I

—¿Vinci? ¿Y dónde demonios queda eso?

—Un podere allá en las montañas.

—He oído que su padre es notario, aquí en Florencia.

—Entonces, ¿por qué no es él notario también?

—No creo que sepa sumar.

—Según Andrea, tiene el ojo de Brunelleschi y la mano de Giotto. Hizo de memoria un esbozo perfecto de la catedral en cuestión de minutos, y la había visto sólo una vez.

—¡Pura mierda!

—¿Le has visto las manos? Son enormes.

—Esperemos que su cabeza sea más pequeña.

—Unos cuantos meses pintando terracota y pronto lo será, no te preocupes.

Leonardo se coloca tras el biombo. Al otro lado, un grupo de muchachos que conforman la plantilla de la bottega del maestro Andrea del Verrocchio están ocupados hablando de sus méritos. Se pone las manos bajo las axilas, apoyado en la pared. Hace menos de una semana que ha llegado. Ha pasado tres días picando mármol con el escoplo y aprendiendo a soldar. Intenta estar satisfecho con el resultado: hace falta una mano firme para cazar mariposas; los años que ha pasado sacando trozos de pergamino de la bolsa y dibujando seres vivos contra el tronco de un árbol o la curva de la rodilla le han procurado una mano firme y la voluntad de hacer uso de ella. Pintar terracota está bien, sobre todo si puede preparar sus propios colores. Nunca ha querido ser notario.

—Su flor era mejor que la tuya, Domenico. Por tanto, supongo que hablas movido más por la envidia que por el desdén, y como ninguna de las dos cosas es buena, sugiero que te calles.

—Sabias palabras, Sandro. —El maestro ha aparecido tras el biombo y conduce a Leonardo frente a los otros.

Había momentos así, y luego estaba su cuerpo, que parecía distanciarse de él, planteándole exigencias que él no entendía y no podía satisfacer. Le había dado por quitarse los pelos de la cara con una navaja y agua, y había observado que unas veces tenía la energía de diez hombres y otras la fuerza de un caracol. En una ocasión se desnudó y se plantó frente al espejo de su habitación, al lado de la bottega. Al ver su cuerpo, éste le había impactado. Nunca se había visto antes en un espejo grande y advirtió que tenía los brazos largos y delgados, los hombros rectos, la espalda fina y flexible. Su primer impulso fue dibujarlo, y se sentó delante del espejo a hacer un bosquejo de las piernas y los genitales. Cuando hubo terminado, observó que el dibujo no era tal como había previsto, sino el inicio de otra búsqueda que conducía inexorablemente a otros detalles. Si hubiera podido, habría cogido un cuchillo y se habría cortado en canal ambas piernas para ver qué había en el interior, y también para dibujarlo. En su opinión, dibujar el exterior de una pierna era interesante sólo a medias: lo importante de veras era lo de dentro.

—Veo que la cabeza de nuestro nuevo aprendiz se ha convertido en objeto de debate —dice el maestro Andrea con los ojos muy abiertos; luego se vuelve hacia Leonardo—. Quitaos la túnica.

Leonardo se pregunta si el espejo también tiene ojos. Se quita la túnica de basta lana y se deja la camiseta.

—Esto también.

El maestro Andrea se aparta y le mira el abdomen, mostrando las majestuosas dimensiones del suyo.

—Tenéis buenos músculos. —El inmenso hombre lleva su mano a la barbilla de Leonardo, le examina la cara y se vuelve hacia los demás—. La belleza —dice el maestro— es un don que poseen algunos afortunados. Pero es importante recordar que reside tanto debajo de la piel como encima. —El maestro le da unas palmaditas suaves en el músculo del abdomen, que luego se hacen más fuertes hasta que la mano rebota—. Es el músculo que está debajo de la piel el que nos da la longitud de esta curva de aquí —señala— y de aquí —añade mirándole directamente a los ojos—. El contenido de la cabeza también es útil. —El inmenso hombre le lanza la túnica—. David y Goliat: la victoria del pequeño sobre el grande. Vos seréis mi David. Empezaremos mañana con las primeras luces.

Leonardo asiente y piensa en las lagunas de sus estudios bíblicos y en los huecos de las entradas de las cuevas.

—David, el joven que cortó la cabeza de la Gorgona gigante. El muchacho que, pese a ser más pequeño que su adversario e inferior en fuerza —el maestro pone una espada en la mano derecha de Leonardo—, lo venció.

Leonardo se convierte en David y la mayor parte de las siguientes semanas es modelo, no aprendiz. El maestro trabaja y da forma al molde de arcilla del que saldrá una pieza de bronce fundido: él, Leonardo, espada en mano, con la cabeza del gigante cortada a sus pies. Su cuerpo adopta la forma del joven ejecutor de gigantes, mientras su cabeza reflexiona sobre ello.

Las ideas se agolpan en su mente. Andrea, el maestro, revolotea a su alrededor como un halcón, las manos grises de arcilla. Piensa en lo que hay dentro de su pierna y se pregunta si Andrea hace lo mismo. Piensa en la pata del caballo del matadero. Piensa en el caballo. Pequeño frente a grande. Grande. Se imagina a sí mismo, con las manos grises de arcilla, construyendo la estructura de un caballo gigante. Más cautivador que una Gorgona gigante, su caballo se eleva muy por encima. Quiere arrojar la espada, levantar las manos y decir: mirad, usaré éstas, estas manos largas, estas palmas grandes. Mira a los demás, unos observan, otros trabajan, y los desafía a que construyan más alto que el hijo de un notario de Vinci. Andrea se limpia la mano con un trapo.

—Hora de comer. —El maestro le toca el hombro, le da el trapo y le sonríe—. Coged el pan, Leonardo. Tanto pensar os está dando hambre.

Leonardo vuelve a trabajar en su cuaderno, que apenas lo ha cogido desde lo que ahora llama la época del Diluvio Universal. Reanuda la labor en serio, convencido de que tanto si se trata de pintar como de esculpir la clave está debajo de la piel. Una cosa conduce a otra: la piel esconde los vasos sanguíneos, las venas y las arterias van y vienen de los músculos, y los músculos originan el movimiento. El movimiento da lugar a la fuerza, y la fuerza al poder. El poder, concluye, determina el crecimiento, tanto de los seres humanos como de las plantas y los animales. No necesita que el maestro le cuente la historia de David, como no necesitó que Fra Alessandro le hablara de Dios. Dios está en todas partes: basta con la observación.

Cuando Andrea le deja marchar, sale antes del alba, como antes, a descubrir nuevas colinas, nuevos valles, nuevas cosas que dibujar. El maestro le gusta. Andrea comprende que algunas cosas son un fastidio, y su forma de enseñar es relajada, poco que ver con la época de la vara y las hojas de aritmética. Entretanto, Leonardo trabaja en otras cosas: sus notas y un cuadro que aún no ha mostrado a nadie. Andrea no le ha hecho pintar terracota; en realidad, no le ha pedido que pinte nada… hasta ahora.

El inmenso hombre está trabajando en el encargo de un retablo para la iglesia de San Salvi. El fondo no está terminado. Las figuras de san Juan Bautista y Jesús han progresado hasta la fase de pintura. Leonardo observa a Andrea y dos estudiantes avanzados preparar la pintura al temple partiendo de la habitual combinación de yema de huevo, agua y vinagre. Pintar al temple no le gusta. La mezcla se seca demasiado deprisa, sin dejar tiempo para la profundidad, la luz o la sombra; el color sale apagado.

Andrea le da la espalda, pero debe de tener ojos en la nuca.

—¿No os gusta pintar al temple?

Leonardo mira la palmera y le parece que no armoniza. Piensa en un paisaje diferente, de tiempos pasados, en el azul de unas colinas lejanas. El agua no está bien, pero no dice nada. Andrea gira sobre sus talones.

—Sandro y Leonardo. Venid aquí, más cerca. —Se aproxima uno al que llaman Botticelli (pequeño tonel). Leonardo lo mira con aprobación. Le gustan los rasgos delicados y el rostro pensativo. Calcula su edad. Trabajos de orfebre, aprendizaje casi terminado, listo para su primer encargo y para entrar en el gremio. ¿Diez años mayor que él? No tanto. Mano firme. Sus ojos saltan al trabajo de Sandro, en la otra mesa: temple de huevo sobre madera. Demasiada luz. Demasiado contorno. Le falta vida.

—Os voy a dar a los dos la oportunidad de aportar algo.

Leonardo nota las miradas de los demás posadas sobre su espalda. Mira a Sandro, que está enseñando al maestro el esbozo de un ángel. Ahora Andrea se dirige a él.

—Domenico os ayudará con el temple. El fondo está preparado. —El maestro señala los bocetos preliminares de un río, con árboles detrás.

—El río Jordán era pura naturaleza salvaje.

Andrea se inclina hacia atrás, con las manos en el abdomen.

—¿Es eso lo que vos queréis pintar, Leonardo? ¿Naturaleza salvaje?

Leonardo se anima.

—Sí, y luego está la figura de Jesús, y el agua a sus pies. Y como es lógico la idea del bautismo.

Andrea parece sobresaltarse.

—¿La idea del bautismo?

—Bueno —dice Leonardo—, dejemos a un lado por un momento el concepto de divinidad…

—Pero no mucho rato —puntualiza Andrea.

—El bautismo significa que uno queda libre de pecado mortal, ¿no? —Andrea asiente y Leonardo prosigue—: Por tanto, según la filosofía del bautismo, Jesús había cometido pecado.

Más ojos en su espalda.

—¿Qué estáis insinuando? ¿Qué lo pintemos como un pecador?

—Pensaba, maestro, que quizá podíamos pintarlo como un hombre.

—Un pecador como el resto de nosotros… estáis pidiendo demasiado, Leonardo. —El inmenso hombre se sienta y se coge las manos—. ¿Y cómo sugerís que logremos esa transformación?

—Añadiendo músculo aquí. —Señala las piernas—. Y quitándolo aquí. —Indica los hombros—. Un hombre es a la vez fuerte y débil; su cuerpo puede ser frágil y su voluntad firme. A veces el cuerpo es fuerte pero la voluntad es débil. Quizá la adecuada combinación de fragilidad física, fuerza muscular y reflexión daría a entender ambas cosas.

Andrea lo observa pensativo.

—Entonces, ¿cómo creéis vos que era, Leonardo, fuerte o débil?

Leonardo piensa en el lagarto, el perro con gusanos y el niño enfermo cuyas ropas quemaron.

—Todos somos débiles —dice—, porque todos vamos a morir. Jesús murió también… en la cruz.

—No, no, es una buena observación —dice Andrea levantando la mano para acallar risas nerviosas—. Dejaré que acabéis el cuerpo y empecéis el ángel, aquí al lado. Después completaréis el paisaje —le dice—. Sandro pintará el segundo ángel, y los demás se ocuparán cada uno de lo suyo.

—Maestro.

—Sí, Leonardo.

—He pensado también en otra cosa: la pintura. Me gustaría cambiarla.

—¿Cambiar la pintura? —dice Andrea, pasándose una mano por la cara—. ¿Qué proponéis que usemos?

—Óleo y pigmento.

—Sí, pigmento, claro. Pero ¿óleo? Siempre utilizamos temple.

—El óleo me dará más tiempo.

Andrea le da la paleta y se quita el delantal.

—El tiempo es algo sobre lo que siempre quiero llamar la atención. Podéis quedaros si queréis, pero es tarde y estoy cansado, al fin y al cabo soy mortal. —El inmenso hombre farfulla algo sobre el bautismo y abandona la bottega. Leonardo se queda exactamente con lo que quería: una oportunidad.

Se mete un trozo de pan en la boca con una mano y recoge pigmentos con la otra. A continuación inicia el laborioso proceso de preparar y mezclar hasta conseguir la consistencia perfecta y el color que busca. La bottega se vacía. El ruido del día se apaga. Unas moscas cruzan la estancia perezosas. Oye unos ratones en el cuarto trasero; una lechuza grazna en la oscuridad, haciendo callar a los ratones, pero Leonardo trabaja tranquilo mientras transcurre la noche, encendiendo velas y lámparas para ver mejor. Necesita luz diurna, pero no quiere parar ahora, así que se conforma con lo que tiene. El óleo funciona bien. Satisfecho con la gama de tonalidades que puede aplicar, usa el dedo índice y el pincel hasta lograr el acabado correcto. Las sombras hablan de formas, de figuras, de dimensiones; su pincel las encuentra en la luz donde no hay color, y encuentra color donde no hay luz, sombras en la oscuridad. La lámpara titila. Los pies del Salvador están metidos en el agua. Pecado mortal, piensa. ¿Es eso lo que refleja su cara? Al lado de ésta hay otra: ella sonríe, tiende la mano y pregunta: «¿Conchas marinas?» Él pinta las ondas y ella desaparece.

No toma la decisión consciente de parar. Pero esto ha de suceder en algún momento del inicio del alba, pues siente una mano que le toca el hombro y una voz al oído. Alza la vista; vuelve a ser de día.

Andrea está mirando el ángel. Todos lo miran. Se distingue de las demás figuras del retablo debido a la cara, que resplandece en el lienzo.

—De ahora en adelante, Leonardo —dice—, pintaréis las caras: todas las caras.

El maestro guarda sus pinceles sin añadir nada más, y regresa a su escultura aún no terminada.

—Acabad el fondo —grita Andrea. Esas observaciones parecen ser lo único que se le ocurre como elogio, y Leonardo no puede menos que sentir cierta decepción porque Andrea no ha comentado nada sobre el cuerpo de Jesús o el agua a sus pies. Sandro lo consuela.

—Ojalá mi ángel se pareciera al tuyo —dice contemplando el trabajo de Leonardo con no disimulada envidia—. Al lado de la tuya, la cara del mío es melancólica y taciturna.

Leonardo mira el ángel de Sandro y le acerca el bote de siena por la mesa.

—Creo que te olvidas algo —dice—. La sangre.

Andrea los hace trabajar en bustos. Llega una visita a admirar el Bautismo de Cristo. Se llama Pollaiolo. El visitante compara a Leonardo con el David de Andrea y saca sus propias conclusiones, que le hacen mirar del modelo a la escultura y más allá, a un futuro que Leonardo ya puede ver: David vence a Goliat, pero nadie entiende cómo. Leonardo se encoge de hombros y escucha. Pollaiolo habla de músculos, tendones y carne, pero Sandro no está satisfecho.

—En la sangre y las tripas no hay arte —se queja el pálido aprendiz.

—Al contrario —replica Pollaiolo—, ¿dónde hay vida sin sangre?

En el agua, piensa Leonardo. Los ríos del cuerpo del mundo. Pollaiolo señala el cuello de un busto.

—La pintura necesita la profundidad de la escultura, pero no tiene espacio para ella. Hay que hallar maneras de crear ese espacio —añade el escultor—. Los músculos no son planos.

Leonardo da vueltas detrás de Sandro mientras el aprendiz dibuja las líneas de un boceto preliminar sobre metal. Sandro necesita un monstruo en un pedestal, piensa, partes de cuerpos, la luz débil de un establo oscuro. Menea la cabeza. Los que temen a los monstruos también temen a la oscuridad. Esa noche sustituye los pigmentos de Sandro por los suyos. Antes de concluir la mañana, Sandro los ha vuelto a cambiar.

Su padre le permite utilizar la yegua. Ahora puede desplazarse más lejos. La ensilla y se dirige al oeste. Cuando anochece, se detiene bajo un árbol y observa las estrellas, que se extienden por lo alto en remolinos: centelleantes esquirlas de conchas diminutas arrojadas al cielo al azar. Alza un trozo de madera desde el horizonte hasta la estrella polar, lo mueve hacia sí y calcula su altura. Al amanecer, espera cernícalos y halcones, alondras y golondrinas, y les dibuja el ala mientras remontan el vuelo. Alas es lo que él necesita. Con alas estaría al nivel del arco iris, contemplando el mundo de los hombres.

Pero ahora tiene los pies en la tierra. Ha escalado el muro de la villa Gherardini y se queda bajo los balcones de la primera planta. Coge un puñado de barro pedregoso y lo lanza hacia arriba hasta dar en la piedra. Aparece el rostro de Lisa, que le hace señas de que la espere al otro lado del muro. Leonardo aguarda, removiendo la tierra con un palo y preguntándose por qué ha venido. Al cabo de unos momentos reaparece ella sosteniéndose el vestido, y corre junto al muro, hacia él.

Lisa tiene otro aspecto. Su pelo es más largo y la forma de su cara ha cambiado. Los pómulos se ven más altos y la piel más pálida. Ha crecido, pero él también.

—¿No vas a hablar?

—Sí, por supuesto. —Pero a él no se le ocurre nada.

—Me enteré de tu marcha. Te vi cuando viniste a la casa con tu padre. ¿Qué estás haciendo en Florencia?

—Estudio —dice con aire distraído—. Geometría, latín.

El paisaje entre ellos ha cambiado. Las lomas y los arroyos son ahora montañas y ríos. Su mente corre del pecado a los ángeles, de las alas al arco iris. Elige algo.

—He aprendido a volar. —Lo dice con toda tranquilidad, como si hubiera terminado una hoja de sumas de Alessandro.

Ella lo mira de arriba abajo y se echa a reír.

—Entonces, ¿te han crecido alas?

—Pues claro que no —responde. Su cuerpo está tenso. A decir verdad, ella está cerca—. Las he dibujado.

—Dibujar es fácil. Si te mueres y te conviertes en ángel —replica ella—, supongo que puedes volar.

—Cuando esté preparado volaré —dice él, echando a andar—, pero te advierto que es muy posible que muera, pues volar es peligroso.

Lisa acomoda su paso al de él.

—¿Quieres decir que pretendes volar como un pájaro? ¿De qué modo?

—Bueno, no hay ninguna razón —responde él lanzando su palo hacia el seto— por la que los hombres no puedan volar. Es un proceso que puede aprenderse, dominarse, como cualquier otro.

—Hay cosas que no se pueden enseñar. Los pájaros no hablan.

—Pero cantan.

—Eso no es hablar.

—¿Cómo que no? Los pájaros cantan porque tienen algo que decir.

—¿Algo como qué, exactamente?

—«Éste es mi nido, ésta es mi percha, ésta es mi pareja.» —Leonardo levanta los ojos al cielo más allá de Lisa y mira el horizonte—. Un día el hombre volará. Es sólo cuestión de observar e imitar.

—Muy bien. Al menos si mueres en el intento quemaré tu cadáver y arrojaré al aire tus cenizas. Entonces sí volarás.

Lisa se ríe de él, una risa ligera, de niña. A Leonardo le arde la cara. Siente el cuerpo débil. Pero aún falta lo peor: unos pasos y la forma de un cuerpo en las sombras anuncian la llegada del padre de Lisa. Si alguna vez ha querido tener alas es ahora. Pero lo que tiene son dos pies mal calzados, tres soldi en la bolsa y un cuadro sin terminar.

El signor Gherardini, con el ceño fruncido como Fra Alessandro, se acerca y se sitúa entre los dos, con las manos en las caderas.

—Ahora ya entiendo qué significan esas ausencias de madrugada. —El padre coge a Lisa del brazo y la coloca a su espalda—. Tú, pintor, ¿con qué derecho hablas con mi hija?

Leonardo no entiende cómo es que el hombre está al corriente del verdadero carácter de sus estudios en Florencia. Luego recuerda el trabajo de notario de su padre, la espalda doblada sobre la silla de Gherardini. Nota que el cuello le arde; ojalá hubiera prestado más atención al latín o hubiera estudiado griego, como le sugería Fra Alessandro.

—Con el mío.

Gherardini lo mira con una mezcla de humor e irritación.

—Pues siendo éste el caso, ten la seguridad de que será la última vez.

—Padre, no lo entiendes. Leonardo no es sólo pintor…

—¡Leonardo! —Gherardini pronuncia el nombre con una mueca de asco—. Sé de ti, y espero no saber nada más de ahora en adelante.

—Pero, padre, Leonardo es inventor. Ha…

El comerciante se acerca con presteza adonde está Leonardo, paralizado como un idiota, y lo agarra del jubón.

—Puedes ser pintor, escultor o fabricante de velas, me da lo mismo. Pero lo que no serás nunca —dice Gherardini haciendo con la cabeza un gesto en dirección a su hija— es pretendiente. ¿Me entiendes?

—Un hombre no puede cambiar lo que es.

—Me alegra que nos entendamos. —Gherardini afloja la mano.

—Pero puede cambiar lo que será.

Gherardini aprieta otra vez la mano y luego lo suelta.

—Lo que serás tú está en manos de Dios, hasta el día en que Él decrete tu expulsión. Sé lo que eres. Un Don Nadie alborotador, un mal educado, un analfabeto infeliz. —El comerciante manda a Lisa adentro con un gesto.

Leonardo se aparta de Gherardini hasta topar con un árbol. Su orgullo herido rompe como una ola en su pecho. Imagina qué estaría haciendo si no hubiera venido y desea estar haciéndolo, pero lo mejor que puede pensar es que quizá, después de todo, el comerciante tiene razón. Salta atrás en el tiempo, regresa a la cara en la ventana. Una capa ondeando en la brisa nocturna, una sombra oscura que se aleja por un camino pedregoso. Sus zapatos de piel están manchados, endurecidos por el sol, la lluvia y las correrías. Él está sentado a la mesa de Antonio en San Pantaleo; no come carne, pero en el establo cuelga el cerdo sacrificado, y no hay nada más. Su madre le retira el plato. Ahora Gherardini le ofrece otra ración. El comerciante pone un dedo en su pecho.

—Ten la seguridad de una cosa: si te vuelvo a ver, tu suerte estará echada; y no será cosa de Dios ni tuya, sino mía. Que tengas buen día.

El comerciante se marcha a zancadas mientras su hija mira desde la puerta. Leonardo sube por el camino hasta el muro y monta la yegua de su padre. Inicia el camino de vuelta. El aire rebosa de tomillo y orégano, de cilantro calentado por el sol. El viento agita los árboles; las hojas de aliso destellan plateadas y la yegua se inquieta. Se retuerce y da sacudidas, y Leonardo no puede calmarla. Afloja las riendas, hasta que el animal se para indeciso, los flancos palpitantes. La casa de su padre, con su parcela de tierra rojiza, está en lo alto de la siguiente loma. En veinte minutos se plantaría allí. Anchiano y San Pantaleo: los bastiones de la condición que ha heredado, los últimos lugares de la tierra donde quiere estar. Pasa la mano por el cuello de la yegua y la espolea. Regresa a Florencia.

Una vez en la ciudad, guarda la yegua en la cuadra y va directamente a la pequeña habitación que ocupa junto a la bottega. Se sienta en la cama y se observa las manos. Se pone en pie y camina de un lado a otro. Se mira la cara en el espejo que hay al lado de la cama. Ve reflejado un destino triste. Piensa en el siguiente lugar: Emilia Romagna, o mejor aún Francia. Si descansa bien por la noche y hace las paradas precisas, puede llegar en pocos días. A continuación, sus ojos se posan en el cuadro inacabado que hay en un rincón: el que se ha guardado en secreto. Imagina que enciende un fuego y lo arroja ahí, o que lo coge y lo tira a la calle. La Anunciación. Su ángel sin terminar comunica a la Virgen la noticia de su parto inminente: nueva vida, nueva esperanza. El destino del elegido. Coge el cuadro. Pesa. Lo cubre con un trozo de tela y abre la puerta. Se lo enseñará a Andrea, aunque ahora parece mucho menos interesante que el interior de la villa de Gherardini. Después se marchará.

Andrea se seca las manos con un trapo; Leonardo mira con desagrado la cara manchada de arcilla, las manos llenas de barro y el desorden general de la estancia, que en cada grieta y rendija alberga mugre, arcilla, polvo y sudor.

—¿Qué puedo hacer por vos, messer Leonardo?

Leonardo observa el busto que toma forma en el pedestal. Están surgiendo una cara, una nariz, unos ojos, una boca. Parece que la cara se estirase para emerger, los ojos para ver, la boca para hablar. El suelo está lleno de trozos grises de arcilla. Al lado del pedestal hay un barril y una copa medio vacía. Andrea mira el cuadro que él lleva bajo el brazo. Leonardo lo apoya en la pared.

—Hacía tiempo que quería enseñaros esto, pero siempre estáis ocupado y no quería molestar —empieza a decir. Pero Andrea lo aparta y quita la envoltura, da un paso atrás y mira el cuadro. Acto seguido, se acerca y se pone a examinarlo. Menea la cabeza.

—La Anunciación. El anuncio —dice entre dientes—. Vuestro, imagino.

—Si pensáis que no está bien, la verdad es que no importa, desde luego, porque en cualquier caso…

—¿Bien? No, no creo que esté bien —dice Andrea volviéndose hacia él—, creo que es increíble, asombroso. —El maestro coge su monóculo—. Jamás se me habría ocurrido… esta serenidad. Y el lirio. Y los pliegues del vestido, aquí y aquí. —Andrea deja el monóculo y observa a Leonardo—. ¿Cuánto tiempo habéis estado trabajando en esto?

—No estoy seguro. —Recuerda el esbozo de un lirio en un campo cercano a Anchiano. Las colgaduras a la luz de las velas—. Bastante.

Andrea lo sorprende al cogerle la mano y estrecharla con fuerza.

—Belleza, elegancia, perspicacia y las manos de Giotto. ¿Hay en el mundo algo que no tengáis?

La cara del busto se estira en la arcilla. La boca anhela palabras que no llegan.

—No lo sé —contesta.

Andrea asiente. Mira a través de él. Leonardo es como Lisa, sabe sin saber.

—Sois joven, demasiado joven para aceptar encargos, pero —vuelve a mirar el cuadro—, a mi juicio, en cuanto Lorenzo vea esto, no habrá lugar a dudas. La perfección del color, la expresión. Levantaría el ánimo de los muertos. —Andrea sonríe y se frota las manos—. ¡Pecador mortal, decís! Leonardo, no penséis más en la mortalidad. Lo que buscamos es la inmortalidad. La inmortalidad y toda la gloria que trae consigo. Mañana haremos una visita a Lorenzo el Magnífico. Si lo que buscáis es la gloria, nadie está en mejores condiciones que él para auspiciarla.