III

Se despierta a las cinco, como de costumbre, y se pone una túnica de lana. La primera fase del retrato se ha desarrollado en el palazzo, pero ahora, casi terminado, el lienzo vuelve a estar en la bottega, donde lo ha empezado a barnizar.

Enciende la estufa de leña y deambula por la silenciosa bottega. La luz de la luna se filtra por los cristales a la altura de la vista, y prende otra lámpara, pisando con cuidado entre virutas de madera y polvo de pigmentos hasta llegar al cuadro. Baja la luz. Prepara la mezcla de barniz, una parte de clara de huevo, otra de resina, mientras la cara de la novia de porcelana lo mira fijamente, delicada, frágil… una cara que su mano no puede alterar a voluntad. Piensa en Lisa. Estará amaneciendo en el Montalbano. La cueva de las maravillas se halla envuelta en sombras. En algún sitio de los pasillos vacíos de Santa Maria Nuova alguien se muere. Leonardo arroja el pincel barnizador y va y viene por delante del lienzo. La mujer de la camilla no se habría enterado ni le habría importado. Los muertos no sienten. Se imagina haciendo la primera incisión. El cuchillo presiona la piel blanca, inerte. Le tiembla la mano. Los ojos de la mujer se abren de golpe. La lógica es desterrada por visiones irracionales. ¿De qué tienes miedo?, piensa… ¿De Dios?

A finales de mes, el embajador recibe el retrato. Leonardo ha pintado la insignia en el reverso del lienzo: una rama de laurel y otra de palma alrededor de un ramito de enebro, con la leyenda «La belleza adorna la virtud». Espera el pago.

—Cuanto más ricos, más tardan en pagar —dice Andrea.

Tras tres jarras de vino, Andrea se queja de fiebre.

—Leonardo, preparadme una de vuestras tinturas. —La tintura ayuda, pero Andrea sigue afiebrado—. La peste comienza con mucha sed —explica el maestro.

Y qué mejor víctima que Andrea, pues el escultor lleva tres meses sin ir al confesionario, y es tan imposible confesar falta de confesión como pedir a un tullido que baile, lo que le recuerda que le duele un pie. Sin duda se trata de una nueva demostración de los designios del Todopoderoso, cuyo propósito es castigarlo por cualquier medio disponible. ¿Y qué puede ser más inocuamente doloroso que el dedo gordo del pie? La escultura debe esperar; Andrea ha de sufrir el destino de los tullidos. Nada duele como el castigo divino. Leonardo va a buscar al médico, que diagnostica gota.

El médico saca sangre de la pierna afectada y se marcha. Leonardo se pasa la semana siguiente junto a la cabecera de Andrea, administrándole su propio remedio.

—Zumo de limón y ajo —dice Andrea con una mueca de asco—. Si hubiera querido veneno, se lo habría pedido a un veneciano. —Con todo, el escultor se lo bebe, y en cuestión de pocos días vuelve a ponerse de pie y a rondar por la bottega con una vehemencia que sus alumnos aguantan sin quejarse—. Dios nos salvará de la peste —dice, mirando la jarra con pesar—. Pero primero debe salvarme de la gota.

—Si seguís mis instrucciones, yo mismo lo haré.

Leonardo se vuelca en libros de anatomía. Los únicos prácticos están en griego. Cada página está llena de palabras, pero él reconoce sólo algunos fragmentos. El latín y el griego le han sido esquivos. Piensa en la marcha de su tutor. Demasiado pronto. Mira desesperado la página llena de descripciones que no es capaz de leer lo bastante rápido y, contrariado, aparta el libro. Anatomía. Papilio Macaone. Si uno quiere verla de cerca, ha de estar muerta. Llena una bolsa: pergamino, plumillas, carboncillo, cuchillos, todos los que encuentra de distintos tamaños, desinfectante y un odre de agua. Mientras reúne todo esto, ve su cara reflejada en el pequeño espejo de la mesa. Lo miran unos ojos gris oscuro. El entrecejo fruncido: una historia de preocupaciones obsesivas.

Los pasillos de Santa Maria están iluminados con antorchas. Un rastro de hollín mancha el muro por encima de cada llama: una figura cóncava de sombra imaginaria. Sigue al beccamorti más allá de las salas de los vivos, la estancia de los muertos. Un hombre, con muchos años cumplidos, yace listo para ser enterrado.

—¿Y los parientes, los padres, la familia?

El guardián menea la cabeza.

—Les tiene sin cuidado.

La mentalidad del sepulturero le trae el recuerdo lejano de Antonio. Mañana pagará por la tumba y una vela en la capilla.

Al final, la curiosidad puede más en él que el miedo. Efectúa la primera incisión rápidamente, en la parte superior del hombro, y mira el rostro del muerto. No ha cambiado nada. La boca abierta, los ojos cerrados, la expresión tranquila. Toma aire y corta más hondo, del hombro al antebrazo, y del antebrazo a la muñeca. Recuerda la primera vez que vio un hueso humano: era más blanco de lo que creía. Se aparta, sereno y frío, baja el cuchillo. Luego hace otra incisión, más fina, retira las capas de carne de uno y otro lado, se maravilla de la ausencia de sangre. Lo invade una oleada de emoción, un contraste extraño: el corazón le late con fuerza, y no hay más que silencio.

Sigue cortando carne a ambos lados del hueso hasta que el interior del brazo queda totalmente al descubierto, la piel extendida como las alas de una mariposa. Deja el cuchillo, coge la plumilla y se pone a dibujar lo que ve. Dedica tiempo a las secciones complejas donde un hueso se encuentra con otro, desplaza la lámpara por el brazo, ilumina partes sucesivas, contempla boquiabierto la disposición del hueso, el músculo y la articulación: los medios para cualquier movimiento, cualquier gesto.

Leonardo da Vinci debe de tener veintidós años. Hubo una gran inundación. Y una mala cosecha. Luego nació él: surgieron complicaciones. Arreglos en la casa de la colina; habladurías en la ciudad. Mueve la mano izquierda sobre el pergamino realizando anotaciones junto a cada esbozo. Otra complicación: cuando escribe, lo hace con la mano izquierda, al revés… de derecha a izquierda. Medio de protección, motivo de discusión, ahora costumbre. Mientras desentraña los secretos del brazo que ha abierto, su mano los convierte en secretos en la hoja. Su mundo es misterio, ocultación. Vergüenza.

Leonardo sutura el brazo y el hombro y cubre la herida. Se va por donde ha venido, deja atrás las llamas negras de los muros donde mariposas nocturnas de alas blandas revolotean alrededor de las manchas de hollín. Con una habilidad ya típica en él, coge una al pasar. Una vez fuera, abre la mano. La mariposa está aplastada; sólo polvo sale volando.

Duerme hasta el mediodía. Andrea llega y lo despierta.

—Creía que habíais muerto —dice—. Parecéis un cadáver. ¿Estáis enfermo?

—No —contesta—, enfermo no. Sólo cansado.

—Tengo trabajo para vos. Un estudio de san Jerónimo que ha de estar terminado para la Cuaresma. —El maestro le lanza el jubón—. Mejor que os vistáis. Debéis de estar enfermo si habéis dormido hasta tan tarde. —Andrea se acerca y lo mira detenidamente a los ojos—. Un poco rojos. Confío en que no tengáis fiebre. La peste se caracteriza por una fiebre muy alta. ¿Gripe, tal vez? Empezamos a trabajar mañana. Hoy podéis tomaros el día libre. Pero no os pongáis nada rojo. Hay festejos en honor de los venecianos. En la piazza Santa Croce. Leones y toros.

La posibilidad de dibujar algo lo impulsa a salir. La plaza está llena. Hay gente de pie en el borde de la arena, los pies ocultos por el serrín. Él se aleja del espectáculo. Una leona deambula por el perímetro del ruedo; cuando pasa, la multitud retrocede tras la barrera; dos cautos toros se arriman a las puertas abiertas de una jaula. Entre la muchedumbre, un muchacho está metiendo un palo a través de los barrotes, pinchando la gruesa piel de uno de los toros. Leonardo aparta la vista, asqueado, y deja a Andrea solo. Unas mujeres pasan a toda prisa, el borde de los vestidos cubierto de arena. Una de ellas se vuelve para mirarlo: la cara, el cuerpo y las manos. Irritado, él desvía la mirada. El rostro de la mujer es vulgar; no hay por qué sacar el carboncillo.

Pero ahora él sí que mira. Ante su vista aparece una cara conocida, que ya ha pintado en su cabeza. Con el cabello recogido en una cinta de terciopelo, Lisa Gherardini va cogida del brazo de su padre. Él recuerda la mano de Gherardini en su jubón; la mirada de absoluto desdén seguramente es contagiosa. Los ve pasar. Ella apenas lo mira. Esto le rondará en la cabeza durante el resto de la jornada.

Andrea está pegado a su hombro.

—¿Alguien a quien conocéis?

—Hace tiempo —responde—. Nunca más so pena de muerte.

Andrea asiente.

—Gherardini. Sería aconsejable que lo evitarais. Se dedica a la banca en Roma, importa a través de Venecia. Lealtades: los Pazzi, no los Medici. Buen gusto… refinado en todo.

Andrea le mira el jubón mal cosido y las calzas de lana.

—Podéis ser tan brillante como Apeles —añade el maestro—, pero si lucís la palle de los Medici y no lleváis la prenda de seda adecuada, mejor dejarlo correr.

Leonardo se pregunta qué hay que dejar correr. Ha hecho sus cálculos. Muy pronto, hombres como Gherardini harán cola por una palabra de su boca, un roce de su mano, un trazo de su pluma. Cuando se coge un cuchillo y se efectúa una incisión, piensa, las nociones de inmortalidad no valen ante las articulaciones desgastadas y los tendones distendidos. Sin embargo, él puede alcanzar la gloria, pues ésta va de la mano con lo que realmente quiere.

Hasta ahora, Leonardo sólo ha cortado miembros, pies y brazos. Algo lo frena. Recuerda una cola dando sacudidas y la cabeza de un lagarto bajo el cuchillo, y quiere reírse de sus propios temores infantiles. Al fin y al cabo, no hay nada más lógico que el miedo a lo desconocido. Diez años atrás era la muerte. Hoy todavía es la muerte. Como si al sacar el corazón de otro hombre y sostenerlo en las manos, le robara el alma.

El sol queda oculto tras una nube y la luz pasa del ámbar cálido al cristal frío. Es precisamente así como le gusta. Con una luz así, puede ver. Las expresiones se difuminan, se acentúan los perfiles, los objetos se bañan en sombras sin sol. Cuatro hombres empujan una jaula entre la multitud. Están devolviendo el león a la Via de’ Leoni. Uno de los toros está muerto. Se abren las verjas con barrotes del serragli, y el león pasa de una jaula a otra. Leonardo se acomoda delante y saca el carboncillo y el pergamino. San Jerónimo, le dice a Andrea, necesitará compañía.

Han pasado diez días desde la Cuaresma. El nuevo mecenas de Leonardo lo manda llamar por un doble motivo: conversar y reprenderle por el retraso en la entrega —entrega ninguna, en realidad, pues aún no ha terminado el león—. Se abre paso por el patio de la fuente, cruza la estancia con la bóveda celeste, y es conducido a las cámaras privadas. Aquí se halla el estudio de Lorenzo. Una pared está llena de libros, encuadernados en cuero y oro, otra de tapices bordados con hilos brillantes que captan la luz de la chimenea. El espacio libre lo ocupan esculturas. Hay un magnífico busto de Platón y otro de Aristóteles. La atmósfera tranquila de los cuadros al óleo imprime profundidad y color en las tersas paredes enyesadas: reconoce a pintores holandeses que le fascinan. Lorenzo está hablando de Platón con su hermano. Rodeados de belleza, se sientan sobre sedas, beben en copas de plata, llaman al servicio con una campanilla. Una escena viene a su memoria: entrando en la ciudad tras la yegua de su padre, mientras en el suelo una pordiosera busca monedas en el barro. Barro y seda. Leonardo piensa en su habitación en la esquina de la Via de’ Macci. Incluso los ratones preferirían sus propios agujeros al suyo.

Lorenzo inicia la conversación; es su método. Su protegido va a escuchar más que a hablar; Leonardo no habla tanto como solía hacerlo, siempre con una idea o una solución a punto. Ahora acopia conocimientos como una ardilla acopia nueces. Lorenzo se vuelve hacia él.

—Tengo una historia para vos, si estáis dispuesto a escucharla. Tiene lugar en una caverna. ¿Habéis estado en alguna?

«¿Habéis estado vos?», se pregunta.

—Sí —responde.

—¿Y qué visteis allí?

—Un montón de conchas —dice—. Oscuridad, humedad, murciélagos.

Lorenzo le llena la copa.

—Entonces imaginaos esto. Un grupo de personas viven todo el tiempo en la oscuridad de una caverna; su única luz es una hoguera. Cabría decir que están atrapadas; su mundo se compone de llamas y sombras, el dibujo de la luz en la piedra, un submundo de figuras y formas. También murciélagos, si queréis. Pero un día sucede algo. Por casualidad, o por voluntad de Dios, aunque creo, Leonardo, que es el destino, uno de esos cavernícolas descubre una vía para salir al mundo exterior, más allá de las paredes de la cueva. Logra salir, y el sol le da en la cara; la luz es brillante, por lo que se protege los ojos. Nuestro hombre pasa un tiempo adaptándose, comprendiendo, antes de fijarse por primera vez en otras cosas: árboles, montañas, ríos… cosas que no había visto nunca, ni siquiera imaginado. —Lorenzo hace una pausa. Leonardo recuerda un puñado de conchas en los pliegues de un vestido. El banquero erudito prosigue—: Sobrecogido por lo que ve, y tan pronto lo ha captado todo, regresa a la caverna y, entusiasmado por la revelación, cuenta lo que ha visto. ¿Cuál creéis vos que es la reacción?

Giuliano es la antítesis de su hermano. Si Lorenzo es alto y tiene una cara delgada y cetrina, Giuliano irradia energía. Lorenzo pondera sus palabras, Giuliano les quita importancia.

—Incredulidad —sugiere el hermano.

—Desinterés —replica Lorenzo—. Nadie quiere saber.

Giuliano se ríe.

—Entonces es que son un hatajo de idiotas.

—Pues no —señala Lorenzo, cogiendo la copa—. Les sobran razones para no mostrar interés. La más importante es que el cavernícola que regresa del exterior, tras haber visto el sol, ya no soporta la luz débil de la caverna y es él quien tropieza como un idiota, y de lo que sí convence a los demás es de su torpeza. —Se vuelve hacia Leonardo—. ¿Habéis leído a Platón? Permitid que os preste una obra suya.

Lorenzo se levanta y coge un libro del estante. Leonardo lo acepta.

—Con el griego sólo soy un principiante. También con el latín —admite.

Lorenzo asiente.

—En el aprendizaje no hay vergüenza alguna, sólo honor. —Para el banquero, el precio de un libro es un detalle sin importancia. Ordena a su hermano que atienda los negocios. El día casi ha concluido. Hay que revisar libros de contabilidad, y al caer la noche llegarán dos dignatarios genoveses.

—¿No hay vergüenza en el aprendizaje? —dice Leonardo—. Os contradecís. ¿No haríais que me quedara también yo en la caverna?

—No —dice Lorenzo, quien se pone en pie y coloca un pequeño tronco en la chimenea—. Pero sí haría que anduvierais con cuidado. —Desde un scrittoio junto al hogar, asciende una lenta espiral de incienso. Giuliano se ha marchado.

Leonardo no dice nada. ¿Qué sabe Lorenzo de él? ¿Qué puede saber de la vida del hijo de un notario anónimo? Calcula las posibilidades. Andar con cuidado no es nada nuevo. De la ocultación ha hecho él un arte.

—Hemos hablado muchas veces, pero seguís desconcertándome —continúa Lorenzo.

—¿En qué sentido?

—En esta ciudad pasan pocas cosas de las que no me entere —dice el banquero quitándose unas motas de la túnica con sus cuidados dedos—. Vigilo las entradas y las salidas de todas las cavernas que me preocupan y despiertan mi interés. Detengámonos un momento en la vuestra.

Leonardo piensa en cuevas, en conchas de las cuevas, en dibujos de cuevas. Noé y el Diluvio, los cálculos del Arca, y toma un sorbo de vino.

—Un joven, apenas salido de la niñez, llega a Florencia desde Vinci. Su formación es simple; tiene poca educación académica. El muchacho, precoz para algunos, muestra unas dotes excepcionales. Se aventura fuera de la caverna. Cuando regresa, nadie le cree. ¿Qué hace?

Leonardo no sabe adónde le quiere llevar con eso. Los diplomáticos hablan así, piensa. Con metáforas.

—Las opciones son éstas: puede estar resentido, enfadado incluso… Puede olvidarse del mundo de fuera; puede abandonar la seguridad de la caverna y, como san Jerónimo, perderse en la naturaleza salvaje. O acaso se diga a sí mismo: ésta es mi caverna, éstos son mis árboles; puedo ir y venir cuando me plazca. No sólo es la solución más sensata, sino la que lo mantendrá con vida. —Vuelve la sonrisa habitual—. Soy indulgente con vos porque me gustáis. Pero los hombres como Niccolini y otros perderán la paciencia. Vuestra reputación se verá afectada antes incluso de nacer. —Se inclina hacia delante—. Reconozco que no son como nosotros. La vida no es nada sin la capacidad para ver arte: para comprender sus secretos. —El tronco de la chimenea refleja el color del azufre—. Vuestros problemas se multiplican. Sé que soléis visitar el hospicio de Santa Maria. Sé que lo hacéis a última hora de la noche, cuando creéis que la ciudad duerme. Pero todo se sabe. —Lorenzo alza la mano—. Sí, tenéis curiosidad. No sois el primer artista que ha cortado una pierna para dibujar mejor el músculo y el tendón. No obstante, para la mayoría esta práctica es abominable, y yo no puedo aprobarla abiertamente. Mirad, Leonardo, soy un Medici. Quizá penséis que con eso basta. Que chasqueo los dedos y consigo que las cosas sean como yo quiero. No. Yo no soy Giuliano. Me siento más a gusto en misa que en las justas. Además, no tengo tanta influencia. Florencia es una ciudad de cuentas. No pasa un día sin que se me evalúe, sin que se aquilate mi valor. Os lo digo en confianza. Durante demasiado tiempo ha sido mi deseo proporcionar a esta ciudad la joya de la corona del Estado: la joya que dará a Florencia el poder necesario para ser realmente independiente. Y con un poco más de paciencia, estoy seguro de que llegará. Un asiento en el trono papal: un cardenal autóctono. El papa Sixto vigila Florencia de cerca. No le voy a dar motivos para que nos rechace.

El banquero se pone en pie.

—Vos, Leonardo, podríais cambiaros el nombre. Leonardo el Florentino puede eclipsar a Leonardo da Vinci. Pero para llegar a ser ese hombre, debéis recordar que Florencia es una ciudad de belleza. La belleza es la medida de su grandeza. Por eso os necesito. Pero aunque admito que poseéis un talento excepcional, creo que el destino de cualquier hombre está regido por los límites que él pone a sus impulsos. Digo esto porque mostráis cierta tendencia a dejar las obras inacabadas. El león, por ejemplo.

Leonardo no ha terminado el león. Han pasado tres meses desde la disección de aquel anciano. En ese período ha hecho otras dos: un hombre de unos cuarenta años y una mujer. Ha vuelto a dibujar la estructura interna del pie y ha ampliado sus notas escritas. Ha diseñado palancas, poleas y tornos. Ha leído en latín y ha empezado con el griego. Ha localizado el libro de Plinio y ha utilizado todo el dinero que le quedaba para comprarlo. Ha pedido un anticipo a Andrea. Ha ideado un dique y ha modificado su proyecto de un canal.

—Supongo que he estado un poco preocupado —dice Leonardo. Sabe que la respuesta no es correcta, que su tiempo pertenece a Lorenzo… que las preocupaciones de Lorenzo han de ser las suyas, que así es cómo funciona el mundo. Tanto si le gusta como si no.

Es hora de irse. El banquero se pone en pie, y los dos abandonan la intimidad del estudio. Una vez en el exterior, se ve a Lorenzo muy solicitado. Un heraldo aquí, un criado allá. La loggia está cerrada, pero mañana los bancos volverán a estar llenos.

—Decidme —dice Lorenzo—, ¿tocáis música?

—Un poco. Me gusta fabricar mis propios instrumentos.

—Pues traed uno mañana. ¿Cuál podría ser?

—Una lira —contesta Leonardo—. Hecha con un cráneo de caballo.

—Curioso —dice Lorenzo—. ¿No os gustan los caballos?

—Todo lo contrario —dice—. Me apasionan.

—Ah. ¿Y tendréis acabado el león para Pascua?

—Desde luego.