Un niño pequeño sumergido entre flores silvestres de un violeta subido, un blanco resplandeciente, anda perdido en una nube de mariposas. Tiende la red, una malla sujeta por un marco de madera, y la agita en el aire, formando corrientes y remolinos, pero recoge sólo luz del sol. Vuela por aquí y por allá, cazando alas que no quieren ser cogidas, hasta que por fin se rinde, se sienta en una alfombra de musgo y observa el riachuelo. El agua aminora la marcha en el montón de piedras que él ha juntado, forma una charca turbia y se escurre por el otro lado en un hilillo de verde diáfano. El niño se tumba al costado, abre la boca y bebe.
Mejor enfocarlo de otro modo, piensa. «Deja que la mariposa venga a ti.» Se sienta y aguarda sin moverse. La luz del sol de última hora aviva la hierba. Finalmente, una pequeña mariposa amarilla y negra aterriza cerca de su pierna. Mueve despacio la mano hacia delante. La mariposa permanece inmóvil, con las alas plegadas. Con el índice y el pulgar, agarra suavemente las alas y coge el insecto. Lo sostiene en alto y observa su forma. Le gustaría extender las alas en la palma de su mano, pero sabe por experiencia que la mariposa forcejeará y las alas se romperán. Desplaza los dedos con cuidado por el centro del cuerpo y nota entre ellos las pulsaciones de vida. Respira hondo y de repente da un pellizco fuerte.
Abre la mano. La mariposa yace quieta pero totalmente intacta. Dos manchas anaranjadas con alas negras puntiagudas: Papilio Macaone, dice satisfecho. Pliega las alas, envuelve la mariposa muerta con un trozo de malla y regresa por donde ha venido, siguiendo la orilla del río hasta que el agua desaparece entre las rocas y luego da un pequeño salto en la sombra de la colina. A su espalda está Anchiano. La casa de su madre queda delante. Camina hasta llegar a una olla que hierve en la lumbre. Sujetando la mariposa por las alas, sumerge el cuerpo en la sopa y lo deja ahí un rato.
—Si se trata de otro de tus bichos voladores, no quiero verlo en la cena.
—Demasiado tarde —masculla él. Abandona la lumbre y la sala, se dirige a la parte de atrás de la casa y se encierra en el establo. Coge un trozo de tabla y un palillo afilado de una mesa improvisada en un rincón de lo que ahora llama en privado su bottega. Tras extender las alas de la mariposa con cuidado para no romperlas, le atraviesa el cuerpo con el alfiler de madera y lo clava en el espacio reservado para el insecto junto a otros ejemplares. Con el carboncillo en la mano izquierda, anota la fecha y la lee en voz alta.
Ha aprendido a leer por su cuenta en un libro de historia natural que encontró en el estudio de su padre, en la vieja casa de Anchiano con su pared de libros. Leonardo no vive allí. Su padre sí, y también Albiera, la esposa de su padre. Leonardo vive con su madre. Y con Antonio. A veces va a la casa del padre, pero sólo los días de fiesta o los días en que ve a su tutor, Fra Alessandro, un hombre gordo y perezoso, un grassone, que le hace sentarse quieto hasta que le duelen las piernas y leer una y otra vez pasajes del libro Legenda aurea. No es que le desagraden las historias sobre Dios. Algunas, en especial el Génesis, le hacen incorporarse y leer más deprisa, hasta que Fra Alessandro le dice que lo haga más despacio o vuelva a empezar. Pero lo que más detesta Fra Alessandro son las interrupciones.
Esa mañana ha sido especialmente difícil. No sabía si Fra Alessandro lo tendría ahí todo el día, copiando letras. Habían leído sobre el Diluvio Universal. A Leonardo la cabeza le hervía de preguntas que reprimía todo lo que podía. Cuando por fin las soltaba, parecían desconcertar e incluso enojar al hombre, a quien entonces le temblaba la barba y se le acumulaban perlas de sudor en la frente, en valles y riachuelos que fluían por ambos lados del rostro hasta que el agua goteaba en la hoja que tenían ambos delante. ¿Qué había de malo en sus preguntas? No estaba seguro.
—Cuando se acabó el Diluvio, ¿adónde fue el agua?
—Eso carece de importancia —declaró el tutor, agitando el brazo y golpeteando con su vara de maestro—. Desapareció. Lejos.
Leonardo pensó en el riachuelo del valle de abajo, que tras el largo y cálido verano se secaba.
—¿En la tierra? —añadió, intentando ayudar.
El tutor asintió. Pero, acto seguido, él pensó en el volumen de agua del arroyo y lo comparó con la enorme inundación de la Legenda aurea.
—Esto es mucha agua —empezó, pero Fra Alessandro pasó la página con firmeza. El alumno se tragó la siguiente pregunta para no provocarlo y escogió otra.
—¿De qué estaba hecha el Arca?
—De madera —contestó el tutor—. Todas las embarcaciones están hechas de madera.
Pensó en todas esas parejas de animales: vacas, caballos, lobos, ovejas, moviéndose, empujando, comiendo…
—¿Todos esos animales? —dijo, mirando fijamente el libro—. ¿Cómo era de grande el arca? —Siguió leyendo—. Trescientos codos de largo, cincuenta de ancho, treinta de alto. —Miró la ilustración del libro—. Demasiado pequeña —murmuró.
En momentos así, Fra Alessandro pasaba las páginas del libro hasta llegar a otra parte, pero ello no disuadía al alumno.
—¿Y qué hay de las hormigas y las abejas? —preguntó—. Nunca van de dos en dos. Precisamente el otro día vi un nido entero de hormigas que formaban una hilera hasta un rastro de azúcar.
—¿Quién, me pregunto, se llevó el azúcar? —dijo Fra Alessandro. Era justo antes del almuerzo, uno de esos momentos en que el tutor parecía cansado. Agitó la vara: un trozo de fina madera de roble, con la que al viejo le gustaba señalar siempre que Leonardo cometía un error.
Miró al grassone con los ojos muy abiertos.
—Monna Albiera —contestó—, después de traeros la jarra de vino y los seis bizcochos. Era el azúcar que había quedado en el plato.
Esconde la tabla de las mariposas tras un montón de leña, la cubre para que Antonio no la encuentre, sale de su bottega, toma un estrecho sendero y se aleja de la casa. Apenas distingue a lo lejos el flujo del río, donde éste atraviesa una zona arbolada y emerge por el otro lado más rápido. Se aprieta el cinturón, donde guarda el carboncillo y un pedazo de madera para dibujar, así como una pequeña bolsa de cuero para recoger plantas nuevas.
Mientras camina, se pregunta qué puede saber su tutor sobre agua e inundaciones, ya que Fra Alessandro siempre evita el río después de las lecciones cuando regresan a la casa de su madre, al otro lado del valle, pues está demasiado embarrado. En ocasiones, los días en que el maestro ha estado especialmente ocupado con su vara, Leonardo lo conduce por una ruta poco conocida para ver cuánto barro se le pega a la túnica sin que el viejo se dé cuenta. La última vez, la túnica —cargada de barro— se arrastraba sobre la tierra como un rastrillo recogiendo leña, y el muchacho tuvo que buscar un atajo para que la hierba alta se la quitara como un cepillo.
El agua ha llegado a ser un asunto difícil, pero no puede dejar de pensar en ella. Una vez preguntó a Fra Alessandro cuánta agua había en el río Arno. El tutor exhaló un suspiro y sugirió que, por mucha que hubiera, eso no tenía ninguna importancia para Leonardo, que haría mejor en aprender la contabilidad de su padre para poder ser algún día, si no notario, al menos no criador de cerdos. Fra Alessandro creía que el Arno carecía de importancia, y no obstante el viejo sabía que las inundaciones eran peligrosas. Incluso cuando tras un día de lluvia el riachuelo bajaba más crecido. Si llovía mucho, su madre no le dejaba salir de casa y Antonio llegaba del campo maldiciendo. Y luego estaba lo del Arca. Si Noé pasó tantos apuros, sería porque los niveles de agua importaban, ¿no?
Cansado de preocuparse por lo que piensan los demás, mira con los ojos entrecerrados la línea azul del río y corrige la ruta. Ve un lirio silvestre, la única flor en una mata de hojas, saca de la bolsa un carboncillo y la dibuja sobre una piedra lisa y plana que ha guardado de su última excursión al río. Sostiene la piedra a la altura de los ojos, contra el telón de fondo de la flor. Satisfecho, la deja en el suelo junto a la planta, a modo de indicador.
Al guardar el carboncillo, piensa que pese a tantos suspiros y tanto señalar con la vara, Fra Alessandro hizo una observación atinada. Mejor notario que criador de cerdos. Recuerda cómo huele Antonio cuando ha estado por ahí con los cerdos. Decide hacer caso del consejo de Fra Alessandro y concentrarse en lo que sin duda es su tema preferido: las matemáticas. Las matemáticas permiten sólo una respuesta. Si el tutor dice que no, él buscará la solución más tarde. No se puede discutir con las matemáticas.
Recorre la última pendiente de la colina corriendo. Amapolas y violetas dispersas crean un crepúsculo en la hierba. La cuesta acaba en el valle del Arno, más allá de una zona de cipreses, negro contra el verde pálido de la ladera. A su alrededor laten los colores de los árboles y la hierba, las formas de las colinas y el valle, y, atravesándolo todo, la serpenteante línea azul del río. No obstante, sabe que lo que ve es sólo parte del cuadro; el agua y la hierba no tienen ese color porque sean hierba y agua. Lo sabe porque cuando la hierba está bajo la penumbra de la tarde, cuando el sol se ha escondido al otro lado de la montaña y hay sombras por todas partes, la hierba no es verde sino azul. Y cuando el sol está alto en el cielo, sin nubes que se interpongan, la hierba también brilla; el color pasa de verde a amarillo. No le cuesta mucho entender que la hierba tiene el color que tiene a causa del sol. El verde es sólo una parte de la imagen del color, hecho y rehecho cada día con arreglo a la estación, el tiempo y la luz. Se imagina una conversación con Fra Alessandro, en la que él le explica a su tutor que la hierba no es verde, o que el agua no tiene color por sí misma: es azul cobalto en la superficie, gris azulado en las profundidades. Sería como intentar convencer a Antonio de que los cerdos pueden volar.
Llega al río. El agua es el mejor tutor. La observa moverse, ve su poder, cómo hace espuma, se agita, pasa sobre las rocas formando remolinos que capturan hojas y ramitas perdidas y las transforman en minúsculas Arcas, donde pegajosos escarabajos batallan con las historias de Fra Alessandro. Por encima pasan nubes corriendo. El agua se oscurece, se ilumina, vuelve a oscurecerse. Recoge con la mano un escarabajo que se ahogaba y lo deja caer en la orilla, a sus pies. Le gusta sentarse en la orilla este del río, en ese sitio concreto donde la corriente cambia de dirección y el agua se hace profunda y tranquila. Aquí el río se curva como una serpiente. Cuando una serpiente se mueve, las escamas se comprimen en un costado; el cuerpo se aprieta y estrecha, deslizándose en círculos por la tierra que las escamas internas no necesitan tocar. Para ver una serpiente hay que tener suerte; el último día de Cuaresma, vio una tan larga como su brazo. A veces el agua se desplaza como una serpiente; dondequiera que gire el río, el agua del lado exterior se extiende, rápida y clara, barbotando sobre las piedras y el cieno, mientras por dentro se afloja y aminora el ritmo, moviéndose apenas. Y al tiempo se enturbia, se ensombrece, y luego se aclara para convertirse casi en un estanque, donde es posible atrapar escarabajos y presenciar milagros.
Ahora ve uno: un insecto en forma de ramita caminando sobre el agua sin hundirse. Se tumba boca abajo, con los ojos al nivel de la superficie, y ya tiene la explicación: el agua se curva. Piensa en las gotas de agua de las hojas tras la lluvia, en gotitas redondas temblando en las telas de araña. Recuerda la Legenda aurea de Fra Alessandro y los milagros de Moisés, que separó las aguas. Quizás el milagro lo hizo el agua, no el hombre, pues en todo caso el agua se curva, ¿verdad? Da al insecto con forma de ramita un nombre nuevo: el Rey del Diluvio. Dirá a Fra Alessandro que Noé podía haberse ahorrado la molestia con esta pareja. Saca la bolsa y decide atrapar uno para demostrar que tiene razón. Como si fuera otra mariposa, coge el insecto. Lo ve tambalearse en el diminuto estanque de la palma de su mano y en el preciso instante en que piensa cómo devolverlo a su sitio sano y salvo, los arbustos se abren para revelar un rostro humano.
Una niña pequeña lo mira un instante con ojos curiosos, como si él fuera algo nuevo, a continuación le mira la mano y desaparece tan deprisa como apareciera. Leonardo cubre el estanque de su mano y sale disparado hacia el otro lado del matorral mientras ella se aleja corriendo.
—¿Te has asustado? —le grita. Demasiado tarde. ¿Qué le ha dado miedo? Baja la vista al frágil insecto ahora abandonado en su isla de carne, y menea la cabeza.