III

La sangre pertenece a otras criaturas, por supuesto. Ahora la bottega parece una carnicería. Aún no ha decidido qué parte del perro salvar. La cabeza está intacta, aunque la expresión inspira más lástima que miedo. Esto no es bueno, y pasa un buen rato intentando abrirle más la boca, con escaso éxito. Al principio estaba fláccida, pero ahora se ha endurecido y parece madera. Deduce que el perro murió poco antes de encontrárselo, y apunta esto en el trozo de papel junto a un dibujo rápido.

Ahora que ha llevado al perro a cubierto, advierte que la descomposición se ha acelerado. Los minúsculos movimientos de los gusanos proporcionan a la criatura una vida fantasmagórica. Y luego está el olor. Cuanto más tiempo lleva ahí dentro, más apesta. Al día siguiente ha de salir afuera, más que nada para evitar el hedor. En todo caso, medio lagarto y un perro no bastan.

Va a dar una vuelta por las colinas, en espera de lo imprevisto. Busca cernícalos, aguarda a que desciendan en picado y luego corre al sitio donde los ha visto. Pero para cuando se ha abierto paso entre las rocas y los arbustos, el ave rapaz se le ha adelantado y ya no hay comida. Después encuentra una ardilla muerta hecha un ovillo en la rama de un árbol, una presa todavía intacta. Satisfecho, la recoge sólo para comprobar que aquello se le deshace en las manos. Al final, se queda con las patas, agradecido por haberse ahorrado al menos la tarea de cortarlas, y sorprendido de lo difíciles que son las cosas cuando uno quiere hacerlas a la perfección.

Se dirige al río, en parte para lavarse las manos, tan malolientes que las lleva cogidas a la espalda mientras camina, y en parte porque alberga la vaga esperanza de encontrar algo más, aunque si alguien le preguntase qué, Leonardo no sabría contestar.

En el follaje aparece una cara, y luego un cuerpo. Leonardo alza la vista desde el agua.

—¿Por qué tienes toda esa sangre en las manos?

La niña lo mira desde la orilla, sin intención de acercarse.

—Bueno, ¿vas a decírmelo?

—No creo que haga falta —responde él—. Llevas tiempo vigilándome.

—Te vi montar el caballo. Eso fue lo único interesante. —Se acerca un poco—. Pero creo que no es lo tuyo.

Leonardo se levanta y se seca las manos por detrás de la espalda.

—Ya me dirás por qué no.

—No estabas disfrutando. La gente no disfruta de las cosas cuando no sabe hacerlas, o cuando tiene miedo de hacerlas. Tenías miedo.

La mira fijamente a los ojos; ella le devuelve la mirada sin inmutarse. Leonardo piensa en el Rey del Diluvio en su mano y la huida de la niña.

—No soy yo quien tiene miedo —dice.

—Demuéstralo —exige ella.

—No tengo por qué demostrarlo —dice él, irritado—. Lo sé y basta.

La niña coge un largo tallo de la orilla y lo hunde en el agua.

—Entonces no me cabe la menor duda de que tienes miedo —dice ella—. De lo contrario, te tirarías al río.

Leonardo se ruboriza.

—Si hiciese eso no sería más valiente, sino más estúpido. —Lleva las manos delante y las cruza, la espalda apoyada en el delgado tronco de álamo que hay a su lado—. Sólo un tonto hace las cosas sin motivo. —A sus pies se mueve un escarabajo, al que observa abrirse camino hacia el barro de la ribera—. Se me ocurren cosas más interesantes que lanzarme al agua y mojarme sólo por una estupidez —termina diciendo.

Por un momento parece que la niña se dispone a irse, pero pasa lo que él sospechaba: la curiosidad la frena.

—¿Entonces, qué?

Leonardo se agacha y coge el escarabajo. Abre la mano.

—¿Ves este escarabajo? Puedo hacer que llegue a la otra orilla sin mojarse.

—No te creo —dice ella. Leonardo echa una mirada al curso del río. El agua fluye a un ritmo bastante regular por donde están ellos, para luego volver a acelerar cuando llega a la curva de delante. Al otro lado hay una presa natural de hojas y ramitas bajo el gran abedul, justo donde el agua aminora la marcha al girar. Mira alrededor y ve lo que necesita: acederas. Arranca una hoja grande y la dobla retorciendo los extremos y sujetándolos con ramitas, para que se convierta en una barca. Coloca el escarabajo con cuidado y baja a la orilla. La niña lo sigue mientras el dobladillo de su vestido va recogiendo mucho más barro que la túnica de Fra Alessandro.

Él pone la embarcación en el agua, y ambos observan al escarabajo, acuclillado en el hueco de la acedera, iniciar su viaje río abajo. La barca reacciona ante la corriente del río exactamente como él había previsto; en cuanto llega a la presa, gira hacia dentro al aflojar la corriente y se desvía hacia el frondoso montón de ramitas de la otra orilla. Los dos corren para alcanzarla. Al notar algo sólido a su lado, el escarabajo se mueve hacia delante, sale poco a poco de la embarcación y pasa a una de las ramitas. Corretea por ésta hasta encontrar otra, el sentido de la orientación lo aleja del agua acercándolo al olor de tierra seca. La niña mira atentamente. Leonardo se vuelve y sonríe.

—¿No es más interesante esto?

—Quizá —dice ella con displicencia, como si no le importara. Luego advierte la cola que sobresale de la bolsa, en el suelo, donde Leonardo la había dejado para coger el escarabajo—. ¿Qué es esto?

—Nada… una cosa que me he encontrado. —No quiere hablarle del monstruo, ni del animal muerto de la bolsa, pues intuye que no producirá el mismo efecto que el escarabajo. Su evasiva respuesta hace que ella tenga más ganas de saber.

—Enséñamelo —exige.

Leonardo piensa rápido.

—Te dará miedo.

—Yo no tengo miedo de nada.

—¿No te dan miedo los monstruos? —pregunta él.

Ella le lanza una mirada de desdén.

—Existen monstruos con serpientes por cabello y otros con un solo ojo. ¿No lees a los griegos?

Ahora le toca a él sentirse estúpido.

—Bueno —prosigue ella—, sea lo que sea, no parece un monstruo.

—Lo será. Ven conmigo.

Siguen el curso del río, que se ensancha y forma un lago. En la orilla más alejada, del margen fangoso surge una roca que se eleva formando afilados dedos que apuntan al cielo. A cada paso que dan, Leonardo es consciente del movimiento: bichos agitándose en el sotobosque, peces deslizándose ocultos bajo la superficie del agua, mientras alrededor el aire rebosa de vibraciones inadvertidas. Las alas de pájaros y mariposas, la súbita luz de las libélulas y el constante zumbido de las abejas.

Caminan en silencio, el vestido de la niña enganchándose en la hierba a cada momento. Leonardo se detiene. Ella se para detrás, pegada a él.

—Entonces, ¿qué hay de ese monstruo? —pregunta ella.

—La casa de mi padre está al otro lado de esa colina —responde—. Pero mi madre vive allí. —Señala la casa con sus dependencias exteriores desperdigadas como las partes de un animal destrozado—. Mi bottega también está allí, en la parte trasera del establo. Si vienes dentro de dos días, te enseñaré uno.

Leonardo no acaba de entender por qué ha invitado a la niña a su bottega. Regresa corriendo, cierra de golpe la puerta del establo a su espalda, se precipita a la parte de atrás, donde están sus tizas y esbozos en hileras sobre la mesa, con el escudo esperando en medio. Coge lo que queda de la ardilla, lo coloca en un pedestal de madera y cierra los ojos, pasmado ante sus propios impulsos. Aleja la cara de la niña de su cabeza, mantiene los ojos cerrados y piensa en otras cosas: el escudo sobre la mesa, la cabeza del lagarto. Inspira profundamente y lamenta lo que ha hecho.

Sale disparado del establo en busca de aire fresco. Vuelve adentro y se pone a trabajar. Dispone las partes del animal de un modo y de otro con la esperanza de que el miedo tome forma en su cabeza. Pero lo único que percibe es la fetidez. Se dirige a la parte más alejada del establo y vomita. Luego hunde la cara en el abrevadero y regresa al pedestal para respirar hondo en el aire nauseabundo. Tras unas cuantas inspiraciones más, advierte que ya no es capaz de oler nada. Será lo mismo que le pasa a Fra Alessandro, que puede beberse varios vasos de vino después de los bizcochos sin sentirse mal. Decide beber también él varios vasos de vino en un futuro próximo. Quizá sólo sea cuestión de hacerlo una y otra vez.

Intercambia partes del cuerpo: la cola aquí, la cabeza allá, y al final todo queda reducido a la expresión. El perro provoca más lástima que miedo, aunque los dientes están bastante bien; ojalá pudiera hacer que se vieran. La cabeza del lagarto es perfecta, pero las patas de la ardilla no surten el mismo efecto que las del gallo. En su opinión, los tamaños son intrascendentes. Él mismo puede modificarlos. En cuestión de unas horas, ha concluido la creación: ubicada en un pedestal de madera en medio de la bottega, le mira fijamente con ojos muertos. Ahora todo lo que él ha de hacer es dibujarla.

Coge el escudo y empieza a trazar el contorno. Algo falla. Se mueve a un lado y a otro, cambia de ángulo y posición, pero en vano. Echa una mirada al espacio ocupado por la bottega en el extremo del establo. Entonces lo entiende. En un lado del establo, en la parte de atrás, hay troncos apilados contra la única fuente de luz solar directa. Los cambia de sitio, uno a uno. Tarda mucho. Se olvida del hambre y la sed porque está pensando en el escudo, en los troncos y en la criatura del pedestal. De repente alza la vista y ve que ya ha anochecido. Se lava las manos en el abrevadero y cierra la puerta del establo. Cruza el campo a la carrera y resbala en un charco en la oscuridad. Cuando abre la puerta, su madre está enfadada.

—¿Dónde has estado? He enviado a Antonio en tu busca. Si te encuentra, te dará con la correa. Vete a la cama.

Mientras se va quedando dormido, oye a Antonio dar un portazo. Su madre está llorando. Piensa en el monstruo del establo. Luego piensa en Antonio. Después da media vuelta, cierra los ojos y no piensa en nada.

Antes del alba ya se ha levantado y está de nuevo en su bottega. Ha trasladado toda la leña apilada a un lado del establo, y ahora la luz entra a raudales por la abertura. Se limpia las manos en la túnica y sale para verificar la trayectoria del sol, que a media mañana se elevará sobre la hilera de cipreses situados en un extremo del campo. Si aguarda hasta entonces, tendrá luz abundante.

Gira el pedestal para conseguir el mejor ángulo frente a la rendija en la pared antes tapada por la leña. Los primeros rayos entran de lleno por la abertura y chocan contra el suelo, amortiguados por las astillas de madera debidas al hacha de Antonio. Leonardo espera con paciencia a que el monstruo esté iluminado del todo y comienza a dibujar, con la atención centrada por completo en un tema que parece más real ahora muerto que en vida, con una belleza horrenda que surge de la madera empapada de luz y empieza a ocupar su sitio en el escudo del padre.

El picor en la espalda le fastidia un rato antes de tomarse la molestia de volverse. Por fin lo hace. La niña está ahí plantada, en la entrada de la bottega. Está examinando el dibujo con tranquila curiosidad, detrás de Leonardo, más allá de los rayos de luz que le iluminan a él y a su criatura.

Quiere decirle: «Bien, ¿tienes miedo?», pero se reprime. No es que no quiera saber; en realidad, quiere, pero es que no tiene tiempo de decirlo, pues en la parte trasera de la bottega, más allá de los tres, él, ella y el monstruo, rasga el aire un grito ensordecedor.

En la puerta está su madre. Al lado está su padre.

—¡Santa Madonna! —El padre se santigua. Caterina sufre un desvanecimiento.

—¡El hedor, el hedor! —grita el padre como un loco, los ojos fijos en las partes en putrefacción del pedestal de madera.

—No pasa nada —dice Leonardo—, terminé el primer esbozo antes de que comenzasen a encoger. —Sostiene en alto el escudo, complacido al observar que la criatura, una espeluznante combinación de perro, lagarto y gallo, parece tan viva en el escudo como muerta en el pedestal: las proporciones son perfectas.

—¡Santa Madonna! —repite el padre, ya sin saber qué decir. Leonardo observa con satisfacción la expresión fruncida de su cara, pues eso sólo puede significar un éxito total en toda regla: su padre está paralizado.

Por lo visto, su padre no tiene la misma capacidad que Fra Alessandro para volverse indiferente a las sensaciones. El olor del monstruo suscita en él una respuesta inmediata: manda llamar a Antonio. Leonardo ve consternado cómo Antonio llega a la bottega sombríamente satisfecho, coge el monstruo, se lo lleva, aviva un fuego en el fondo del campo, y allí echa el monstruo con un movimiento del pedestal. Su padre sostiene el escudo y lo mira unos instantes. Acto seguido, sin añadir palabra, se lo coloca bajo el brazo y emprende el regreso al campo y a la casa, con Antonio detrás.

Leonardo corre para alcanzarlos.

—¿No vas a utilizarlo? —le dice a su padre, mientras mira el ojo gris del monstruo, aprisionado bajo el fuerte brazo. El padre deja de dar zancadas y lo mira con cara triste.

—¿Qué voy a hacer contigo, Leonardo? —Agarra el borde del escudo—. Basta de preguntas. —Vuelve el rostro hacia el viento—. Ve a tu habitación y espera allí.

Abatido, confuso, obedece. Con el rabillo del ojo ve una figura detenida en el extremo del campo. Es la niña, que ha pasado inadvertida en el alboroto. Lo saluda brevemente con cara de preocupación. Leonardo intenta quitarle importancia, incluso sonreír, pero todo lo que consigue es una mueca. De las nubes caen gruesas gotas de agua. La niña desaparece. Antonio está llevando rápidamente a su madre hacia la casa. Él se queda atrás. La lluvia acelera el ritmo. Leonardo alza la vista, los ojos abiertos, lo imagina todo distinto. No son gotas las que caen, sino él. Extiende los brazos, cierra los ojos, cae en las nubes, el agua y la niebla. Cuando los vuelve a abrir, está solo. Han entrado todos. Desde el fondo del campo, el fuego desprende un humo acre, que flota a su lado en ráfagas ilusorias de gris y marrón, y lo conduce de vuelta a la casa.

Más tarde, aplica la oreja a una grieta de la pared de la habitación principal y escucha la voz de su padre. Hay que poner fin a esta forma impía y anómala de educar a un niño. De ahora en adelante, Leonardo vivirá con él en Anchiano. Se aparta de la pared preguntándose qué significa «impío».

Está sentado en su nuevo dormitorio de Anchiano. Fra Alessandro ha ido a buscarle y los dos han andado en silencio por el camino que parte de la casa de la madre. Ella no ha salido. Cuando doblaron la esquina, Leonardo ha levantado la vista y ha visto su cara medio oculta tras la ventana, que lo ha mirado un instante y ha desaparecido. Mientras caminaban, ha lamentado lo del monstruo. Sentía náuseas, y los ojos enrojecidos le escocían. Desea volver atrás, sólo un instante, estar frente al rostro de la ventana y preguntarle si él estará de vuelta para la cena de mañana, o de pasado mañana. Pero la irrevocabilidad de ese baúl repleto responde a la pregunta por él. La pintura del escudo le ha costado cara. El miedo se ha tornado en amargura. Piensa en la reacción de su padre hasta que le duele la cabeza. Es algo más que una injusticia. En vez de elogio y agradecimiento, sólo recibe castigo y enojo; ha salvado la vida a su padre, y éste lo expulsa de la bottega. ¿Qué tenía que haber dibujado?

La vida adopta un nuevo ritmo. Las clases con Fra Alessandro se alargan: las tardes se tornan días, interrumpidas sólo por lecciones de equitación cuando su padre está en casa. Los atardeceres de verano son largos, y los pasa pensando en la bottega de la parte trasera del establo y en las noches en que Antonio y su madre se sentarán a la mesa sin él. Ahora se sienta con Albiera. Unas veces está su padre, otras no. Las comidas son más tranquilas. No se ve obligado a mirar las mugrientas manos de Antonio, o a considerar la posibilidad de recibir un azote. No obstante, este silencio nuevo es de algún modo peor. Albiera le enseña a comer con cuchillo y tenedor, a beber, a sentarse bien. Leonardo escucha con educación y hace lo que ella le dice. A veces la examina cuando ella no mira, y trata de comprender por qué a su padre le gusta más esta cara que la de su madre. Es un rostro triste. Calcula mentalmente la distancia entre la parte superior de la frente de Albiera y su nariz, luego entre la nariz y la barbilla, y llega a la conclusión de que la frente es demasiado ancha y la barbilla demasiado corta.

Una noche ve algo que le hace cambiar de parecer sobre el rostro de Albiera. Ya han comido; es tarde. Leonardo pasa frente a la cámara de ella y se para ante la puerta entornada. Allí está, la frente entre las manos, rezando. Ve también algo más: una cuna de bebé. Como no hay bebé, la cuna es un enigma… pero fácil de resolver. Es duro querer algo que no se puede tener. Leonardo piensa en el rostro de la ventana y recuerda el hueco en su estómago mientras se alejaba. Al día siguiente mira a Albiera con otros ojos. Para que a uno le guste un rostro tiene que entenderlo.

Quizá su padre ha adivinado la importancia de su habitáculo en la parte trasera del establo, pues le proporciona una alternativa: un espacio en un rincón de su estudio, con un pequeño escritorio, una silla y acceso a la biblioteca. Sin embargo, con respecto a otros asuntos el padre permanece callado. A veces, Leonardo pide a Fra Alessandro que le deje volver porque se olvidó algo: la tabla de las mariposas y sus dibujos… de cualquier forma quiere volver. El tutor comprende que el viaje tiene que ver con algo más que con mariposas y dibujos, y le dice que su madre trabaja todo el día en el campo y no tendrá tiempo de verlo. Pero Leonardo sabe que no es verdad. Es el castigo por lo del monstruo.

Al final, Fra Alessandro promete recoger él mismo la tabla la próxima vez que pase por la casa de Caterina. Y dicho sea en su honor, el viejo cumple su palabra. Es quizá la única vez que el tutor ha mostrado algún interés en la tabla. Cuando Fra Alessandro regresa con ella, le deja hablar sobre cada mariposa, su hábitat y sus marcas características. Fra Alessandro no es tan malo como creía él antes; está a punto de pedir a Albiera que le prepare bizcochos. Pero entonces recuerda el juramento. Nada de bizcochos para Fra Alessandro. Ahora que ha pagado el precio del juramento, debe atenerse a él. Salvar vidas no sería nunca una empresa fácil. Recuerda a su padre llevándose el escudo y escondiéndolo, su madre en la ventana, el monstruo en el fuego. Para compensarlo, la próxima vez que Fra Alessandro vaya con él de paseo evitará el barro y tomará caminos abiertos y secos hasta el prado donde encontró la Papilio Macaone. Pero ya no hay caminatas. Pasan el día dentro, lejos del paisaje y los sonidos de la campiña.

La recompensa por haber salvado la vida a su padre viene de otro sitio. El tutor coge libros de la biblioteca. Siempre le han maravillado las hileras de libros perfectamente colocados, con títulos en lenguas que no entiende. Como las palabras que llenan las páginas le resultan desconocidas, sólo puede mirar las imágenes, que en su mayoría muestran escenas de hombres y montañas, mares que se elevan y se separan, embarcaciones y animales que no ha visto jamás.

—Es griego —explica Fra Alessandro—. Si te portas bien, un día te enseñaré. —El tutor abre la gruesa tapa de cuero del libro, en una página en que la escritura griega destaca en negro junto a una imagen pequeña, primorosamente dibujada, en colores más azules que un riachuelo añil y más brillantes que un amanecer—. El primer libro de Moisés. Los Diez Mandamientos. Primero termina el latín; luego te enseñaré griego. Pero de momento debes aprender la palabra de Dios.

En la puerta aparece su padre, que pone las manos en los hombros de Leonardo.

—Estaré un tiempo fuera. Te dejo a cargo de Fra Alessandro, y de Albiera, naturalmente. —Se vuelve hacia Alessandro—. Confío en vos. —Coge su capa y se va. Por primera vez en la vida de Leonardo, es duro verle irse.

Imagina a su padre con el escudo escondido bajo la capa, preparado para sacarlo en la batalla frente a temibles enemigos en cumbres resplandecientes. Conoce la historia de Moisés y los Diez Mandamientos porque Fra Alessandro la mencionó en una ocasión. Pasa los dedos por el Moisés pintado en el pergamino, que sostiene una tablilla de piedra a modo de escudo. El de Moisés es mejor que el suyo, sin duda. Llega a la amarga conclusión de que el escudo no está bajo la capa de su padre. ¿Es posible que lo haya destruido y quemado junto a los animales en el fuego de Antonio sin que él lo viera? Las cosas peligrosas se queman. En una ocasión, un niño de Vinci murió porque estaba enfermo. Cogieron todo lo de la casa del niño y lo quemaron en una gran hoguera, incluso la ropa. ¿Ha quemado su padre el dibujo del escudo porque era peligroso? ¿De qué tenía miedo su padre?

Vuelve mentalmente a la escena de la bottega. Su padre recorriendo el campo a zancadas con el escudo bajo el brazo, sin saber qué hacer con él. Recuerda a la niña: ella había entendido. ¿Era la única persona que había entendido el mensaje del monstruo? Se trataba sólo de una cosa que él había visto en el corazón de los hombres, incluso en el de su padre, pero fue suficiente para desterrarlo de la casa de su madre.

Una vez fuera, respira hondo. La tarde declina. El sol se está poniendo tras la lejana colina de San Pantaleo. Su madre y Antonio ya habrán regresado de trabajar en el campo. Ella estará frente a un puchero en la lumbre. Leonardo se pregunta qué comerán. Se aleja y camina alrededor de la casa hacia el establo. La yegua negra da una patada en el suelo. Es sólo una potranca y aún no está acostumbrada a las picaduras de las moscas. Necesita que la cepillen. Leonardo coge un puñado de paja y empieza a frotar. Bajo su mano, el lomo del animal se relaja. Los caballos son más listos que las personas. En lo sucesivo, cada vez que dibuje o escriba algo, lo esconderá. Se sienta en un rincón del establo, saca un trocito de pergamino y coge el carboncillo con la mano izquierda, con la que se siente más cómodo. Fra Alessandro ahora no está aquí. Escribe su nombre. Luego lo escribe al revés: de derecha a izquierda. Es más fácil de lo que creía. Escribe así una hilera entera de palabras y al final firma con su nombre. Dobla el trozo de pergamino y lo guarda en la bolsa del cinturón.

Desde la puerta del establo, contempla el valle y la ladera del Montalbano. La luz de la tarde se posa en las copas de los árboles, iluminando las ramas más altas y oscureciendo la parte de abajo; corteza y maleza en sombras. Luego, montaña arriba, justo por encima de la línea de árboles, el contorno de agujeros en la pendiente: nichos en la roca… cuevas. Recuerda la ilustración bíblica. Moisés de pie con la tablilla de piedra en la entrada de una de esas cuevas. No obstante, esas montañas dicen algo más que unas tablillas de piedra: los animales que las habitan forman parte de otra historia y el mundo no es sólo un libro. Valle, montaña, río y bosque, fiera y pájaro: para encontrar respuestas, Leonardo debe recurrir a ellos. Desata la yegua y la conduce al campo. Le quita la cuerda de la cabeza y la mira correr hasta que llega al olivar y no puede avanzar más. Hace sombra con la mano para protegerse los ojos del sol. Está la colina de la casa de su padre, la colina siguiente y la montaña. Sigue la línea de la cuesta hasta la cima. ¿Hasta dónde hay que subir para verlo todo? Mañana lo averiguará.

Se encuentra a medio camino de la subida al Montalbano cuando repara en que tiene compañía: una pareja de cernícalos dejándose llevar por las corrientes del templado viento, buscando presas en la tierra. Los mira resguardándose los ojos. Un poco más allá, en un tramo de hierba junto a un saliente rocoso, una joven liebre no está segura de hacia dónde correr. Leonardo contiene la respiración. Algo le roza la espalda. Se vuelve y la liebre desaparece. A su lado está la niña, encaramada en las rocas.

—Me alegro de que no la hayan atrapado —dice, mirando a los cernícalos.

—No la cogerán.

—No —confirma ella, mirándolo fijamente—, pero yo, en tu lugar, ya me habría hartado de tanto animal muerto.

Leonardo se encoge de hombros y dice:

—Por cierto, sé tu nombre. Y también dónde vives. —Coge una ramita y señala una manchita pálida de piedra abajo en el valle, al otro lado del río. Había llegado hasta el borde de los jardines de ella, pero se había detenido en el muro—. Pasaba por ahí. Por esa zona busco hierbas. —Albiera lo había mandado por menta y cilantro. Al otro lado del río, por supuesto. Había vuelto la espalda a San Pantaleo y a la casa de su madre, y había ido sin poner objeciones.

—Así que ahora vives ahí —dice Lisa, mirando hacia Anchiano—. Te vi salir. Al día siguiente.

La cara de Leonardo se calienta al sol. Está entretenido con un pequeño esbozo de una mata de violetas, pensando que todas las conversaciones, una vez empezadas, pueden llegar a ser difíciles. Ella lo mira dibujar, por encima del hombro.

—¿Para qué haces esto? —pregunta.

—Para recordarlo. —Alza la vista—. Sé medir la altura del sol. ¿Quieres que te lo enseñe?

Ella asiente. Caminan juntos. Él habla deprisa.

—Primero hemos de encontrar dos montañas lo más separadas posible y de la misma altura. Luego hemos de colocarnos en la cumbre: cada uno en una.

Lisa se detiene.

—¿Cómo vamos a hacerlo?

—No te preocupes; como iba diciendo, después tenemos que construir refugios de madera y hacer un pequeño agujero por el que entre la luz del sol.

—¿Y luego qué?

—Y luego, cuando el sol forme un ángulo perpendicular en el primer refugio, pongamos el mío, yo te hago señas, así, mira. —Se calla y agita los brazos enérgicamente.

—¿Y si no te veo?

Leonardo piensa rápido.

—Si no me ves, tendré una hoguera lista y la encenderé, y el humo te servirá de aviso.

La niña parece satisfecha, por lo que él prosigue:

—Cuando veas la señal, marcarás el punto en el que el sol brille en tu refugio. —Se vuelve hacia ella con aire triunfal y sonríe.

—¿Y luego qué? —dice ella.

Hace falta paciencia. Leonardo mira alrededor en busca de una ramita: ve una… de roble. Se arrodilla en el suelo y se pone a dibujar con sumo cuidado.

Lisa mira la forma atentamente y se ríe.

—¿Qué pasa? ¿Qué te hace tanta gracia? —Él tira la rama y se pone de pie.

Ella deja de reír.

—Esto es un triángulo. Puedo medir con él. Mira. —Dibuja más líneas con el dedo, y en la parte superior del triángulo traza el círculo del sol. Señala los dos ángulos de abajo—. Aquí estás tú y aquí estoy yo. —Coge la ramita y la pasa por los lados de la figura—. La altura del sol es lo mismo que esto. ¿Te enseño cómo funciona?

Ella pierde interés en el dibujo.

—Mañana —dice—. Si me quedo demasiado rato, me regañarán. —Acto seguido añade—: Aunque no sé por qué quieres saber la altura del sol. Ya hace demasiado calor. ¿No se te ocurre una idea mejor?

Leonardo mira al otro lado de la colina, pensando en lo difícil que es complacerla.

—Muy bien. —Mira el cielo—. Sé de un lugar donde no hay nada de luz.

—¿Qué tipo de lugar?

Leonardo se levanta y arroja la rama al matorral. Han regresado los cernícalos, que están dando vueltas alrededor de una roca irregular por encima de la hilera de árboles.

—Es una guarida. Un santuario. Ven mañana y te lo enseñaré.