II

Está sentado a lomos de un caballo. Su padre ha regresado temprano y le ha dicho a Fra Alessandro:

—Basta de lectura por hoy; el chico necesita tomar el aire.

Ya ha montado antes a caballo, pero siempre detrás de su padre. Le cuelgan las piernas a ambos costados del animal, y en las pantorrillas siente la respiración y las palpitaciones del equino, que le atraviesan las piernas y penetran en su propio ser. La respiración de la yegua es más rápida que la suya, quizá porque es más fuerte; ¿o es más fuerte debido a las palpitaciones? Quiere que el animal corra. Agarra una mata de crines negras con las manos y grita:

—¡Vamos, vamos!

La yegua mueve las orejas con curiosidad. Él cambia de postura sobre el lomo.

—¿Por qué no corre? —pregunta, dolido.

—Por la sencilla razón de que estás meneándote —contesta su padre mientras se acerca—. Si te sentaras quieto, el animal notaría que estás seguro y se movería.

Tras asimilar esto, Leonardo mira al frente, inmóvil.

—Vamos —susurra. La yegua da un tirón brusco y patea el suelo. Leonardo baja los hombros decepcionado. Como si se tratara de una señal, la yegua se mueve hacia delante al paso. El padre aplaude y se acerca con una cuerda. La ata al cuello del animal, hace una brida y da a su hijo el extremo.

—Sujeta la cuerda así sobre las crines —le explica—. Y ponte recto. Y al revés igual.

—Y también los hombros —dice—. Así. —Leonardo encorva los hombros y los deja caer. La yegua mueve las patas.

—¿Qué tal? —dice el padre.

—Es fácil —contesta—. Si los hombros están bajos, mi cuerpo está seguro, y entonces el animal sabe que estoy preparado.

El padre parece sorprendido.

—Sí, tienes razón. Lo has captado. Adelante, pues.

El viento le acaricia la cara. Es fácil mantener el equilibrio. Siente el cuerpo de la yegua moverse debajo del suyo: el animal se estira. Leonardo espera el siguiente movimiento hacia arriba.

—¿Te gusta? —grita el padre.

Afloja la cuerda que sujeta la cabeza de la yegua.

—Refrénala —grita el padre.

Leonardo vuelve al trote.

—Ya tengo bastante.

—Pero si sólo acabamos de empezar.

—Quiero llevarla al establo.

Conduce la yegua a través del campo. El padre sigue detrás. En el establo hay dos compartimentos. Uno ocupado por una cabra; el otro, vacío. Ata la yegua y le pasa la mano por el costado, palpándole los músculos. El padre le arroja un trozo de tela.

—Usa esto.

—Da igual, padre, mejor con las manos.

—¿Para ti o para el caballo?

Comienza por la parte superior de la cruz y desliza la mano hacia abajo. Luego pasa al otro flanco. Al cabo de un rato, no sabe cuánto, ha recorrido el cuerpo entero, donde se curva y anuda, donde se dobla y fluye.

Mientras lo mira, su padre comenta:

—Fra Alessandro dice que no te gustan las matemáticas. ¿Es verdad?

—Me encantan las matemáticas —contesta, sorprendido.

El padre asiente.

—Veo que también te encantan los caballos. ¿Y las mariposas?

—Me gusta cazarlas —dice—. Ya tengo un montón.

—Dime —dice el padre—. ¿Por qué te gusta conservarlas?

Parece evidente, pero el caso es que el padre está preguntando.

—Para recordar cómo son —responde.

—Ya basta de frotar por ahora —grita el padre al salir—. Albiera querrá que entres. —Alcanza a oír a su padre en un rincón de su cabeza, pero el resto lo ocupa el cuerpo del caballo. Por un instante se pregunta por qué ha de preocuparles lo que quiere Albiera. Además, entrar en la casa no es importante. Otras cosas sí lo son, pero a su padre no le preocupan. Precisamente el otro día, la madre dijo: «Ser Piero, aún no han arreglado el tejado y ya se acerca el mal tiempo.» El padre asintió, pero su cara revelaba que le embargaban otros pensamientos, como le pasa ahora a Leonardo.

Desplaza la mano por el hombro del caballo y la baja por el brazo, parándose en cada articulación. No alza la vista durante un buen rato. Cuando lo hace por fin, advierte que su padre no está y que hay polvo en el aire. Motas flotantes, danzantes, espesan la luz, y corre a tocarla.

Con el rabillo del ojo vuelve a ver a la niña de los arbustos. Leonardo se detiene en mitad de una nube de luz y sopesa si vale la pena abandonar la luz y el caballo para hablar con ella de los Reyes del Diluvio. Se le acerca.

La niña —alta para su edad, pero casi la mitad de alta que él— tiene la costumbre de retroceder. La hierba se la traga más allá del polvo y la luz del sol, donde termina el patio y empieza el huerto. Leonardo vislumbra una tela verde mezclada con corteza de árbol y se encoge de hombros, molesto por la sensación de que a ella esto le divierte más que a él. Acaba con el caballo, coge un trozo de madera de su cinturón y saca de la bolsa un último resto de carboncillo. Y se pone a dibujar.

—¿Qué llevas en el cinturón, Leonardo?

Fra Alessandro observa el trozo de madera. Leonardo mira con atención la cara del viejo. El tutor nunca parece satisfecho cuando él le lleva cosas de la bottega o del río. Si le enseñaba las mariposas, el rostro de Fra Alessandro se crispaba con una especie de gruñido, como si comiera carne rancia. Sabía de las mariposas aún menos que de las matemáticas del Arca.

—¿Qué quieres hacer con ellas? ¿Dárselas a los cernícalos para que se las coman? —dice.

—Las seguiré cogiendo hasta tener una de cada clase.

—¿Una de cada clase de qué? —pregunta Fra Alessandro.

—De cada clase de mariposas. Hay más de una clase.

Fra Alessandro lo mira perplejo.

—Yo sólo he llegado a ver las blancas —replica.

Leonardo señala la tabla.

—Mirad, aquí hay una blanca. Son las que más abundan. Siempre están en esa flor, fijaos. —Señala la flor cuidadosamente secada y clavada debajo de la mariposa blanca—. Les gusta posarse en la madreselva. Y a éstas les gustan las parras.

—Las parras —repite Alessandro.

—Sí, pero sólo éstas, no las que Fra Bartolomeo ha plantado junto a su establo.

—¿Esas parras no…? —pregunta Fra Alessandro. Por un momento, el tutor parece que quiere saber por qué, de modo que abre la boca para seguir hablando, pero menea la cabeza y levanta la mano. A continuación coge la vara de maestro, como hace siempre que acaba harto de las ideas de Leonardo y quiere hablar de las suyas—. Ya está bien por ahora.

El caballo parece tener un efecto distinto.

—¿Cuándo has dibujado esto?

—Esta mañana.

—Umm. No está mal, no está mal. —Fra Alessandro sigue mirando el dibujo. Leonardo alarga la mano para recuperarlo, pero Fra Alessandro se la aparta.

—¿Me lo puedo quedar?

—Si así lo queréis. —No es que Fra Alessandro le caiga especialmente bien. No le gusta cómo se le doblan hacia abajo las comisuras de la boca. Lo único que le gusta de Fra Alessandro es su piel. La cara es como un trozo de corteza o de corcho: surcada por oleadas de arrugas que le recorren la frente y salpicada de agujeritos como una patata podrida. Aun así, bien mirado, Fra Alessandro puede quedarse el dibujo. Leonardo ha dibujado el caballo, y ya está terminado. Da igual conservarlo. Lo que le interesa es el caballo, no su dibujo. Él lo ha dibujado sólo para entenderlo. Ahora ya está. No es como las mariposas, de las que hay muchas clases y por eso las guarda.

El tutor pone el trozo de madera de álamo con el esbozo del caballo de Leonardo junto a los libros y desliza otra hoja con sumas sobre la mesa que tienen delante. Leonardo coge el carboncillo.

—¡Esa mano no! —dice el tutor—. La izquierda no, la derecha.

Leonardo cambia el carboncillo de mano y mira por la ventana. La hilera de cipreses es negra; los olivares se extienden grises a la derecha, y, al otro lado de los árboles, destellos de uvas moradas espían desde las hileras de vides. Sabe que Fra Alessandro no le dejará volver con sus mariposas a menos que le entregue esa hoja con sumas. Cuanto antes se quite esto de encima, mejor. Quizás haya alguna posibilidad de tiempo adicional para algo interesante. No sabe si sacar de la bolsa la hoja de cálculos, que ha elaborado desde la última conversación que mantuvieron sobre el Arca. Lo tiene todo resuelto: el número de animales, el tamaño que debería tener la embarcación para alojarlos, la comida y el agua que precisaría Noé en su calvario. Suspira y coge el carboncillo. Fra Alessandro no para quieto, dándose golpecitos en la mano con la vara mientras señala la larga lista de cifras con el otro extremo. Leonardo se apresura. Para hacerlo más divertido, imagina que los números son filas de elefantes, o grupos de hurones gruñendo. Cuando Fra Alessandro ha dado una vuelta al estudio, ya ha terminado.

—¿Ya? —dice el tutor con el ceño fruncido, coge la hoja e inspecciona los números con reserva. Por fin, alza la vista—. Todo correcto —dice en voz baja.

—¿Podemos hacer otra cosa? —interrumpe Leonardo, al ver la posibilidad de algo más interesante—. Los números pueden servir para otras cosas —sugiere impaciente.

—Supongo que podríamos empezar con la geometría —dice el tutor, que deja la vara sobre la mesa.

—¿Pitágoras? Dijisteis…

—Primero los principios básicos —replica el tutor, la mano vacilando sobre la vara.

—Pero los principios básicos ya los sé. Sé cómo se mide el espacio interior de una caja. Sé dibujar triángulos y medir un círculo. Con las manzanas obtenemos montones de círculos. Si cortamos una de arriba abajo, tenemos un círculo cada vez. —Por lo general, Fra Alessandro habla de cien manzanas que se añaden a otras mil, pero Leonardo considera más interesante una manzana sola que un saco entero—. ¿Y qué pasa si hay menos de una manzana?

Fra Alessandro ha vuelto a coger la vara de maestro; Leonardo está hablando demasiado; se calma y piensa que quizá podría obtener mejores respuestas fuera del estudio. Le viene a la cabeza su tabla de mariposas y los espacios libres. Pero una interrupción de otra índole entorpece sus pensamientos. Es su padre.

—Ven, Leonardo —dice su padre—, tengo una tarea para ti. Creo que servirá para dejar lo de las mariposas.

Le sigue. Su padre señala el bosquejo del caballo, que está sobre su escritorio.

—Fra Alessandro me ha enseñado tu dibujo.

—¿Te gusta? —pregunta. Le complace que su padre lo haya tomado de manos de Fra Alessandro. A su padre le gustan los caballos, a Alessandro no. El lomo de los caballos se hunde bajo el peso del tutor. Cuando ve a Alessandro comer pastelitos tras el almuerzo y antes de comenzar las clases, se preocupa: el caballo no podrá hacer su trabajo.

—¿Si me gusta? Sí, me gusta. Creo que es estupendo —le contesta sonriendo—. Mira —dice el padre, y señala un escudo sobre su mesa—. Los soldados utilizan esto para ahuyentar a sus enemigos y protegerse cuando entran en combate.

El padre lo coge y se lo da. Es redondo, está hecho de listones de madera y recubierto de cuero endurecido. En el dorso, unas correas sujetan la madera. La parte anterior está tachonada de gruesos clavos metálicos que dejan en el centro un amplio espacio circular. Lo sostiene en alto y lo observa.

—Quiero que dibujes algo en el centro —añade el padre—. Como hiciste en la madera.

Leonardo mira el objeto con atención.

—Pensé que podrías dibujar algo para espantar a nuestros enemigos —prosigue el padre—. ¿Qué te parece?

—¿Es tuyo?

—Sí, aunque ahora no es de gran utilidad —responde el padre, que sonríe de nuevo y luego, más serio, añade—: Pero nunca se sabe, quizá lo necesite. Hay enemigos por todas partes.

Leonardo siente un miedo repentino. Ve a su padre montado en un caballo, el destello de una espada recortada contra el cielo, el escudo de madera amarrado al pecho.

—¿Para qué sirve el escudo? —pregunta. Piensa en otras partes: los brazos, las piernas, la garganta, la cara.

—Es parte del armamento, se lleva así. —El padre sostiene el escudo contra el pecho—. Si un soldado enemigo tira una lanza, dará en el escudo antes que en su portador, ¿lo ves?

—¿Y qué pasa con la cara? —inquiere Leonardo. Cuanto más piensa, más le preocupa el escudo.

—El enemigo casi siempre apunta al corazón, así. —El padre señala con el dedo el centro del pecho de Leonardo.

—¿Por qué apuntan aquí?

El padre parece confuso.

—Porque es el lugar más importante —contesta—. Todo lo que eres está ahí, Leonardo. Si tu corazón muere, tu alma está perdida. Por eso son importantes los escudos.

Reflexiona sobre el corazón de su padre, latiéndole en el pecho. Otros animales también tienen corazón. ¿Qué les pasa?

—Fra Alessandro me dijo que el alma de un hombre va al cielo o al infierno, pero me parece que está equivocado. La semana pasada vi a Antonio matar un cerdo en el establo. Le sacó el corazón, y de éste salía sangre. Si era el alma del cerdo, goteó en la paja sin más, y luego Antonio echó la paja al fuego. Pero claro —dice, como pensando en voz alta, algo que hace a menudo—, ¡quizás el fuego es como el infierno!

El padre no responde enseguida, así que Leonardo continúa.

—¿No se sienten mal los soldados al quitarle el alma a otros?

El padre se encoge de hombros.

—A veces un hombre no tiene elección.

—¿Significa esto que si me corto un dedo, así —alza el dedo, que tiene una pequeña herida—, pierdo parte de mi alma? ¿Qué es un alma, en cualquier caso? Fra Alessandro dice…

—No te preocupes por todo eso —interrumpe el padre, arrugando el entrecejo.

Mientras abandona el estudio de su padre, el escudo contra el pecho, piensa en su cometido. Le complace que su padre le haya confiado a él, Leonardo, la misión de salvarle la vida, pero, por otro lado, le cuesta comprender la idea en sí de combatir. Creía que su padre trabajaba de notario en Vinci, pero está claro que incluso esa actividad encierra peligro. Se para en seco. Los hombres necesitan protegerse unos de otros. Hará en el escudo un dibujo tan distinto de todo lo visto antes, tan aterrador, que los soldados que lo miren se verán en plena batalla como lo que son: monstruos espantosos, ladrones del alma de otros hombres, destructores de su propia alma.

Esto lleva aparejada otra idea: los hombres necesitan protegerse de sí mismos. Todavía no muy seguro de qué pensamiento es el más atinado, se le ocurre un tercero más convincente. Aguanta la respiración, la mente le estalla. Realizará un juramento solemne: hacer todo lo que pueda para remediar ese horror. Primero está el escudo, pero también puede hacer otras cosas. Piensa en su tutor y en el caballo. Puede esconder el tarro de los bizcochos, para que Fra Alessandro ya no coma más y proteger así el animal. Coge encantado el escudo; tiene la impresión de que se ha encontrado por casualidad con algo maravilloso, como cuando descubres una flor perfecta en el momento preciso, recién abierta, o cuando una nueva clase de mariposa pasa volando y se posa a tus pies.

Si la gente conociera las cosas tal como son en realidad, si supiera sobre los corazones, si entendiera acerca de las almas, si estuviera enterada de que el ala de la mariposa se rompe o de que el lomo del caballo se dobla, entonces quizá podrían cambiar también otras cosas. Su padre podría guardar la espada; Fra Alessandro sonreiría más a menudo y los dos se harían amigos. Su padre dejaría de fruncir el ceño. Leonardo no tendría que oír llorar a su madre por la noche desde la cama después de que Antonio se bebiera el resto de la botella y se quedara dormido.

Sin esperar a que Fra Alessandro le acompañe, se pone la gorra, coge el escudo y sale hacia la bottega y la casa de su madre. Intenta correr, pero el escudo pesa; tiene que pararse dos veces para recuperar el aliento. Pasa el resto de la tarde preguntándose qué asusta más a la gente. A la niña del matorral le asustaba la idea del insecto, no el insecto que no alcanzaba a ver. Llega a la conclusión de que lo más aterrador es la idea de la cosa y no la cosa en sí misma. El miedo está en la cabeza. Imagina monstruos fabulosos, criaturas con dos cabezas, caras de lobo y cuerpos de cabra. Pero ninguno le asusta de veras. Mira alrededor en busca de alguna otra fuente de inspiración, y coge la tabla de las mariposas.

—No tenéis nada de aterrador —susurra mientras acaricia las alas de Papilio Macaone.

Mira con atención el cuerpo de la mariposa, con las patas extendidas a ambos lados de las alas, y los ojos mirándole a él fijamente, sus grandes y negras pupilas. Deja la tabla y sonríe. Si uno quiere entender el significado del terror, ha de dibujarlo tal como lo ve. Desde el cuerpo a la cabeza, a la mano.

Amanecer del día siguiente. No ha salido el sol, y la tierra huele a la lluvia del mes pasado. Una lombriz se retuerce a sus pies. La empuja con el zapato, mientras sus ojos escudriñan el terreno por si aparecen otros signos de movimiento. Cuando el sol ya brilla, encuentra lo que buscaba. Le llama la atención el rápido desplazamiento de un lagarto. Bajando el frasco al nivel del suelo, lo coloca en el camino del animal, al que conduce adentro con la mano libre. Corre a la bottega. Como no está seguro de cuál es el método más indoloro para matarlo, finalmente se decide por el más rápido. Coge un cuchillo que ha encontrado en el establo y corta la cabeza del lagarto de un tajo. La cola sigue dando sacudidas durante unos momentos. Se sienta y observa un rato, casi olvidándose de la cabeza, y acto seguido coloca ésta y el cuerpo en un lugar seguro. Ahora el resto. Se limpia la mano con la túnica; la sangre mancha la lana marrón. Corre a lavarla en el abrevadero que hay detrás del establo.

Le sabe mal haber matado el lagarto, pero era preciso: está salvándole la vida a su padre, y su padre es más importante que un lagarto. Después, un poco más allá del riachuelo donde vio por primera vez a los Reyes del Diluvio, ve un montón de moscas en el suelo. Las espanta y descubre un perro muerto. Un ojo negro lo mira fijamente. El animal tiene la mandíbula abierta en un gruñido petrificado. Vuelven las moscas. Leonardo retrocede ligeramente mareado, mientras el lagarto da golpes en la bolsa. Al terror le puede hacer frente. La putrefacción requiere un estómago más fuerte.

Ve a su madre llenar platos junto al fuego del rincón. A la hojalata le alcanza un lengüetazo de las llamas, y ella se quema la mano. Antonio está sentado a la cabecera de la mesa. El criador de cerdos coge pan con sus dedos de uñas cortas y sucias.

Leonardo baja la vista al plato.

—¿Por qué no comes? Es carne —dice la madre—. Considérate afortunado por tener carne.

—El chico debería estar más agradecido —añade Antonio, empujando el plato por la mesa hacia Caterina, que lo llena de nuevo sin mirar y se lo devuelve.

Leonardo menea la cabeza en silencio en dirección a su madre y mira a Antonio de soslayo. Ella coge el plato, no dice nada y va a la cocina.

—He decidido no comer carne —explica. Llevaba un tiempo pensando en ello, pero ahora que ha visto el perro, no hay vuelta atrás. Dejará la carne para las moscas.

—Si no comes carne, ¿qué vas a comer? —La madre regresa y se sienta, con esa mirada de preocupación que tiene siempre que él vuelve de la casa del padre, al otro lado de la colina, y siempre que se marcha.

—Bayas —responde vagamente. No recuerda la última vez que comió una baya, pero seguro que saben mejor que la carne.

—Bayas —suelta Antonio con un bufido—. ¡El niño se ha convertido en pájaro! De todos modos, quizá sea algo bueno; al menos te será fácil alimentarte cuando seas mayor.

—Cuando Leonardo sea mayor, irá a trabajar con su padre —dice Caterina. Él piensa deprisa. Si no cambia pronto de tema, habrá problemas.

—No quiero ser notario —anuncia.

—Menos mal —dice Antonio—, porque un notario bastardo no conviene a nadie. Si no eres legítimo en persona, ¿qué cabe esperar en otros asuntos?

Es hora de irse. Se pone en pie. Su madre lo coge del brazo y le señala la túnica.

—¿Qué es esto?

—Sangre.

—¿Sangre de qué? —Le echa una mirada a los brazos y las piernas.

—No te preocupes, no es mía —aclara él. Antonio vuelve a resoplar. Antes de que a nadie se le ocurra algo que decir, Leonardo se escabulle por la puerta.