II

Mientras Florencia duerme, el mundo que hay más allá de sus murallas está ocupado en otra clase de luchas. El armiño caza al conejo y el zorro caza al armiño. Leonardo aplica la plumilla al pergamino, y con unos cuantos trazos rápidos da los últimos toques al bosquejo de su mesa. Es el cuerpo de un caballo visto desde varios ángulos. En el papel es pequeño, pero en su cabeza se eleva hasta alcanzar la altura de cuatro hombres, uno encima de otro. Luego está el lirio. De buena gana se pasaría una semana haciendo bocetos de flores, pero lo que quiere es el conocimiento de la flor, no el boceto.

Demasiadas cosas que entender y nunca el tiempo suficiente. Observa el ángel que ha prometido terminar. Se pone sus gastados zapatos, y sale a caminar por las calles, acortando por callejones oscuros y dejando atrás muros de piedra y contrafuertes, iglesias silenciosas: il Duomo, Santa Maria Nuova, y se detiene. De las curtidurías le llega el olor de las pieles tratadas colgadas fuera por la noche, y algo más lejos la humedad de una inundación otoñal que aún persiste en la mampostería y la madera, secándose despacio. Se para un carro, tirado por una jaca, dos hombres en el pescante. Transportan una camilla donde va tendida una mujer que jadea. Los hombres introducen la camilla por la entrada que hay a la derecha de la iglesia. Leonardo los sigue.

El hospital de Santa Maria Nuova está lleno de enfermos y moribundos. Flotan en el aire gritos y ruidos de movimientos más allá de la capilla. Leonardo huele a mirto, laurel y pino: las hierbas aromáticas que disimulan el olor de los muertos. Pero las salas están llenas; sólo en el pasillo hay sitio para las camillas. Dejan a la mujer en el suelo, con una manta encima. Al verlo allí, uno de los hombres le dice:

—¿Te esperas con ella? —Leonardo asiente—. No te acerques mucho. Esta noche ya estamos bastante ocupados.

Él se agacha y escucha la respiración de la mujer, cuyo pecho sube y baja con el peso de la fiebre. Le toma la mano. Ella abre los ojos y mira más allá de su hombro. Antes de que a Leonardo se le ocurra algo que decir, el pecho de la mujer deja de subir y sus ojos dirigen una mirada perdida hacia el vacío corredor de Santa Maria Nuova. Leonardo le cierra los párpados y saca de la bolsa un espejito para ver si respira. El calor de la fiebre se desvanece deprisa. El cuerpo pronto estará frío. Leonardo coge el cuaderno y hace un esbozo rápido de la cara con un carboncillo.

Su mano se demora en el pergamino, se le agolpan las ideas. Ojalá pudiera ver dentro. Ojalá pudiera quitar la cobertura de carne, perforar la máscara de piel y ver con sus propios ojos. A medida que la idea va tomando forma, se siente horrorizado: el suelo ensangrentado del matadero, la presión del cuchillo en la carne. Se pone de pie y las piernas lo llevan a toda prisa hasta el final del pasillo vacío, por la puerta y a la calle. Vuelve a respirar el aire fresco y se pasa la mano por la cara, en la que asoma una barba incipiente. Como si el sudor fuera sangre, se limpia las manos en la túnica, se echa la capa por los hombros y se aleja; se detiene sólo una vez, cuando el carro pasa de nuevo por su lado, las ruedas lentas y forzadas por el peso de los muertos.

Ha terminado el ángel. Gabriel está arrodillado entre flores silvestres: margaritas, acianos y un solo lirio. El ángel tiene el rostro tranquilo, resuelto.

—Ahora que él ha visto lo que eres capaz de hacer —dice Andrea—, eres tú quien despierta su interés. Procura causarle una buena impresión. No hables el primero y recuerda que el encargo es importante. Es un retrato de boda. —Andrea le echa una mirada—. Pero es más importante para ti que para ellos: algo que conviene no olvidar.

Cruzan la Via Larga. La entrada al palazzo de los Medici los lleva a través de una loggia, donde los hombres esperan sentados en el banco para dar o recibir dinero. Pasan al lado de una fuente en el centro de un patio donde una ancha escalera los conduce a una estancia de la planta superior. Allí aguardan en la puerta.

—En los tratos con los Medici —susurra Andrea—, un tema que prefiero evitar es el dinero. A Lorenzo le preocupa menos de lo que cabría esperar, toda vez que la mayoría de la gente le debe algo. —Una pausa mientras el maestro piensa—. Aunque quizá… En todo caso, como es vuestro primer retrato, mejor permanecer callado. Acaso no se fije el precio hasta tener resultados. Y escuchad las instrucciones con atención. Habrá preferencias. El embajador veneciano está encargando el retrato como regalo de boda a la hermosa joven novia de Niccolini, si bien sospecho que los intereses del embajador están en otra parte.

—¿En cuestiones diplomáticas?

—Veo que sois un principiante —dice Andrea, riendo—. En el sexo no existe la diplomacia.

Lorenzo de Medici es joven y alto. El propio banquero abre la puerta, rozando a un heraldo al pasar, y mira a Leonardo con penetrante delicadeza, con ojos que sopesan el valor de todo.

—Y bien, he aquí vuestro pupilo, Andrea. —La voz es suave y musical.

Leonardo se acuerda de hacer una reverencia.

—Es para mí un honor poner mis habilidades a vuestro servicio.

—Pues a mí me complacerá utilizarlas. —Se sientan alrededor de una mesa—. El signor Niccolini está deseoso de transmitir sus preferencias con respecto al retrato, pero primero quiero felicitaros. Vuestro primer cuadro es excelente. Soberbiamente original. Las flores son un detalle sutil, y el lirio está especialmente bien dibujado. Veo que tenéis buen ojo para las plantas. ¿Es ahí donde residen vuestros intereses? ¿En la naturaleza?

—El interés de cualquier pintor ha de estar en la naturaleza —contesta Leonardo—. ¿Dónde, si no, buscar la inspiración?

A Lorenzo le hace gracia.

—Supongo que depende de la persona para quien estéis pintando. Algunos consideran que las caras son más fascinantes que las flores. Sobre todo si se trata de una cara bonita.

El signor Niccolini y su esposa están sentados en el otro extremo del vestíbulo.

—¿Qué opináis, Leonardo? —pregunta el banquero—. ¿Es bonita?

La cara de Niccolini está más roja que el vino de su copa. Tiene la piel áspera, los dientes torcidos y grises. Un marcado contraste con su novia. Ella es joven, la mitad de años que él, el pelo fino, los rasgos delicados y una piel de porcelana. Bella y frágil, irradia un aire de melancolía. En manos de él, se romperá como el cristal.

—Bonita no —responde—. Frágil, quebradiza.

Lorenzo se reclina en su asiento, sonríe.

Llega el embajador veneciano. El banquero va a darle la bienvenida.

—Habéis llegado justo a tiempo, Bernardo. Ya conocéis a Andrea, por supuesto. Quiero presentaros a nuestro joven pintor, Leonardo da Vinci.

Están todos de pie. Niccolini se sienta el primero y da las gracias al embajador por su regalo.

—Una idea excelente; debía haber hecho el encargo yo mismo, pero al parecer fuisteis más rápido.

—Procuro complaceros —señala el veneciano—. Sólo lamento no haber podido asistir a la ceremonia.

Niccolini esboza una sonrisa triste, forzada.

—¿Hablamos de la composición? Yo había pensado en un telón de fondo lleno de color: un jardín con muchas rosas. Algo alegre, con rojos y verdes… el vestido de novia sería púrpura… o tal vez escarlata, con puños de armiño.

A Leonardo, esa combinación de colores empieza a provocarle náuseas. Abre la boca para hablar, nota la presión del brazo de Andrea. La cierra.

Lorenzo deja el contrato del retrato sobre la mesa, delante del embajador veneciano, y manda traer otra jarra de vino. El embajador no mira el contrato: los ojos del diplomático han encontrado su punto de interés. Los retratos son más complicados de lo que Leonardo creía. Está el retrato de la persona, el retrato del amante, el retrato del esposo y el retrato del pintor. Una cosa es segura: Lorenzo lo ve todo.

—Ah, el vino —dice el signor Niccolini—, levanta el ánimo, sosiega el carácter. ¿Qué os parece a vos, messer Leonardo?

Leonardo mira al embajador y se fija en su semblante. Le gustaría dibujarlo.

—Lo más importante —dice Leonardo— es que fortalece el estómago, ayuda a hacer la digestión, tonifica los intestinos y es la mejor protección contra la peste.

Niccolini sonríe con suficiencia.

—Ahora me diréis que debo lavarme con él.

—Pues también podría ser. Las cenizas de vides quemadas, por ejemplo, blanquean los dientes si se aplican de manera regular.

Lorenzo sonríe.

—¿También médico?

—Mis remedios son conocidos por todos —explica—. Si queremos hacer progresos, hemos de superar la superstición y las suposiciones.

Lorenzo desliza el contrato por la mesa y mira a Leonardo.

—¿Comenzamos con esto?

Andrea lo lee y le da una pluma, pero Leonardo sólo piensa en los gustos de Niccolini con respecto al color. Hay otra cosa que le molesta. Recuerda la observación de Lorenzo y se pregunta para quién va a pintar. La mirada lasciva del embajador y la ignorancia de Niccolini son abominables por igual. La persona a retratar y él mismo quedan al margen. Se sienta a la mesa con la extraña sensación de que nadie lo ha captado. Devuelve el contrato —sin firmar— al embajador. El veneciano mira sorprendido la hoja de papel.

—Los colores que proponéis no son apropiados —dice, devolviendo la pluma al tintero—. El cutis de la señora es fino y delicado. Demasiado color desvirtuaría la belleza principal del retrato.

—¿Y qué sugerís vos? —dice Lorenzo, inclinándose hacia delante en la silla.

—Colores más suaves —contesta.

—¿Colores más suaves? —Niccolini se vuelve hacia Lorenzo con cara de asombro—. Yo ya he dicho lo que quiero y no voy a cambiar de opinión.

En el otro extremo de la ciudad, las campanas de la catedral llaman a misa de mediodía.

—En este caso —dice Leonardo—, no puedo aceptar el encargo. —Andrea se remueve en la silla de al lado.

—Bien —dice Niccolini—, muy bien pues. —Con rostro enrojecido y gesto irritado, el hombre se dirige a Lorenzo—. ¿No hay nadie más que…?

—Todo el mundo está ocupado —dice Lorenzo con la mirada fija en Leonardo, evaluándolo—. Estamos casi en Pascua. No hay gente disponible hasta las calendas de julio. —Andrea hace el gesto de querer hablar, pero Lorenzo se lo impide.

Desde el otro lado de la mesa, el embajador veneciano devuelve el contrato.

—No veo por qué no podemos utilizar colores más suaves. Yo estoy de acuerdo.

—¿Estáis de acuerdo? A ver, esperad. También hay que tener en cuenta el fondo. —Niccolini coge el contrato.

Leonardo lo observa con impaciencia. Se pregunta si Medici puede leer el pensamiento tan deprisa como las cartas de crédito. Piensa en sus zapatos, que sin duda también han sido inspeccionados; necesita dinero. Busca un fondo sin rojo y encuentra uno.

—¿Cómo habéis dicho que se llama la señora? —pregunta.

—Ginevra —contesta el embajador de inmediato.

Ginevra, ginepro, enebro.

—Entiendo vuestra preferencia por las rosas —dice volviéndose hacia Niccolini—. Pero ¿y un arbusto de enebro?

—¿Un matorral espinoso sin flores? ¿Tenéis algo contra las rosas? ¿Es que no tienen ningún valor medicinal? —pregunta Niccolini con tono imperioso.

—Bien —dice Lorenzo, divertido—. ¿Lo tienen?

—El enebro es símbolo de castidad —explica Leonardo.

—¡Ah, ya entiendo! Ginepro, Ginevra, ¡ajá! —añade Niccolini, animándose—. No está mal.

—Entonces —dice Lorenzo—, ¿qué será, rosa o enebro?

El embajador veneciano saca un trozo de pergamino del interior del jubón y se lo pasa a Leonardo.

—Enebro —replica el veneciano—. Y me gustaría que pintarais esta insignia en el reverso del cuadro. Junto con vuestro enebro, propiciará una satisfactoria resolución de la obra.

Lorenzo corrige el contrato y lo desliza por la mesa.

Leonardo firma, al igual que el embajador. Lorenzo propone un brindis.

—Por la belleza, la virtud y el color de Leonardo. —Levanta la copa.

Tras abandonar el salón y poner rumbo a la bottega, Andrea recupera la voz.

—Ginepro —dice el maestro, maravillado—. Lo que nos faltaba. Los colores equivocados. ¿Cómo es que sigo en activo? Si no le gusta el retrato, tened en cuenta que eso puede significar el final de la inmortalidad y el comienzo de una muerte muy lenta. Pero ¿por qué esta cara después de tal victoria?

—A mí no me parece una verdadera victoria —responde Leonardo, ajustándose la capa—. La idea de pintar para complacer a un idiota como Niccolini suena más a derrota.

—Quizá sea un idiota, pero tiene la sensatez de no beber su vino: veneno veneciano. Hatajo de pescadores. En cuanto a vos, ¡vaya actuación! Por un lado querría felicitaros por haber salido con la vuestra, pero por otro vería más ventajas en montaros en la primera mula que encuentre y llevarla yo mismo a Vinci.

Leonardo se está volviendo indiferente a los consejos. El contrato que lleva en la mano estipula no más de treinta fiorini por el retrato acabado, salvo que resulte insatisfactorio. Las condiciones son más favorables, pero el resultado final no es el esperado. Con eso apenas pagaría el ribete de los puños de Gherardini.