El joven sin piernas se ha parado en medio de la acera sur de la calle 14. Lleva un jersey azul y una gorra azul de punto de media. Sus ojos levantados se agrandan hasta llenar la cara blanca como el papel. Pasa un dirigible. Brillante cigarro de estaño, esfumado por la altura, perfora suavemente el cielo lavado y las blandas nubes. El joven sin piernas se queda inmóvil, apoyado en sus brazos, en medio de la acera sur de la calle 14.
Entre piernas que andan a zancadas, piernas delgadas, piernas anadeantes, piernas con pantalones, con bombachos, con faldas, él sigue allí, perfectamente inmóvil, apoyado en sus brazos, mirando al dirigible.
Sin trabajo, Jimmy Herf salió del Pulitzer Building. Se paró en la acera al lado de un montón de periódicos color rosa, respirando profundamente, mirando la resplandeciente silueta del Woolworth. Era un día de sol. El cielo estaba azul como un huevo de petirrojo. Se volvió al norte y empezó a andar hacia el centro. Al alejarse, el Woolworth se alargaba como un telescopio. Iba cruzando la ciudad de las brillantes ventanas, la ciudad de alfabetos enrevesados, la ciudad de letreros dorados.
Primavera rica en gluten… Derroche de dorada suculencia, cada bocado una delicia, THE DADDY OF THEM HALL. Primavera rica en gluten. Nadie puede comprar mejor pan que PRÍNCIPE ALBERTO. Acero forjado, aluminio, cobre, níquel, hierro forjado. ALL THE WORLD LOVES NATURAL BEAUTY. LOVES BARGAIN, trajes de la casa Gumpel. Conserve esa tez de colegiala. JOE KISS, arranque, luces, magneto y generadores.
Todas las cosas le hacían sentir la efervescencia de la risa contenida. Eran las once. No se había acostado. La vida estaba patas arriba. Él era una mosca qué andaba por el techo de una ciudad al revés. Había abandonado su empleo. No tenía nada que hacer hoy, ni mañana, ni pasado, ni al otro día. Todo sube y baja, es cuestión de semanas, de meses. Primavera rica en gluten.
Entró en un restaurante, pidió huevos con tocino, tostadas y café. Comió con gusto, saboreando bien cada bocado. Sus pensamientos corrían desatentados como en una dehesa los potros ebrios de sol poniente. En la mesa contigua una voz explicaba monótonamente:
«Lo dejo plantado… y le digo que tuvimos que hacer una limpieza. Todos ellos eran miembros de su iglesia, ¿sabe usted? Nosotros conocíamos todo el enredo. Le aconsejaron que la echase. Él dijo: no, voy a ver cómo acaba esto».
Herf se levantó. Tiene que marcharse. Salió con un gusto atocino en los dientes. Service Express satisface las exigencias de la primavera. ¡Dios, satisfacer las exigencias de la primavera! Latas, no señor, pero la calidad mejor en cada pipa que usted fuma… SOCONY. Una prueba dice más que un millón de palabras. El lápiz amarillo con franja roja. Más que un millón de palabras, más que un millón de palabras. Muy bien, que me den ese millón… No lo descubras, Ben. La pandilla de Yonkers le dejó por muerto en un banco del parque. Le atracaron, pero todo lo que sacaron fue ese millón de palabras… ¡Oh, Jimmy, si supieras, estoy tan cansada de hablar de libros y del proletariado!…
Derroche de dorada suculencia, primavera.
La madre de Dick Snow era propietaria de una fábrica de cajas de zapatos. Se arruinó y él tuvo que dejar la escuela y empezó a holgazanear por las esquinas. El tío del puesto de refrescos le dio un buen consejo. Ya había pagado dos cuotas por unos pendientes de perlas que había prometido a una judía de pelo negro con figura de mandolina. Acecharon al mensajero del banco en la estación del elevado. Cayó sobre el torniquete y allí se quedó. Se escaparon con el maletín en un Ford. Dick Snow se quedó atrás vaciando su revólver en el cadáver. En capilla satisfizo las exigencias de la primavera escribiendo un poema a su madre, publicado por el Evening Graphic.
A cada aspiración, Herf inhalaba ruido, arena, frases pintadas, hasta que empezó a hincharse, a sentirse gordo y vago, vacilante como una columna de humo sobre las calles de abril. Miraba las ventanas de las tiendas de máquinas, de las fábricas de botones, de las casas de vecindad. Sentía la mugre de las sábanas y el blando ronronear de los tornos. Escribía palabrotas en las máquinas de escribir, entre los dedos de las mecanógrafas, y revolvía las etiquetas de los almacenes. En su interior efervescía como una gaseosa en dulces jarabes abrileños de fresa, de zarzaparrilla, de chocolate, de cereza, de vainilla, goteando espuma en el aire tenue, azul como gasolina. Cayó, presa de náuseas, desde el piso cuarenta y cuatro, y se estrelló. ¿Y si comprara un revólver para matar a Ellie, satisfaría yo las exigencias de abril escribiendo en capilla un poema a mi madre que se publicaría en el Evening Graphic?
Se contrajo hasta quedar del tamaño de un grano de polvo, buscando su camino por entre riscos y pedregones por el rugiente arroyo, saltando pajas, bordeando lagos de aceite motor.
Se sentó en Washington Square bañado por la luz rosa del mediodía y contempló la Quinta Avenida a través del Arco. La fiebre le había desaparecido. Se sentía fresco y cansado. Otra primavera, sabe Dios cuántas primaveras hacía, subía del cementerio por el camino de macadam azul donde los gorriones campestres cantaban y el cartel decía Yonkers. En Yonkers enterré yo mi infancia; en Marsella, cara al viento, tiré mi adolescencia al puerto. ¿Dónde enterraré en Nueva York mis últimos diez años? Quizá hayan sido deportados, quizá se hicieron a la mar en el ferry de Ellis Island cantando La Internacional. El clamor de La Internacional sobre las aguas, desvaneciéndose en un suspiro entre la bruma.
DEPORTADOS
James Herf, joven periodista, 190 W. 12th Street, perdió recientemente sus últimos diez años. Habiendo comparecido ante el juez Merivale fueron enviados a Ellis Island para ser deportados como indeseables. Los cuatro más jóvenes, Sacha, Miguel, Nicolás y Vladimiro, habían estado detenidos algún tiempo acusados de anarquía criminal. El quinto y el sexto estuvieron presos por inculpación de vagancia. Los restantes, Bill, Tony y Joe, fueron arrestados por varios delitos y crímenes como violación, incendio premeditado, atraco y prostitución. Todos han sido condenados por fechorías, desórdenes y faltas.
Oíd, oíd, oíd, prisioneros del banquillo… Encuentro el testimonio dudoso, dijo el juez, sirviéndose una bebida. El escribano del tribunal, que estaba revolviendo un cocktail viejo estilo, se cubrió de pámpanos y en la sala rezumaba el olor de las uvas en floración. El Shining Bootlegger cogió a los toros por los cuernos y les hizo humillarse al pie de las escaleras del palacio de Justicia. «Se suspende la sesión, ¡voto al diablo!», gritó el juez al encontrar ginebra en su botella de agua. Los reporteros sorprendieron al alcalde que, vestido con una piel de leopardo, posaba de Virtud Cívica, con un pie sobre la espalda de la princesa Fifi, danzarina oriental. Vuestro corresponsal estaba asomado a la ventana del Banker’s Club en compañía de su tío, Jefferson T. Merivale, conocido clubman de esta ciudad, y de dos chuletas de cordero bien salpimentadas. Mientras tanto los camareros organizaban apresuradamente una orquesta utilizando los barrigones de los Gausenheimers como tambores. El mayordomo dio una deliciosa versión de My Old Kentucky Home, empleando por primera vez como xilófonos las resonantes calvas de los siete directores de la Compañía de Gasolina Bien Aguada. Y entre tanto el Shining Bootlegger, con sus rojos calzones de corredor, y una chistera de cinta azul, conducía los toros por Broadway en número de dos millones trescientos cuarenta y dos mil quinientos uno. Al llegar a Spuyten Duyvil, se ahogaron todos uno tras otro, tratando de nadar hasta Yonkers.
Y aquí, sentado, pensaba Jimmy Herf, las letras de molde me pican como ronchas. Aquí estoy acribillado de caracteres de imprenta. Se levantó. Un perrito amarillo dormía acurrucado bajo el banco. El perrito amarillo parecía muy feliz. Lo que yo necesito es un buen sueño, dijo Jimmy en alta voz.
—¿Qué vas a hacer con eso, Dutch, lo vas a empeñar?
—Francie, no daría yo esta pistolota por un millón de dólares.
—Por amor de Dios, no empieces ya a hablar de dinero… El mejor día un guardia te ve con eso en la cadera y te detiene, cumpliendo la ley Sullivan.
—El guardia que me arreste a mí no ha nacido todavía… A otra cosa.
Francie empezó a sollozar.
—Pero, Dutch, ¿qué vamos a hacer, qué vamos a hacer?
De pronto, Dutch se metió la pistola en el bolsillo y se puso en pie de un salto. Se paseaba ansioso de arriba abajo por el sendero de asfalto. Era una noche cruda, brumosa: los automóviles que pasaban por el camino enfangado tejían sin cesar una telaraña de luz entre los esqueletos de los matorrales.
—Me atacas los nervios con tus gemidos y tus lloriqueos… ¿No te puedes callar? (Malhumorado se sentó otra vez al lado de ella). Creí que alguien se movía en los arbustos esos… Este maldito parque está lleno de policías vestidos de civil… No se puede ir a ningún sitio en esta cochina ciudad sin que le vigilen a uno.
—No me importaría si no me sintiera tan mal. ¡Devuelvo todo lo que como y tengo siempre tanto miedo de que las otras chicas noten algo!…
—Ya te he dicho que sé un medio de arreglarlo todo. Te he prometido que lo arreglaré todo dentro de un par de días… Nos marcharemos, y nos casaremos, iremos al Sur… De seguro que hay la mar de empleos en otros sitios… Empiezo a sentir frío. Vámonos de aquí, leñe.
—¡Oh, Dutch! —dijo Francie con voz cansada, conforme bajaban por el sendero de asfalto enlodado—, ¿crees que podemos ser felices como antes?
—Ahora estamos con el agua al cuello, pero eso no quiere decir que vayamos a estar siempre así. ¿No salí con vida de esos ataques de gas en el Oregón? Me he resignado a una porción de cosas estos últimos días.
—Dutch, si te meten preso lo único que me quedará por hacer será tirarme al río.
—¿No te he dicho que no me apresarán?
La señora Cohen, una vieja toda encorvada, con la cara morena y cubierta de ronchas como una manzana reineta, está en pie junto a la mesa de la cocina con sus manos nudosas cruzadas sobre el vientre. Cimbrea las caderas mientras lanza un interminable torrente de reproches en yiddish a Anna, que, los ojos legañosos de dormir, está sentada delante de una taza de café.
—Más valiera que te hubieran estrangulao en la cuna o que hubieras nacido muerta… ¡Oh!, haber criado yo cuatro hijos para que ninguno salga bueno; revolucionarios, mujeres de la calle, vagabundos… Benny dos veces en la cárcel, y Sol, Dios sabe dónde, metiendo jaleo siempre, y Sarah la maldita, entregada al pecado, levantando las piernas en Minsky, y ahora tú, ¡así revientes!, haciendo la carrera por esas calles con un letrero a la espalda, ¡más que sinvergüenza!
Anna mojó un pedazo de pan en el café y se lo metió en la boca.
—Usté, mamá, no comprende nada —dijo con la boca llena.
—Comprender, comprender la prostitución y el pecado… ¿Por qué no atiendes a tu trabajo y cierras la boca, por qué no cobras tu paga tranquilamente? Tú solías ganarte tu buen dinerito y podías haberte casado decentemente antes de que te diera por perder la cabeza en los salones de baile con cualquiera. ¡Huy, que haya yo criado hijas en mi vejez que ningún hombre decente las querría!
Anna se levantó gritando:
—Eso no es cuenta de usté… Yo siempre he pagao mi parte de alquiler puntualmente. Usté cree que una mujer no sirve más que pa ser una esclava toda su vida y desgastarse los dedos trabajando… Yo creo otra cosa, ¿me oye? Conque cuidadito con chillarme más.
—¡Huy! ¿Así respondes a tu madre?… Si Salomón viviera te molería a palos. Más valiera que hubieras nacido muerta que replicar a tu madre como un hombre… Lárgate de prisita antes que te deslome.
—Muy bien, me marcharé.
Anna echó a correr por el pasillo lleno de baúles y una vez en la alcoba se tiró sobre la cama. Las mejillas le ardían. Se quedó un rato tendida esforzándose en pensar. De la cocina llegaban los sollozos furiosos y monótonos de la vieja.
Anna se sentó en la cama. En el espejo frontero divisó su cara llena lágrimas y su pelo todo alborotado. «Dios mío, qué visión», suspiró. Al ponerse en pie uno de sus talones pisó la trencilla de su vestido. El vestido se desgarró de golpe. Anna se sentó en el borde de la cama y lloró, lloró… Luego se puso a coser el rasgón cuidadosamente con puntaditas meticulosas. La costura la tranquilizó. Se encasquetó el sombrero, se empolvó la nariz copiosamente, se dio un poco de carmín en los labios, se puso el abrigo y salió. Abril probaba inesperados colores en las calles del Este. Una carretilla llena de piñas despedía una dulce y voluptuosa frescura. En la esquina encontró a Rose Segal y Lillian Diamond bebiendo coca-cola en un puesto.
—Anna, toma una coca con nosotras —la invitaron ellas.
—Si me la pagáis… Estoy pelada.
—¿Cómo, no te pagó la sociedad durante la huelga?
—Se lo di a la vieja… No sirvió de nada. Sigue regañando todo el santo día. Es demasiado vieja.
—¿No te has enterado de esos pistoleros que entraron en la tienda de Ike Goldstein y lo hicieron todo añicos? Lo machacaron todo con martillos y a él lo dejaron sin sentido encima de un montón de telas.
—¡Qué horror!
—Bien hecho.
—Pero no han debido destrozar las cosas así. Después de todo, nosotras nos ganamos la vida lo mismo que él.
—Bonita vida… Yo estoy medio muerta —dijo Anna dejando de golpe el vaso vacío sobre el mostrador.
—¡Eh! —dijo el del puesto—, cuidadito con los cacharros.
—Pero lo peor fue —continuó Rose Segal— que mientras peleaban en la tienda de Goldstein, salió un hierro por la ventana, desde el piso noveno, y mató a un bombero que pasaba en un camión. Quedó muerto en medio de la calle.
—¿Pa qué hicieron eso?
—Algún fulano que se lo tiraría a otro y salió por la ventana.
—Y mató al bombero.
Anna vio a Elmer que se les acercaba por la avenida, con las manos hundidas en los bolsillos de su deshilachado gabán. Dejó a sus dos amigas y salió a su encuentro.
—¿Ibas pa casa? No vayamos, porque la vieja está que echa humo… ¡Si pudiera meterla en las Hijas de Israel!… No puedo aguantarla más.
—Entonces vamos a la plaza a sentarnos —dijo Elmer—. ¿No sientes la primavera?
Ella lo miró con el rabillo del ojo.
—¿Cómo no? Oh, Elmer, quisiera que esta huelga acabase… Me vuelvo loca de no tener ná que hacer en to el día.
—Pero, Anna, la huelga es la gran ocasión del obrero, la universidad del obrero. Te da lugar pa estudiar, leer, ir a la Biblioteca Pública.
—Tu siempre dijiste que en dos o tres días acabaría, y además ¿de qué sirve?
—Cuanto más educao es uno más útil es a su clase.
Se sentaron en un banco. Sobre sus cabezas el sol poniente arrebolaba nubecillas de nácar. Chiquillas sucias chillaban a sus espaldas correteando por los senderos de asfalto.
—Oh —dijo Anna mirando al cielo—, me gustaría tener un vestido de noche parisiense… y tú un traje de etiqueta… Nos iríamos a cenar a un restaurante de lujo y luego al teatro…
—Si viviéramos en una sociedad decente podríamos hacerlo… Ya habrá alegría pa los obreros después de la revolución.
—¿Y pa qué, Elmer, si seremos ya viejos y regañones como la vieja?
—Nuestros hijos gozarán de todo eso.
Anna dio un respingo en el asiento.
—Yo no voy a tener hijos nunca —dijo entre dientes—, ¡nunca, nunca, nunca!
Alice le tocó en el brazo cuando se pararon a mirar el escaparate de una pastelería italiana. En cada torta ornamentada con flores y estrías de anilina había un cordero pascual de azúcar y el estandarte de la Resurrección.
—Jimmy —dijo ella volviendo su carita ovalada con los labios demasiado rojos como las rosas de la tarta—, debiera usted hacer algo con Roy… Tiene que ponerse a trabajar. Me volveré loca si le tengo a todas horas sentado junto a mí leyendo el periódico con esa horrible expresión de cretino… Ya sabe lo que quiero decir… Él lo respeta mucho.
—Ya está tratando de encontrar colocación.
—No lo trata en serio, bien lo sabe usted.
—El cree que sí. Me figuro que debe tener una idea muy extraña de sí mismo. ¡Pero bueno soy yo para que me hablen de colocaciones!
—Oh, ya sé. Me parece estupendo. Todo el mundo dice que va usted a dejar el periodismo para dedicarse a escribir.
Jimmy clavó su mirada en los ojos grises dilatados, que tenían un brillo profundo como el agua de un pozo. Él volvió la cabeza; tenía un nudo en la garganta: tosió. Siguieron andando por la calle de alegres colorines.
A la puerta del restaurante encontraron a Roy y a Martín Schiff esperándoles. Atravesaron un salón exterior y entraron en un largo hall atestado de mesas alineadas entre dos verdiazuladas pinturas de la bahía de Nápoles. El aire estaba saturado de olor a queso parmesano, a cigarrillos y a salsa de tomate. Alice hizo una muequita al instalarse en una silla.
—Quiero un cocktail enseguidita.
—Yo debo ser un ingenuo —dijo Herf—, pero estos barquitos que coquetean delante del Vesubio me dan siempre ganas de tomar el portante… Creo que dentro de un par de semanas estaré de viaje.
—Cómo, Jimmy, ¿y adónde vas? —preguntó Roy—. ¡Vaya una sorpresa!
—¿Qué dice Helena a eso? —preguntó Alice.
Herf se puso colorado.
—Nada, ¿qué va a decir? —contestó secamente.
—Comprendí que no podía conducirme a nada —añadió sin querer poco después.
—Oh, ninguno de nosotros sabe lo que quiere —saltó Martín—. Por eso somos una generación tan desgraciada.
—Yo estoy empezando a saber varias cosas que no quiero —dijo Herf tranquilamente—. Al menos empiezo a tener el valor de confesarme lo mucho que detesto las cosas que no quiero.
—Pero es maravilloso —grito Alice— tirar una carrera por seguir un ideal.
—Perdón —dijo Herf echando atrás su silla. (En el lavabo se miró en el espejo undívago.)— «No hables —murmuró—. Lo que se dice nunca se hace…».
Tenía cara de borracho. Llenó de agua el hueco de sus manos y se lavó la cara. En la mesa le vitorearon cuando volvió a sentarse.
—¡Viva el viajero! —gritó Roy.
Alice comía queso sobre largos trozos de pera.
—Es apasionante —dijo.
—Roy está aburrido —exclamó Martín Schiff después de un silencio. Su cara, con sus ojos grandes tras los lentes de hueso, nadaba por el humo del restaurante como un pez en un acuario turbio.
—Estaba pensando en todos los sitios que tengo que recorrer mañana en busca de colocación.
—¿Quieres una colocación? —contestó Martín melodramáticamente—. ¿Quieres vender tu alma al mejor postor?
—Si no tuviera uno otra cosa que vender… —gimió Roy.
—Lo que me preocupa es mi sueño matinal… Sin embargo, es asqueroso tener que exhibir su personalidad y demás. No es la habilidad para el trabajo lo que cuenta, es la personalidad…
—Las prostitutas son las únicas honradas…
—Pero, recristo, una prostituta vende también su personalidad.
—La alquila solamente.
—Roy se aburre… Todos vosotros os aburrís… Yo os estoy aburriendo a todos.
—Nos divertimos como locos —insistió Alice—. Mira, Martín, si nos aburriéramos no estaríamos aquí sentados, ¿verdad?… Yo quisiera que Jimmy nos dijese adónde piensa ir en sus misteriosos viajes.
—No, estáis diciendo para vuestros adentros: «¡Qué pelmaso es! ¿Para qué le sirve a la sociedad? No tiene dinero, no tiene una mujer bonita, ni conversación, no conoce los secretos de la Bolsa. Es un fardo inútil a la sociedad… El artista es un fardo».
—No es verdad, Martín… estás disparatando.
Martín al accionar tiró dos vasos de vino. Un camarero, con cara asustada, extendió una servilleta sobre los dos rojos raudales. Sin fijarse, Martín continuó hablando.
—Todo es farsa… Cuando habláis mentís con la punta de la lengua. No os atrevéis a desnudar vuestras almas… Pero ahora tenéis que oírme por última vez… Por última vez digo… Acérquese usted también, camarero, inclínese y contemple el negro abismo del alma humana. Herf se aburre. Todos os aburrís… Sois como moscas aburridas que zumban contra el cristal. Creéis que el cristal es el cuarto. No sabéis lo que hay de negro en el interior… Estoy como una cuba. Otra botella, camarero.
—Mete el freno, Martín… Mira que no sé si podremos pagar la cuenta tal como está. No necesitamos más.
—Camarero, otra botella de vino y cuatro grappas.
—Parece como si fuéramos a pasar una noche de juerga —gruñó Roy.
—Si es necesario pagaré con mi cuerpo… Alice, quítate la careta… Con la careta eres una chiquilla preciosa… Ven conmigo al borde del abismo. Oh, estoy demasiado borracho para deciros lo que siento.
Se quitó de un tirón los lentes de carey y los estrujó en la mano: los cristales saltaron resplandeciendo por el suelo. El camarero, con la boca abierta, se agachó a recogerlos.
Martín se quedó un momento inmóvil, parpadeando. Los demás se miraban unos a otros. Luego se puso en pie de un salto.
—Veo vuestra sonrisita irónica. No me extraña que ya no podamos tener comidas decentes, conversaciones decentes… Quiero probar mi sinceridad atávica, quiero probar.
Empezó a tirarse de la corbata.
—Vamos, Martín, cállate —repetía Roy.
—Nadie me detendrá… Tengo que ir a la sinceridad de lo negro… Correré hasta el final del muelle negro, en East River, y me tiraré al agua.
Herf le persiguió por el restaurante hasta la calle. En la puerta Martín le tiró la chaqueta, y en la esquina, el chaleco.
—Demonio, corre como un gamo —resolló Roy tropezando con el hombro de Herf.
Herf recogió la chaqueta y el chaleco, los dobló bajo el brazo y volvió al restaurante. Estaban pálidos cuando se sentaron a cada lado de Alice.
—¿Lo hará de veras? ¿Lo hará de veras? —repetía ella.
—No, desde luego que no —dijo Roy—. Se irá a su casa. Se estaba burlando de nosotros porque lo tomamos en serio.
—¿Y si lo hiciera de veras?
—Lo sentiría… Yo lo quiero mucho. Por él pusimos Martín a nuestro chico —dijo Jimmy sombrío—. Pero si realmente se siente tan desgraciado, ¿qué derecho tenemos nosotros a detenerlo?
—Oh, Jimmy —suspiró Alice—, diga que nos traigan café.
Fuera, una bomba de incendios gimió, vibró, rugió calle abajo. Los tres tenían frías las manos. Sorbieron el café sin hablar.
Francie salió por la puerta lateral de la tienda entre la multitud que volvía del trabajo a las seis de la tarde. Dutch Robertson la esperaba. Sonreía. Su cara estaba sonrosada.
—¿Cómo, Dutch, es que…?
Las palabras se le atragantaron.
—¿No te gusta?
Echaron a andar por la calle 14, entre dos torrentes de caras contusas. «Todo marcha a pedir de boca, Francie», decía en voz baja. Llevaba un gabán de entretiempo gris claro y un fieltro del mismo color. Zapatos nuevos puntiagudos de cuero rojo lucían en sus pies.
—¿Qué te parece el equipo? Me dije que era inútil intentar nada sin cierto aspecto.
—Pero, Dutch, ¿Cómo te has agenciado todo eso?
—Espantando a un fulano de un estanco. Coser y cantar.
—¡Chist, no hables tan alto; te puede oír alguien!
—No sabrán de qué hablo.
En un rincón del boudoir Luis XIV de la señora Densch el señor Densch estaba sentado todo encorvado en una sillita dorada de respaldo rosa. Su barriga reposaba sobres sus rodillas. En su cara fláccida la narizota y los pliegues que la unían con los extremos de la boca grande formaban dos triángulos. El señor Densch tenía un montón de telegramas en la mano. Encima un mensaje descifrado que decía: Déficit sucursal Hamburgo aproximadamente $ 500.000; firmado Heintz. En el cuartito lleno de objetos sedosos y brillantes, dondequiera que fijaba los ojos veía las letras de aproximadamente bailando en el aire. Luego notó que la doncella, una mulata clara con un gorro fruncido, había entrado en el cuarto y lo estaba mirando. Sus ojos se iluminaron a la vista de una gran caja de cartón que ella traía en la mano.
—¿Qué es eso?
—Algo para las señoras, señor.
—A ver… Hickson’s… ¿Y qué necesidad tiene de comprarse más vestidos, quiere usted decirme?… Hickson’s. Abra eso… Si es cosa cara lo devuelvo.
La doncella levantó cuidadosamente el papel de seda, descubriendo un vestido de soirée melocotón y verdeguisante.
El señor Densch se levantó balbuciendo:
—Se debe figurar que la guerra continúa… Dígales que no lo aceptamos. Dígales que esa persona no vive aquí.
La doncella recogió la caja, sacudiendo la cabeza, y salió con la nariz levantada. El señor Densch se sentó en la sillita y empezó a repasar los telegramas otra vez.
—Ann-ee, Ann-ee.
Una voz aguda salió del cuarto contiguo; tras la voz una cabeza con un gorro de encaje en forma de gorro frigio y un corpallón envuelto en un peinador rizado y flotante.
—¿Cómo, J. D.? ¿Qué haces aquí a estas horas? Estoy esperando ami peinadora.
—Es cosa de importancia… Acabo de recibir un cable de Heintz. Serena, querida mía, la casa Blackhead & Densch está en una malísima situación en ambos lados del océano.
—Señora —dijo la doncella detrás de él.
Se encogió de hombros y se dirigió a la ventana. Se sentía cansado, enfermo, la carne le pesaba. Un botones pasó por la calle en bicicleta; se reía y sus mejillas estaban coloradas. Densch se vio, se sintió a sí mismo un instante, ardiente, ligero, como cuando hacía muchos años bajaba Pine Street al galope, sin sombrero, mirando de reojo las pantorrillas de las chicas. Volvió al cuarto. La doncella se había ido.
—Serena —empezó—, ¿no te das cuenta de la gravedad?… Es la quiebra. Y para colmo todo el mercado de judías se ha ido al demonio. Te digo que es la ruina.
—Bueno, querido, ¿qué quieres que yo le haga?
—Economizar… economizar. Mira a qué precio está la goma… Ese vestido de Hickson’s…
—Supongo que no querrás que me presente en la reunión de los Blackhead como una maestra de escuela, ¿verdad?
El señor Densch gruñó y sacudió la cabeza.
—Oh, no comprenderás nunca… Probablemente no habrá reunión alguna… Mira, Serena, que no son bobadas… Quiero que tengas un baúl preparado de modo que podamos embarcar cualquier día… Necesito descansar. Estoy pensando en ir a Marienbad… A ti también te sentará bien.
Sus miradas se cruzaron súbitamente. Todas las arrugas de su cara se hicieron más profundas, la piel de sus ojeras era como la de un balón desinflado. Él se acercó a su mujer, le puso la mano en el hombro y avanzó los labios para besarla, pero ella se encolerizó de repente.
No consentiré que te entrometas entre yo y mis modistas… no lo consentiré… no lo consentiré…
—Oh, haz lo que te dé la gana.
El señor Densch salió del cuarto con la cabeza hundida entre sus macizos hombros caídos.
—¡Ann-ee!
—Señora.
La doncella reapareció. La señora Densch se había dejado caer en el pequeño sofá de patas torneadas. La cara se le había puesto verde.
—Annie, haga el favor de darme esa botella de sales y un poco de agua… Y además, Annie puede usted telefonear a Hickson’s y decir que el vestido fue devuelto por una equivocación… del mayordomo, y que hagan el favor de enviarlo de nuevo inmediatamente porque tengo que ponérmelo esta noche.
Persecución de la felicidad, inevitable persecución… derecho a la vida, à la libertad y… Una noche negra sin luna. Jimmy Herf sube solo por South Street. Detrás de los muelles se alzan en la noche los negros esqueletos de los barcos. Dios mío, confieso que no sé qué hacer, dice en voz alta. Todas estas noches de abril, mientras paseaba solo por las calles, un rascacielos le ha obsesionado, un edificio estriado que se yergue con sus incontables ventanas alumbradas, que cae sobre él desde un cielo barrido por las nubes. Las máquinas de escribir llueven continuamente en sus oídos, confeti niquelado. Caras de coristas glorificadas por Ziegfield, le sonríen y le hacen señas desde las ventanas. Ellie con un vestido de oro, una Ellie de finos panes de oro, parecidísima, le hace señas desde cada ventana. Y él da vueltas y vueltas por las calles buscando la puerta del sonoro rascacielos con ventanas de oropel; da vueltas y vueltas y la puerta no aparece. Cada vez que cierra los ojos la visión se apodera de él; cada vez que cesa de razonar en voz alta consigo mismo frases pomposas y razonables, la visión se apodera de él. Joven, si quieres conservar tu razón tienes que hacer una de estas dos cosas… Por favor, señor, ¿dónde está la puerta de este edificio? ¿A la vuelta? Justo a la vuelta… Una de estas dos inevitables soluciones: marcharse de aquí con una camisa blanda sucia, o quedarse con el cuello duro limpio. ¿Pero a qué pasarse la vida entera huyendo de la ciudad de Destrucción? ¿Y vuestros derechos enajenables, Trece Estados? Su cerebro desenvuelve frases. Jimmy sigue andando tenazmente. Camina sin rumbo fijo sin saber adónde. Si al menos tuviera la fe en las palabras…
—¿Cómo está usted, señor Goldstein? —moduló vivaracho el reportero estrechando la gruesa aleta que le alargaban a través del mostrador del estanco—. Me llamo Brewster… Hago la ola del crimen para el News.
El señor Goldstein era una larva con una nariz ganchuda un poco torcida en la cara gris, detrás de la cual las atentas orejas rosáceas sobresalían inesperadamente. Miró al reportero con ojos de sospecha.
—Si fuera usted tan amable que me contara el pequeño contratiempo de anoche…
—No me sacará usted nada, joven. ¿Qué haría usted sino imprimir lo que yo le dijera para que a otros sinvergüenzas se les ocurra la idea de hacer lo mismo?
—Es lamentable que usted lo tome así, señor Goldstein… ¿Quiere usted darme un Robert Burns?… La publicidad me parece a mí tan necesaria como la ventilación… Renueva el aire.
El reportero cortó con los dientes la punta del cigarro, lo encendió y se quedó mirando pensativamente al señor Goldstein a través de un anillo de humo azul.
—La cuestión es ésta, señor Goldstein —empezó solemnemente—. Estamos trabajando el asunto desde el punto de vista del interés humano…; compasión y lágrimas… ¿comprende usted? Un fotógrafo venía camino de aquí para sacar una fotografía… Le aseguro que durante un par de semanas esto aumentaría el volumen de sus negocios… Supongo que tendré que telefonear ahora diciendo que no venga.
—Bueno, pues el fulano ése —comenzó el señor Goldstein precipitadamente— es un tipo bien vestido, gabán de primavera nuevo y toda la pesca… Entra a comprar un paquete de Camels… Hermosa noche, dice abriendo la cajetilla para sacar un cigarro. Entonces noté que la chica que venía con él llevaba velo.
—¿Luego no tenía el pelo cortado?
—Yo no vi más que una especie de velo de luto. Cuando me di cuenta estaba detrás del mostrador apoyándome un revólver en las costillas y empezó a hablar… Así como bromeando, ¿sabe usted?… Y antes de que me diera tiempo a comprender, el tío se alza con todo lo que había en la registradora y me dice: «¿Tiene algún dinero suelto en los bolsillos, amigo?». Le digo a usted que yo sudaba la gota gorda.
—¿Y nada más?
—Nada más. Se las tomaron sin darme tiempo a llamar a un policía. —¿Cuánto se llevaron?
—Oh, unos cincuenta dólares de la caja y seis dólares que tenía en el bolsillo.
—¿Era bonita la muchacha?
—No sé, puede que sí. Me gustaría romperle la cara. Debían sentarlos en la silla eléctrica a todos esos angelitos… Ya no está uno seguro en ninguna parte. ¿Pa qué trabajar, si no hay más que agenciarse un revólver y atracar al vecino?
—Dice usted que iban bien vestidos… como personas acomodadas.
—Sí.
—Yo me inclino a la hipótesis de que él es estudiante y ella una señorita de buena familia y que hacen eso por sport.
—Él era un hijo de mala madre con cara de bruto.
—Oh, hay estudiantes con cara de brutos… Ya verá usted el relato titulado The Gilded Bandits en el periódico del próximo domingo, señor Goldstein… Usted toma News, ¿verdad?
El señor Goldstein sacudió la cabeza.
—De todos modos, le enviaré un número.
—Lo que yo quiero es ver a esos angelitos en presidio, ¿comprende? Estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario… Ya no hay seguridad personal… Lo de la publicidad en el suplemento del domingo me trae sin cuidado.
—Bien, el fotógrafo estará aquí dentro de nada. Estoy seguro de que consentirá usted en posar, señor Goldstein… Muchísimas gracias… Hasta la vista, señor Goldstein.
El señor Goldstein sacó de pronto un revólver flamante de debajo del mostrador y apuntó al reportero.
—¡Eh, cuidadito, bromas no!
El señor Goldstein rió con una risa sardónica.
—Estoy preparado para la próxima —gritó al reportero, que ya se dirigía al metro.
—En nuestro negocio, querida señora Herf —declamó el señor Harpsicourt mirándola a los ojos con su sonrisa felina de Cheshire gris—, hay que dejarse llevar a la orilla por la ola de la moda, un segundo antes de romper, como en una balsa.
Ellen escarbaba delicadamente con su cucharilla medio aguacate. No levantaba los ojos del plato; tenía los labios entreabiertos. Se sentía fresca y esbelta dentro de su ajustado vestido azul oscuro, tímidamente alerta en medio de la maraña de miradas laterales y el sonsonete de las conversaciones afectadas del restaurante.
—Es un talento que yo puedo profetizar en usted más que en ninguna otra mujer. No he conocido otra tan encantadora.
—¿Profetizar? —preguntó Ellen, que levantó los ojos sonriendo.
—No debe usted hacer caso de las palabras de un viejo… Me explico mal… Pésima señal siempre. No, usted comprende perfectamente, aunque pretenda lo contrario… Confiéselo… Lo que necesitamos en el tal periódico, podría usted misma, seguro estoy de ello, explicármelo mucho mejor.
—Naturalmente, lo que ustedes quieren es dar a cada lectora la impresión de sentirse en el centro de las cosas.
—Como si estuviera almorzando aquí mismo en el Algonquin.
—Si no hoy, mañana —añadió Ellen.
El señor Harpsicourt soltó una risita chirriante, escrutando con su penetrante mirada los ojos grises de ella moteados de oro. Ruborizada, Ellen bajó la vista a la destripada mitad de su aguacate. Con la sensación de tener un espejo tras ella, sentía las miradas sondeadoras de hombres y mujeres en las mesas circundantes.
Su lengua mordida por el gin saboreaba con fruición las tortas de harina. Jimmy Herf estaba sentado en Child’s, en medio de un público escandalosamente borracho. Ojos, labios, trajes de noche, el olor a tocino y a café, palpitaban borrosamente a su alrededor. Comió las tortas trabajosamente y pidió otro café. Se sentía mejor. Había tenido miedo de ponerse enfermo. Se puso a leer el periódico. Los caracteres de imprenta nadaban y se desparramaban como flores japonesas. Después se volvieron otra vez netos, ordenados, extendiéndose como una pasta suave, blanca y negra, sobre su cerebro ordenado, negro y blanco.
La juventud descarriada ha dejado oír otra vez su trágico tañido entre los alegres oropeles de Coney Island, recién pintada para la nueva temporada, cuando la policía secreta arrestó a Dutch Robertson y a su compañera, llamada «la mujer apache». La pareja está acusada de haber cometido más de veinte atracos en Brooklyn y en Queens. La policía les había seguido la pista varios días. Habían alquilado un pisito en el número 7356 de Seacrof Avenue. La primera sospecha nació cuando la muchacha, próxima a ser madre, fue llevada en una ambulancia al Hospital Presbiteriano de Carnasie. El personal del establecimiento se extrañaba de que el dinero de Robertson fuera al parecer inagotable. La muchacha tenía un cuarto particular; recibía flores y frutas caras, y a petición de su amigo, un doctor muy conocido fue llamado a consulta. Cuando llegó el momento de inscribir al chico, el joven confesó al médico que no estaban casados. Uno de los subalternos del hospital, notando que la recién parida correspondía a la descripción de la mujer apache publicada por el Evening Times, telefoneó a la policía. Agentes de la secreta siguieron la pista a la pareja durante varios días después de volver ellos al piso de Seacrof Avenue, y esta tarde los detuvieron.
El arresto de la mujer apache…
Un bizcocho caliente aterrizó en el periódico de Herf. Él dio un respingo. En la mesa contigua una muchacha judía de ojos negros, les hacía una mueca. Saludó y se quitó un sombrero imaginario… ¡Gracias, encantadora ninfa! —dijo llevándose el bizcocho a la boca.
—Basta de broma, ¿oyes?
El joven que estaba sentado con la muchacha le rugió al oído estas palabras. Parecía un entrenador de boxeadores.
En la mesa de Herf todo el mundo reía a mandíbula batiente. Él tomó su ticket, farfulló las buenas noches y salió. Sobre el pupitre del cajero el reloj marcaba las tres. Fuera, una muchedumbre turbulenta giraba todavía por Columbus Circle. Un olor a calle mojada se mezclaba con las exhalaciones de los automóviles, y de cuando en cuando venía del parque una ráfaga de tierra mojada y de hierba naciente. Se quedó parado un largo rato en la esquina, no sabiendo qué camino tomar. En noches tales no le apetecía irse a casa. Lamentaba vagamente que la mujer apache y su cómplice hubieran sido arrestados. Deseaba que pudieran escaparse. Todos los días había buscado con avidez el relato de sus hazañas en los periódicos. Pobres diablos, pensaba, y con un recién nacido además.
Mientras tanto en Child’s se había armado un jaleo. Herf se volvió y miró a través del escaparate por encima del fogón donde se achicharraban tres tortas abandonadas. Los camareros trataban de poner en la calle a un hombre alto con traje de etiqueta. Al amigo prognato de la judía que le había tirado el bizcocho, lo defendían sus camaradas. El encargado se abrió paso a codazos por entre el público. Era un hombrecillo ancho de hombros con unos ojos de mono cansados y hundidos. Tranquilamente, con indiferencia, agarró al tío, y en un dos por tres le lanzó a través de la puerta. Ya en la acera, el hombre miró aturdido a su alrededor y trató de enderezarse el cuello. En esto se acercó traqueteando un coche de la policía. Bajaron dos agentes y en un abrir y cerrar de ojos arrestaron a tres italianos que charlaban tranquilamente en la esquina. Herf y el hombre alto con traje de etiqueta se miraron el uno al otro, con ganas de hablarse, y se marcharon cada uno por su lado, súbitamente desembriagados.