PRÓLOGO

Es divertido pensar que él, Leonardo, ha robado su propio cuadro. Mientras lo baja con cuidado, piensa por un momento en las consecuencias. Lo descubrirán, habrá un disgusto, habladurías. Pero complacer a los demás nunca fue lo suyo, y está acostumbrado a que hablen de él. Retira la protección y apoya contra la pared el cuadro inacabado de Lisa.

Sus ojos, que lo miran desde la tabla, denotan todo menos sorpresa. Parecen comprender el impulso planeado a medias, aprobarlo. Él se entretiene un instante en ese pensamiento, pero se abre paso un recuerdo: un puñado de conchas en los pliegues de un vestido, unas carcajadas. Leonardo abandona la teoría de la complicidad. Si ella pudiera hablar seguramente diría que esa vieja costumbre de guardar cosas —conchas, mariposas, anotaciones, y ahora ella— lleva a la destrucción. ¿No es esto lo que él ha dibujado detrás de ella? ¿Exposición, desgaste, deterioro? Leonardo sigue el curso del río hasta que desaparece tras la cara de Lisa. El derrumbe del acantilado y la roca, el desgaste de las piedras por el río y la corriente. Esas montañas detrás de mí, le dice ella. Ellas son tú. Cumbres en el cielo. Cimas solitarias.

Se acerca, enciende una lámpara, cambia el ángulo de luz en la cara de ella y piensa en el color. No lo ha entregado, por lo que no habrá compromiso, ni quejas, ni demora. Leonardo se ha liberado del tiempo; ella es intemporal; no cambiará nunca. Él se hará viejo, sólo tiene que pasar las páginas de sus notas para saber cómo. Páginas de comentarios sobre la carne, los huesos y los músculos muestran las señales de la vejez: piel que se reseca, huesos que se descascarillan, tendones que se endurecen. Si se pone las manos frente a la cara, las señales están ahí. Coge un trozo de espejo de su banco de trabajo y ve el rostro de un hombre en el ecuador de su vida. Estas arrugas se volverán grietas y protuberancias. El paisaje de su cara se alterará como todos los paisajes.

Echa leña en la lumbre, aviva las ascuas, busca hierbas, suficiente hierba de San Juan para levantar el ánimo de los muertos. Decide partir temprano. Levantarse antes que los pájaros, estar fuera antes que los monjes. Adónde ir es una vieja cuestión que no influye demasiado en la situación. Lejos de Florencia, desde luego. Quizá lejos de Italia. ¿Lejos de todo? La última opción es la más tentadora.

Vierte agua en un cazo y, con un gesto habitual, remueve con el dedo formando un remolino. Echa las veteadas flores y observa mientras se reúnen en el centro del torbellino y se sumergen. Su mente rebosa de agua: lagos, ríos, arroyos. Tiene seis, nueve, doce años, de pie en las orillas, lanzando palos, un trozo de corteza, un barquito de hoja. ¿Qué ha cambiado? Nada. ¿Dónde está ahora? Sigue esperando. Cierra los ojos. El riachuelo sigue su curso, Leonardo va detrás. A través de las rocas, sobre la grava, hasta las riberas de cilantro, hierba y menta.

Delante hay un niño con una red. Innumerables alas surcan el aire haciendo que el chico salte de un sitio a otro. La red cae. El aire se vuelve agua. El remolino disminuye. Las flores ascienden a la superficie. ¿Dónde está él ahora? Anchiano. El séptimo día de las calendas de junio de 1463. Papilio Macaone.