás, ahora ya largo. Se mira en el espejo y suaviza una expresión preocupada. Desarruga la frente. Sonríe un poco más. Una vez que ha tomado una decisión, no hay vuelta atrás.

Domenico le pregunta adónde va embridado y tieso como un milanés. Andrea parece intranquilo y sugiere que, vaya adonde vaya, mejor que esté de vuelta al mediodía. Así será. Leonardo se dirige a las caballerizas de Santa Croce y pide que le indiquen el camino. No saben qué decirle, pero el herrero sí sabrá.

Antonio Gherardini llega justo para la Cuaresma y se queda hasta que mejore el tiempo. Se aloja al fondo de la Via Larga, pasado el mercado del pescado. Segundo callejón, primera casa. Leonardo se pone en marcha de nuevo.

Está preparado para un recibimiento frío. La criada abre la puerta y le pregunta qué desea. Ha venido por un encargo y querría ver al señor. Ella lo conduce por un pequeño patio, con una zona dedicada a los arbustos: mirto, laurel, pequeños arriates de flores y a un lado una mesa de piedra. Desde la loggia, unas escaleras conducen a un salón. Entra. Hay dos bancos de madera a lo largo de paredes opuestas, y una larga mesa en el centro de la estancia, que forma un cuadrado perfecto. Se ve una chimenea —apagada— con las armas grabadas de una familia que no reconoce. En la pared de enfrente de la chimenea hay un lavabo lleno de agua. Al lado, una mesa con ropa blanca pulcramente doblada. A Leonardo le escuece la frente por el sudor y siente una fuerte tentación de meter las manos en el agua, pero se contiene, se sienta en el banco y se pone a contar los repetidos dibujos de la cornisa.

—¿Queríais verme?

Leonardo se levanta casi de un salto.

—Así es. —Mira con curiosidad a Antonio Gherardini: menos amenazador de lo que recuerda, pero con el mismo desdén. Leonardo se pregunta si dentro de unos momentos seguirá de pie en la habitación, y luego se recuerda a sí mismo que éste es otra clase de Antonio.

Gherardini cruza la estancia, inspeccionándolo mientras se acerca: la cara, el cuerpo, inevitablemente las manos.

—¿Qué puedo hacer por vos, pues? Espero que tengáis una buena razón para haber llamado a mi puerta.

—La tengo, si estáis dispuesto a escucharla.

Gherardini asiente.

—Exponed vuestro asunto, ya que habéis venido de tan lejos.

—Me gustaría haceros una propuesta, una oferta.

—¿De veras? ¿Qué tipo de oferta? —A Gherardini se le ensombrece el semblante.

—Me gustaría ofreceros mis servicios como pintor de retratos. Sin cobrar —añade a toda prisa.

—¿En serio? —Gherardini se sienta. Leonardo se queda de pie—. ¿Y por qué queréis hacer eso?

Leonardo no sabe muy bien cómo responder. Elige la explicación que un comerciante en sedas seguramente entendería mejor.

—Quizá recordéis que hace unos años acompañé a mi padre a vuestra casa. Mientras estaba esperando, me fijé en un retrato de vuestra hija que, en mi opinión —aquí pasa algún apuro—, carecía de las cualidades que debe tener un retrato. Tengo la impresión de que puedo hacerlo mucho mejor, y me gustaría demostrároslo. —Mira a Gherardini directamente a los ojos, pensando que, si no obtiene una respuesta positiva, al menos se marchará con dignidad. Con gran sorpresa suya, Gherardini acepta.

—Muy bien. Volved dentro de siete días. Si mi hija accede, podéis comenzar después de Pascua. —Levanta la mano—. Pero digo que sí sólo por una razón, y esta razón es Andrea del Verrocchio. Si él os ha tomado a su cargo, será porque debe de haber en vos algún rasgo positivo además de vuestro aspecto, que servirá para complacer a las mujeres pero que a mí me tiene sin cuidado.

Se dice para sus adentros que la próxima vez ha de mirarse con más atención en el espejo. Habrá pasado algo por alto. Cuando sale de la estancia y baja las escaleras en dirección a la loggia, imagina lo que piensa Gherardini: el muchacho está encaprichado. Sin embargo, no hay motivos para pensar eso; en Lisa Gherardini no hay nada extraordinario. Su cara carece de atractivo, por mucho que guarde las proporciones adecuadas. Los ojos no son ni verdes ni azules. Tampoco castaños. Su aspecto, al igual que el de él, le interesa como le interesa un paisaje, o una concha. Leonardo no quiere el dibujo de la concha, sólo el conocimiento de la misma: no la belleza, sino el descubrimiento. Pero si en ese preciso instante, cruzando la loggia y saliendo del callejón, llegando a la plaza atestada como de costumbre, con el sol del mediodía bañándole la cara, alguien le preguntase qué descubrimiento, él contestaría, con toda sencillez, que la respuesta está en el arco iris.