Rojo crepúsculo que perfora la niebla del Gulf Stream. Vibrante garganta de cobre que brama por las calles de dedos ateridos. Atisbadores ojos vidriados de los rascacielos. Salpicaduras de minio sobre los férreos muslos de los cinco puentes. Irritantes maullidos de remolcadores coléricos bajo los árboles de humo que vacilan en el puerto.
La primavera que frunce nuestros labios, la primavera que nos pone carne de gallina, que surge gigantesca del zumbar de las sirenas, se estrella con pavoroso estrépito contra el tráfico detenido, entre helados bloques de casas, que miran atentamente de puntillas.
Con el cuello de su montgomery subido hasta las orejas y una gran gorra inglesa encajada hasta los ojos, el señor Densch se paseaba nerviosamente de arriba abajo por la cubierta del «Volendam». Miraba a través de la llovizna los muelles grises y los edificios de la orilla que se destacaban sobre un cielo de inconcebible acritud. Un hombre arruinado, un hombre arruinado, decía para sus adentros sin cesar. Por fin la sirena del barco bramó por tercera vez. El señor Densch, con los dedos en los oídos, resguardado por un bote salvavidas, contemplaba la franja de agua sucia que iba ensanchándose, ensanchándose, entre el costado del vapor y el muelle. La cubierta tembló bajo sus pies cuando las hélices empezaron a morder la corriente. Grises como fotografías, los edificios de Manhattan empezaron a desfilar. Bajo la cubierta la banda tocaba O-Titin-e Titin-e. Rojos ferries, pontones, remolcadores, barcazas de arena, gabarras cargadas de madera, pasaban entre él y la ciudad humeante que irguiéndose como una pirámide empezaba a hundirse, brumosa, en las verdiparduscas aguas de la bahía.
El señor Densch bajó a su camarote. La señora Densch con un chapeau cloche cubierto por un velo amarillo lloraba en silencio, la cabeza apoyada en un cesto de frutas.
—No llores, Serena —dijo él secamente—. No llores… Marienbad es delicioso… Necesitamos descansar. Nuestra situación no es tan desesperada. Voy a mandar un radio a Blackhead… Después de todo, fue su testarudez y su temeridad lo que ha traído la casa a… a esto. Ese hombre cree que es el rey de la creación… Esto le va… le va a hacer pupa. Si las maldiciones matan mañana seré hombre muerto.
Con gran sorpresa vio que las líneas grises de su cara se rompían en una sonrisa. La señora Densch alzó la cabeza y abrió la boca para hablarle, pero las lágrimas la ahogaron. Él se miró en el espejo, cuadró los hombros y se ajustó la gorra.
—Sí, Serena —dijo con un indicio de viveza en la voz—, éste es el fin de mi carrera… Voy a enviar ese radio.
La cara de mamá se inclina y le besa. Sus manos la agarran del vestido, pero ella se marcha dejándole solo en la oscuridad, dejando tras ella en la oscuridad una leve fragancia que le hace llorar. El pequeño Martín forcejea dentro de las barras de hierro de su cuna. Fuera las negruras, y al otro lado de las paredes, fuera también, la horrible negrura de las personas mayores que alborota, vibra, trepa por las ventanas, mete los dedos por las rendijas de la puerta. Fuera, dominando el estruendo de las ruedas, llega un gemido desgarrador que le aprieta la garganta. Pirámides de negrura apiladas sobre él se desploman sobre su cabeza. Martín grita balbuceando entre sus gritos. Nounou se acerca a la cuna sobre un salvavidas de luz. «No te asustes…, no es nada». La cara negra le sonríe, sus manos negras le estiran las mantas. «Es una bomba de incendios que pasa… No te vas a asustar de una bomba de incendios».
Ellen se recostó en el taxi y cerró los ojos un segundo. Ni el niño ni la media hora de siesta habían borrado el deprimente recuerdo de la oficina, su olor, el tiquitiqui de las máquinas de escribir, las frases repetidas sin fin, las caras, las hojas dactilografiadas. Se sentía muy cansada. Debía tener ojeras. El taxi se detuvo. Había una luz roja en la torrecilla de señales. La Quinta Avenida estaba atestada hasta las aceras de taxis, limousines y autobuses. Llegaba tarde; había dejado en casa el reloj. Los minutos le colgaban del cuello pesados como horas. Sentada en el borde del asiento, con los puños tan apretados que a través de los guantes sentía las uñas afiladas clavarse en las palmas de sus manos. Por fin el taxi arrancó bruscamente. Tufaradas de gasolina, zumbidos de motores. El cuajarón de vehículos comenzó a subir por Murray Hill. En la esquina Ellen distinguió un reloj. Las ocho menos cuarto. La circulación se interrumpió de nuevo, los frenos del taxi chirriaron. Ella fue lanzada hacia adelante en el asiento. Se recostó con los ojos cerrados, las sienes palpitantes. Todos sus nervios eran una madeja de finos alambres de acero que le cortaban la carne. ¡Qué importa!, se preguntaba. Esperará. No tengo prisa por verle. ¿Cuántas calles faltan?… Menos de veinte, dieciocho. Sin duda los números se inventaron para evitar que se volviera uno loco. La tabla de multiplicar cura los nervios mejor que Coué. Probablemente eso fue lo que pensó Peter Stuyvesant, o el que numeró esta ciudad. Ella se sonreía a sí misma. El taxi había echado a andar otra vez.
George Baldwin iba y venía por el vestíbulo del hotel, dando breves chupadas a un cigarrillo. De vez en cuando miraba el reloj. Su cuerpo entero estaba tirante como la prima de un violín. Tenía hambre y muchas cosas que decir. Le molestaba esperara la gente. Cuando Ellen entró, fresca, sedosa y sonriente, sintió deseos de lanzarse a ella y darle en la cara.
—George, ¿se da usted cuenta de que si no estamos locos es porque los números son tan fríos, tan indiferentes? —dijo dándole una palmadita en el brazo.
—Lo que yo sé es que cuarenta y cinco minutos de espera sobran para volver loco a cualquiera.
—Le explicaré. Es todo un sistema. Lo he construido en el taxi… Entre y pida lo que quiera. Yo voy al tocador un momento… Y un Martini para mí, haga el favor. Estoy muerta esta noche, muerta.
—Pobrecilla, ahora mismo… Y no tarde mucho.
Las rodillas se le doblaban. Al entrar en el comedor, recargado de adornos dorados, se sentía derretir como hielo. ¡Dios mío, Baldwin, te estás portando como un cadete! Y después de tantos años… Así no irás a ninguna parte…
—Bueno, Joseph, ¿qué nos va a dar usted de cenar esta noche? Estoy hambriento… Pero antes dígale a Fred que haga el mejor cocktail Martini que haya hecho en su vida.
—Très bien, monsieur —dijo el narigón camarero rumano, y le alargó el menú haciendo un molinete.
Ellen permaneció largo rato mirándose al espejo y limpiándose la cara demasiado empolvada, mientras pensaba qué actitud tomar. Le daba cuerda a una muñeca imaginaria —ella misma— y la colocaba en diversas posturas. De ahí toda una serie de menudos gestos como en un escenario de juguete. Se separó del espejo con brusquedad, encogiendo sus hombros demasiado blancos, y se dirigió apresuradamente al comedor.
—Oh, George, estoy muriéndome de hambre.
—Yo también —dijo él con voz áspera—. Y traigo noticias —continuó precipitadamente, como temiendo que ella le interrumpiera—: Cecily ha consentido en divorciarse. Vamos a solucionar el asunto este verano en París, sin meter ruido. Ahora lo que yo quiero saber es si usted…
Ella se inclinó y le acarició la mano, crispada sobre el borde de la mesa.
—George, vamos primero a cenar… Hay que ser razonables. Bien sabe Dios que en nuestra vida pasada hemos dado los dos bastantes malos pasos… ¡Bebamos por la ola del crimen!
La espuma infinitesimal del cocktail le suavizaba la lengua y la garganta, y la invadía de un calor luminoso. Le miró riendo con ojos chispeantes. Él se bebió el cocktail de un trago.
—¡Oh, Elaine —dijo Baldwin con pasión irresistible—, es usted la más maravillosa criatura del mundo!
Durante la cena Ellen sintió un frío glacial infiltrarse en ella como cocaína. Había tomado una decisión. Era como si hubiera colocado su fotografía en su propio sitio, helada para siempre en la misma postura. La amargura, como una invisible cinta de seda, le apretaba el cuello, la estrangulaba. Al otro lado de los platos, de la lámpara de marfil rosa y de los pedazos de pan, él sacudía la cabeza sobre su pechera blanca. Sus mejillas enrojecían. Su nariz se inclinaba ya de un lado, ya del otro. Sobre sus dientes amarillos sus labios se movían elocuentemente. Ellen se daba cuenta de que estaba sentada, con las piernas cruzadas, rígidas bajo sus ropas, como una figurilla de porcelana. Le parecía que todas las cosas que le rodeaban se volvían duras, esmaltadas. La atmósfera, que el humo de los cigarrillos estriaba en el azul, se transformaba en cristal. Frente a ella, él agitaba sin sentido su cara de marioneta de madera. Estremecida, alzó los hombros.
—¿Qué le pasa, Elaine? —preguntó Baldwin.
Ella mintió:
—Nada, George… Alguien habrá pisado mi tumba.
—¿Quiere que vaya a buscarle un chal o algo?
Ella sacudió la cabeza.
—Entonces, ¿cuál es su respuesta? —dijo él cuando se levantaron de la mesa.
—¿Qué? —preguntó Ellen sonriendo.
—¿Después de París?
—Si tiene usted valor, George, creo que yo también lo tendré —respondió dulcemente.
Él la esperaba en pie ante la portezuela del taxi. Ellen le vio, joven aún, ágil, destacado en la oscuridad, con un flexible canela y un gabán ligero del mismo color, sonriendo, como una celebridad en la sección de rotograbados de un periódico. Mecánicamente estrechó la mano que le ayudaba a subir al coche.
—Elaine —dijo él emocionado—, la vida va a significar algo para mí ahora… ¡Si supiera usted cuán vacía ha sido mi vida durante años y años! He sido una especie de juguete mecánico, todo hueco por dentro.
—No hablemos de juguetes mecánicos —dijo ella con voz estrangulada.
—No, hablemos de nuestra felicidad —respondió Baldwin.
Inexorablemente apretó los labios sobre los de ella. Por las sacudidas del taxi, como una persona que se ahogaba, Ellen veía con el rabillo del ojo rostros huidizos, faroles, ruedas niqueladas, vertiginosas.
El viejo de la gorra a cuadros está sentado en la escalinata de piedra con la cabeza entre las manos. La gente desfila sin cesar por delante de él. Bajan la calle, camino de los teatros, con los resplandores de Broadway a las espaldas. El viejo solloza a través de sus dedos en un acre vaho de ginebra. De cuando en cuando levanta la cabeza y grita con voz ronca: «No puedo, ¿no ven ustedes que no puedo?». La voz es inhumana como el crujido de un tablón que se raja. Los pasos se aceleran. Personas de mediana edad vuelven la cara. Dos muchachas ríen chillonamente al verle. Unos granujas, dándose con el codo, le atisban entre la multitud negruzca: «El golfaina de Hootch».
Buena le espera cuando el guardia de la esquina pase por aquí. «Alcohol de prohibición». El viejo levanta su cara húmeda, y mira, como pasmado, con los ojos enrojecidos, sin vida. Los transeúntes retroceden, pisan a los que vienen detrás. Como un tablón que se raja, la voz cruje: «Ya ven ustedes que no puedo…, no puedo…, no puedo».
Cuando Alice Sheffield se vio arrastrada por el raudal de mujeres que franqueaban las puertas de Lord & Taylor’s, cuando se sintió envuelta por el olor a tejidos, algo saltó como un muelle en su cabeza. Primero fue al mostrador de guantes. La vendedora era muy joven y tenía largas pestañas y una sonrisa preciosa. Hablaron de la ondulación permanente mientras Alice se probaba unos guantes de cabritilla gris y de cabritilla blanca, con una pequeña franja en forma de guantelete. Antes de probárselos, la vendedora empolvaba vivamente el interior de cada guante con una polvera de cuello largo. Alice encargó seis pares.
—Sí, señora; Roy Sheffield… Sí, tengo cuenta abierta… Aquí está mi tarjeta… Tendrán que enviarme un montón de cosas.
Y a sí misma se decía: «Qué ridiculez haber ido todo el invierno tan mal trajeada… Cuando la cuenta llegue, Roy tendrá que pagarla sea como sea y nada más. Ya es hora de que se deje de pensar en la luna. Dios sabe las cuentas que le he pagado yo otras veces». Luego empezó a mirar medias de seda color carne. Cuando salió de la tienda la cabeza le daba vueltas. Veía aún en confuso revoltijo los largos mostradores esfumados en una niebla eléctrica, trencillas bordadas, borlas, sedas teñidas. Había comprado dos vestidos de verano y una salida de teatro.
En Maillard’s le esperaba un inglés alto y rubio, de cabeza cónica. Tenía, bajo una larga nariz, unos bigotes muy afilados.
—Oh, Buck, me estoy divirtiendo como una loca. He perdido la cabeza en Lord & Taylor’s. ¿Creerás que hace cosa de un año y medio que no me compraba un vestido?
—Pobrecilla —dijo él llevándola a una mesa—. Cuéntame.
Ella se dejó caer en una silla y empezó a sollozar.
—Oh, Buck, estoy tan aburrida de todo esto… No sé cuánto tiempo podré resistir.
—Yo no tengo la culpa… Ya sabes tú lo que yo quiero que hagas.
—¿Y si lo hiciese?
—¡Espléndido!… ¡Qué felices seríamos!… Pero tienes que tomar algo, un poquito de caldo… Necesitas reponerte.
Ella rió.
—Eres un ángel. Eso es precisamente lo que me hace falta.
—Bueno, ¿cuándo tomamos el portante para Calgary? Tengo allí un conocido que me proporcionaría un empleo.
—Vámonos en seguida. No me importa la ropa ni nada. Roy puede devolverlo todo a Lord & Taylor’s… ¿Tienes dinero, Buck?
Él sintió que el rubor le salía a la cara y se le extendía por las sienes hasta sus orejas planas, irregulares.
—Confieso, mi querida Ali, que no tengo un centavo. Puedo pagar el lunch, eso sí.
—Qué demonio, cobraré un cheque. La cuenta está a nombre de los dos.
—Me lo pagarán en Biltmore. Soy conocido allí. Cuando nos veamos en Canadá todo marchará bien, te lo aseguro. En el Dominio de Su Majestad el nombre de Buckminster tiene bastante más peso que en los Estados Unidos.
—Ya lo sé, querido: en Nueva York sólo cuenta el dinero.
Mientras subían por la Quinta Avenida ella le tomó del brazo.
—Oh, Buck, tengo que decirte la cosa más horrible que te puedes imaginar. Me puse a la muerte… ¿Recuerdas lo que te dije de la peste que teníamos en nuestro piso? Creíamos que eran ratas. Esta mañana me encontré con la mujer que vive en el piso bajo… Oh, me pongo enferma de sólo pensarlo. Tenía la cara verde como ese autobús… Parece que trajeron a un inspector para que examinara las cañerías… Han detenido a la mujer del piso de arriba. Oh, es demasiado repugnante…, no te lo puedo contar… No volveré jamás allí. Me moriría si lo hiciera… En todo el día de ayer no hubo gota de agua en la casa.
—¿Qué pasaba?
—Es horroroso.
—Vamos, desembucha.
—Buck, no te reconocerán cuando vuelvas a tu casa en Open Manor.
—¿Pero qué fue?
—Había una mujer en el piso de arriba que hacía operaciones ilegales, abortos… Eso fue lo que atascó la cañería.
—¡Santo Dios!
—Fue el remate… Y Roy ensimismado sobre su maldito periódico en medio de aquella peste, con esa cara de cretino que tiene.
—¡Pobre nenita!
—Buck, yo no podré darte un cheque por más de doscientos… Ni para unto habrá fondos. ¿No nos bastaría para llegar a Calgary?
—Apenas… Pero tengo un conocido en Montreal que me colocará de cronista de sociedad. Profesión asquerosa, pero puedo usar un seudónimo. Después ahuecaremos el ala cuando tengamos bastante moneda, como tú dices… ¿Cobramos ese cheque ahora? ¿Qué te parece?
Ella le esperó en pie junto a la ventanilla de informaciones mientras él fue a sacar los pasajes. Se sentía sola, pequeña, bajo la alta bóveda blanca de la estación. Toda su vida con Roy pasaba ante sus ojos como una película proyectada al revés, más aprisa, cada vez más aprisa. Buck volvió triunfante con las manos llenas de billetes y de tickets del ferrocarril.
—No hay tren hasta las siete y diez, Ali —dijo—. Si fueras al Palace y me dejaras una butaca en la taquilla… Yo mientras corro a buscar mi maleta. Cuestión de un segundo… Toma cinco dólares.
Se había ido y ella marchaba sola por la calle 43 en la calurosa tarde de mayo. Sin saber por qué empezó a llorar. Los transeúntes la miraban, pero ello no podía remediarlo. Seguía andando tenazmente con la cara hecha un mar de lágrimas.
«Seguro contra terremotos. ¡Así lo llaman! De mucho les servirá cuando la ira del Señor ahume la ciudad como quien dice un nido de avispones, el día que la agarre y la sacuda como un gato sacude a un ratón… ¡Seguros contra terremotos!».
Joe y Skinny hubieran querido que aquel hombre ahuecara el ala. Tenía dos patillas como dos cepillos de botella y plantado junto al fuego de su vivac gruñía y gritaba. Ninguno de los dos sabía si hablaba con ellos o consigo mismo. Hicieron como si no estuviera allí y continuaron nerviosamente preparándose a asar un pedazo de jamón en unas parrillas improvisadas con el varillaje de un paraguas viejo. A sus pies, más allá de un encaje verde-azufre de árboles, corría el Hudson plateado por el crepúsculo, y el blanco acantilado de casas de Manhattan.
—No digas nada —susurró Joe dando vueltas a un manubrio imaginario en las cercanías de la oreja—. Está guillao.
A Skinny le entraron temblores de miedo por la espalda. Los labios se le enfriaban. Quería echar a correr.
—¿Es jamón? —preguntó de pronto el hombre con un ronrón benévolo.
—Sí, señor —contestó Joe trémulo después de una pausa.
—¿No sabéis que Dios Nuestro Señor prohibió a sus hijos comer carne de cerdo?
Volvió a sus gritos y lamentaciones.
—Gabriel, hermano Gabriel… ¿Es justo que estos niños coman jamón?… ¡Pues claro! El ángel Gabriel es amigo mío, ¿sabéis?… Dice que por esta vez puede pasar si no lo volvéis a hacer… Cuidado, hermano, no lo dejes quemar. (Skinny se había levantado). Siéntate, hermano, no te he de hacer daño alguno. Yo entiendo a los niños. Nosotros queremos mucho a los niños, yo y Dios Nuestro Señor… Me tenéis miedo porque soy un vagabundo, ¿no es eso? Pues bien, dejadme que os diga una cosa: no tengáis nunca miedo de un vagabundo. Los vagabundos jamás os harán daño, son buenas personas. Dios Nuestro Señor era un vagabundo cuando vivía en la tierra. Mi amigo el ángel Gabriel dice que ha sido vagabundo más de una vez… Mirad, tengo un poco de pollo frito que me dio una negra vieja… ¡Oh, Señor! ¡Oh Dios mío!
Se sentó gimiendo en una roca al lado de los chicos.
—Nosotros íbamos a jugar a los indios, pero ahora creo que jugaremos a los vagabundos —dijo Joe animándose un poco.
Del bolsillo de su abrigo verdoso el vagabundo sacó un paquete envuelto en papel de periódico y se puso a deshacerlo cuidadosamente. El jamón empezaba a despedir un olor muy agradable. Skinny se volvió a sentar, tan lejos como le permitió su deseo de no perder nada. El vagabundo repartió su pollo y se pusieron a comer juntos.
—Gabriel, mi buen amigo, mira esto.
El vagabundo recomenzó su canturreo dando gritos y los chicos se asustaron de nuevo. Empezaba a anochecer. El vagabundo aullaba, con la boca llena, señalando con una pata de pollo el parpadeante tablero de las luces de Riverside Drive.
—Párate aquí un momento y mírala, Gabriel… Mírala, la vieja loca, y perdona la expresión. ¡Seguro contra terremotos! Ya lo necesitan, ya. ¿Sabéis, amigos, cuánto tiempo tardó Dios Nuestro Señor en destruir la torre de Babel? Siete minutos. ¿Sabéis cuánto tiempo tardó Dios Nuestro Señor en destruir a Babilonia y a Nínive? Siete minutos. Hay más corrupción en un block de Nueva York que había en Nínive en una milla cuadrada. ¿Y cuántos pensáis que necesitará Dios de Sabbaots para destruir la ciudad de Nueva York con Brooklyn y el Bronx? Siete segundos. Siete segundos… Oye, chico, ¿cómo te llamas?
Bajó de nuevo el tono de su voz y apuntó a Joe con la pata de pollo.
—Joseph Camerone Parker… Vivimos en Unión.
—¿Y tu?
—Antonio Camerone… pero me dicen Skinny. Éste es mi primo. Su familia cambió su nombre en Parker, ¿sabe usted?
—Cambiar de nombre de nada sirve… Todos los alias están apuntados en el libro del juicio… Y verdaderamente os digo que el día del Señor está cerca… Ayer mismo me dijo Gabriel: «Bueno, Jonah, ¿la destruimos?». Y yo respondí: «Gabriel, mi buen amigo, piensa en las mujeres, en los niños y en los pequeñuelos que no tienen culpa. Si la derrumbas con un terremoto si envías fuego y azufre del cielo, morirán todos como los ricos y los pecadores». Entonces él me dijo: «Está bien, Jonah, perro viejo, como tú quieras… Les concederemos una o dos semanas más…». Pero es horrible pensar, hijos míos, lo que será el fuego y el azufre y el terremoto y la inundación y los altos edificios derrumbándose unos sobre otros.
Joe de pronto le dio un golpe a Skinny en la espalda.
—¡Te quedas tú! —dijo y salió corriendo.
Skinny lo siguió dando tropezones por el estrecho sendero, entre los arbustos. Lo alcanzó en el asfalto.
—Ese tío está guillao —exclamó.
—¿No puedes callarte? —interrumpió Joe mirando hacia atrás por entre los arbustos.
Todavía podían distinguir el tenue humo de su hoguera contra el cielo. Al vagabundo ya no lo veían. Sólo oían su voz que llamaba: «Gabriel, Gabriel». Corrieron sin respirar hacia los tranquilizadores arcos voltaicos regularmente espaciados en la calle.
Jimmy Herf se apartó para dejar pasar el camión. El guardabarros le rozó el faldón del impermeable. Se paró un momento detrás de uno de los puntales del elevado mientras se fundía el carámbano que le había helado la espina dorsal. La puerta de una limousine se abrió de pronto frente a él y oyó una voz familiar que no podía reconocer.
—Suba usted, señor Herf… ¿Puedo yevarle a algún sitio?
Al hacerlo mecánicamente, Herf notó que entraba en un Roll-Royce.
El del auto, un hombre fornido, de cara roja, era Congo.
—Siéntese, señor Herf… Muy encantado de verle. ¿Dónde iba unté?
—A ningún sitio en particular.
—Suba usted a mi casa, quiero mostrarle algo. ¿Cómo le va hoy?
—Oh, muy bien. Es decir, estoy pasando las moradas, pero es igual.
—Mañana quisá vaya yo a la cárcel… Seis meses… Pero quisá no. Congo soltó una carcajada y alargó con precaución su pierna artificial.
—¿Conque al fin le echaron el guante, Congo?
—Conspirasión… Pero no más Congo Jake, señor Herf. Llámeme Armand. Estoy casado ahora. Armand Duval, Park Avenue.
—¿Y el Marqués de Coulimmiers?
—Eso para el negosio solamente.
—¿De manera que las cosas marchan bien, eh?
Congo asintió.
—Si voy a Atlanta, y espero que no, en seis meses salgo de la cárcel miyonario… Señor Herf, si necesita usté dinero, basta una palabra… le presto mil dólares. En cinco años me paga usté y en pas. Yo le conosco.
—Gracias, no es precisamente dinero lo que necesito, eso es lo malo.
—¿Cómo está su mujer?… ¡Es tan guapa!
—Vamos a divorciarnos… He recibido la notificación esta mañana… No era para esperar otra cosa de esta malhadada ciudad.
Congo se mordió los labios. Luego le dio suavemente a Jimmy en la rodilla con el índice.
—Dentro de un minuto, estamos en casa… Le voy a dar una copita de lo bueno… Sí, espere —gritó Congo al chófer.
Apoyado en un bastón con puño de oro, entró cojeando majestuosamente en el vestíbulo de mármol rosa de su casa. Mientras subían en el ascensor dijo:
—Podría usted quedarse a comer.
—Creo que no podré esta noche, Cong… Armand.
—Tengo un cocinero buenísimo… Cuando vine la primera vez a New York, hase quisá veinte años, había un tipo en el barco. Ésta es la puerta, vea usté: A. D. Armand Duval. El y yo nos escapamos juntos y siempre él me desía: «Armand, tú nunca triunfarás, muy peresoso, muy amigo de faldas, muy…». Ahora él es mi cosinero… un chef de primera, cordon bleu, ¿eh? La vida es cosa graciosa, señor Herf.
—¡Caramba, qué lujo! —dijo Jimmy Herf con un vaso de Bourbon en la mano, recostándose en el alto respaldo de una silla española, en la biblioteca de nogal negro.
—Congo… digo Armand, si yo fuera Dios y tuviera que decidir quién en esta ciudad había de hacer un millón de dólares, le juro que usted sería mi elegido.
—Quizá la señora venga ahora por aquí. Muy bonita, ya verá. Mucho pelo rubio. (Frunció de pronto el entrecejo). Pero, señor Herf, ¿no puedo haser algo por usté, dinero o así? Usté me lo dise, ¿eh? Hase ya dies años que nos conosemos… ¿Una copita más?
Al tercer vaso de Bourbon, Herf empezó a hablar. Congo le escuchaba con los labios entreabiertos, moviendo de tarde en tarde la cabeza.
La diferencia entre usted y yo, Armand, es que usted va subiendo en la escala social y yo voy bajando… Cuando usted era pinche en un vapor yo era un niño bien, con cara de papel mascado, que vivía en el Ritz. A mis padres les dio por el mármol de Vermont, por el nogal oscuro, la casa era un bazar babilónico. Yo no puedo hacer nada más… Las mujeres son cómo ratas, abandonan el barco que se hunde. Va a casarse con ese Baldwin que acaba de ser nombrado fiscal de distrito… Se dice que le apadrinan para alcalde en una candidatura fusionada… La ilusión del poder, eso es lo que come. Todas las mujeres se mueren por eso. Si creyera que me servía de algo, le juro que tendría energía bastante para amasar un millón de dólares… Pero ya todo me da lo mismo. Necesito algo nuevo, diferente… Sus hijos serán así, Congo… Si me hubieran dado una educación decente y si hubiera empezado a tiempo, ahora sería quizás un gran sabio. Si hubiera tenido un temperamento más sexual sería un artista o tal vez religioso… Pero aquí estoy, pardiez, con casi treinta años y ansioso de vivir… Si fuera lo bastante romántico supongo que me hubiera matado hace ya tiempo, sólo para que la gente hablara de mí. Ya ni siquiera tengo la esperanza de llegar a ser perfecto borracho.
—Me parese, señor Herf —dijo Congo llenando de nuevo los vasitos con una sonrisa lenta—, que cavila usté demasiado.
—Claro que sí, Congo, Claro que sí; pero ¿qué diablos le voy a hacer?
—En fin, cuando necesite usté algún dineriyo acuérdese de Armand Duval… ¿Otro trago?
Herf sacudió la cabeza.
—No, tengo que marcharme… Hasta pronto, Armand.
En el hall de marmóreas columnas topó con Nevada Jones. Llevaba orquídeas.
—Hola, Nevada, ¿qué hace usted en este palacio del pecado?
—Si vivo aquí… ¿Qué pensaba usted?… Me casé los otros días con un amigo suyo, Armand Duval. ¿No quiere subir a verlo?
—De verlo vengo… Es un buen sujeto.
—Y tanto…
—¿Qué hizo usted del pequeño Tony Hunter?
Ella se acercó a él y le habló en voz baja.
—No vuelva a acordarse de lo que hubo entre él y yo… ¡Chiquillo, cómo apesta usted a alcohol!… Tony es una de las equivocaciones de Dios, ya no tengo nada que ver con él… Le encontré un día mordiendo los bordes de la alfombra, revolcándose por el suelo de mi tocador, porque cuanto antes lo hiciera mejor, y allí mismo acabó todo… Pero de veras, esta vez estoy embriagada de felicidad conyugal, así como suena, de modo que cuidadito con aludir a Tony o a Baldwin delante de Armand…; por más que sepa que no era yo una virgen de escayola… ¿Por qué no sube usted a comer con nosotros?
—No puedo… Buena suerte, Nevada.
Sintiendo en el estómago el calor del whisky, Jimmy Herf desembocó a las siete en Park Avenue, veteada de olores de gasolina, de restaurantes y de crepúsculo.
Era la primera noche que James Merivale iba al Metropolitan Club después de haber sido presentado. Había temido que, como el usar bastón, le hiciera un poco viejo. Sentado en un mullido sillón de cuero, cerca de la ventana, fumaba un cigarro de treinta y cinco centavos, con el Wall Street Journal sobre las rodillas y un número del Cosmopolitas apoyado en el muslo derecho. Perdidos sus ojos en la noche cristalina tachonada de luces, se abandonó a sus sueños: Depresión económica… Diez millones de dólares… Después de la crisis de la guerra. ¡Vaya quiebra! Blackhead & Densch hacen bacarrota con $10.000.000… Densch se marchó al extranjero hace pocos días… Blackhead incomunicado en su casa de Great Neck. Una de las casas de importación y exportación más antiguas de Nueva York… $10.000.000. O, its’a fair weather When good fellows get together[69]. Esta es la ventaja de la banca. Aun en caso de déficit hay dinero que manejar, garantías. En las empresas comerciales existe siempre un margen de riesgo. Acaba uno por hacerse con ellas, ¿eh, Merivale?, como decía el bueno de Perkins mientras Cunningham le preparaba aquel cocktail Jack Rose… Con una copa en la mesa —Y una canción bien cantada—. Es una buena relación ese muchacho. Después de todo, Maisie sabía lo que se hacía… Un hombre de su posición siempre está expuesto a un chantaje. Qué tonto no poner pleito… La chica está loca, dice, casada con otro individuo del mismo nombre… Una mujer así debiera estar en el manicomio. Yo le hubiera sacudido el polvo. Las circunstancias han demostrado por completo su inocencia, hasta mamá se convenció. O, Sinbad was in bad in Tokio and Rome. Jerry lo cantaba. Pobre Jerry, nunca se encontraba a sus anchas en el piso bajo del Metropolitan Club… Claro, la familia… Como Jimmy… él ni siquiera tiene esa disculpa… un fracaso tras otro, un desastre desde el principio… Supongo que Herf, el padre, era hombre tosco, un yachtsman… Mi madre solía decir que la tía Lily tuvo mucho que aguantar. No obstante, podría haber llegado a algo con todas sus cualidades…; soñador, aventurero… Cosas de Greenwich Village. Y papá hizo tanto por él como por mí… Y ahora ese divorcio. Adulterio… con una prostituta seguramente. Tendría sífilis o algo así. Bancarrota de diez millones de dólares.
Fracaso. Éxito.
Éxito de diez millones de dólares… Diez años de triunfos en la Banca… Anoche, en el banquete de la Asociación de Banqueros Americanos, James Merivale, presidente de la Bank & Trust Co., habló en contestación al brindis. «Diez años de progreso bancario…». Esto me recuerda, señores, el cuento del viejo negro a quien le gustaba mucho el pollo… Pero si me permiten ustedes unas palabras serias en esta noche de fiesta (fogonazo de la instantánea), quisiera dar un toque de atención… Creo que es mi deber de ciudadano americano, de presidente de una gran institución ligada a la nación entera, mejor dicho de una institución internacional, no, universal (fogonazo)… Por fin, dominando los estruendosos aplausos, James Merivale, temblándole de emoción la augusta cabeza gris, continuó su discurso… Señores, me hacen ustedes un gran honor… Déjenme añadir solamente que en todas las pruebas y tribulaciones, sereno entre las negras aguas del desprecio o indiferente a los veloces rabiones de la estimación popular, entre las calladas y breves horas de la noche, y entre el estruendo de los millones a mediodía, mi báculo, el pan de mi vida, mi inspiración ha sido mi trina y una lealtad a mi mujer, a mi madre y a mi bandera.
La larga ceniza de su cigarro se había roto, cayendo sobre sus rodillas. James Merivale se puso en pie y gravemente se sacudió la ceniza de los pantalones. Después se instaló de nuevo y frunciendo resueltamente el entrecejo empezó a leer el artículo sobre la bolsa extranjera en el Wall Street Journal.
Están sentados en dos taburetes del lunchwagon.
—Oye, chaval, ¿cómo fue que te inscribiste en ese viejo lanchón?
—No había otro con destino al este.
—Pos chico, lo que es esta vez en buena t’has metío… El capitán es un chiflao, el primer oficial el ladrón más grande que ha salido de Sing-Sing, la tripulación un hatajo de cernícalos, el cacharro no vale la pena de un salvamento… ¿Qu’hacías antes?
—Estaba en un hotel. Trabajaba de noche.
—Caray con el andoba… Cristo y recristo, un tío que deja un buen puesto en un hotel pipudo de Nu York City pa entrar de pinche en el yate de Netuno… ¡Bonito cocinero vas a hacer tú! (El más joven de los dos se pone colorado). ¿Y esas albóndigas? —grita al del mostrador.
Después de comer, mientras terminan el café, se vuelve a su amigo y le pregunta en voz baja:
—Oye, Rooney, ¿has estado tú en Europa… cuando la guerra?
—Estuve en Saint Nazaire un par de veces. ¿Por qué?
—No sé… A mí me da una especie de comezón… Yo pasé allá dos años. Las cosas han cambiao. Antes yo no tenía más ambición que colocarme en un buen sitio, casarme y vivir tranquilamente; ahora tó me importa un comino… Trabajo seis meses, pongo por caso, en el mismo sitio y aluego m’entra la comezón, ¿sabes? Conque pensé que debía darme una vuelta por el Oriente…
—Descuida —dice Rooney sacudiendo la cabeza—, ya lo verás, no te preocupes.
—¿Cuánto? —pregunta el más joven al del mostrador.
—Te debieron agarrar muy jovencito.
—Tenía dieciséis años cuando me alisté.
Recoge el vuelto y siguiendo los anchos hombros oscilantes de Rooney sale a la calle. Al extremo de la cual, detrás de los camiones y de los tejados de los almacenes, divisa los mástiles y el humo de los barcos y una columna de vapor blanco que asciende en el sol.
—Baja la cortina —grita el hombre desde la cama.
—No puedo, está descompuesta… ¡Anda, leñe, todo se ha venido abajo! (A Anna casi se le saltan las lágrimas cuando el rodillo le da en la cara). Ponlo tú —dice dirigiéndose a la cama.
—Da igual, no nos pueden ver —dice él muerto de risa, agarrándola.
—Son esas luces —gime Anna dejándose caer blandamente en sus brazos.
Es un cuartito pequeño como una caja de zapatos, con una cama de hierro en un rincón de la pared opuesta a la ventana. El rumor de las calles sube hasta él por una hendidura en forma de V. En el techo Anna ve el cambiante resplandor de los anuncios luminosos de Broadway, blanco, rojo, verde, luego todo se resuelve como una ampolla que estalla, y otra vez blanco, rojo, verde.
—Oh, Dick, si arreglaras la cortina, esas luces me sacan de quicio.
—Las luces están bien, Anna, es como estar en el teatro… The Gay White Way, como dicen.
—Bueno está para vosotros los que no vivís en la ciudad, pero a mí me sacan de quicio.
—¿Conque ahora trabajas en Madame Soubrine, Anna?
—¿Quieres decir que no estoy agremiada…? Ya lo sé. La vieja me echó a la calle y no había más que buscar trabajo o reventar…
—Una chica tan simpática como tú, Anna, siempre puede encontrar un amigo.
—Vosotros los hombres sois una partida de cochinos… Te figuras que porque me voy contigo me voy con cualquiera… Pues no, ¿lo entiendes?
—No quise decir eso, Anna… ¡Caramba, estás como una pólvora esta noche!
—Serán mis nervios, supongo… Esta huelga y la vieja que me pone en la calle y el trabajo en el taller… Hay para enojar a cualquiera. Lo que es por mí se pueden ir todos al cuerno. ¿Por qué no la dejan a una en paz? Yo nunca le he hecho daño a nadie en mi vida. Todo lo que pido es que me dejen sola y cobrar mi paga y divertirme de vez en cuando… Es horrible, Dick… No me atrevo a salir a la calle por miedo a encontrarme a alguna de las chicas del barrio.
—Vamos, Anna, no hay que verlo todo negro… De veras, yo te llevaría al Oeste conmigo si no fuera por mi mujer.
La voz de Anna continúa en monótono sollozo:
—Y ahora porque estoy encaprichá contigo y que quiero darte gusto vas y me llamas prostituta.
—Yo no he dicho semejante cosa. Ni siquiera lo he pensao. Yo te creo una buena chica y no un Cupido con orejas arriba como las otras… Mira, pa que te pongas contenta voy a tratar de componer la cortina.
Acostada de lado, ella le mira mover su corpachón contra la luz lechosa de la ventana. Por fin, castañeteando los dientes, vuelve a ella.
—No puedo arreglar ese maldito chisme… ¡Cristo, qué frío!
—Déjalo, Dick, métete en la cama… Debe ser tarde. Tengo que estar allá a las ocho.
El saca el reloj de debajo de la almohada.
—Son las dos y media… Buenos días, gatita.
En el techo ella ve reflejarse el cambiante resplandor de los carteles luminosos, blanco, verde, rojo; luego, como una ampolla que estalla; luego, otra vez blanco, verde, rojo.
—Y ni siquiera me invitó a la, boda… Sinceramente, Florence, le hubiera podido perdonar si me hubiera invitado a la boda —dijo ella a la doncella negra cuando ésta trajo el café.
Era un domingo por la mañana. Estaba sentada en la cama con los periódicos extendidos sobre su regazo. Miraba una fotografía en la sección de fotograbados rotulada mr. & Mrs. Jack Cunmigham inician la primera etapa de su luna de miel en su sensacional hidroplano Albatros VII.
—Guapo mozo, ¿eh?
—Sí que lo es, señorita… Pero ¿no pudo usted hacer nada para deshacer la boda, señorita?
Nada… Me hubiera metido en un manicomio a la menor amenaza… El sabe perfectamente que un divorcio en Yucatán no es válido.
Florence suspiró.
—Los hombres nos hacen muchas guarradas a nosotras pobres mujeres.
—Oh, esto no durará. Con sólo mirarla a la cara se ve que es una niñita mimada, intratable y egoísta… Su verdadera mujer soy yo ante Dios y ante los hombres. El señor sabe que yo traté de avisarla. Lo que Dios une el hombre no lo separa… ¿No dice eso la Biblia?… Florence, el café está malísimo esta mañana. No puedo tomarlo. Ande, hágame otro.
Frunciendo el entrecejo y encogiéndose de hombros, Florence salió por la puerta con la bandeja.
La señora Cunningham exhaló un profundo suspiro y se acomodó entre las almohadas. «Oh, Jack mío, te quiero igual que antes», dijo a la fotografía. Luego la besó. «Oye, querido, las campanas sonaban así el día que nos escapamos del baile del colegio para casarnos en Milwaukee… Era una hermosa mañana de domingo». Luego miró la cara de la segunda señora Cunningham. «¡Oh, tú!», dijo, y la atravesó con el dedo.
Cuando se puso en pie notó que la sala de la Audiencia daba vueltas y vueltas lentamente hasta marearla. La cara del juez con sus lentes en la nariz, las otras caras, los guardias, los uniformes de los subalternos, las ventanas grises, los pupitres amarillos, todo daba vueltas y vueltas en el nauseabundo olor a cuarto cerrado. Su abogado, con nariz de halcón, ceñudo, enjugándose la calva, daba vueltas y vueltas hasta ponerla a punto de vomitar. No oía una palabra de lo que se decía. Entornaba los ojos creyendo así librarse del zumbido de sus oídos. Sentía a Dutch a sus espaldas, todo encogido, con la cabeza entre las manos. No se atrevía a mirar hacia atrás. Luego, después de muchas horas, todo era agudo, claro, muy lejano. El juez le gritaba por el pico de un embudo y sus descoloridos labios se movían hacia dentro y hacia fuera como la boca de un pez.
«… Y ahora, como hombres y como ciudadanos de esta gran ciudad, quiero dirigir unas cuantas palabras a la defensa. En resumen, estas cosas tienen que acabarse. Los derechos inalienables de la vida humana y de la propiedad, que los grandes hombres fundadores de esta república dejaron establecidos en la Constitución, tienen que ser protegidos. Es deber de todo hombre, funcionario o no, combatir esta ola de anarquía dentro de los límites de su capacidad. Pero esto, a despecho de lo que dicen esos periodistas sentimentales que corrompen el espíritu público y meten en la cabeza de los débiles y de los malvados la idea de que se puede violar la ley de Dios y de los hombres, y la propiedad… Que se puede arrebatar por fuerza a los pacíficos ciudadanos lo que han adquirido con su laboriosidad y su inteligencia… y salir indemnes; a despecho de lo que esos charlatanes de periodistas llamarán circunstancias atenuantes, aplicaré a estos dos bandidos la máxima severidad de la ley. Hora es ya de que se haga un escarmiento…
El juez tomó un sorbo de agua. Francie pudo distinguir las gotitas de sudor que le salían por los poros de la nariz.
—Hora es ya de que se haga escarmiento —gritó el juez—. No es que yo no sienta como tierno y amante padre los infortunios, la falta de educación e ideales, la falta de un hogar afectuoso y el cariño de una madre, causas todas que han arrastrado a esta joven a una vida de inmoralidad y miseria, haciéndola ceder a las tentaciones de hombres crueles y voraces, y a la seducción perversa de la que ha sido muy bien nombrada la edad del jazz. No obstante, cuando estos pensamientos están a punto de templar misericordiosamente la austera severidad de la ley„se alza el importuno recuerdo de otras jóvenes, cientos quizá, que en este mismo momento, en esta gran ciudad, están a punto de caer en las garras de un tentador brutal y sin escrúpulos como este Robertson… para él y para sus semejantes no hay castigo bastante duro… No olvidemos que la piedad mal aplicada es a menudo crueldad a la larga. Todo lo que podemos hacer es verter una lágrima por la mujer descarriada y musitar una oración por la inocente criatura que esta desgraciada ha traído al mundo como fruto de su vergüenza…
Francie sintió un picoteo frío que le empezó en las yemas de los dedos y le subió por los brazos hasta la vaga región de las náuseas. «Veinte años», oía murmurar a su alrededor en la sala de la Audiencia. Todo el mundo parecía relamerse cuchicheando en voz baja. «Veinte años».
—Creo que me voy a desmayar —se dijo a sí misma como a una amiga.
Todo se hundió en las tinieblas.
Sostenido por cinco almohadas en medio de su cama colonial de caoba, cuyas cuatro columnas remataban en piñas, Phineas Blackhead, con la cara tan morada como su bata, estaba sentado echando maldiciones. La amplia habitación, tapizada con telas javanesas y decorada con molduras de caoba, estaba vacía, excepción hecha de un sirviente hindú con chaqueta blanca y turbante, que a los pies de la cama, con las manos en los costados, inclinaba la cabeza ante las imprecaciones más enérgicas, diciendo: «Yes, Sahib, yes, Sahib».
—Por Jesucristo vivo y todopoderoso, maldito Babú amarillo, o me traes ese whisky, o me levanto y no te dejo hueso sano, ¿oyes? Cuerpo de Dios, ¿no podré hacerme obedecer en mi propia casa? Cuando digo whisky se entiende de centeno y no jugo de naranja. Condenación, ¡ahí va eso!
Cogió de la mesa de noche una jarra de cristal tallado y se la tiró al hindú; luego volvió a caer sobre las almohadas, la saliva espumajeándole en los labios, ahogándose.
Silenciosamente el hindú limpió la gruesa alfombra de Beluchistán y se escabulló del cuarto con un montón de cristales rotos en la mano. Blackhead respiraba más fácilmente. Sus ojos se hundieron en sus profundas cuencas y se perdieron en los pliegues de sus abultados párpados verdes.
Parecía dormir cuando Gladys entró. Llevaba un impermeable y en la mano un paraguas mojado. Se acercó de puntillas a la ventana y se quedó en pie mirando la calle gris de lluvia y las casas de enfrente, viejas y sombrías como tumbas. Durante una fracción de segundo ella fue la niñita que entraba en camisón los domingos por la mañana para tomar el desayuno con papá en la cama grande.
Él se despertó sobresaltado y miró a su alrededor con ojos inyectados de sangre. Los pesados músculos de su mandíbula se tendían bajo la piel amoratada.
—Bueno, Gladys: ¿dónde está ese whisky que he pedido?
—Oh, papá, ya sabes lo que el doctor Thom ha dicho.
—Ha dicho que un vaso me mataría… Pues todavía no me he muerto, ¿verdad? Es un perfecto borrico.
—Sí, pero tienes que cuidarte y no excitarte de ese modo.
Gladys le dio un beso y le acarició la frente con su delgada mano fría.
—¿No tengo bastantes motivos para excitarme? Si pudiera tener entre mis manos el cuello de ese cabronazo, hijo de mala madre… Hubiéramos podido salir del trance si él no hubiera perdido la sangre fría. Me está bien empleado por asociarme con semejante gallina… Veinticinco, treinta años de trabajo, todo al demonio en diez minutos… Durante veinticinco años mi palabra ha valido tanto como un billete de banco. Lo mejor que podría hacer sería seguir el negocio hasta el infierno. ¡Que el diablo me lleve! Y ahora, voto a Cristo, tú, mi propia sangre, me quitas de beber… ¡Dios todopoderoso! Eh… Bob… Bob… ¿Dónde ha ido ese condenado chupatintas? Eh, venid aquí uno de vosotros, sarta de… ¿Para qué creéis que os pago?
Una enfermera sacó la cabeza por la puerta.
—Fuera de aquí —gritó Blackhead—, no quiero vírgenes almidonadas a mi lado.
Tiró la almohada que tenía debajo de la cabeza. La enfermera desapareció. La almohada dio en uno de los palos de la cama y cayó sobre la colcha.
Gladys empezó a llorar.
—Oh, papá, no puedo resistir más… con lo que te respetaba todo el mundo… Por favor, trata de contenerte, papaíto.
—¿Y por qué, Cristo, por qué?… La comedia ha concluido. ¿Por qué no te ríes? El telón ha bajado. Todo es una farsa, una cochina farsa.
Estalló en una carcajada delirante. Se ahogaba, pugnando con los puños apretados para recobrar la respiración. Finalmente, con la voz rota dijo:
—¿No ves que es el whisky lo queme sostiene? Vete y déjame, Gladys, y envíame a ese demonio de hindú. Siempre te he querido más que a nada, tú lo sabes. Pronto, dile que me traiga lo que le pedí.
Gladys salió llorando. Fuera su marido se paseaba nervioso por el hall.
—Son esos condenados reporteros… No sé qué decirles. Afirman que los acreedores van a llevar el asunto a los tribunales.
—Señora Gaston —interrumpió la enfermera—, me parece que se verá usted obligada a buscar enfermeros… Realmente, yo no puedo hacer nada…
En el piso bajo un teléfono sonaba, sonaba.
Cuando el hindú trajo la botella de whisky, Blackhead llenó un vaso y bebió up largo trago.
—Ah, esto le entona a uno, voto al diablo. Achmet, eres un buen sujeto… Sí, habrá que afrontar las consecuencias y vender… Gracias a Dios, Gladys está resguardada… Voy a subastar todo lo que poseo. Si ese encanto de yerno que tengo no fuera tan bobalicón… Siempre ha sido mi destino estar rodeado de imbéciles… Dios, a presidio iría yo contento si eso les sirviera de algo. ¿Por qué no? A lo sumo dura toda la vida. Y después cuando saliera podrían darme una plaza de banquero o de vigilante en un muelle. No me desagradaría. ¿Por qué no tomarlo con calma después de haberlo todo echado a perder, Achmet?
—Sí, Sahib —dijo el hindú inclinándose.
Blackhead le remedó…
—Sí, Sahib… Tiene gracia. Tú siempre dices así, Achmet. (Se echó a reír con una risa ahogada, rechinante). Creo que es el medio más fácil.
Rió, rió, y súbitamente cesó de reír. Un espasmo rápido crispó todos sus miembros. Torció la boca en un esfuerzo para hablar. Durante un segundo sus ojos recorrieron el cuarto, dos ojos de niño que se ha lastimado y va a llorar. Luego cayó hacia atrás, mordiéndose un hombro con la boca abierta. Achmet le miró largo rato, fríamente; después, acercándose a él, le escupió en la cara. Inmediatamente sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta de lienzo y limpió el salivazo en la piel tirante. Hecho esto le cerró la boca, colocó el cuerpo entre las almohadas y salió silenciosamente del cuarto. En el hall, Gladys, sentada en un sillón, leía una revista.
—Sahib mucho mejor, quizá dormir un poco.
—Oh, Achmet, cuánto me alegro —respondió ella.
Y siguió mirando su revista.
Ellen se apeó del automóvil en la Quinta Avenida esquina a la calle 53. La rosada luz del crepúsculo resplandecía en el latón y en el níquel, en los botones, en los ojos de los transeúntes. Fulguraban todas las ventanas del lado este de la Avenida. Mientras, los dientes apretados, esperaba en la acera para cruzar, una ráfaga imperceptible de perfume le rozó la cara. Un mozo delgaducho de pelo correoso y gorra de corte extranjero le ofrecía madroños en una cesta. Ella compró un ramo y metió la nariz en él. Los bosques de mayo se derritieron en su boca como azúcar.
Sonó el pito, las palancas rechinaron al arrancar los autos para desparramarse por las bocacalles. La gente se apiñó en el cruce. Ellen sintió que el muchacho la rozaba al cruzar a su lado. Se retiró. A través de los madroños percibió un momento el olor de su cuerpo sucio, el olor a emigrantes de Ellis Island, a casas de vecindad atestadas. Bajo todas las calles que mayo esmaltaba, chapaba de oro y plata, Ellen percibía con vago malestar malos olores que se extendían en oleadas lentas, espesas, con remolino de horda, como la fetidez que sube de las alcantarillas. Bajó la bocacalle apretando el paso y entró por una puerta a cuyo lado brillaba una pequeña placa impecablemente pulida:
MADAME SOUBRINE
Robes
Se olvidó de todo ante la sonrisa gatuna de la señora Soubrine en persona. Era una mujerona pelinegra, quizá rusa. Salió a su encuentro de detrás de una cortina con los brazos extendidos, mientras otros clientes, que esperaban sentados sobre divanes en una especie de salón Emperatriz Josefina, lanzaban miradas envidiosas.
—Mi querida señora Herf, ¿qué ha sido de usted? Su vestido está listo desde hace una semana —exclamó en un inglés demasiado perfecto—. Espere usted, querida señora…, es divino… ¿Y cómo va el señor Harpsicourt?
—He estado ocupadísima…, ¿sabe usted?; voy a dejar mi colocación. La señora Soubrine movió la cabeza, hizo un guiño de inteligencia y a través de los tapices la condujo a la trastienda.
—Ah, ça se voit… Il ne faut pas travailler, ou peut voir déjà de toutes petites rides. Mais elles disparaitront. Perdóneme, madame. (El grueso brazo le estrujó la cintura. Ellen se apartó un poco). Vous la plus belle femme de New York… Angélica, el vestido de soirée de la señora Herf —gritó con una voz chillona, áspera como el cacareo de una gallina.
Una rubia paliducha y pintada entró con el vestido en una percha. Ellen se quitó su traje de sastre gris. La señora Soubrine dio una vuelta a su alrededor, ronroneando.
—Angélica, mira qué hombros, qué color de pelo… ¡Ah! C’est le rêve.
Se acercaba demasiado, como un gato que quiere que le froten el lomo. El vestido era verde pálido con rayas escarlata y azul oscuro.
—Es la última vez que me hago un vestido así, estoy cansada de ir siempre de azul y verde…
La señora Soubrine, con la boca llena de alfileres, estaba a sus pies muy atareada con la bastilla.
—Sencillez helénica, el talle de Diana… Espíritu de primavera… El continente ideal de una Annete Kellermann sosteniendo la lámpara de la libertad…, la virgen prudente —murmuraba a través de sus alfileres.
—Tiene razón —pensaba Ellen mirándose en la cornucopia—, me estoy estropeando. Pronto perderé la figura. Menopausia y visitas a los salones de belleza. Cremas y pastas para conservar el cutis.
—Regardez-moi ça chérie —dijo la modista, poniéndose en pie y quitándose los alfileres de la boca—. C’est le chef d’oeuvre de la maison Soubrine.
Ellen sintió de pronto un calor sofocante. Se creyó cogida en una red pringosa. Un tufo horrible a sedas teñidas, crespones y muselinas le daba dolor de cabeza. Daría cualquier cosa por verse en la calle otra vez.
—Me huele a humo, algo pasa —gritó de repente la rubia.
—Sh-sh-sh —chicheó la señora Soubrine.
Ambas desaparecieron por una puerta-espejo.
Bajo una claraboya, en el taller de la señora Soubrine, Anna Cohen cose con rápidas puntaditas la orla de un vestido. Delante de ella, sobre la mesa, un gran montón de tul, desbordante de luz, se alza como clara de huevo batida. Charley my boy, oh Charlie my boy, tarareaba hilvanando el porvenir con rápidas puntaditas. Si Elmer quiere casarse conmigo, ¿por qué no casarnos? Pobre Elmer, es un buen muchacho; pero tan soñador… Tiene gracia haber caído con una chica como yo. Ya le pasará… Puede que cuando venga la Revolución resulte un gran hombre… Tendré que dejarme de juergas cuando sea la mujer de Elmer… Quizá podamos ahorrar y abrir una tiendecita en la Avenida A, en un buen sitio, donde se pueda hacer más dinero que en el centro. La Parisienne, modes.
Apuesto que me iría tan bien como a esa zorra vieja. Cuando uno es amo de sí mismo no hay todos esos líos de huelguistas y esquiroles. Igualdad para todos. Elmer dice que todo eso es camelo. No hay más esperanza para los trabajadores que la Revolución. Yo estoy loca por Harry, Harry está loco por mí… Elmer es una central de teléfonos, de etiqueta, con orejeras, alto como Valentino, fuerte como Doug. La revolución está declarada. La Guardia Roja sube por la Quinta Avenida. Anna, con rizos de oro y un michito bajo el brazo, se asoma con él a la ventana más alta. Blancos pichones aletean bajo ellos. Las banderas rojas sangran en la Quinta Avenida, resplandeciente de bandas en marcha y roncas voces que cantan en yiddish Die Rote Fahne. Lejos, en el Woolworth, una bandera ondea al viento, Mira, Elmer, Elecciones municipales. Elmer Duskin, candidato. Y está bailando el Charleston en todas las oficinas… Thump, Thump That Charleston Dance… Thump, Thump, Thump… A lo mejor, le quiero. Elmer, tómame; Elmer, amante como Valentino, estrujándome contra él con los fuertes brazos de Doug, ardiente como una llama, Elmer.
A través del sueño que va hilando, blancos dedos le hacen señas. El tul tiene un fulgor extraño. De repente, surgen del tul manos rojas. Anna no puede desasirse del rojo tul que la rodea, que la muerde, que se enrosca a su cabeza. Espirales de humo ennegrecen la claraboya. El cuarto se llena de humo y de chillidos. Anna está en pie dando vueltas, manoteando, tratando de librarse del tul ardiendo que la rodea.
Ellen, en pie, se mira a la cornucopia en el cuarto de pruebas. El olor a tela chamuscada aumenta. Después de pasearse un rato nerviosamente, sale por la puerta-espejo a un pasillo lleno de vestidos colgados, se agacha bajo una nube de humo y ve con ojos llorosos el gran taller donde las oficialas gritan empujándose tras la señora Soubrine, que apunta un extinguidor químico a un montón de telas carbonizadas sobre una mesa. Del montón de telas carbonizadas sacan una cosa que se lamenta. Con el rabillo del ojo, Ellen ve un brazo hecho jirones, una cara chamuscada, roja y negra, una horrible cabeza calva.
—Oh, señora Herf, haga el favor de decir a los clientes que no es nada, absolutamente nada. Voy en seguida —le grita la señora Soubrine jadeando.
Ellen, con los ojos cerrados, se vuelve por el pasillo lleno de humo. Cuando llega al aire puro del cuarto de prueba, espera a que sus ojos dejen de llorar y, levantando la cortina, se dirige a las mujeres que aguardan inquietas en la sala de espera.
—La señora Soubrine me ha rogado les diga que no fue nada, absolutamente nada. Un fuego sin importancia en un montón de recortes… Lo apagó ella misma con un extinguidor.
—Nada, absolutamente nada —se dijeron las señoras unas a otras, reinstalándose en los sofás Emperatriz Josefina.
Ellen sale a la calle. Las bombas llegan. Los policías rechazan a la muchedumbre. Quisiera marcharse, pero no puede. Espera algo. Al fin, oye un tintín por la calle abajo. La ambulancia llega cuando las bombas se alejan. Los mozos entran en la casa con una camilla plegada. Ellen apenas puede respirar. Permanece al lado de la ambulancia, detrás de un policía azul, tratando de averiguar por qué está tan emocionada. Es como si una parte de ella misma fuera a ser envuelta en vendas, llevada en una camilla. Sale demasiado pronto, entre las caras de siempre, entre los sombríos uniformes de los asistentes.
—¿Son graves las quemaduras? —logra preguntar por debajo del brazo del policía.
—No morirá…; pero es terrible para una muchacha.
Ellen se abre paso a codazos entre la muchedumbre y corre hacia la Quinta Avenida. Es casi de noche. Las luces nadan en la penumbra de un azul claro como las profundidades del mar.
«¿Por qué me habré impresionado tanto? —se pregunta—. Mala suerte que tienen algunas personas… Todos los días pasan cosas así." La baraúnda, los gemidos, el estruendo de las bombas, parecen no querer borrarse de su memoria. Se queda indecisa en una esquina mientras autos y caras centellean ruidosamente delante de ella. Un joven con un sombrero de paja nuevo la mira de reojo con la esperanza de poder acompañarla. Ella le mira fríamente. El joven lleva una corbata con rayas rojas, verdes y azules. Ella pasa junto a él de prisa, cruza a la otra acera de la avenida y toma hacia el Norte. Las siete y media. Tiene que ver a alguien en algún sitio, no puede recordar dónde. Siente un horrible vacío en su interior. Ah, ¿qué hacer?, murmura para sí. En la próxima esquina llama un taxi. «Lléveme al Algonquín».
Ahora lo recuerda todo. A las ocho tiene que cenar con el juez Shammeyer y su señora. Debiera haber vuelto a casa a vestirme. George se pondrá furioso cuando me vea entrar así. Le gusta exhibirme toda adornada como un árbol de Navidad, como una muñeca de esas que andan y hablan. ¡Idiota!
Se recuesta en el rincón del taxi con los ojos cerrados. Tiene que calmarse. Es ridículo vivir siempre con una tensión nerviosa tal que todo parece rechinar como la tiza que araña el encerado. Y si yo me hubiera quemado, como esa chica…; ¡desfigurada para toda la vida!… Probablemente podrá sacarle a la vieja Soubrine un buen puñado de dinero, el principio de una carrera. Supongamos que me hubiera ido con el joven de la corbata fea que trató de acompañarme… Unas cuantas bromas ante un helado de plátano en la pastelería, luego un paseo en autobús, con su rodilla contra la mía y un brazo alrededor de mi cintura, un poco de besuqueo en un portal… Hay vidas que vivir si a una no le importara. ¿Y por qué ha de importar? ¿Por la opinión pública, el dinero, el éxito, los vestíbulos de los hoteles, la salud, los paraguas, las galletas Uneeda?… Mi cabeza hace brrr, todo el tiempo, como un juguete mecánico roto. Confío en que no habrán pedido la cena. Les haré ir a otro sitio cualquiera, si no lo han hecho. Abre su polverita y comienza a empolvarse la nariz.
El taxi para y el portero abre la portezuela. Ellen se apea en la punta de los pies, como una niña, paga y franquea la puerta giratoria, las mejillas algo sonrosadas, los ojos brillantes con los destellos de la noche azul marino en las calles profundas.
La puerta gira antes que su mano enguantada toque el cristal. La impresión de haber olvidado algo le causa una repentina congoja. Mis guantes, mi bolso, mi polvera, mi pañuelo, todo lo tengo. Paraguas no traía. ¿Qué habré olvidado en el taxi? Pero ya avanza sonriente hacia dos hombres grises vestidos de negro, con blancas pecheras, que se levantan, sonríen, le tienden la mano.
Bon Hildebrand, con bata y piyama, se paseaba fumando su pipa, delante de las grandes ventanas. A través de las puertas corredizas se filtraba el tintineo de los vasos, el roce de los pies, risas y Running Wild que rechina bajo la aguja embotada del gramófono.
—¿Por qué no pasas aquí la noche? —decía Hildebrand con su voz profunda—. Esta gente se irá marchando poco a poco… Podemos ponerte en el diván.
—No, gracias —dijo Jimmy—. Dentro de un minuto empezarán a hablar de psicoanálisis, y se quedarán ahí hasta el amanecer.
—Pero harías mejor en tomar el tren por la mañana.
—No voy a tomar ningún tren.
—Oye, Herf, ¿has leído la historia de ese hombre de Filadelfia que lo mataron porque salió con sombrero de paja el catorce de mayo?
—Dios, si yo fundara una nueva religión lo haría santo.
—¿No has leído eso? Es para desternillarse… Ese hombre tuvo la temeridad de defender su sombrero de paja. Alguien se lo había abollado, él empezó a pelear, yen medio del jaleo uno de esos héroes de esquina se acercó por detrás y le rompió la crisma con un tubo de plomo. Lo recogieron con el cráneo roto y murió en el hospital.
—¿Cómo se llamaba, Bob?
—No me fijé.
—¡Y que hablen del soldado desconocido!… Ese sí que es un héroe: la leyenda dorada de un hombre que sacó su sombrero de paja antes de la temporada.
Una cabeza asomó entre las dos hojas de la puerta. Un hombre de cara colorada, con el pelo sobre los ojos, echó una mirada.
—¿Queréis un trago de gin?… ¿Qué funeral se celebra aquí, se puede saber?
—Yo me voy a la cama, no quiero gin —dijo Hildebrand malhumorado.
—Es el funeral de San Aloysius de Filadelfia, virgen y mártir, el hombre que sacó su sombrero de paja antes de la temporada —dijo Herí—. Yo quizá tome un sorbito de gin. Tengo que echar a correr dentro de un minuto… Hasta la vista, Bob.
—Hasta la vista, misterioso viajero… Mándanos tus señas, ¿oyes?
El cuarto que daba a la calle estaba lleno de botellas de gin y de ginger-ale, de ceniceros llenos de cigarrillos a medio fumar, de parejas que bailaban, de personas repantigadas en sofás. El gramófono tocaba sin cesar Lady… lady be good. A Herf le pusieron un vaso de gin en la mano. Una chica se le acercó.
—Hablábamos de usted… ¿Sabía usted que es usted un hombre misterioso?
—Jimmy —gritó una voz chillona de borracho—, se abrigan sospechas de que seas tú la mujer apache del pelo cortado.
—¿Por qué no se dedica usted al crimen, Jimmy? —dijo la chica—. Iré a la vista de su causa, en serio.
—¿Cómo sabe usted que no soy criminal?
—¿Ven ustedes? —dijo Frances Hildebrand, que traía de la cocina un cacharro con hielo partido—. Aquí hay gato encerrado.
Herf tomó la mano a la chica que estaba a su lado, invitándola a bailar. Ella le pisaba los pies. Jimmy la llevó bailando hasta la puerta. La abrió y sin dejar de bailar la sacó al hall. Ella, mecánicamente, levantó la boca para que la besara. Él le dio un rápido beso y cogió el sombrero. «Buenas noches», dijo. La chica se echó a llorar.
Ya en la calle aspiró el aire profundamente. Se sentía feliz, mucho más feliz que con los besos de Greenwich Village. Al ir a sacar el reloj recordó que lo había empeñado.
La leyenda dorada del hombre que se puso sombrero de paja antes de temporada. Jimmy Herf camina por la calle 23. Se va riendo solo. Dadme la libertad, dijo Patrick Henry poniéndose sombrero de paja el primero de mayo, o dadme la muerte. Y se la dieron. No hay tranvías. De tarde en tarde pasa traqueteando el carro de un lechero. Las acongojadas casas de ladrillo de Chelsea están oscuras… Un taxi pasa dejando una estela de canciones. En la esquina de la Novena Avenida nota dos ojos como dos agujeros en un triángulo de papel blanco; una mujer de impermeable le hace señas desde un portal. Más allá, dos marineros ingleses, borrachos, discuten en cockney. Conforme va acercándose al río, el aire se vuelve lechoso con la niebla. A lo lejos se oye el largo y sordo bramido de los vapores.
En la destartalada sala de espera, alumbrada por una luz rojiza, aguarda fumando la llegada del ferry. Está contento. Le parece que no puede acordarse de nada. Todo su futuro se resume en el río brumoso y el ferry que avanza con sus luces en fila, como una risa de negro. En la barandilla, con el sombrero en la mano, siente el viento del río en sus cabellos. Quizá se ha vuelto loco, quizás es amnesia o alguna maldita enfermedad con un nombre griego muy largo, quizá le encontrarán cogiendo moras en el metro de Hoboken. Suelta una carcajada y el viejo que ha venido a abrir la puerta le echa una larga mirada torva. Chalado, pájaros en la cabeza, he aquí lo que piensa. Quizá tenga razón. Cuerno, y si fuera pintor tal vez me dejarían pintar en la casa de locos; pintaría San Aloysius de Filadelfia con un sombrero de paja en vez de aureola y en la mano el tubo de plomo, instrumento de su martirio, y yo, pequeñito, rezando a sus pies. Único pasajero en el ferry, vaga por todo él como si fuera suyo. Mi yate… Por Júpiter, éstas son sin duda las alucinaciones de la noche, murmura. Sigue empeñado en explicarse su alegría. No es que esté borracho. Quizás esté loco, pero creo que no. Poco antes de partir el ferry embarca un destartalado carricoche cargado de flores, guiado por un hombrecillo moreno de pómulos salientes. Jimmy Herf da una vuelta alrededor. Detrás del penco, cuya grupa parece una percha, el carrito desvencijado resulta de una alegría inesperada con su carga de tiestos de geranios rosa y escarlata, claveles, alhelíes, rosas tempranas y azules lobelias. Despide un fuerte olor a tierra de mayo, un perfume a macetas húmedas y a invernaderos. El conductor está todo encogido, con el sombrero sobre los ojos. Jimmy siente ganas de preguntarle adónde va con todas esas flores, pero se contiene y se dirige hacia el frente del ferry.
En la vacía y oscura bruma del río, el embarcadero bosteza de pronto, negra boca con una garganta de luz. Herf cruza rápidamente una negrura cavernosa y desemboca en una calle esfumada por la niebla. Luego sube una cuesta. Bajos sus pies pasa la vía del tren, el lento trepidar de un tren de carga, el silbido de una locomotora. En la cumbre de la colina se para y mira hacia atrás. No ve más que niebla perforada por una fila de arcos voltaicos. Luego reanuda la marcha entre hileras de casas que le parecen de otro mundo, gozando en respirar, en sentir palpitar sus arterias, en oír sus propios pasos. Poco a poco la niebla se disipa, la luz perla de la mañana se filtra no se sabe por dónde.
El sol le sorprende andando por un camino de cemento, entre vertederos llenos de humeantes montones de basuras. El sol brilla rojizo a través de la niebla, sobre cabrias herrumbrosas, sobre esqueletos de camiones, osamentas de Fords, masas informes de metal corroído. Jimmy aprieta el paso para librarse del olor. Tiene hambre. Los zapatos empiezan a levantarle ampollas en los dedos gordos de los pies. En una encrucijada, donde la señal luminosa parpadea todavía, hay una estación de gasolina y frente a ella, una cantina. The Lightning Bug. Gasta con precaución su último quarter en desayunar. Le quedan tres centavos, que le traerán buena suerte o mala, es igual. Un enorme camión de muebles, brillante y amarillo, ha parado a la puerta.
—Oiga, ¿me deja usted subir? —pregunta al hombre pelirrojo que lleva el volante.
—¿Adónde va?
—No sé… Bastante lejos.
FIN