V

No ve a su padre al día siguiente, ni al otro. Pasa ambos días en la montaña, pero no regresa a la cueva. Tampoco se sienta junto al río. Ahora ha descubierto una atalaya en la cara este del Montalbano y se entretiene haciendo bosquejos, empezando con una cosa para luego abandonarla por otra hasta que al final pierde interés en todo menos en el horizonte. Cuando por la noche vuelve a la vela de la ventana, se alegra de verla; lo que quiere es huir de la oscuridad y los sonidos de los animales nocturnos y encontrar un fuego, una acogida, un hogar.

Pasan cuatro días. Limpia a fondo el establo. Barre el patio. Espera. A última hora de la tarde aparece una figura en la cresta de la loma. La ve descender al valle y seguir el curso del riachuelo. Un hombre a pie conduciendo un caballo.

Baja el sendero corriendo. Su padre se detiene al verlo. El cielo se rompe; un trueno llena el valle. Leonardo coge las riendas.

—Mírale las patas, Leonardo —dice el padre. Las nubes se abren. Una cortina de lluvia azota la tierra, pero la yegua no corre—. La he traído al paso desde el otro extremo de la ciudad.

Una vez en el establo, Leonardo le pasa la mano por las patas, una cada vez. Nota que la yegua se estremece. Intenta levantarle el menudillo, pero el animal no le deja.

—Creo que es una torcedura —dice Leonardo—. Si es así, entonces es la otra pata. No me deja levantar ésta porque no quiere apoyar el peso en la otra.

El padre parece preocupado.

—Hazle un emplasto.

Leonardo mira la pata.

—Un cuchillo, padre. —Empuja con el cuerpo el costado del caballo para sostenerlo y alza el casco torcido. Coge el cuchillo y saca una enorme espina.

—¡Por todos los santos! —exclama el padre, sonriendo.

—La espina estaba aquí, junto a la ranilla. Seguramente pisó mal y se produjo la distensión de este tendón. —Pasa la mano por el tendón. La yegua se estremece de nuevo.

El padre se sienta, se quita el sombrero, se alisa el pelo y se vuelve hacia Leonardo.

—¿Quién te ha enseñado estas cosas?

—Nadie.

—¿Cómo las has aprendido, entonces?

Leonardo se encoge de hombros.

—Observando, sobre todo —dice—, y tomando notas —añade, aguardando con cautela alguna reacción. Pero el padre no quiere comentar nada.

Leonardo coge aire.

—A veces voy al matadero. En una ocasión vi el cuerpo de un caballo muerto. Prometí llevar al patrone diez sacos de hierbas si me dejaba cortar una pata.

—¿Cortar una pata?

El padre apoya la cabeza en las manos. El trayecto desde la ciudad lo ha agotado. Leonardo se ofrece para prepararle un tónico.

—Muy amable de tu parte, Leonardo, pero ahora no. —Luego, tras un largo silencio, dice—: Hay que parar esto… esto de cortar cosas… de tomar notas…

Leonardo se mira las manos, entrelazadas y calientes.

—¿Parar? —Fuera del establo, la lluvia sigue empapando la tierra. Leonardo piensa en cosas que se paran. Se para la lluvia, por ejemplo. Los ríos, no; corren bajo tierra—. ¿Es por Fra Alessandro? No hace falta que lo digas, ya lo sé.

El padre lo mira con severidad.

—Normalmente —dice echando una tela sobre el lomo de la yegua— los niños no van a los mataderos a cortar cosas en pedazos; normalmente no desaparecen por la mañana para regresar por la noche, a menos que sean hijos de salvajes; normalmente —concluye con voz terminante— escriben hacia delante, no hacia atrás.

—Pero esto sólo lo hice para mayor seguridad —suelta. El padre lo mira de una forma extraña.

—¿Para mayor seguridad de qué, Leonardo?

No responde enseguida, pero su padre está esperando.

—Hace tiempo había en la ciudad un niño que murió —explica—. Entonces quemaron todo lo que llevaba, la ropa, incluso los juguetes y la manta.

—Estaba enfermo —replica el padre—, era más seguro quemar sus ropas porque la enfermedad también estaba en ellas. Pero tú no estás enfermo, ¿verdad? —El padre se acerca y le pasa el brazo alrededor del hombro—. Ya veo que eres un… chico curioso, siempre lo fuiste. Pero hay algunas cosas que debes entender. El mundo se compone de personas que se dividen en grupos. Hay príncipes y emperadores; hay hombres de fe; hay nobles y comerciantes; y estamos nosotros. Yo soy notario, igual que antes lo fueron mi padre y el padre de mi padre. Es una profesión respetable, pero tiene sus limitaciones. Siempre he intentado hacer lo máximo por ti, pero —añade con tono firme— eso de cortar, de tomar notas, eso de andar como un salvaje por la montaña, ha de terminar inmediatamente.

No hay derecho. Su padre está de acuerdo con Fra Alessandro. Leonardo piensa en la vara de maestro y en las páginas con figuras. Su mente viaja desde esas figuras hasta Moisés, y luego al Arca, y desde el Arca hasta los cálculos de la masa y el peso, de los cálculos a los animales, y de los animales a las patas de los caballos. Desde la pata hasta el músculo, el hueso y la sangre; de la sangre al agua, del agua a la tierra; los ríos de la naturaleza y del hombre, viviendo, respirando como si fueran uno, esperando sólo el contacto de su cuchillo, su mano firme, su ojo alerta: su conocimiento total.

—No puedo —dice.

Cae la noche sobre Anchiano. El mundo está oscuro. La puerta permanece cerrada a cal y canto. No ha comido nada, pero tampoco tiene hambre. No necesita comida. Está atento al grito de la lechuza que volvió a oír anoche, pero sólo oye su estómago revuelto. Al otro lado de la puerta, se acerca una vela encendida. Su padre abre la puerta y entra. El castigo ha terminado. El notario parece menos enfadado, más cansado. Leonardo se levanta.

—Albiera te espera en la cocina con la sopa —dice el padre, que deja la vela y se sienta en la cama—. Cuando hayas acabado de comer, quiero que empaquetes tus cosas. Luego mejor que duermas porque mañana nos espera un largo viaje y terminarás fatigado.

Sigue a su padre a la cocina. Come y llena una bolsa de ropa con ayuda de Albiera. Cuando ésta sale de la habitación, Leonardo se dirige al agujero en la pared y saca la vieja túnica con sus notas. Oculta las hojas sin terminar en el baúl, en el fondo, bajo una capa gruesa de lana. Mete cuidadosamente el resto, junto con el dibujo del arco iris y la tabla de las mariposas, en el hueco entre las piedras de la pared. No hay sitio para nada más. Yace despierto un rato pensando en la vela de la ventana de abajo y cierra los ojos.

Está montando la yegua, que, con la pata ya curada, va al galope. Deja atrás campos, árboles y arroyos, con el viento en la cara. Pero el miedo se ha apoderado de él, ahora sus manos están flojas en las riendas. Ya no cabalga ningún caballo. Mira el cuerpo de un monstruo gigante: mitad lagarto, mitad perro. Debajo de él se extienden escamas, dientes y garras cuando la criatura alza el vuelo. Cierra los ojos y vuelve a mirar, pues duda de lo que ha visto, pero el miedo se convierte en terror. Pudriéndose ante sus ojos, el monstruo se desintegra, los hombros, las patas y la espalda se descomponen mientras lo espolea, a través de verdes valles, dejando atrás silenciosas cuevas, hasta que llegan a la cumbre más alta de la montaña más alta, hasta que Leonardo ya no ve nada.

Se ha despedido de Albiera, quien le ha dado comida para el viaje y luego lo ha abrazado.

—Ten cuidado —dice ella—. Florencia es una ciudad grande. No te pierdas.

—No me he perdido nunca —responde él, mirando el valle, el bosque y las colinas sin saber cuándo volverá a ver todo eso.

Cabalga un caballo castrado que ha cogido de la granja, con el fardo que contiene sus pertenencias. El camino deja atrás la casa rosa, junto al río, con el muro tras el cual Lisa lo esperaba escondida cuando él iba a la montaña.

—Debo hacer una parada —dice su padre—. Asunto de notarios. Ven conmigo. —El padre desmonta y le dirige una mirada severa—. Abróchate el jubón. —Se acerca y lo hace él mismo, y también le pone derecho el gorro—. No digas nada —dice el padre—. Sólo haz lo que yo te diga.

La criada abre la puerta y los hace pasar. Entran en una sala de milagros. No de la naturaleza, sino del hombre. En las paredes se ven colgaduras aterciopeladas: tapices. En las partes no cubiertas por tapices hay esculturas: unas de piedra, otras de madera. De olmo o de abedul. Casi todos los demás espacios están llenos de objetos: jarrones y adornos con dibujos de hojas y frutas. Altos ventanales con cortinas de diversos colores, del azul al verde, y otra vez al azul. Formas en relieve de cardos y granadas con hojas de acanto alrededor; Leonardo identifica hojas de roble, piñas y flores de cardo. Finos hilos de oro brillan aquí y allá contra un fondo escarlata subido. No son los colores del mundo que él conoce; representan otro, más intenso, que lo deja sin respiración.

Ha entrado otro hombre que se sienta en una silla grande de madera tallada. Su padre se queda de pie. El hombre examina unos papeles que le ha entregado su padre. Luego hace preguntas; su padre debe responder. Ese hombre es el padre de Lisa. Leonardo aprecia un aire de familia: frente notable, mirada firme. En la pared de la derecha cuelga un espejo. Mira su imagen: más robusto de lo que creía, delgado pero no frágil. Brazos largos, dedos largos, cabello largo. Luego mira a su padre; podrían ser perfectos desconocidos. Pero ahora que lo observa, toma conciencia de un par de cosas. «Así es como funciona el mundo.» Su padre, obligado por las exigencias de su profesión y la posición social que ella le ha dado, es tan distinto del padre de Lisa como un conejo de un armiño. El conejo está a merced del armiño, mientras que el armiño se oculta del halcón. El chico del espejo no es ni un conejo ni un armiño. Lo dijo el mismo Fra Alessandro.

Los dos hombres pasan a otra estancia y él se queda solo. Posa los ojos en un cuadro, el retrato de una niña y su madre. La niña es pequeña, unos siete u ocho años. Es fácil reconocer el rostro de Lisa, pero le falta algo esencial, como si hubiera habido un malentendido y el pintor se hubiera equivocado. Recuerda la cara de Albiera antes de que le gustara, y después. Frunce el ceño y se acerca más. Lisa lo mira fijamente, deseando que él averigüe qué falta.

—¿No te gusta? —Se cierra una puerta suavemente, y el tema del retrato, ahora vivo, cruza la sala vacía. El vestido verde de lana para el aire libre ha sido sustituido por uno que susurra cuando ella camina. Leonardo piensa en hojas secas, ramas agitadas por el viento.

Él pasa de la Lisa del cuadro a la que tiene ahora al lado.

—No mucho.

Ella extiende la mano y llena la palma vacía de Leonardo con espirales petrificadas: conchas de la cueva.

—Pensé que quizá las querrías —dice.

Él acepta complacido la ofrenda de paz, se mira fijamente la palma y piensa cuán extraño es que las cosas siempre se entiendan sólo a medias. Sólo las conchas son completas.

—Bueno, ¿por qué… no te gusta?

Vuelve a mirar el retrato y sonríe.

—Te lo diré cuando lo descubra.

—¿Mañana?

—Quizá.

No menciona que se va. En todo caso, sabe que volverá. Cierra la mano sobre la espiral de piedra, con la duda de si es la concha la que está en la montaña o es la montaña la que está en la concha.

Los hombres han terminado sus asuntos. Ante la cercanía de sus voces, Lisa sale de la estancia por una puerta del fondo, mientras que a la derecha se abre otra por la que entran ambos padres.

—¿Vuestro aprendiz? —pregunta el padre de Lisa, haciendo un gesto en dirección al chico.

—Mi hijo —precisa el padre de Leonardo.

—Os habéis guardado sólo para vos un muchacho de buena planta.

Cuando salen, Leonardo pasa frente a su imagen en el espejo y se ve como ellos lo ven: aún peor que el conejo y el armiño. Si ha de ser sincero al respecto, según las leyes de este mundo humano en el que nació fuera del matrimonio, él ni siquiera existe.

Van hasta el establo por el camino que discurre junto al muro de piedra. Una mariposa se ha posado en una mata de hinojo que hay en la base del muro. Negro sobre amarillo, dos puntos anaranjados: las alas en posición vertical, así que no va a ninguna parte… de momento. Papilio Macaone. En otro tiempo, se habría agachado y la habría cogido. Ahora la dejará irse.

Abandonan el valle, y Leonardo ve la casa de Antonio recortada contra un cielo de pizarra azul. Tras esas paredes está su madre. Cuando la casa ya no es más que una pequeña mancha, vuelve la cara colina abajo y el cuerpo hacia el viento, con el peso de todo lo que deja atrás sobre sus espaldas.

Según su padre, si el camino es bueno estarán en Florencia al anochecer. Es el festival de la brucatura. Las aceitunas se recogen temprano, y los olivos están llenos de cestos. Menos visibles son los recolectores, sus cuerpos ocultos tras nubes de hojas gris verdosas.

Leonardo sabe que están acercándose a la ciudad. Estorbados por la gente, los pájaros se dispersan, los ratones de agua dejan de jugar en el arroyo, un cuervo suspicaz grazna en el bosque. Estamos a finales de septiembre. Antonio estará matando el cerdo. Ha comenzado la cosecha; la tierra despojada de vegetación. La naturaleza llenará otro invierno sus estómagos.

Lo primero que ve es la catedral, que se eleva por encima de los demás edificios y destaca con claridad bajo el sol. Le llama la atención su forma.

—Il Duomo —señala su padre—. ¿Qué te parece?

Si cortásemos la cúpula por la mitad y la sacáramos, piensa, tendríamos un octágono. Una gran muralla rodea la ciudad, mientras que dentro, atravesándola por el centro, fluye un río bajo diversos puentes que unen ambas orillas. Es un río ancho y profundo, nada que ver con los arroyos y riachuelos que él conoce. Imagina las corrientes que desembocan en los arroyos, y los arroyos que desembocan en ríos pequeños que se unen a ese más grande, como la sangre que fluye por los seres vivos. Un río mayor significa más gente. Más gente significa más casas, y más casas, una catedral. Como una gran estructura, cada sección encaja en su sitio y al final Florencia se alza delante de él como la estructura de todas las estructuras, y sus ojos trazan líneas invisibles siguiendo cada forma, cada cúpula y cada torre, mientras graba un patrón en su memoria ya que lamenta no tener un carboncillo y un trozo de pergamino.

—Me gusta —dice.

Las murallas de la ciudad, de una altura de varios hombres, fueron construidas para mantener a raya a los enemigos. A cada lado del gran arco se ven unas puertas enormes.

—Porta al Prato —dice el padre—, por fin.

En la entrada, unos hombres les preguntan a qué vienen. Una anciana extiende la mano. Alguien lanza una moneda; ella se agacha a recogerla. Tras la anciana, hileras de hortalizas verdes crecen en surcos de campos cuadrados. Más adelante se ve un destello de agua: el río, aunque aquí el agua huele diferente, es menos verde, más marrón. Hay otra agua, que ve fluir por las calles en cuanto entran en la ciudad; Leonardo advierte que transporta algo más que sedimentos y se pregunta adónde va.

Observa a las personas; hay mucha gente. Cada uno tiene una expresión distinta, cada rostro revela algo. Unos hombres con expresión vigilante gritan en las esquinas; otros hablan en grupos, las manos en los hombros de quien tienen delante, o en el pecho propio. Hay mujeres acunando bebés que lloran, con cara de recién nacidos. Jóvenes que discuten en la plaza, los ojos apasionados y la boca apretada.

Cruzan una plaza, y Leonardo capta otra visión fugaz de la catedral.

—Ésta será tu casa —dice su padre—. Mira esta calle; es la Via Ghibellina, y esa otra es la Via de’Macci. El maestro vive ahí. Mañana te enseñaré dónde trabajo yo, y así podrás venir a visitarme siempre que necesites algo.

Leonardo desmonta y pone ambos pies firmemente en el suelo. Si no es ni conejo ni armiño, entonces, ¿quién o qué es en medio de tanta gente? La respuesta llega desagradablemente deprisa: nadie en particular: Leonardo da Vinci.

—¿Y qué os parece nuestra ciudad?

—Grande. Sucia.

—¿Sucia, decís? ¿Grande? —El maestro se seca las manos, cortas, gruesas y sucias, en un delantal tras el cual hay un estómago que no tiene nada que envidiar al de Fra Alessandro, y enarca una ceja—. Entonces no habéis visto la catedral, las iglesias, los palacios.

—He visto el río. Y también a una mendiga arrastrarse en el barro para coger una moneda.

—Bueno, al menos habrá quedado contenta.

—No tan contenta como el hombre que arrojó la moneda. Iba a caballo y llevaba una bolsa llena de soldi.

El maestro se ríe.

—Es humano querer más de lo que se tiene y tener más de lo que se necesita. Pero decidme, ¿hay algo que os alegre la vista en esta pobre ciudad nuestra?

Leonardo mira por la ventana y ve la catedral, con su cúpula totalmente equilibrada, como pavesas humeantes cuando les da el sol.

—Eso —dice.

El maestro se vuelve hacia el padre.

—Vuestro Leonardo es un observador perspicaz. —Lo mira de arriba abajo con ojo crítico—. También presenta una excelente complexión, digna de ser esculpida. Pero ¿tiene el pulso firme? —Coloca frente a él un trozo de pergamino—. Dibujad la catedral.

Leonardo el de Vinci, ni conejo ni armiño, coge el carboncillo y se pone a dibujar. Al principio sólo traza líneas finas, apenas perceptibles. De las líneas surge la forma perfecta de la basílica rematada por la cúpula. Debajo hace su primer esbozo de la catedral tal como se la imagina; tiene la cabeza llena de formas, que traslada una a una al papel hasta que la imagen tiene cara y ojos.

Mientras Leonardo dibuja, el maestro habla:

—Que no crea que aquí sólo pintará; también aprenderá a esculpir bronce y mármol y a trabajar la plata —dice volviéndose hacia la mesa—. Y si atendéis a lo que yo os diga, toda esa belleza —añade agitando la mano hacia la ciudad— será vuestra. Lo único que deberéis hacer —prosigue— es extender el brazo y cogerla… con la mano.

El maestro le mira las manos: dedos largos, palmas grandes. A continuación coge el esbozo terminado y lo observa. Sentado junto a su silla, es el padre ahora quien rompe el silencio, pero no antes que la catedral. Por encima de los tejados, repica una campana, alto y fuerte. El padre levanta la vista del dibujo.

—¿Cuándo empieza?