La cueva, abierta en el Montalbano muy por encima del nivel del río Arno, huele a musgo y almizcle. Desprende oscuridad. Leonardo vacila. Lisa espera detrás. Él puede oír la respiración insegura de ella. Tiene que haber un modo mejor.
Retrocede.
—Espera —dice—, ya sé. —Parpadeando bajo la luz del sol, busca leña por el suelo.
—¿Qué vas a hacer? —pregunta ella.
—Ya lo verás. —Mete la mano en la bolsa y saca un trozo de vidrio. Junta un montoncito de hojarasca y mira hacia el sol. Hace girar el trozo de vidrio liso, resto de un cristal de ventana que guardaba en la bolsa, a un lado y otro hasta conseguir el ángulo correcto. De la pila de hojas pronto asciende una fina estela de humo.
—Dame una rama; no, una caída en el suelo.
Mientras la niña busca, Leonardo se arranca discretamente un trozo de túnica, preguntándose a la vez cómo se lo explicará a Albiera, con el que envuelve la rama que ella le trae.
—¡Perfecto! —La llama devora la madera. Satisfecho, inicia el camino de regreso a la cueva, con Lisa detrás.
La antorcha brilla en la oscuridad. Delante, las sombras bailan y retroceden, lo que revela un profundo agujero. Leonardo avanza hasta que la luz se posa en terreno llano. Nota en el brazo la mano de Lisa.
—¿Dónde acaba esto?
—¿Por qué? —dice él—. ¿Tienes miedo?
—No.
Leonardo se vuelve para examinar el resto de la cueva. Frente a la entrada revolotea un ave… el sonido seco y rítmico del vuelo. Eso lo distrae y mira afuera.
—Mira esto. —Lisa coge la antorcha y la acerca a las paredes. Leonardo pasa la mano por la superficie. Un trozo se desprende y él lo agarra. La tierra se le desmenuza entre los dedos, y al final queda una piedra: una piedra rara con un dibujo de líneas en remolino. Coge un pedazo de roca con el que golpea la pared hasta que se desprenden otras piedras similares.
—¿Qué estás haciendo?
—Cógelas —dice él—. Las necesito.
Es pleno verano. Fuera de la cueva, el sol abrasa. Pero las cavernas profundas mantienen a raya el calor aunque sean secas. Ésa es húmeda.
—No entiendo por qué las necesitas. —Sostiene una en alto hasta la antorcha y todo indica que, como suelen hacer las chicas, decide que la piedra es bonita y vale la pena guardarla, pues empieza a recogerlas en la falda del vestido. Aun así, suspira—. ¿Por qué has de quedarte las cosas que encuentras? Esto sólo te creará problemas —añade, con gran irritación por parte de Leonardo—. Esos animales muertos…
—Chis… —Él alza la mano. ¿Es eso un murciélago? Fuerza la vista en la oscuridad, pero no distingue nada aparte de un trozo de roca que semeja el hombro de un animal enorme tumbado encima de ellos—. Algún día no será así —dice.
—Me extraña que estés tan seguro —prosigue Lisa, acariciando la roca y los fragmentos dispersos que caen a sus pies. Leonardo escucha con más atención. Piensa en los murciélagos. Anota mentalmente que ha de averiguar cómo es que ven en la oscuridad. Luego piensa en cómo averiguarlo. Se vuelve hacia Lisa, que está esperando alguna reacción.
—A veces, las personas no ven ciertas cosas porque están ciegas —dice Leonardo, un tanto confuso—. Pero no son sus ojos ciegos, sino su cabeza.
Lisa se agacha para coger pedazos de piedra.
—Las personas no pueden tener la cabeza ciega —dice con desdén, aunque luego añade indecisa—: ¿O sí?
Leonardo coge una de las piedras y la mira fijamente.
—A veces. Pero sólo cuando están asustadas.
—¿Como pasa con el monstruo?
—Sí —dice él, reflexionando—. Como pasa con el monstruo.
Recuerda la expresión de miedo en el rostro de su padre. Un pensamiento se apodera de él, le fastidia, se aloja en su cabeza. Leonardo mira hacia la profundidad de la cueva y cree oír un crujido, agudo y débil como el ruido de una rama en un día ventoso. La llama de la antorcha que ha dejado apoyada en la roca empieza a apagarse.
—Cuando se apaga la luz, quieres salir porque no ves nada —dice—. Pero la cueva es exactamente igual que antes. Es sólo la oscuridad, nada más. —Por un instante se ve a sí mismo acercándose a ella y cogiéndole la mano. Otro murciélago lo devuelve bruscamente a la realidad.
—¿Así que un día no serán así?
—¿No serán qué? —¿No serán ciegos? ¿No tendrán miedo?, piensa él.
Leonardo mira las piedras que ha recogido ella. La niña se ha subido el vestido para hacerles un nido. Pero no son piedras, sino algo más: algo más bello, algo con una finalidad. Coge una y la examina de cerca. Le intriga un no sé qué. Al tacto parece una piedra, pero no por el aspecto. Los guijarros proceden de las piedras, las piedras de las rocas, las rocas de los peñascos. Basta con mirar un peñasco para verlo. Pero esta piedra es distinta. No forma parte de algo mayor. Es completa. Le da la vuelta en la mano. Está llena de hoyitos y arrugada como la piel de un viejo.
Ella se la coge de la mano. Sus dedos rozan los de él.
—Ésta es bonita. ¿Me haces un recuerdo?
Leonardo la mira desconcertado.
—¿Un recuerdo? ¿Para qué? —La idea entra en su cabeza y golpea en un muro. Él mira la piedra—. Voy a romperla para ver de qué está hecha. —En el mismo instante en que las pronuncia, sabe que ha dicho las palabras inapropiadas. Menos mal que ha conservado parte de su cosecha de piedras, porque, al oírlo, ella se va corriendo… como si se tratara de otro juego que él hubiera entendido mal. La luz se apaga y él se queda a oscuras.
Mejor sin ella. Leonardo baja a duras penas la ladera de la montaña, acelerando en las partes fáciles sin dejar de mirar al frente. Han vuelto los cernícalos, volando alto en corrientes de aire que no puede ver. Se para en seco. Cruzan el cielo nubes que proyectan sus sombras en las llanuras y cambian el color del paisaje. Los campos se mueven con el color. El dorado inunda el verde. Los alisos tiemblan con la sombra transportada por el viento. Unos pinos adquieren un relieve marcado que se desvanece al desplazarse la nube. Más luz, más color. Cierra los ojos, guarda el color en su memoria y aprieta las piedras con la mano. Baja la cuesta corriendo.
Pasa el resto del día pensando en las piedras y buscando su respuesta. No son piedras sino conchas: conchas marinas. Se lo dice Albiera. Leonardo sólo ha visto imágenes del mar en libros; ella ha estado en la costa.
—¿Para qué sirven? —pregunta.
—Hay personas que las usan como adornos —contesta Albiera. Él asiente. Albiera no sabe. Leonardo se apresura a mirar en todos los libros de la biblioteca que tratan del mar. Fra Alessandro lo sorprende abriéndose paso entre los estantes y parece satisfecho.
—Veo que estás tomándote en serio tu trabajo —dice el tutor, cabeceando complacido—. Aunque a mi juicio estos tomos tienen poco que ver con tus estudios de la Biblia.
—El Diluvio Universal —dice Leonardo sin pensar.
Alessandro mira por encima del hombro y ve dibujos de agua.
—Ah, sí. Pero si es para dibujar algo —dice el tutor—, es preferible que copies algo del Libro de Dios. —Los dos miran el libro; Poseidón les mira a ellos, su cabellera una mata de oro iluminado. El viejo pasa la página.
—Venus —señala—. Diosa de gran belleza. —Fra Alessandro cierra el libro con firmeza—. Geometría —dice, y luego bosteza—. Pero primero una siesta.
Al día siguiente, Leonardo ya ha averiguado para qué sirven las conchas. Va corriendo a decírselo a Albiera, pues ésta no lo sabe.
—Mira —dice, enseñándole la imagen de una concha junto a un dibujo de Poseidón. Asoma el cuerpo de un cangrejo—. Son casas.
Albiera coge una en la palma de la mano y la contempla con interés. Leonardo le observa la cara y piensa en la cuna vacía.
—Si quieres, puedes quedártela. —Él mira la concha mientras ella la guarda entre sus dedos. Estas casas-concha no son como las de la ilustración. Son duras y arrugadas. Piensa en el perro que murió y se volvió rígido. Las conchas, que una vez contuvieron criaturas vivientes, también se han transformado. Se imagina el perro al cabo de una semana, de un año, de más tiempo incluso. Se aleja y sonríe porque ha entendido algo nuevo. No es la muerte. Es el tiempo.
Los días se alargan, es el solsticio de verano. Albiera dice que lo llevará a la ciudad de Vinci. ¿Verá a su madre?, se pregunta. Así que dice que no, no quiere ir. Ha decidido no pensar en la cara de la ventana y no quiere verse obligado a hacerlo. Albiera lo mira atentamente.
—Muy bien, pues —dice—. Te daré pan y queso, y puedes ir al campo a jugar.
Él asiente, pensando en lo pequeño que es el campo y en si Albiera cree realmente que él no se mueve de ahí. Mira al exterior. Aún queda mucha luz del día.
—Fra Alessandro tiene mucho calor. ¿Le llevo un poco de vino?
Albiera le da la jarra de terracota con una mirada de complicidad.
—Si oscurece y no has regresado…
—Me quitarás el carboncillo y el pergamino. —Leonardo acaba la frase por ella con su mejor sonrisa.
Con ayuda del vino, Fra Alessandro se pasa un mes de lecciones dando cabezadas. Esto da a Leonardo libertad para buscar más respuestas a sus preguntas, y más preguntas que formular. Cada pregunta lo lleva afuera. Se abre paso por espesuras y arboledas como un morador del bosque, y se detiene para dibujar cosas no de los libros sino de la naturaleza. Examina el suelo y los precipicios, explora nuevas cuevas y sigue el curso de ríos y arroyos. Percibe la presencia de zorros y jabalíes, oye la música de los riachuelos y las cascadas, y huele el olor de las hojas y la corteza. El juego del viento con la alta hierba del río, el sonido hueco del vuelo alado. Uno que responde a otro: conversaciones fáciles. Al anochecer, encuentra de algún modo el camino de vuelta a la casa de la colina, guiado por la luz de la vela en la ventana, que Albiera ha dejado ahí con tal fin.
En sus oraciones antes de acostarse, pide a Dios que por la mañana le dé otra sorpresa. Hoy se ha producido un milagro.
El sol calentaba; el aire se notaba cargado y quieto. Leonardo estaba subiendo el Montalbano. Atravesó la arboleda y llegó al sendero que rodeaba la cúspide de la colina, más allá de una hilera de pinos. Se detuvo para dibujar una piña. Tras efectuar el primer trazo, le cayó una gota de lluvia en la mano. Preocupado por el pergamino, lo enrolló y lo guardó con cuidado en la bolsa. Le cayeron más gotas en los brazos y la cabeza. Se cobijó bajo un pino grande. Miró hacia arriba.
En el cielo aparecían pintadas dos imágenes: una lluviosa y otra soleada. Y donde se encontraban las dos, se desplegaba una tercera. Con el corazón latiendo con fuerza por la excitación, sacó el pergamino y acto seguido miró desesperado su carboncillo gris. Tenía que dejarlo a un lado y observar. Las sombras de color se curvaban en el cielo formando un arco, que contenía desde toda clase de verdes hasta todas las tonalidades de rosa y violeta. Una nube anunciadora de lluvia se tragó el color; y después todo volvió a ser como antes, pero los colores habían cambiado. Formaron un círculo y desaparecieron.
Con la mente acelerada, Leonardo corrió sendero arriba para gozar de una vista mejor. Pero el sol le daba en los ojos. Se detuvo. Sacó el carboncillo y el pergamino, se puso en cuclillas y empezó a dibujar. Una gota redonda de agua se posó en el pergamino. La quitó y anotó el lugar: «Montalbano, finales de verano, décima visita a la cueva. El Cielo.» Luego escribió: «El color se debe al sol y a la lluvia». Miró el sol; era pasado el mediodía. En el este, la luz se iba apagando. Una nube vítrea cruzó por delante del sol, que se debilitó como un fuego humedecido. El color se disipó. Leonardo sacó el cortaplumas y afiló el carboncillo. Escribió: «El color se debe al sol y a la lluvia.» Frunció el ceño; la idea tomó forma: los colores cambian con la luz. Pensó en la hierba bajo el sol, en la hierba bajo las nubes. Escribió: «El color está en la luz. La luz atraviesa la lluvia. La lluvia…», emborronó las palabras. «Las gotas de lluvia cambian el color.» Pensó en el vidrio curvo que había utilizado para hacer fuego en la entrada de la cueva. Miró la mancha en el pergamino; la lluvia había dejado una mancha húmeda redonda. Escribió: «Las gotas de lluvia son redondas.» Y luego: «El color también.»
Dobló el pergamino y lo guardó en la bolsa. A su regreso lo añadiría a las otras notas que conservaba. Abandonó la montaña antes que de costumbre, lanzado por la pendiente con la cabeza llena de color. Cuando abrió la puerta, Fra Alessandro lo esperaba en el estudio.
—¿Dónde has estado toda la mañana? —preguntó el viejo con curiosidad—. ¿Qué has estado haciendo?
—Mirando cosas.
—¿Qué cosas?
La expresión de Fra Alessandro cambió; a Leonardo le recordó los momentos en que se sentaba a dibujar o comenzaba a tener una idea.
—Bien —dijo el tutor—, ¿qué has estado mirando?
—El cielo.
—¿El cielo? —El tutor parecía aliviado—. ¿Y qué has visto en el cielo?
—Color —contestó. Respuesta incorrecta. Más consternación. Se sentó frente al escritorio y empujó una hoja de aritmética hacia el tutor—. ¿Empiezo con esto?
El tutor echó una mirada a Leonardo, su hoja de sumas, sus manos, y dijo:
—Supongo que sí.
Leonardo bajó la vista. Sus manos, fuertes, bronceadas por el sol, están llenas de rasguños de tanto arrancar conchas de las paredes de las cuevas, afilar carboncillo y recoger muestras. Las escondió en el regazo. En su cabeza brotó el dolor, que pasó a la garganta. Le escocían los ojos por las lágrimas que no salían. Las palabras surgieron de pronto sin que él pudiera impedirlo:
—Me da igual, me da igual. —Saltó del asiento y se dirigió a la puerta—. No quiero hacer esto más. Las sumas son demasiado fáciles. —Miró hacia atrás; Fra Alessandro había levantado las manos hacia el cielo y las había dejado caer a los lados.
Por fin Fra Alessandro ya no espera que vuelva. Lisa tampoco lo espera en el río o en la montaña. Por un momento Leonardo se pregunta si ella también tiene problemas en casa, pero está seguro de que, sea lo que sea, la culpa es de él. Los recuerdos que no le hizo. Algo que dijo o dejó de decir. Las cosas son más fáciles así, como se las cuenta a sí mismo. Es imposible saber si a Lisa le habría gustado el arco iris o si Fra Alessandro habría sido capaz de verlo.
Son altas horas de la noche. La gente duerme, pero el otro mundo —en el que vive Leonardo— sigue despierto. Las criaturas nocturnas se mueven sin ser vistas más allá de los muros de la casa. El titileo de la vela proyecta formas y sombras en las paredes. En la mesita que tiene enfrente, junto a la vela, hay un dibujo suyo del río. Lo hizo al día siguiente de un aguacero de verano, cuando la lluvia caída de golpe provocó una crecida. Albiera le hablaba de épocas pasadas en que el río se había desbordado y había inundado casas y establos, había ahogado animales y echado a perder comida y cosechas. Eran castigos de Dios, decía ella, por los habitantes de la ciudad que no confesaban los pecados o pecaban demasiado.
Junto al dibujo están sus anotaciones sobre el arco iris. Luego hay otras, mucho más abundantes. Numerosos rollos de pergamino atados con cordel. Saca de la bolsa el espejito resquebrajado. Le ha pulido los bordes, por lo que es casi redondo. Lo sostiene en alto frente al pergamino y sonríe. Ahora, gracias al espejo, las palabras escritas de derecha a izquierda son legibles. Sólo los que quieran de veras entender serán capaces de leerlas. Su mensaje está a salvo.
Vuelve a la cama, apaga la vela y cierra los ojos. Ve lobos vagando por los bosques y ratones acurrucados en agujeros bajo la tierra caliente, en cavidades de muros de piedra y en riberas. Los arrancan del sueño ríos de agua enfurecida y fango donde los caballos se mueven a duras penas, estirando la cabeza por encima de la superficie. De repente, el cielo relampaguea: una brillante horquilla de rayos, la inundación se convierte en fuego, la gente clama y grita con los brazos hacia el cielo. Y allí, lejos y arriba, muy por encima de todo, la suave curva de un luminoso arco iris, destellando al sol.
Se despierta con la cabeza llena de agua, la mente invadida por las inundaciones de Albiera y los castigos de Dios. Entra con sigilo en la cocina y coge un pedazo de pan de la alacena. Al alba, sus piernas ya están a mitad de la subida del Montalbano. Al mediodía, tiene la cabeza entre las nubes. Al anochecer todavía sigue allí. Albiera ha enviado al mozo de cuadra a buscarlo. Desde donde está sentado, en la cumbre de la colina, ve la luz de un quinqué que se desplaza por la cresta, hacia él, en la creciente oscuridad. Hace más frío, pero no tiene intención de entrar. Desde los árboles de arriba, el grito cálido y suave de una lechuza se propaga por el aire gélido.
—¡Messer Leonardo!
Permanece sentado inmóvil y en silencio. La voz, un eco apagado, se le acerca recorriendo la loma. Se le une otra: la de Albiera. Una luz se transforma en dos. Por primera vez en varios meses recuerda a su madre esperando en la mesa a que él abra la puerta. En algún lugar del sotobosque, la lechuza ha atrapado un ratón o una musaraña. Se perciben movimientos agitados, chillidos. El ave sale volando entre un mar de plumas. Leonardo se estremece y se pone en pie. Coge la bolsa, llena de conchas y piedras, esquejes y notas, y echa a andar bajo la incolora luz de la luna.
Al día siguiente, el tutor lo sienta frente al Primer Libro de Moisés.
—Ya lo he leído —anuncia.
—¿Todo?
—Lo bastante.
—¿En serio? —dice Fra Alessandro, moviendo nervioso la vara de maestro con la mano—. ¿Estás familiarizado con las revelaciones de Dios a Moisés en la montaña? —El tutor parece receloso, pero también satisfecho. Leonardo siente un arrebato de entusiasmo—. Bien. —Alessandro se sienta—. En este caso, recítame los diez mandamientos.
Leonardo toma aire.
—Yo seré tu único Dios —empieza—. No debes robar ni matar —se acuerda del lagarto— a menos que sea estrictamente necesario.
Fra Alessandro levanta la mano con el ceño fruncido.
—Alto ahí —dice el viejo—. Creo que no estaba escrito exactamente así. —Parpadea al fijarse en la abultada bolsa—. Enséñame tu trabajo.
Leonardo vacila. ¿De qué sirve el conocimiento si no hay nadie con quien compartirlo? ¿Va a comprender alguna vez Fra Alessandro que el mundo es algo más que un libro si él, Leonardo, no se lo explica? La verdad es importante. Debe serlo; si no lo fuera, Fra Alessandro no estaría aquí, desde luego. Se apodera de él una sensación de apremio. Saca el fajo de pergaminos de la bolsa y se lo da al tutor.
Fra Alessandro se queda callado. Mira la primera hoja, sin volverla. Los arroyos y riachuelos de su cara se han secado, pero se han formado arrugas nuevas; su frente parece un campo arado. Entrecerrando los ojos, balbucea:
—Pero ¿qué es esto?
—Escritura —responde Leonardo. Piensa que quizá debería haberlo comentado antes y explica apresuradamente—: Cuando uno mira, ha de querer ver. —Es lo mejor que se le ocurre; pero sin duda no basta.
Leonardo no ha visto nunca tan desconcertado a Fra Alessandro, que vuelve la hoja del revés y la mueve de todas las maneras. Le da lástima. Acompaña al tutor hasta un espejo que hay en la antecámara del estudio, donde su padre se para y se abrocha la capa o se ajusta el sombrero, y allí sostiene la hoja en alto. La escritura, que iba de derecha a izquierda, va ahora de izquierda a derecha, totalmente legible para el lector si mira en el espejo.
Fra Alessandro mira a Leonardo con una expresión nueva.
—¿Qué es todo esto? ¿Cómo…? —El tutor respira hondo y se corrige—. ¿Por qué escribiste esta hoja al revés?
—No es sólo una hoja, mirad. —Acompaña a Fra Alessandro de nuevo al escritorio. El tutor retrocede.
—Poseído, poseído —murmura. De pronto hace algo extraño: junta las manos y se pone a rezar.
—Alto, esperad —dice Leonardo.
Fra Alessandro no comprende. Pero Leonardo le explicará:
—No tiene que ver con los diez mandamientos, sino con el Diluvio Universal. —Como lo que más desea es que Fra Alessandro entienda la relación entre las conchas y sus notas, saca una bolsita de conchas recogidas en la cueva y señala uno de sus bosquejos. El viejo parece alegrarse al ver las conchas. Se quita las gafas y coge una.
—Has estado ocupado recogiendo cosas. ¿Esto es todo lo que has reunido?
—Hay más —dice Leonardo, ansioso. Saca el resto de su cosecha. Extiende sobre la mesa las conchas, con su edad inalterable. El arrugado rostro de Alessandro, una pared de carne, las mira.
—Mirad. Son conchas, criaturas del mar.
Esto alarma a Fra Alessandro.
—¿Has estado en el mar? ¿Cuándo?
—No, no —dice, y sonríe pensando cómo es que las personas parecen volverse más estúpidas con el tiempo—. El mar ha venido a mí.
Fra Alessandro señala como atontado la página por la que quedó abierto el libro del padre de Leonardo. Poseidón de pie sobre aguas crecidas, su brazo abarcando grandes olas cuando rompen y hacen espuma y se arremolinan.
Leonardo se ríe encantado.
—Las conchas proceden de una cueva de las montañas, más allá de Prato Magno, en Montalbano. —Pasa una de las hojas y le enseña estratos de suelo, donde las conchas brillan como piedras preciosas, una hilera tras otra.
—Pero —balbucea el tutor—, ¿qué tiene esto que ver con el Diluvio Universal?
—Todo —contesta Leonardo, alineando con cuidado las conchas en el escritorio delante del tutor—. A ver, la Biblia ha cometido un error.
En el jardín, la figura de Albiera pasa tarareando frente a la ventana. Desde el otro lado de la colina, las campanas de la pequeña iglesia de Vinci llaman a misa de cinco. Fra Alessandro se sobresalta. Como si hubiera vuelto en sí tras estar un rato inconsciente, coge la vara de maestro.
—Aclaremos esto. —Fra Alessandro hace un gesto hacia el libro donde destacan dibujos junto a líneas de códigos—. ¿Dices que el Libro de Dios está equivocado?
—Bueno —dice Leonardo, alzando la vista de las conchas—. Hay inundaciones a menudo, pero la de Noé no tiene sentido.
La cara de Fra Alessandro cambia de color, pasa del rojo al gris.
—Escucha, niño: el conocimiento es conocimiento. No puedes cambiarlo sólo porque te place. Estas cosas están escritas. Y de manera totalmente normal —añade el tutor entre dientes, aunque sabe que Leonardo le ha oído.
La voz del interior de su cabeza toma el relevo.
—Pero también hay escritas otras cosas —dice Leonardo—. ¿No hemos de leerlas?
—¿Escritas? ¿Escritas dónde?
Leonardo señala los dibujos de las cuevas.
—En la tierra —responde—. Yo he leído en la tierra, y la tierra cuenta una historia distinta de la vuestra.
—La de Dios —corrige el tutor con voz atronadora, levantando el dedo—. La historia de Dios.
—Pero como Dios hizo la tierra —prosigue Leonardo—, seguramente su historia está escrita en la tierra, pues la tierra es más antigua que un libro. —La vara de maestro comienza a ir de un lado a otro.
—Más antigua que un libro… —dice Fra Alessandro— no tiene sentido alguno. —La voz brama y la vara se agita en el aire. No tiene sentido alguno.
Leonardo se queda inmóvil en la silla. Fra Alessandro está enfadado. Leonardo piensa en las conchas escondidas en su habitación. No las encontrará nadie: son suyas. Las ha encontrado él. Las conservará. Nadie las arrojará al fuego.
Fra Alessandro lo mira, exhala un suspiro y se sienta.
—Digas lo que digas, es asunto concluido —dice.
—He estado en la montaña como Moisés. Allí es donde descubrí las conchas. Pero estas conchas vienen del mar. Bien, esto ha de significar que una vez, hace mucho tiempo —piensa en la arrugada cara de piedra de las conchas—, el mar llegaba hasta aquí y cubría toda la tierra.
—¿Y eso no sería una inundación? —tercia Fra Alessandro, que va animándose con la idea—. Si estas conchas provienen del agua, es que en otro tiempo hubo agua donde ahora no hay. ¡Un diluvio! —añade el tutor con tono triunfal.
—Sí —dice Leonardo con paciencia— y no. Vuestra historia hace pensar más en la crecida súbita de un río. —Alessandro parece confuso, así que Leonardo prosigue—: Mirad, estas piedras están íntegras. Son conchas. No proceden de peñascos, dentro tenían criaturas. Y vivían en agua salada, en agua de mar. En cuyo caso, el Libro de Dios no tiene sentido, pues dice que llovió durante cuarenta días y cuarenta noches y que luego el agua desapareció. Si todo sucedió tan deprisa, ¿cómo es que hay tantas capas en las cuevas?
Señala los dibujos de la pared de la cueva. No ha estado en el mar, pero ha visto imágenes. Se figura mares lamiendo las orillas de las montañas que ha estado subiendo durante el verano; capas de barro como el barro del lecho de los ríos, criaturas atrapadas en el barro, barro secándose y convirtiéndose en roca. La lenta labor del tiempo.
—Las conchas estaban en la roca, primero una capa, luego otra, y otra —añade.
—¿Y bien? —dice el tutor.
—Para esto harían falta más de cuarenta días. El libro está equivocado.
La vara de maestro rueda y cae de la mesa. Leonardo la coge y se la da al tutor.
—En todo caso, ¿cómo pudo toda esa agua bajar tan rápidamente? ¿Adónde fue a parar? Si hizo lo que hace el agua tras una tormenta fuerte, si toda se vertió en los ríos, si bajó de la montaña, entonces lo arrasaría todo, ¿no?
Esta última revelación parece acabar con la paciencia del tutor, que menea la cabeza enérgicamente y se pone en pie. Tiene el rostro lívido. Coge la mano de Leonardo. El apretón es fuerte y doloroso. Lo conduce hacia la puerta, y la abre de golpe. Leonardo ve con una mezcla de alivio e inquietud que la figura de un hombre impide el paso. El hombre se abre la capa y entra a zancadas en el estudio quitándose el gorro.
—¿Qué es todo este alboroto? —Es su padre, que al fin ha vuelto, seguramente salvado por el escudo pero con cara de pocos amigos, y ahora descuella sobre los dos, como Poseidón sobre las olas.
Las sombras llegan sigilosas desde las colinas. Los animales despiertan de la apatía del calor diurno y se preparan para la llegada de la noche. Salen conejos a comer en los prados entre los bosquecillos. Los hurones buscan el olor de los conejos, a los que acecharán entrada la noche. Las martas merodean por las arboledas en busca de polluelos caídos, mientras arriba los estorninos llenan los árboles, dándose empujones mientras se posan. Leonardo se sienta a escuchar desde la ventana abierta de la pequeña cámara donde duerme. Ha apagado la vela para ver y oír mejor, pero ahora lo lamenta, pues la sensación de desasosiego que le ha perseguido desde el regreso de su padre aumenta con las sombras que se ciernen sobre él por todos lados. Con la cabeza cargada de ansiedad, se escabulle de la habitación con la idea de volver al estudio y al relativo consuelo de los libros que llenan los estantes como centinelas montando guardia ante el conocimiento de Fra Alessandro.
¿Dónde está ahora Fra Alessandro? ¿Y dónde está su padre? Ambos se han retirado al estudio mientras a él le han ordenado volver a su dormitorio. Se desliza por los pasillos, pasa frente a la iluminada habitación donde duerme Albiera y llega a la puerta del estudio, ligeramente entreabierta, y ve que aún está ocupado. Las voces de los dos hombres se perciben claras en el silencio de la noche. Se acerca más para escuchar. Recuerda la noche en que oyó hablar a su padre y a su madre con la voz brutal de Antonio como fondo. Hubo lágrimas y sollozos. Borra el sonido de su memoria y aguza el oído, mientras el miedo le sube por la garganta.
—Ya os he dado mi opinión, Ser Piero, el chico está endemoniado. No es normal, hay algo, algo… cómo lo diría, bien, que va contra todo lo que he visto en los chicos, y he conocido a muchos. ¡Dice que no hubo diluvio! ¡Que no hubo diluvio! Tened en cuenta que si el capellán de Vinci oyera esto, lo excomulgaría. Y si se enterase el Papa…
—Sí, muy bien, muy bien. —Pasos que cruzan el suelo de la biblioteca—. Nadie se va a enterar. Nadie tiene que enterarse, ¿de acuerdo?
—Pero ¿qué hay de esto, de esta imagen? ¡Nunca vi nada igual! Una pintura sin personas, un salvajismo así, visiones que… yo jamás había visto. —Más pasos—. Sí, visiones, las visiones de un demonio, las visiones de…
—¡Ya basta! —grita el padre.
Entre las notas que Leonardo enseñó a Fra Alessandro, había un dibujo: el viento y el torrente de un río, aguas embravecidas arremolinándose y formando barro mientras por detrás ascendía implacable la roca de la ladera. Lo había dibujado con Lisa la última vez que la vio. A Fra Alessandro no le había gustado; donde su tutor buscaba personas, él veía naturaleza; donde su tutor buscaba iglesias, él veía milagros. En cualquier caso, no cambiaba nada. Al otro lado de la puerta continúa la conversación.
—El chico sabe dibujar, esto está claro.
—Dibujar, sí… y escribir, ved esto.
Leonardo supone que Fra Alessandro está mostrando a su padre sus notas secretas. Ojalá se las hubiera llevado y las hubiera escondido. Se reprende a sí mismo por las lecciones no aprendidas desde el día del monstruo, y decide hacerlo en la primera oportunidad que tenga.
Hay un largo silencio. Oye el pasar de las páginas; y luego más silencio.
—¿Y cómo no os disteis cuenta antes?
—Yo… ¿cómo que antes?
—Sois su tutor. ¿No seguíais su trabajo… no le corregíais?
Fra Alessandro está levantándose. Se arrastra una silla por el suelo.
—Corregir su trabajo…, yo…
—¿Y qué hay de las matemáticas?
—El muchacho destaca en los números, pero…
—Si destaca, es posible enseñarle.
—Enseñarle, tal vez, pero ¿dominarlo… guiarlo? Y además está su velocidad. Realiza sus cálculos como si hiciera un ejercicio de magia.
Otra exclamación.
—Un poco de capacidad, eso es todo. Exageráis.
—¿Que exagero? —Una pausa—. Este texto suyo… mirad.
Más silencio.
—Las palabras solas bastarían para arrojarlo a la hoguera. Si yo no le he enseñado esto, ¿quién ha sido?
Leonardo apoya la cabeza en la pared, forcejeando mentalmente para entender a este nuevo Fra Alessandro. Por fin vuelve a hablar su padre, más contenido.
—Quizá sería mejor que os fuerais. Buscaré otro tutor.
—Esto puede resultar más difícil de lo que creéis. Yo he sido indulgente con él; pero se hará mayor. Como niño sólo está en peligro; pero como hombre puede ser, vamos, peligroso. —Más silencio y luego el sonido de sillas rozando el suelo—. Veo que tenéis vuestras propias ideas sobre la cuestión y no deseáis escuchar las mías. —Otra pausa—. Que paséis buena noche.
Los pasos empujan a Leonardo hacia las sombras. Se aprieta contra la pared tras la puerta abierta, mientras la figura de Fra Alessandro pasa rápidamente, dejando una estela de abrumadora oscuridad que lo deja paralizado hasta que la figura se aleja del todo. El padre tira de la puerta y cierra. Ahora que no hay nada que escuchar lo invade la desesperación. Incapaz de pensar, aguarda a oscuras que algo le quite el sufrimiento. No le llega nada salvo dolor: la cabeza cortada del lagarto, cuyo cuerpo se retuerce y se estremece, y luego se para. Hay una sombra en la ventana; la débil luz ilumina una cara, que al momento desaparece. Albiera reza porque la cuna está vacía. El rostro de su padre es un rostro triste. Le gustaría otro hijo, pero Dios no se lo da. Oye el ruido de pasos dentro del estudio y aparta los pensamientos a un lado. En su lugar imagina una gran hoguera con pergamino ardiendo y conchas crepitando.
Sus pies reviven. Leonardo abandona la pared y sube los escalones de tres en tres. Cierra tras él la puerta de su dormitorio y coge el montón de pergaminos de la mesa. Saca el resto de las notas y las enrolla. El montón es grueso, pero el pergamino es flexible. Ata el fajo cuidadosamente con un cordel. En una vieja túnica, que tiende sobre la cama, coloca unos cuantos de sus mejores ejemplares de conchas, amén de algunos esbozos, y lo pliega todo con cuidado. Cree haber oído movimiento en la escalera y se queda paralizado. El ala de un pájaro roza la ventana abierta. Va hacia la pared y pasa la mano contra las piedras. Saca una, introduce la mano en la cavidad y palpa alrededor. Está seca, pero como precaución mete primero la túnica y luego el pergamino. Hay el espacio justo. Vuelve a colocar la piedra a toda prisa, apaga la vela y por la ventana mira el camino que rodea la casa. Cantan las cigarras en la alta hierba que lo bordea. A partir del mar de hierba, cubren la ladera las raquíticas formas de los olivos retorcidos, cuyas hojas pálidas tornan verde la luz de la luna. Entra en la escena la figura de su tutor. Leonardo se pregunta por un momento si Fra Alessandro se volverá y verá su cara en la ventana. Pero no; la capa con esclavina se hincha en la oscuridad a su espalda, la noche —devoradora de personas, portadora de malas noticias— se traga el último rastro de su silueta silenciosa, y Alessandro se esfuma.