Al atardecer, trenes-luciérnagas van y vienen entre la niebla por las lanzaderas de los enmarañados puentes. Los ascensores suben y bajan. Las luces del puerto parpadean.
Como la savia de las primeras heladas, a las cinco, hombres y mujeres empiezan a rezumar lentamente de los altos edificios del centro. Muchedumbres pálidas inundan los metros y los túneles, desaparecen bajo tierra.
Toda la noche los grandes edificios permanecen callados y vacíos, sus millones de ventanas apagadas. Babeando luz, los ferries devoran su camino en el puerto de laca. A medianoche los transatlánticos expresos de cuatro chimeneas zarpan de sus muelles luminosos para hundirse en la oscuridad. Los banqueros, con los ojos legañosos, oyen, terminadas sus conferencias secretas, los aullidos de los remolcadores cuando los vigilantes, gusanos de luz, abren las puertas laterales. Se instalan refunfuñando en el fondo de sus limousines y se dejan llevar rápida mente hacia la calle cuarenta y tantos, calles sonoras, inundadas de luces blancas como gin, amarillas como whisky, efervescentes como sidra.
Ella estaba sentada al tocador trenzándose el pelo. Él, en pie a su lado, con los tirantes malva colgando de sus pantalones de etiqueta, se ponía los botones de diamante en la camisa.
—Jake, no sé lo que daría por salir de esto —dijo a través de las horquillas que tenía en la boca.
—¿Salir de qué, Rosie?
—De la Prudence Promotion Company… En serio, me preocupa.
—Si todo marcha a las mil maravillas. El caso es engatusar a Nichols, y nada más.
—Supón que te procesa.
—Oh, no lo hará. Perdería la mar de dinero. Le conviene más unirse a nosotros… Además puedo pagarle en dinero contante dentro de una semana. Si podemos seguir haciéndole creer que tenemos dinero vendrá como un pájaro a comer a nuestras manos. ¿No dijo que estaría en El Fey esta noche?
Rosie acababa de ponerse una peineta en el moño de su pelo negro. Hizo un gesto con la cabeza y se puso en pie. Era una mujer gordita de mucho caderamen, con ojos negros y cejas muy arqueadas. Llevaba un corsé adornado de encaje amarillo y una camisa de seda rosa.
—Ponte todo lo que tengas, Rosie. Quiero que vayas hecha un brazo de mar. Hay que deslumbrar a Nichols esta noche en El Fey, y mañana voy y le hago la proposición… Bueno, vamos a beber algo primero… (Cogió el teléfono). Que suban hielo partido y un par de botellas de White Rock al cuatro cero cuatro. Silverman es mi nombre. De prisita.
—Jake, escapémonos —gritó Rosie de pronto. (Estaba en pie, junto al guardarropa, con un vestido al brazo.)— No puedo soportar esta inquietud… Me está matando. Escapémonos a París o a La Habana y a empezar nueva vida.
—Ideal para que nos atrapen. Hay extradición por estafa. No querrás que ande con gafas negras y patillas postizas toda la vida, supongo.
Rosie se echó a reír.
—No creo que estarías muy guapo con semejante disfraz… ¡Oh, si al menos estuviéramos casados de veras!
—Entre nosotros’ es lo mismo. Rosie. Me perseguirían por bígamo, además. Un encanto.
Rosie se estremeció cuando el botones tocó en la puerta. Jake Silverman tomó la bandeja donde, en un tazón, tintineaban los trozos de hielo y la puso sobre el escritorio. Luego sacó del guardarropa una botella cuadrada de whisky.
—No me eches a mí. No estoy esta noche para beber.
—Tienes que reanimarte, nena. Anda, arréglate, ponte de punta en blanco, y vamos a un teatro. ¡Qué demonio, ya me he visto en casos más apurados que éste! (Con su vaso en la mano se acercó al teléfono). Póngame en comunicación con el puesto de periódicos… Hola monada… Claro que me conoce usted de hace tiempo… Soy un viejo amigo… Oiga, ¿podría agenciarse dos butacas para las Follies? Eso es… No, no quiero más atrás de la octava fila… Es usted de lo que no hay… Y llámeme dentro de diez minutos, ¿eh, rica?
—Oye, Jake, ¿es que hay de veras bórax en ese lago?
—Claro que sí. ¿No tenemos los certificados de cuatro peritos?
—Ya sé. Era preguntar por preguntar. Oye, Jake, si salimos de ésta, ¿me prometes no meterte en más proyectos descabellados?
—Naturalmente: no lo necesitaré… ¡Cáspita!, estás hecha la gran hembra con ese vestido.
—¿Te gusta?
—Pareces el Brasil… no sé… tropical.
—Ése es todo el secreto de mi peligroso encanto.
El teléfono repiqueteó violentamente. Se levantaron de un salto.
Ella se apretó los labios con el dorso de la mano.
—Dos en la fila cuarta. Muy bien… Bajamos en seguida a recogerlos… Mira, Rosie, no puedes seguir sobresaltándote de ese modo: me estás contagiando. A ver si puedes serenarte.
—Vamos a cenar, Jake. En todo el día no he tomado más que leche. Estoy tratando de rebajar el peso y voy a dejar de hacerlo. Bastante adelgazo ya con esta zozobra.
—Esto tiene que terminar… Empieza a atacarme los nervios. Se detuvieron ante el puesto de flores en el vestíbulo.
—Déme una gardenia —dijo él.
Sacó el pecho fuera y sonrió la chica que le colocaba la flor en el ojal del smoking.
—¿Y tú qué quieres, querida? —preguntó grandilocuente, volviéndose a Rosie.
Ella hizo un puchero.
—No sé qué iría bien con mi vestido.
—Mientras decides voy a recoger los billetes.
Con el gabán desabrochado hacia atrás para lucir la blanca pechera abombada y los puños estirados sobre sus manos gordas, se dirigió contoneándose al puesto de periódicos. Mientras envolvían los tallos de las rosas rojas en papel de plata, Rosie le veía con el rabillo del ojo inclinado sobre las revistas, diciendo niñerías a la chica rubia. Volvió resplandeciente con un fajo de billetes en la mano. Ella se sujetó con un alfiler las rosas en su abrigo de pieles, le dio el brazo y salieron juntos por la puerta giratoria a la noche eléctrica, fría, reverberante.
—¡Taxi! —gritó.
El comedor olía a tostadas y a café y al New York Times. Los Merivale desayunaban con luz eléctrica. La cellisca batía las ventanas.
—Pues las Paramount han bajado cinco enteros más —dijo James detrás del periódico.
—Oh, James, no fastidies más —dijo Maisie que tomaba el café a sorbitos de gallina.
—Y además —añadió la señora Merivale— Jack no está ya con la Paramount. Está haciendo publicidad para los Famous Players.
—Va a venir al este dentro de dos semanas. Dice que espera estar aquí para primero de año.
—¿Recibiste otro telegrama, Maisie?
Maisie dijo que sí con la cabeza.
—Sabes, James, que Jack nunca escribe una carta. Telegrafía siempre —dijo la señora Merivale a su hijo a través del periódico:
—Lo cierto es que nos llena la casa de flores —gruñó James detrás del periódico.
—Siempre por telégrafo —dijo la señora Merivale triunfante.
James dejó el periódico.
—En fin, espero que será tan buen chico como parece.
—Oh, James, las has tomado con Jack… Creo que es indigno de ti.
Se levantó y a través de las cortinas desapareció en el gabinete.
—Me parece que tengo derecho a dar mi opinión sobre quien va a ser’ mi cuñado —refunfuñó.
La señora Merivale salió tras su hija.
—Ven a acabar el desayuno, Maisie. Ya sabes que es un chinche.
—No consiento que hable así de Jack.
—Pero Maisie, yo estoy encantada con Jack. (Ella rodeó con su brazo a su hija y la condujo de nuevo a la mesa). Es tan sencillo… y yo sé que tiene buenos impulsos… Estoy segura de que te hará feliz.
Maisie volvió a sentarse haciendo pucheritos bajo el lazo rosa de su gorro de tocador.
—Mamá, ¿puedo tomar otra taza de café?
—Queridita, ya sabes que no debes tomar dos tazas. El doctor Fernald ha dicho que era eso lo que te ponía tan nerviosa.
—Un poquitín nada más, mamá, muy claro. Quiero acabar este mojicón y no puedo sin algo para pasarlo, y ya sabes que a ti no te gusta que adelgace más.
James retiró su silla y salió con el Times bajo el brazo.
—Son las ocho y media, James —dijo la señora Merivale—. Tiene para una’ hora cuando se mete ahí con el periódico.
—Ahora —dijo Maisie malhumorada— me vuelvo a la cama. Creo que es una tontería eso de levantarse todos para el desayuno. Es una costumbre vulgar, mamá. Nadie lo hace ya. En casa de los Perkins, se lo suben a uno a la cama, en una bandeja.
—Pero James tiene que estar en el Banco a las nueve.
—Ésa no es razón para que los demás nos levantemos. Así es como acaba una por llenarse la cara de arrugas.
—Pero no veríamos a James hasta la hora de cenar, y a mí me gusta levantarme temprano. La mañana es lo mejor del día.
Maisie bostezaba desesperadamente.
James apareció en la puerta del hall pasando un cepillo por su sombrero.
—¿Qué has hecho con el periódico, James?
—Lo he dejado ahí.
—Yo lo cogeré, no te molestes… Querido, llevas el alfiler de corbata torcido… Deja que te lo ponga bien… Ya.
La señora Merivale puso las manos sobre los hombros de su hijo y le miró a la cara. Llevaba un traje gris oscuro con rayas verdes, una corbata verde aceituna de punto con una pepita de oro, calcetines de lana verde aceituna con cuadros negros y zapatos Oxford rojo oscuro, con los cordones cuidadosamente atados con doble lazada para que no se deshicieran.
—James, ¿no vas a llevar bastón?
Con su bufanda de lana verde aceituna puesta ya, metía un brazo por la manga de su abrigo de invierno gris oscuro.
—He notado que los jóvenes de mi edad nunca llevan, mamá… Podrían pensar que es un poco… No sé.
—Sin embargo, el señor Perkins tiene un bastón con una cabeza de loro.
—Sí, pero es uno de los vicepresidentes, y puede hacer lo que le dé la gana… Bueno, tengo que echar a correr.
James Merivale besó precipitadamente a su madre y hermana. Se puso los guantes al bajar en el ascensor. Con la cabeza baja embistió decididamente la cellisca por la calle 72. A la entrada del metro compró la Tribune y bajó a empellones la escalera hasta el andén atestado y maloliente.
¡Chicago! ¡Chicago! salía a borbotones del gramófono cerrado. Tony Hunter, destacada su esbeltez por un traje negro muy ceñido, bailaba con una muchacha cuyo pelo rubio ceniciento le llegaba hasta los hombros. Estaban solos en la sala del hotel.
—Eres un bailarín adorable —arrulló ella arrimándose más.
—¿Tú crees, Nevada?
—¡Hum!… ¿No notas nada raro en mí, rico?
—¿Qué?
—¿No notas nada en mis ojos?
—Son los ojitos más preciosos del mundo.
—Sí, pero tienen una particularidad.
—¿Quieres decir que uno es verde y el otro gris?
—¡Oh, cómo lo ha notado el picarón!
Ella le alargó la boca. Él la besó. El disco terminó. Ambos corrieron a pararlo.
—Eso no ha sido un beso, Tony —dijo Nevada Jones retirándose con una sacudida de cabeza los rizos que le tapaban los ojos. Pusieron Shuffle along.
—Oye, Tony —dijo ella cuando hubieron empezado a bailar otra vez—. ¿Qué te dijo el psicoanalista cuando fuiste a verle ayer?
—Oh, poca cosa. Hablamos y nada más —dijo Tony suspirando—. Cree que debe ser todo imaginación. Me aconsejó que intimara un poco más con las mujeres. Es un hombre que está bien, pero no sabe lo que dice. No puede hacer nada.
—Te juro que yo podría.
Pararon de bailar y se miraron el uno al otro. Sus mejillas ardían.
—El solo hecho de conocerte, Nevada —dijo en un tono lastimero—, ha significado más para mí… Tú eres tan buena para mí… Todo el mundo ha sido siempre tan duro…
—No te pongas solemne.
Nevada se alejó pensativa y paró el gramófono.
—Vaya un bromazo para George.
—No sabes cuánto lo siento. Ha sido tan decente… Y después de todo yo nunca hubiera podido ir a consultar al doctor Baumgardt.
—Culpa suya. Es una idiota… Si cree que me puede comprar con un pisito en el hotel y billetes para el teatro, otra le espera. Pero en serio, Tony, tienes que seguir con ese doctor. Ha hecho maravillas con Gleen Gaston… Él creía que era eso hasta los treinta y cinco años y últimamente oí que se había casado y que había tenido dos gemelos… Bueno, ahora dame un beso de verdad, tesoro. Así… Vamos a bailar otro poco. ¡Pero qué bien bailas! Todos los chicos como tú bailan bien. No sé por qué será…
De repente el teléfono cortó la habitación como una sierra. «¿Quién…? Sí, señorita Jones… Claro, George, te estoy esperando…». Colgó el auricular.
—Pronto, Tony, lárgate. Te llamaré más tarde.
Nevada puso Baby… Babee Deevine en el gramófono, y empezó a andar a zancadas de un lado para otro colocando las sillas en su sitio, arreglándose los rizos cortos y rubios.
—Oh, George, creí que no venías… ¿Cómo está usted, señor McNiel? No sé por qué estoy tan nervioso hoy. Creí que no llegabas nunca Vamos a decir que nos suban algo. ¡Tengo un hambre!…
George Baldwin dejó el hongo y el bastón sobre una mesa en u rincón.
—¿Qué quiere usted, Gus? —dijo.
—Yo tomo siempre una chuleta de cordero y una patata cocida. —Yo tomaré sólo leche con galletas, no ando bien del estómago esto días… Nevada, a ver sí puedes preparar un highball para el señor McNiel.
—Hombre, sí.
—George, pide para mí media langosta asada y una ensalada de agua cates —chilló Nevada desde el cuarto de baño donde estaba partiendo e hielo.
—Es una fiera para la langosta —dijo Baldwin riendo al dirigirse a teléfono.
Nevada volvió del baño con dos higballs en una bandeja; se había puesto alrededor del cuello una chalina de batik rojo y verde-cotorra.
—Sólo usted y yo bebemos, señor McNiel… George está a agua. Órdenes del doctor.
—Nevada, ¿quieres que vayamos a una revista musical esta tarde? ¿Qué te parece? Necesito quitarme de la cabeza una porción de preocupaciones.
—¡Oh, a mí en encantan las matinées! ¿No te importa que llevemos Tony Hunter? Me ha telefoneado que estaba muy solo y que quería venir por aquí esta tarde. Esta semana no trabaja.
—Bueno… Nevada, perdóname un momento. Tenemos que hablar d un asunto. Aquí mismo junto a la ventana. Lo dejaremos cuando llegue el almuerzo.
—Muy bien: yo me cambiaré de vestido mientras tanto.
—Siéntese aquí, Gus.
Se quedaron un instante silenciosos mirando por la ventana la roja armazón de vigas de un edificio en construcción.
—Bueno, Gus —dijo Baldwin de pronto ásperamente—. Me he lanzado.
—Bravo, George, necesitamos hombres como usted.
—Voy a presentarme en la candidatura reformista.
—¡Ca!
—Quería decírselo, Gus, antes de que usted se enterara por otro conducto.
—¿Quién le va a elegir a usted?
—¡Oh!, tengo un apoyo… Cuento con la prensa.
—¡Qué prensa ni qué lene…! Nosotros contamos con los votantes… Pero, diablos, si no hubiera sido por mí no hubiera usté salido nunca fiscal del distrito.
—Ya sé que usted ha sido siempre un buen amigo mío seguirá siéndolo.
—Nunca le he vuelto la espalda a nadie aún; pero, caramba, George, en este mundo la lucha es lucha.
—Bueno —interrumpió Nevada acercándose a ellos con pasitos de baile, luciendo un vestido de seda rosa—. ¿No han discutido ustedes bastante ya?
—Hemos terminado… —gruñó Gus—. Dígame, señorita Nevada, ¿de dónde ha sacado usted ese hombre?
—Nací en Reno… Mi madre había ido allá a divorciarse… ¡Huy, qué rabiosa estaba!… En buena me metí aquella vez…
Anna Cohen está en pie tras el mostrador bajo el letrero El mejor sandwich de Nueva York. Le duelen los pies en sus puntiagudos zapatos de tacones gastados.
—Supongo que no tardarán, si no diíta parado —dice junto a ella el que sirve sodas, un hombre de cara roja con una nuez saliente—. Siempre vienen en tropel.
—Sí, parece que a todos se les ocurre la misma idea al mismo tiempo.
Veían a través de la mampara de cristales la fila interminable de gente que entraba y salía a empellones del metro. De pronto ella se marcha del mostrador y va a la cocina mal ventilada, donde una mujerona madura está arreglando el fogón. En un rincón hay un espejo pendiente de un clavo. Anna saca una polvera del bolsillo de su abrigo colgado en la percha y empieza a empolvarse la nariz. Se queda un segundo con el cisne en el aire mirándose la cara con el flequillo por la frente y la melena lasa cortada. El tipo de la judía fea, se dice a sí misma con amargura. De vuelta al mostrador, tropezó con el gerente, un italiano gordo y pequeñito, con una calva grasienta.
—¿No puede usted hacer más que darse coba y mirarse al espejo todo el santo día?… Muy bien, queda usted despedida.
Ella se queda con la mirada fija en aquella cara lisa como una aceituna.
—¿Puedo acabar el día?
El hace un signo afirmativo.
—Tiene que avivar; éste no es ningún salón de belleza.
Anna vuelve corriendo a su sitio. Las banquetas están todas ocupadas. Caras grises de muchachas, chupatintas, tenedores de libros…
—Bocadillo de pollo y taza de café.
—Un sandwich de queso con aceitunas y un vaso de leche.
—Helado de chocolate.
«Sandwich de huevo, café y buñuelos». «Una taza de caldo». «Un caldo de gallina». «Soda con helado de chocolate». Los parroquianos comen apresuradamente, sin mirarse, con los ojos en sus platos, en sus tazas. Detrás de los que ocupan los taburetes, los que esperan se acercan dándose codazos. Algunos comen de pie. Otros, vueltos de espaldas al mostrador, comen mirando a través de los cristales y del letrero HCNUL ENIL NEERG a la muchedumbre que entra y sale a empellones del metro en la penumbra verde-pardusca.
—Bueno, Joe, cuénteme —dijo Gus McNiel soltando una gran bocanada de humo de su cigarro y recostándose en su silla giratoria—. ¿Qué están ustedes tramando allá en Flatbush?
O’Keefe carraspeó y restregó los pies.
—Pues hemos formado un comité de agitación.
—Y tanto que sí. Pero no había razón para tomar por asalto el baile de los sastres.
—Yo no tuve nada que ver con eso… La pandilla estaba furiosa contra todos esos pacifistas y rojos.
—Todo estaba muy bien hace un año, pero la opinión pública está cambiando. Le digo a usted, Joe, que la gente de este país está ya harta de héroes de la guerra.
—Tenemos una organización muy activa allá abajo.
—Ya lo sé, Joe, ya lo sé. Confío en usted para eso… Sin embargo, en lo de las pensiones pondría yo la sordina… El Estado de Nueva York ha hecho su deber con los veteranos.
—Eso es la pura verdad.
—Las pensiones significan impuestos para el hombre de negocios y nada más… Nadie quiere más impuestos.
—Sin embargo, los muchachos están a punto de conseguir lo que piden.
—Todos estamos a punto de conseguir la mar de cosas que nunca llegan… Por los clavos de Cristo, no vayas a dar esta frase como mía… Joe, sírvase usted un cigarro de esa caja. Un amigo mío me los mandó de La Habana por un oficial de marina.
—Gracias, señor.
—Ande, hombre, agarre cuatro o cinco.
—Gracias.
—Hombre, Joe, ¿por quién van a votar ustedes en las elecciones municipales?
—Depende de la actitud general hacia las necesidades de los veteranos.
—Mire, Joe, usted es un chico listo…
—Oh, ya acudirán, ya… Yo puedo hablarles.
—¿Con cuántos fulanos cuenta usted por allá?
—El Sheamus O’Rielly Post tiene trescientos miembros y los nuevos que a diario se inscriben… Vienen de todas partes. Vamos a dar un baile por Navidad y algunos matches en el cuartel si encontramos boxeadores.
Gus McNiel echó atrás la cabeza sobre su cuello de toro y soltó la carcajada.
—Estupendo.
—Pero, en serio, el bono es lo único que puede mantenerlos juntos.
—¿Y si yo fuera por allá a hablarles una noche?
—Muy bien, pero les tienen ojeriza a los que no han estao en la guerra.
McNiel se puso colorado.
—¡Qué humos traen ustedes los que vienen de Europa! ¡Ja, ja! La cosa no durará más de un año o dos… Les estoy viendo llegar de la guerra de Cuba, recuérdelo usted, Joe.
Un chico entró y dejó una carta en la mesa.
—Una señora quiere verle, señor McNiel.
—Bien, que pase… Es esa vieja chocha de la junta de escuelas… Bueno, Joe, vuelva por aquí otra vez la semana que viene. Le tendré presente, a usted y a su ejército.
Dougan estaba esperando en la antesala. Se acercó misteriosamente.
—Qué, Joe, ¿cómo van las cosas?
—No van mal —dijo Joe sacando pecho—. Gus me dice que Tammany estará con nosotros en la cuestión de las pensiones… Planea una campaña nacional. Me dio unos cigarros que un amigo suyo le trajo en aeroplano desde La Habana… ¿quieres uno?
Con los cigarros a un lado de la boca cruzaron alegremente, a paso vivo, la plaza del City Hall. Frente al antiguo Ayuntamiento había un andamio. Joe lo señaló con el cigarro.
—Ésa es la nueva estatua de la Virtud Cívica que se erige por orden del alcalde.
El vaho de la cocina le contrajo el estómago al pasar delante de Child’s. El alba cernía un polvillo gris sobre la negra ciudad de hierro. Dutch Robertson cruzó desalentado Union Square recordando la caliente cama de Francie, el aromático olor de su pelo. Hundió las manos en los bolsillos del pantalón. Ni un céntimo, y Francie no había podido darle nada. Se dirigió hacia el este, pasó ante el hotel de la calle 15. Un negro barría los escalones. Dutch le miró con envidia. El al menos está empleado. Los carricoches de la leche pasaban traqueteando. En Stuyvesant Square se rozó con un lechero que llevaba una botella en cada mano.
Dutch sacó la mandíbula y habló rudamente:
—Oiga, déme un trago de leche.
El lechero era un jovenzuelo endeble, rosáceo. Sus ojos azules palidecieron.
—Sí, hombre, detrás del coche hay una botella abierta debajo del asiento. Procure qué nadie le vea.
Bebió a grandes tragos.
La leche bajaba dulce y suave por su garganta seca. No necesitaba haber hablado tan rudamente. Esperó a que el chico volviera.
—Gracias, hombre, te has portado.
Entró en el parque frío y se sentó en un banco. Había escarcha en el asfalto. Levantó del suelo un pedazo de un periódico de la noche. ROBO DE $500.000. Un empleado de un Banco desvalijado en Wall Street.
A mediodía, a la hora de mayor afluencia, dos hombres atacaron a Adolphus St. John, recadero de la Guarantee Trust y le arrebataron de las manos un saquito conteniendo medio millón de dólares en billetes…
Dutch sentía palpitarle el corazón al leer la columna. Estaba helado. Se puso de pie y empezó a sacudirse el cuerpo con los brazos.
Congo, arrastrando su pierna, franqueó la puerta giratoria de la estación final del elevado. Jimmy Herf le siguió mirando a derecha e izquierda. Era de noche. La ventisca silbaba en sus oídos. Sólo un Ford esperaba al pie de la estación…
—¿Le gusta, señor Herf?
—Mucho, Congo. ¿Es agua eso?
—Sheespshead Bay.
Siguieron la carretera, evadiendo aquí y allá los charcos azul acero que encontraban. Los arcos voltaicos parecían racimos de uvas balanceados por el viento. A derecha e izquierda parpadeaban las casas en la lejanía. Se pararon ante un largo edificio sostenido en estacas sobre el agua. BILLARES. Jimmy apenas podía distinguir las letras en una ventana apagada. La puerta se abrió a su llegada.
—¡Hola, Mike! —dijo Congo—. Éste es el señor Herf, un amigo mío. La puerta se cerró tras ellos. Dentro reinaba una oscuridad de horno. Una mano callosa agarró la de Jimmy.
—Mucho gusto —dijo una voz.
—Hombre, ¿cómo ha encontrado usted mi mano?
—Oh, yo veo en la oscuridad.
Se oyó una risa gangosa. Ya Congo había abierto la puerta interior. La luz se derramó, iluminando mesas de billar, un largo bar al extremo, bastidores de tacos.
—Éste es Mike Cardinale —dijo Congo.
Jimmy se encontró al lado de un individuo alto y pálido, de aspecto tímido, con una cabellera negra que le arrancaba de la mitad de la frente. En la sala del fondo había vasares llenos de loza y una mesa redonda cubierta por un hule color mostaza. «¡Eh!, la patronne», gritó Congo. Una francesa gorda, con mejillas rosadas como manzanas, entró. Tras ella penetró un tufillo de mantequilla frita y ajo.
—El señor es un amigo mío… Quizá podríamos comer ahora —chilló Congo.
—Ella, mi mujer —dijo Cardinale con orgullo—. Muy gorda… Hay que hablar alto. (Se volvió y cerró con mucho cuidado la puerta del largo salón echando el cerrojo).
—No ver luces desde la carretera —explicó.
—En verano —dijo el señor Cardinale— a veces servimos cien comidas al día y hasta ciento cincuenta.
—¿No tendrán por ahí alguna cosilla para entonarnos? —dijo Congo.
Se dejó caer en una silla lanzando un gruñido. Cardinale colocó en la mesa un frasco de vino y algunos vasos. Lo probaron chasqueando los labios.
—Mejor que Dago Red, ¿eh, señor Herf?
—Cierto. Parece Chianti.
El señor Cardinale colocó seis platos, cada uno con un tenedor, cuchillo y cuchara; después trajo una humeante sopera y la puso en medio de la mesa.
—Pronto, pasta —chilló ella con voz de gallina pintada.
—Ésta es Aneta —dijo Cardinale.
Una muchacha sonrosada y pelinegra, con unos ojos brillantes sombreados por pestañas curvas, irrumpió en el cuarto seguida de un joven que vestía un mono color kaki. Tenía éste la tez quemada por el sol y descoloridos los cabellos. Se sentaron todos a la vez y, muy inclinados sobre sus platos, empezaron a comer el picante y espeso potaje de vegetales.
Cuando Congo acabó su sopa levantó la vista.
—Mike, ¿has visto luces? (Cardinale hizo un signo afirmativo). Seguro… Pueden venir de un momento a otro.
Mientras despachaban un plato compuesto de huevos fritos con ajo, chuletas de ternera, patatas fritas y broccoli, Herf creyó oír a lo lejos el pop, pop, pop de una gasolinera. Congo se levantó de la mesa haciéndoles ademán de no moverse, y miró por la ventana, levantando con precaución una punta de la cortina.
—Es él —dijo al volver a la mesa—. Se come bien aquí, ¿eh, señor Herf?
El joven se levantó limpiándose la boca con la manga.
—¿Tienes un níquel, Congo? —dijo restregándose ambos pies.
—Ahí va, Johnny.
La chica se levantó y fuése tras suyo a la oscura sala exterior.
Un momento después un piano mecánico empezó a tocar un vals. Jimmy los veía pasar y repasar bailando por el rectángulo de luz. El ruido de la gasolinera se acercó. Congo salió, luego Cardinale, luego su mujer, y Jimmy se quedó solo sorbiendo un vaso de vino entre los restos de la comida. Se sentía nervioso, aturdido y un poco borracho. Ya empezaba a construir la historia en su cabeza. En la carretera se oía el rechinar de las palancas de un camión, luego el de otro. El motor de la gasolinera se atragantó y se detuvo. Luego se oyó el crujido de un barco contra las estacas, el chapoteo de las olas. Silencio. El piano mecánico se había callado. Jimmy sin levantarse bebía su vino. El olor de las marismas se filtraba en la casa. Bajo sus pies el agua lamía las estacas. A lo lejos otra gasolinera empezaba a barbotar.
—¿Tiene usté una moneda? —preguntó Congo irrumpiendo bruscamente en la sala—. Necesitamos música… ¡Vaya nochecita! Usted y Annete podrían encargarse de que el piano no pare. No he visto a McGree para el desembarco… Quizá venga alguien. Hay que andar vivo.
Jimmy se levantó y empezó a rebuscarse los bolsillos. Cerca del piano encontró a Annete.
—¿No quiere usted bailar?
Ella aceptó. El piano tocó Innocent Eyes. Bailaron distraídamente.
Fuera se oían voces y pasos.
—Perdón —dijo la chica de pronto.
Pararon de bailar. La segunda gasolinera estaba muy cerca; el motor tosió, luego rezongó tranquilamente.
—Quédese aquí, por favor —dijo ella y se escabulló.
Jimmy Herf se paseaba inquieto de arriba abajo, dando chupadas a un cigarrillo. Estaba construyendo la historia en su cabeza. En un salón de baile, solitario, en la bahía de Sheepshead…, una italiana preciosa…, agudo silbido en las tinieblas… Debiera salir a ver lo que pasa. Buscó a tientas la puerta de entrada. Estaba cerrada con llave. Volvió al piano y metió otra moneda. Luego encendió otro cigarrillo y empezó a pasearse de arriba abajo otra vez. Siempre así un parásito en el drama de la vida… El reportero lo ve todo por una mirilla. Nunca se mete en nada. El piano tocaba Yes We Have No Bananas.
—¡Demontre! —murmuraba rechinando los dientes, sin dejar de pasearse.
Fuera el ruido de pisadas se convirtió en una pelotera. Se oían gritos. Luego el ruido de astillas y de botellas rotas. Jimmy se asomó a la ventana del comedor. Vio sombras que se peleaban y se aporreaban en el embarcadero. Corrió a la cocina, donde tropezó con Congo que, todo sudoroso, entraba tambaleándose en la casa, apoyado en un grueso bastón.
—¡Qué broma! Me han roto la pierna.
—¡Demonio!
Jimmy le llevó al comedor.
—Me costó cincuenta dólares componerla la última vez que la escachifollé.
—¿La pata de palo dice usted?
—Pues claro, ¿qué creía?
—¿Son los agentes de la prohibición?
—Qué agentes ni qué ocho cuartos; son esos condenados hijackers[67]… Ande, ponga un níquel en el piano.
Beautiful Girl of my Dreams, respondió el piano alegremente.
Cuando Jimmy volvió, Congo, sentado en una silla se acariciaba el muñón con ambas manos. En la mesa estaba el miembro artificial de corcho y níquel, astillado y dentado.
—Regardez-moi ça… C’est foutue… Complètement foutue[68]…
Mientras hablaban, Cardinale entró. Sobre el ojo tenía un chirlo del cual un hilo de sangre le corría por la mejilla, la chaqueta y la camisa. Su mujer le seguía con los ojos en blanco. Traía una palangana y una esponja con la cual le daba golpecitos en la frente sin resultado alguno.
—A uno de ellos le di un buen garrotazo con un pedazo de tubo. Creo que cayó al agua. Ojalá se haya ahogado.
Johnny entró con la cabeza alta. Annete le rodeaba la cintura con un brazo. Él tenía un ojo negro y una de las mangas de su camisa colgaba hecha jirones.
—Nada, como en el cine —dijo Annete con una risa histérica—. ¿Has visto cómo se ha portado, mamá, has visto cómo se ha portado?
—Suerte que no empezaron a tirar. Uno llevaba revólver. —Miedo que tendrían, supongo.
—Los camiones ya han salido.
—Sólo una caja rota… Demonio, eran cinco.
—¡Cómo los metió en cintura! —chillaba Annete.
—Cállate —gruñó Cardinale.
Se había dejado caer en una silla. Su mujer le restañaba la herida con una esponja.
—¿Viste bien el barco? —preguntó Congo.
—La noche estaba muy negra —dijo Johnny—. Los tíos me hablaban como si fueran de Jersey… A lo primero uno se me acerca y me dice: «Soy un aduanero», y yo que le arreo sin darle tiempo a sacar la pistola, y al agua. Eran unos blancos. George, ése del barco, casi le machacó los sesos a uno con un remo. Entonces ellos se volvieron a meter en su vieja cafetera y se largaron.
—¿Pero cómo saben dónde desembarcamos? —tartamudeó Congo con la cara amoratada.
—Alguno que habrá dao el soplo —dijo Cardinale—. Si me entero quién es… ¡Recórcholis!, juro que le…
Hizo un ruido seco con los labios.
—Sabe usted, señor Herf —dijo Congo recobrando su voz suave—, era todo champaña para las fiestas… Cargamento de valor, ¿eh?
Annete, con las mejillas encendidas, los labios entreabiertos y los ojos demasiado brillantes, estaba sentada sin moverse, mirando a Johnny. Herf notó que se ruborizaba al mirarla. Se levantó.
—Bueno, tengo que volverme a la ciudad. Gracias por la cena y el melodrama, Congo.
—¿Encontrará usted la estación sin dificultad?
—Desde luego.
—Buenas noches, señor Herf, ¿no querrá usted una caja de champaña para Navidad, Mumms genuino?
—Estoy colocado, Congo.
—Entonces quizá pueda usté vendérselo a sus amigos. Le doy una comisión.
—Bien, ya veremos lo que se hace.
—Le telefonearé mañana diciéndole el precio.
—Gran idea. Buenas noches.
Camino de casa en el tren vacío, a través de los vacíos suburbios de Brooklyn, Jimmy trataba de pensar en la historia de bootleggers que iba a escribir para la sección Magazine del domingo. Las mejillas rosadas y los ojos demasiado brillantes de la muchacha seguían interrumpiendo, borrando el orden de sus pensamientos. Poco a poco se fue hundiendo en un ensueño cada vez más brumoso. Antes de que el chico naciera Ellie tenía también a veces los ojos demasiado brillantes. La vez que, en la colina, cuando ella de repente había caído en sus brazos sintiéndose mal, y él la había dejado sobre la hierba entre las vacas que rumiaban mirándola tranquilamente. Había ido a la choza de un pastor y le había traído leche en un cazo de madera, y, lentamente, al enarcarse las montañas con la noche, el color le había vuelto a las mejillas y Ellen le había mirado de aquella manera y le había dicho con una risita seca: «Es el pequeño Herf que llevo dentro». ¡Dios!, ¿por qué pensar en cosas pasadas? Y luego al nacer el chico en el Hospital americano de Neully, él había vagado distraído por la feria, entrando en el Flea Circus, montando en los tiovivos y en los columpios a vapor, comprando juguetes, bombones, probando suerte en la rifa y volviendo al hospital con un gran cerdo de yeso bajo el brazo. ¡Cómo se refugia uno en el pasado! Tiene gracia. Si se hubiera muerto… Yo pensé que se moría. El pasado sería un círculo completo, tendría un marco, podría llevarse al cuello como un camafeo, estaría fundido en caracteres de imprenta, moldeado en placas para la sección Magazine, como el primero de los artículos de James Herf sobre La zona de contrabando. Ardientes lingotes de pensamientos se iban colocando en su sitio, deletreados por una linotipia repiqueteante.
A medianoche cruzaba la calle 14. No quería irse a acostar aunque el viento crudo le rasgaba el cuello y la barbilla con agudas zarpas de hielo. Atravesó la Séptima y Octava Avenidas y encontró el nombre Roy Sheffield junto a un timbre, en un hall mal alumbrado. En cuanto apretó el botón el picaporte hizo tictac. Subió las escaleras corriendo. Roy asomó por la puerta su cabeza rizada, sus ojos grises de besugo.
—¡Hola, Jimmy! Pasa; estamos todos alumbrados como iglesias.
—Yo acabo de ver una pelea entre bootleggers e hijackers.
—¿Dónde?
—En Sheepshead Bay.
—Aquí está Jimmy Herf, que viene de pelearse con los agentes de la prohibición —gritó Roy a su mujer.
Alice, que tenía un pelo de muñeca castaño oscuro y una cara de fresas con leche, corrió hacia Jimmy y le besó en la barbilla.
—¡Oh, Jimmy, cuéntenos! Estamos tan aburridos…
—¡Hola! —gritó Herf.
Acababa de reconocer a Frances y a Bob Hildebrand en el diván, en la penumbra del cuarto. Ellos levantaron sus vasos. Jimmy fue empujado a un sillón y le pusieron un vaso de gin y ginger ale en la mano.
—Bueno, ¿qué es eso de la pelea? Mejor será que nos lo cuentes porque puedes estar seguro de que no compraremos la Tribuna del domingo para enterarnos —dijo Bob Hildebrand con una voz retumbante.
Jimmy tomó un largo sorbo.
—Fui allá con un conocido mío que es el as de todos los bootleggers franceses e italianos. Una buena persona. Tiene una pierna de palo. Me dio una comida opípara con vino italiano auténtico, en una sala de billar, a orillas de la bahía de Sheepshead.
—A propósito —preguntó Roy—, ¿dónde está Helena?
—No interrumpas, Roy —dijo Alice—. La cosa tiene interés… y además a un hombre no se le pregunta nunca dónde está su mujer.
—Luego hubo la mar de señales luminosas y qué sé yo qué, y llegó una gasolinera cargada de champaña extraseco marca Mumms para las navidades de Park Avenue… Y los hijackers aparecieron en una canoa… Probablemente sería un hidroplano, tan a prisa vino…
—¡Qué emocionante! —arrulló Alice—. Roy, ¿por qué no te metes tú a bootlegger?
—La batalla más grande que he visto fuera del cine, seis o siete de cada bando que se pelean en un embarcadero tamaño como este cuarto, sacudiéndose unos a otros con remos y tubos de plomo.
—¿Hubo heridos?
—Todo el mundo… Creo que dos de los hijackers se ahogaron. El caso es que se batieron en retirada, dejándonos a lamer el champaña derramado.
—Debe de haber sido terrible —exclamaron los Hildebrand.
—¿Y qué hizo usted, Jimmy? —preguntó Alice anhelante.
—Oh, yo andaba por allí, cuidando de no meterme en el peligro. No podía distinguir los de un bando de los del otro… Todo estaba oscuro y húmedo… Aquello era un lío… Al final saqué ami amigo el bootleggerde la refriega cuando le rompieron la pierna… la pierna de palo.
Todo el mundo gritó. Roy llenó otra vez de gin el vaso de Jimmy.
—¡Oh, Jimmy —arrulló Alice—, hace usted una vida emocionante!
James Merivale releía un cable recién descifrado, golpeando con un lápiz las palabras Tasmanian Manganese Producís nos pide abrir crédito… El teléfono de su escritorio se puso a zumbar.
—James, soy yo, tu madre. Ven en seguida; ha sucedido algo terrible.
—Pero no sé si podré salir…
Ella había cortado la comunicación. Merivale sintió que se ponía pálido. «Quiero hablar al señor Aspinwall, haga el favor». «Señor Aspinwal, soy yo, Merivale… Mi madre se ha puesto repentinamente enferma. Temo que sea un ataque… ¿Podría ausentarme una hora? Volveré a tiempo para contestar a ese cable de Tasmania». «Muy bien… Lo siento mucho, Merivale».
James cogió el gabán y el sombrero, olvidó la bufanda, salió del Banco como un rayo y bajó al metro.
Entró en su casa sin aliento, chasqueando los dedos nerviosamente. La señora Merivale, lívida, salió a su encuentro en el hall.
—¡Oh, pensé que te habías puesto enferma!
—No es eso… es Maisie…
—No le habrá ocurrido un acci…
—Ven por aquí —interrumpió la señora Merivale.
En el salón estaba sentada una mujer pequeña, de cara redonda, que llevaba un sombrero redondo de nutria y un largo abrigo de lo mismo.
—Querido, esta muchacha dice que es la señora Jack Cunningham y trae un certificado de matrimonio que lo prueba.
—¡Cielo santo!, ¿es eso verdad?
La muchacha asintió melancólicamente.
—Y las invitaciones han salido. Después de su último telegrama Maisie había encargado el trousseau.
La muchacha desdobló un gran certificado ornamentado con margaritas y cupidos, y se lo alargó a James.
—Quizá sea una falsificación.
—No, no es una falsificación —dijo la muchacha dulcemente.
—John C. Cunningham, 21… Jessie Lincoln, 18… —leyó él en voz alta—. Le romperé la cara. ¡So pillo! Ésta es su firma, no cabe duda. Yo la he visto en el Banco… ¡Sinvergüenza!
—Mira, James, no te acalores.
—Yo pensé que más valía decirlo ahora que después de la ceremonia —dijo la muchacha con su vocecita de azúcar—. No quisiera ver a Jack culpable de bigamia por nada en el mundo.
—¿Dónde está Maisie?
—En su cuarto, desesperada la pobrecilla.
Merivale estaba rojo. El sudor le corría por el cuello.
—Escucha, querido —repetía la señora Merivale—. Tienes que prometerme no hacer ninguna locura.
—La reputación de Maisie tiene que ser protegida a toda costa.
—Hijo, yo creo que lo mejor que podríamos hacer sería traerle aquí y carearlo con esta… con esta… señora… ¿No cree usted, señora Cunningham?
—Oh, sí… Será lo mejor.
—Un momento —gritó Merivale, y atravesando el hall a zancadas, cogió el teléfono: ¿Rector 12305… El despacho del señor Cunningham?… El señor James Merivale necesita hablarle… ¿Ausente?… ¿Y cuándo volverá?… Hmmm. (Volvió a atravesar el hall a zancadas). El muy truhán está fuera.
—Desde que le conozco —dijo la damita del sombrero redondo— siempre ha sido así.
Tras las anchas ventanas de la oficina la noche es gris y brumosa. Aquí y allá, las luces forman vagas líneas horizontales y perpendiculares de asteriscos. Phineas Blackhead está sentado en su escritorio, muy echado para atrás en su pequeña silla de cuero. En la mano, protegiendo sus dedos con un gran pañuelo de seda, sostiene un vaso de agua caliente con bicarbonato de soda. Densch, calvo y redondo como una bola de billar, está hundido en el cómodo sillón, jugueteando con sus lentes de carey. El martilleo o el zumbido de los tubos de la calefacción rompe de cuando en cuando el silencio.
—Densch, tiene usted que perdonarme… Ya sabe que yo rara vez me permito una observación respecto a los asuntos ajenos —dice Blackhead lentamente, entre sorbo y sorbo. (Luego se incorpora de repente en la silla). Es una proposición completamente absurda, Densch, completamente… ¡Voto al chápiro! Es ridículo.
—A mí no me gusta ensuciarme las manos más que a usted… Baldwin es un buen sujeto. Creo que no corremos ningún riesgo apoyándole un poco.
—¡Qué diablos tiene que ver una firma de importación y exportación con la política! Si cualquiera de esos individuos necesita apoyo, que venga aquí y lo pida. Nuestro negocio es el precio de las habichuelas…, que ya se halla por los suelos. Si uno de esos sacamuelas de abogados pudiera establecer el balance del cambio, yo estaría dispuesto a hacer cualquier cosa… Pero todos ellos son unos ladrones… ¡Voto al chápiro, repito que son ladrones! (Su cara se pone roja, se incorpora en la silla y da un puñetazo en la mesa). Me está usted sacando de quicio… Lo cual me hace daño al estómago y al corazón.
Phineas Blackhead regüelda portentosamente y toma un gran sorbo de bicarbonato. Luego vuelve a recostarse en su silla, entornando los párpados.
—En fin —dice el señor Densch con voz cansada—, puede que haya sido un mal paso; pero yo he prometido apoyar al candidato reformista. Esto es una cuestión puramente privada, y de ningún modo envuelve a la firma.
—¡Un cuerno!… ¿Y qué de McNiel y su pandilla?… Siempre nos han tratado bien, y ¿qué hemos hecho nosotros por ellos?… Un par de cajas de whisky y unos cigarros de vez en cuando… Y ahora vienen estos reformistas a meter al Ayuntamiento en un barullo… ¡Voto al chápiro!…
Densch se pone en pie.
—Mi querido Blackhead, considero mi deber de ciudadano ayudar a limpiar el presente estado de soborno, corrupción e intriga existente en el Ayuntamiento…
Se dirige a la puerta, precedido por su augusta barriga.
—Bueno, Densch, permítame que le diga que es una proposición absurda —grita Blackhead a sus espaldas.
Después de salir su consocio, se acuesta un minuto con los ojos cerrados. Su cara se cubre de manchas cenicientas, su enorme cuerpo se deshincha como un balón. Por fin, se levanta con un gruñido. Luego coge el sombrero y el gabán y sale de la oficina con paso lento y pesado. El pasillo está vacío y mal alumbrado. Tiene que esperar largo rato por el ascensor. La idea de que puede encontrar bandidos en el edificio desierto le corta de pronto la respiración. Tiene miedo de mirar atrás, como un niño en la oscuridad. Al fin, el ascensor sube.
—Wilmer —dice al sereno que lo maneja—, debiera de haber más luz en estos pasillos por la noche… Durante esta ola de crímenes, creo que deberían tener el edificio todo alumbrado.
—Sí, señor; quizá tenga usted razón…; pero nadie puede entrar sin que yo lo vea.
—Usted puede ser dominado por una banda, Wilmer.
—Quisiera ver cómo.
—Creo que tiene usted razón…, todo es cuestión de sangre fría. Gladys, sentada en el Packard, lee un libro.
—Hijita, creerías que no bajaba nunca.
—Casi terminé el libro, papá.
—Vamos, Butler…; a casa, todo lo de prisa que pueda. Llegaremos tarde a cenar.
Cuando la limousine sube por la calle Lafayette, Blackhead se vuelve hacia su hija.
—Si alguna ves oyes hablar a un hombre de sus deberes de ciudadano, ¡voto al chápiro!, no te fíes de él. De diez veces, nueve se meterá en un negocio sucio. No sabes qué alivio es para mí que tú y Joe estéis confortablemente instalados en la vida.
—¿Qué ocurre, papá? ¿Has pasado un mal día en la oficina?
—No hay mercado en este cochino mundo que no esté hecho pedazos… Te digo, Gladys, que la situación es peliaguda… No se puede saber lo que ocurrirá… Mira, antes que me olvide, ¿podrías estar mañana en el Banco a las doce?… Voy a mandar a Hudgins con ciertos valores… personales, ¿comprendes? Quisiera que los guardaras en tu caja.
—Pero está atestada ya, papá.
—La caja del Astor Trust está a tu nombre, ¿no?
—A mi nombre y al de Joe.
—Bueno; pues tomas otra en el Fifth Ave Bank a tu propio nombre… Haré que todo esté allí a las doce en punto… Y acuérdate de lo que te digo, Gladys: si alguna vez oyes a un socio hablar de virtudes cívicas, ándate con ojo.
Cruzan la calle Catorce. Padre e hija miran a través del cristal las caras mordidas por el viento de las gentes que esperan en la acera para cruzar.
Jimmy Herf bostezó y retiró su silla hacia atrás. Los reflejos niquelados de la máquina de escribir le hacían daño en los ojos. Tenía las yemas de los dedos doloridas. Entreabrió las puertas corredizas y se asomó al frío dormitorio. Apenas podía divisar a Ellie, dormida en la cama de la alcoba. Al fondo del cuarto estaba la cuna. La ropa del niño despedía un olor a leche agria. Juntó las puertas otra vez y empezó a desnudarse. «Si tuviéramos más espacio —murmuraba—; vivimos enjaulados como ardillas». Quitó el empolvado casimir que cubría el diván y sacó de un tirón su pijama de debajo de la almohada. Espacio, espacio; limpieza, tranquilidad… Las palabras gesticulaban en su cerebro como si las dirigiera en un gran auditorio.
Apagó la luz, dejó una rendija de la ventana abierta y cayó en la cama como un leño. Inmediatamente empezó a escribir una carta con una linotipia. «Ahora me voy a dormir…, madre del gran crepúsculo blanco». El brazo de la linotipia era una mano de mujer con guante blanco. A través del repiqueteo, tras las luces ambarinas de las baterías la voz de Ellie: No, no, no; me haces daño… Señor Herf, dice un hombre con un traje de mecánico, le está usted haciendo daño a la máquina, y no podemos sacar la edición… La linotipia, una boca abierta con filas de dientes niquelados, engullía, trituraba… Se despertó y se sentó en la cama. Tenía frío, le castañeteaban los dientes. Se arropó de nuevo en las mantas y se durmió otra vez. Cuando se despertó de nuevo era de día. Ya no tenía frío y estaba contento. Copos de nieve bailaban, vacilaban, tras los cristales.
—Hola, Jimmy —dijo Ellie, acercándose con una bandeja.
—¡Cómo! ¿Me he muerto, estoy en el paraíso, o qué?
—No, es domingo… Pensé que no te vendría mal un poco de lujo… Te he hecho unos bollos de maíz…
—Oh, Ellie, eres una criatura maravillosa… Espera un momento, voy a lavarme los dientes.
Volvió con la cara lavada, envuelto en la bata de baño. Ella retiró la boca cuando la besó.
—Y no son más que las once. He ganado una hora de mi día libre… ¿Tú no tomas café?
—Dentro de un instante… Mira, Jimps, tengo que decirte una cosa. ¿No crees que debemos buscar otra casa, ahora que trabajas todas las noches otra vez?
—¿Mudarnos, dices?
—No. Pensaba yo si no podrías tú tomar otro cuarto para dormir, por aquí cerca… Así nadie te molestaría por la mañana.
—Pero, Ellie, entonces no nos veríamos nunca… Apenas si nos vemos ya así.
—Es un fastidio…; pero ¿qué le vamos a hacer? Con nuestras horas de oficina tan diferentes…
El llanto de Martín llegaba en ráfagas del otro cuarto. Jimmy estaba sentado al borde de la cama, con la taza vacía sobre sus rodillas, contemplando sus pies desnudos.
—Como quieras —dijo con voz sombría.
Un deseo de agarrarla de las manos y estrecharla contra él hasta hacerle daño le atravesó como un cohete y se apagó. Ella recogió el servicio de café y desapareció. Sus labios conocían los de ella, sus brazos sabían cómo se retorcían los de ella, él conocía el espeso bosque de su pelo, él la amaba. Siguió un largo rato sentado mirándose los pies descarnados, rojizos, rayados por gruesas venas azules; los dedos comprimidos por los zapatos, torcidos por escaleras y pavimentos. En cada uno de los meñiques tenía un callo. Los ojos se le llenaron de amargas lágrimas, El chico había dejado de llorar. Jimmy se metió en el cuarto de baño, abrió el grifo y esperó a que se llenara la bañera.
—La culpa es de ese otro individuo qu’andaba contigo, Anna. Te convenció de que todo importaba un pepino… T’ha hecho fatalista.
—¿Qué es eso?
—Pues uno que no cree que vale la pena de luchar, uno que no cree en el progreso de la humanidad.
—¿Crees que Bouy era así?
—Era un hombre ruin, de todos modos… Esos tíos del sur no tienen conciencia de clase… ¿No te convenció de que dejaras de pagar tu cuota a la Unión?
—Yo estaba hasta aquí de coser a máquina.
—Pero tú podías dedicarte a las labores y ganar bastante dinero. Tú no eres como ellos, tú eres de los nuestros… Yo te pondré en buen camino y te buscaré un empleo… ¡Dios, yo nunca te dejaré, como él, trabajar en un salón de baile! Anna, no sabes tú el daño que me hacía ver a una muchacha judía andando con un tío como ése.
—Bueno, el caso es que él ha desaparecido y yo no tengo trabajo.
—Individuos así son los mayores enemigos del obrero… No piensan más que en sí mismos.
Van subiendo lentamente por la Segunda Avenida un atardecer brumoso. Él es un joven judío carilargo y pelirrojo, con las mejillas hundidas y la tez lívida, con las piernas estevadas como todos los sastres. A Anna le quedan chicos los zapatos. Tiene grandes ojeras. La niebla está llena de grupos que vagan hablando yiddish, ruso, inglés, con marcado acento judío. Cálidas oleadas de luz salen de las reposterías y de los puestos de bebidas no alcohólicas, y rielan en las aceras.
—Si no me sintiera siempre tan cansada —murmura Anna.
—Vamos a tomar algo aquí… Un vaso de leche agria te sentará bien, Anna.
—No me gusta, Elmer. Tomaré soda con chocolate.
—Lo único para que te haga daño; pero tómalo, si ése es tu gusto.
Anna se sentó en el estrecho taburete encintado de níquel. Él se quedó en pie junto a ella y ella se reclinó contra él.
—Lo que nos pasa a los obreros es que… (Hablaba en una voz baja impersonal). Lo que nos pasa a los obreros es que no sabemos nada, no sabemos comer, no sabemos vivir, no sabemos defender nuestros derechos… Anna, quisiera hacerte reflexionar sobre estas cosas. ¿No ves que estamos en plena batalla, lo mismo que en la guerra?
Con la larga cuchara pringosa, Anna pescaba trocitos de helado en el espeso líquido espumoso de su vaso.
George Baldwin se miraba al espejo mientras se lavaba las manos en el tocadorcito que había detrás de su despacho. Su pelo, todavía espeso, que bajaba en punta hasta su frente, estaba casi blanco. Una profunda arruga surcaba los dos lados de su boca y su barbilla. Bajo sus vivos ojos penetrantes se abolsaba la piel fláccida y granujienta. Cuando se hubo secado las manos, lenta y meticulosamente, sacó una cajita de píldoras de estricnina del bolsillo superior de su chaleco se tragó una y, sintiendo el esperado estímulo hormiguear en sus venas, se volvió a su despacho. Un chico cuellilargo le aguardaba inquieto al lado de su escritorio, con una tarjeta en la mano.
—Una señora quiere hablarle, señor.
—¿Tiene cita? Pregunte a la señorita Ranke… Un momento. Hágala’ pasar inmediatamente.
La tarjeta decía Nellie Linihan McNiel. De la abertura de su gran abrigo de pieles salía un mar de encajes. Llevaba alrededor del cuello una cadena de amatistas, de donde colgaban unos impertinentes.
—Gus me ha pedido que viniera a verle —dijo, mientras él le ofrecía una silla junto a su mesa.
—¿En qué puedo servirla?
Su corazón, no sabía por qué, latía apresuradamente.
Ella le miró un momento con sus impertinentes.
—George, usted resiste mejor que Gus.
—¿Qué?
—Oh, todo esto… Estoy tratando de llevarme a Gus conmigo al extranjero para que descanse… Marienbad, o algo así… Pero él dice que está ya demasiado metido en el lío para retirarse.
—Lo mismo puede decirse de todos nosotros —contestó Baldwin con una sonrisa fría.
Después de un minuto de silencio, Nellie McNiel se levantó.
—Mire, George, Gus está completamente harto de todo esto… Usted sabe que a él le gusta ayudar a sus amigos y que sus amigos le ayuden.
—Nadie puede decir que yo no le he ayudado… Sólo que yo no soy político, y como, sin duda estúpidamente, me he dejado proponer para un cargo, debo presentarme como independiente.
—George, eso no es más que la mitad del cuento, bien lo sabe usted.
—Dígale que yo he sido y seré siempre un buen amigo suyo… Él lo sabe perfectamente. En este caso particular, yo he jurado oponerme a ciertos elementos por quienes Gus se ha dejado arrastrar.
—Es usted un buen orador, George Baldwin, y siempre lo ha sido.
Baldwin se ruborizó. Estaban en pie, uno al lado del otro, rígidos, a la puerta del despacho. La mano de él quieta sobre el tirador, como paralizada. En las otras oficinas se oía ruido de máquinas de escribir y de voces. Fuera sonaba el largo y continuo martilleo de los remachadores que trabajaban en un nuevo edificio.
—Supongo que toda su familia estará bien —dijo con esfuerzo, después de un rato.
—Sí, está bien, gracias… Adiós.
Nellie se había marchado.
Baldwin se quedó un momento mirando por la ventana la casa de enfrente, gris, agujereada por negras ventanas. ¡Qué tontería dejar que las cosas le afecten a uno de tal modo! Necesidad de reposo. Descolgó su sombrero y su gabán de la percha, que estaba detrás de la puerta del lavabo, y salió.
—Jonás —dijo a un hombre, cuya calva redonda tenía forma de melón y que estaba sentado, hojeando periódicos, en la alta biblioteca que servía de hall central a las oficinas—, lleve a casa todo lo que está en mi mesa… Lo repasaré esta noche.
—Muy bien, señor.
Cuando salió a Broadway se sintió como un chico que hace novillos. Era una rutilante tarde de invierno, con alternativas de sol y nubes. Montó de un salto en un taxi. Recostado en el asiento, cabeceaba. En la calle 42 se despertó. Todo era una confusión de brillantes planos entrecruzados, caras, piernas, escaparates, tranvías, autos. Se incorporó, puso sus enguantadas manos sobre las rodillas. Se estremecía de impaciencia. A la puerta de la casa de Nevada pagó el taxi. El chófer negro le enseñó una boca llena de dientes de marfil al recibir cincuenta centavos de propina. Como ningún ascensor estaba abajo, Baldwin subió las escaleras de prisa, medio admirado de sí mismo. Llamó con los nudillos a la puerta de Nevada. Nadie respondió. Llamó de nuevo. Ella abrió con precaución. Baldwin entrevió la cabeza rizada. Penetró en el cuarto antes de que ella pudiera detenerlo. Todo lo que tenía puesto era un quimono sobre una camisa rosa.
—¡Dios mío —dijo ella—, creí que era el camarero!
George la agarró y la besó.
—No sé por qué me siento como si tuviera tres años.
—Lo que parece es que te has vuelto loco con el calor… No me gusta que te presentes así, sin telefonear antes, ya lo sabes.
—No te enfadarás porque me haya olvidado esta vez.
Baldwin divisó algo sobre el canapé. Era un par de pantalones azul marino cuidadosamente doblados.
—Me sentía atrozmente fatigado en la oficina, Nevada. Pensé que podía venir a charlar un rato contigo para que me animases un poco.
—Yo estaba ensayando unos bailes con el gramófono.
—Muy interesante… (Baldwin empezó a pasearse de un lado a otro como movido por un resorte). Bueno, oye una cosa, Nevada… Tenemos que hablar. No me importa saber quien está ahora en tu alcoba. (Ella le miró de repente a la cara y se sentó en el canapé, junto a los pantalones). El hecho es que hace algún tiempo sé que tú y Tony Hunter os entendéis. (Nevada apretó los labios y cruzó las piernas). No te ocultaré que todas esas visitas a un psicoanalista que le cobra veinticinco dólares la hora me hacían una gracia enorme. Pero en este mismo momento he comprendido que ya es bastante. Más que bastante.
—George, estás loco —balbuceó ella, y de repente empezó a reír.
—Te diré lo que voy a hacer —continuó Baldwin en una voz clara, legal—. Te enviaré un cheque de quinientos dólares, porque eres una buena chica y porque, al fin y al cabo, te quiero. El piso está pagado hasta primeros de mes. ¿Te conviene? Y haz el favor de no volver a comunicarte conmigo de ninguna manera.
Nevada Jones se quedó un buen rato en el canapé, riente, junto al par de pantalones azules cuidadosamente doblados. Baldwin le dijo adiós con el sombrero y los guantes, y salió cerrando la puerta suavemente. «Buena solución», dijo para sí.
Ya en la calle, otra vez empezó a andar con paso vivo.
Se sentía excitado y hablador. Iba pensando a quién podría ver. Al repasar los nombres de sus amigos, se sintió deprimido. Se sentía solo, abandonado. Hubiera querido estar hablando con una mujer, haciéndola compadecerse de la esterilidad de su vida. Entró en una cigarrería y consultó la guía de teléfonos. Cuando encontró la hache, sintió una débil sacudida. Por fin dio con el nombre de Herf, Helena Oglethorpe.
Nevada Jones se quedó un buen rato en el canapé, riendo histéricamente. Después Tony Hunter salió en camisa y calzoncillos, con el lazo de su corbata impecablemente hecho.
—¿Se fue?
—¡Que si se fue! Claro que se fue, y para no volver —gritó ella—. Vio tus condenados pantalones.
Él se dejó caer en una silla.
—¡Dios, si no soy el hombre de peor suerte en el mundo!
—¿Por qué?
Nevada seguía riendo, con la cara inundada de lágrimas.
—Nada me sale bien. Esto quiere decir que ya no hay matinées.
—Y la pobre Nevada, vuelta a las tres funciones diarias… Me importa un comino… Nunca me gustó ser una mujer entretenida.
—Pero tú no piensas en mi carrera… ¡Las mujeres sois tan egoístas!… Si tú no hubieras…
—Cállate, bobito. ¿Te figuras que no te conozco?
Nevada se levantó con el quimono ceñido al cuerpo.
—Dios, todo lo que yo necesitaba era una ocasión para demostrar lo que puedo hacer, y ahora nunca la tendré —gemía Tony.
—Sí que la tendrás, si haces lo que yo te diga. Me he propuesto hacer un hombre de ti, chiquillo, y lo conseguiré… Montaremos un número, tú y yo. El viejo Hirshbein nos lo arreglará todo; estuvo colado por mí… Anda, te doy un puñetazo en la cara si no te decides. Vamos a pensar… Entraremos con un número de baile, ¿comprendes?…; luego tú haces como que quieres acompañarme… Yo estaré esperando el tranvía, ¿sabes?… y tú dirás: «Hola, preciosa»…, y yo llamaré a un policía.
—¿Está bien de largo así, señor? —preguntó el cortador, atareado en hacer marcas en el pantalón con un trozo de yeso.
James Merivale dejó caer sus ojos sobre la pequeña calva verdosa y sobre el pantalón gris que le colgaba ampliamente sobre los pies.
—Un poquito más corto… Creo que un pantalón demasiado largo hace un poco viejo.
—Hola, Merivale, no sabía que se vestía usted también en Brook’s. ¡Cuánto me alegro de verle!
A Merivale se le heló la sangre en las venas. Miraba fijamente los alcohólicos ojos azules de Jack Cunningham. Se mordió los labios y trató de sonreírle fríamente, sin hablar.
—¡Dios mío!, ¿sabe usted lo que hemos hecho? —exclamó Cunningham—. Hemos comprado la misma tela… Le digo que es idéntica.
Merivale, aturdido, miraba alternativamente el pantalón gris de Cunningham y el suyo: el mismo color, la misma rayita roja y las mismas motitas verdes.
—¡Pero, hombre, dos futuros cuñados no pueden llevar el mismo traje! Parecería un uniforme… Es ridículo.
—Bueno, ¿qué le vamos a hacer? —refunfuñó Merivale.
—Tenemos que echar a suertes y a ver a quién le toca, nada más… ¿Quiere prestarme un quarter? (Cunningham se volvió al que le despachaba). Gracias… ¿Cara o cruz?
—Cara —dijo Merivale mecánicamente.
—El traje gris es para usted… Ahora yo tengo que elegir otro… Después de todo, ha sido suerte encontrarnos a tiempo. Oiga —gritó entre las cortinas de la cabina—. ¿Por qué no cena usted conmigo esta noche en el Salmagundi Club?… Voy a cenar con el único hombre del mundo que está más loco por hidroplanos que yo… Es el bueno de Perkins, usted le conoce, uno de los vicepresidentes de su Banco… Ah, y cuando vea a Maisie le dice que subiré a verla mañana. Una extraña serie de acontecimientos me ha impedido comunicarme con ella…, una lamentabilísima serie de acontecimientos, que no me ha dejado libre hasta este momento… Hablaremos de ello más tarde.
Merivale carraspeó.
—Muy bien —respondió secamente.
—Ya está, caballero —dijo el probador, dando a Merivale la última palmada en las nalgas. Él se metió de nuevo en la cabina para vestirse.
—Bueno, jovenzuelo —gritó Cunningham—, tengo que elegir otro traje… Le espero a las siete. Encontrará usted un Jack Rose esperándole.
A Merivale le temblaban las manos cuando se abrochó el cinturón. Perkins, Jack Cunningham, el muy tunante, hidroplanos, Jack Cunningham, Salmagundi, Perkins. Fue al teléfono, en un rincón de la tienda, y llamó a su madre. «Oye, mamá, creo que no podré ira cenar… Ceno con Randolph Perkins en el Salgamundi Club… Sí, es muy chic… Oh, él y yo siempre hemos sido buenos amigos… Sí, es esencial codearse con los de arriba. A propósito, he visto a Jack Cunningham. Le planteé la cuestión de hombre a hombre y se quedó sin saber qué decir. Prometió una explicación completa dentro de veinticuatro horas… No, yo no perdí mi sangre fría. Tenía que hacerlo por Maisie. Era mi obligación. Sigo creyendo que es un pillastrón, pero hasta que haya pruebas… Bueno, mamá, hasta mañana por si llego tarde. Oh, no, por favor, no me esperes. Di a Maisie que no se preocupe, podré darle todos los detalles que quiera. Buenas noches, mamá».
Estaban sentadas a una mesita del fondo en la penumbra de un salón de té. La pantalla de la lámpara les cortaba la parte superior de la cara. Ellen llevaba un vestido azul pavo y un sombrerito azul con un adorno verde. Ruth Prynne no podía disimular, a pesar del maquillaje, su cara de cansancio.
—Elaine, tienes que venir —decía con voz plañidera—. Cassie estará allí y Oglethorpe y toda la pandilla… Después de todo, el que tengas tanto éxito en el periódico no es razón para que olvides a tus viejas amigas. Tú no sabes cuánto hablamos de ti y cómo nos interesamos por tus cosas.
—No, Ruth, es que cada vez odio más las reuniones grandes; será que me voy volviendo vieja. En fin, iré un ratito.
Ruth dejó en el plato el bocadillo que estaba mordisqueando y tomándole una mano a Ellen le dio unas palmaditas.
—Eres la de siempre… Ya sabía yo que vendrías.
—Pero, oye, Ruth, nunca me has contado qué fue de aquella compañía de repertorio que salió de tournée el verano pasado…
—Oh, Dios mío —saltó Ruth—. Aquello fue un horror. Para reventar de risa. Bueno, lo primero que ocurrió fue que el marido de Isabel Clyde, Ralph Nolton, que hacía de gerente, era dipsómano…, y luego la encantadora Isabel no permitía salir a escena a nadie que no trabajase como un furcio, de miedo que los morenos se quedaran sin saber quién era la estrella… Oh, no puedo contarte más… Para mí, ya no tiene nada de gracioso; ahora me parece horrible… Oh, Elaine, estoy tan desanimada… Yo sí que voy para vieja, querida.
De pronto rompió a llorar.
—Mujer, haz el favor de no ponerte así —dijo Ellen con una vocecita áspera. (Se echó a reír.)— Después de todo, no rejuvenecemos ninguna.
—Querida, tú no comprendes… No comprenderás nunca.
Quedaron sentadas un buen rato sin decir nada. Fragmentos de conversaciones llegaban de otros rincones del oscuro tea-room. La camarera de pelo pálido les trajo dos raciones de ensalada de frutas.
—Debe ser tardísimo —dijo Ruth, por decir algo.
—Son las ocho y media nada más… No conviene llegar demasiado pronto a esa reunión.
—A propósito…, ¿cómo está Jimmy Herf? Hace una eternidad que no lo veo.
—Jimps esta bien… Está hasta el cuello de su periodismo. Yo quisiera que encontrara algo que realmente le gustara.
—Siempre ha sido un poco inquieto. Oh, Elaine, qué alegría tuve cuando supe que os habíais casado… Me porté como una tonta. Lloré y lloré… Y ahora, con Martín y todo, debéis ser tan felices…
—Oh, nos llevamos muy bien… Martín está muy grande. Parece que Nueva York le sienta muy bien. Era tan callado y tan gordo que por mucho tiempo tuvimos miedo de haber fabricado un imbécil. ¿Sabes, Ruth? Creo que nunca tendré otro chico… Tenía tanto miedo de que saliese deforme o algo así… Me pone enferma sólo pensarlo.
—¡Oh, debe ser maravilloso, sin embargo!
Tocaron un timbre bajo una plaquita de latón que decía: Hester Voorhees, DANZAS PLÁSTICAS. Subieron tres tramos de crujientes escaleras recién barridas. En la puerta, abierta a un salón lleno de gente, se encontraron a Cassandra Wilkins, que vestía túnica griega con una guirnalda de capullos de satén en la cabeza y una flauta de madera dorada en la mano.
—Queridas mías —exclamó, abrazándolas a ambas a la vez—. Hester decía que no vendríais, pero yo sabía que sí… Pasad y quitaos las cosas, vamos a empezar con unos witmos clásicos.
Ruth y Ellen atravesaron tras ella un cuarto alumbrado con velas, que olía a incienso y estaba lleno de hombres y mujeres vestidos con trajes flotantes.
—Pero, querida, no nos has dicho que iba a ser un baile de trajes.
—¡Oh, sí! ¿No ves que todo es gwiego, absolutamente gwiego?… Aquí está Hester… Helas aquí, querida… Hester, tú conoces a Ruth… y ésta es Elaine Oglethorpe.
—Ahora me llamo señora Herf, Cassie.
—Oh, perdón, es tan difícil andar al cowinte… Llegan justo a tiempo… Hester va a bailar ahora mismo una danza oriental llamada Witmos de las mil y una noches… ¡Oh, es divino!
Al salir Ellen de la alcoba donde había dejado su abrigo, se le acercó una alta silueta con un tocado egipcio.
—Permítame —dijo, arqueando las cejas rojas— saludar a Helena Herf, distinguida editora de Manners, la revista que lleva el Ritz el más humilde hogar… ¿no es eso?
—Jojo, eres un guasón insoportable… Me alegro mucho de verte.
—Vamos a sentarnos en un rincón para charlar, ¡oh sola mujer a quien he amado!
—Sí, vamos… No me gusta esto mucho.
—Y dime, querida, ¿has oído que a Tony Hunter le ha curado un psicoanalista y ahora está sublimado, se dedica al vodevil con una mujer llamada California Jones?
—Pues ándate con cuidado, Jojo.
Se sentaron en un diván, entre dos ventanas. Con el rabillo del ojo ella veía a una muchacha que bailaba con unos velos de seda verde. El fonógrafo tocaba la sinfonía de César Franck.
—No vayamos a perder la danza de Cassie. La pobre chica se ofendería horriblemente.
—Jojo, cuéntame algo de ti. ¿Cómo te ha ido?
Él sacudió la cabeza e hizo un gran ademán con su brazo.
—Sentémonos en el suelo y contemos tristes historias de la muerte de los reyes.
—¡Oh, Jojo, estoy harta de todo esto!… ¡Es tan tonto y tan frívolo!… Siento haberme quitado el sombrero.
—Así fue para que yo mirara las prohibidas selvas de tu cabellera.
—Oh, Jojo, sé formal.
—¿Cómo esta tu marido, Elaine, o mejor Helena?
—Está bien.
—No lo dices con gran entusiasmo.
—Martín está espléndido. Tiene el pelo negro, ojos pardos y las mejillas se le están poniendo rosadas. De veras, está remonísimo.
—Querida mía, ahórrame esa exhibición de arrobamiento maternal… Terminarás por decirme que has tomado parte en una cabalgata infantil.
Ella se echó a reír.
—Jojo, me hace la mar de gracia volver a verte.
—Todavía no he terminado mi catecismo, querida… El otro día te vi en el comedor ovalado con un distinguido caballero de pronunciadas facciones y pelo gris.
—Sería George Baldwin. Si tú le conocías antes.
—Naturalmente, naturalmente. ¡Cómo ha cambiado! Mucho más interesante ahora de lo que solía ser, diría yo… Me extraña mucho que la mujer de un bolchevique pacifista, miembro de la Internacional de Trabajadores, vaya a almorzar a un sitio semejante.
—Jimps no es exactamente eso. Ya quisiera yo que lo fuera… (Ella arrugó la nariz). Estoy un poco harta también de todo eso.
—Lo sospechaba, querida. —Cassie revoloteaba alrededor sin saber qué hacerse.
—Oh, ven en mi auxilio… Jojo no hace más que tomarme el pelo.
—Bueno, twataré de sentarme un momento. Luego me toca a mí… El Sr. Oglethorpe va a leer sutwaducciónde las canciones de Bilitis, mientras yo las bailo.
Ellen miraba a uno y a otro; Oglethorpe arqueó las cejas y asintió con la cabeza.
Luego Ellen se quedó un largo rato sola mirando a través de una opaca niebla de aburrimiento el baile y el salón vibrante.
El disco del gramófono era turco. Hester Voorhees, una mujer escuálida con una espesa melena cortada a nivel de las orejas, salió con un vaso humeante de incienso precedida por dos jóvenes que desenrollaban una alfombra a su paso. Llevaba unos calzones de seda, un ceñidor metálico tintineante y sujetapechos. Todo el mundo palmoteaba y decía «estupendo, maravilloso» cuando de otro cuarto salieron tres desgarradores gritos de mujer. Los invitados se pusieron de pie de un salto. Un hombre corpulento, con un sombrero hongo, apareció en el umbral.
—Calma, señoritas, ustedes al cuarto de atrás. Los hombres aquí.
—¿Pero usted quién es?
—A usted no le importa quién soy yo. Haga lo que le digo.
Bajo el hongo, la cara roja del hombre parecía una remolacha.
—Es un detective.
—¡Qué escándalo! A ver la chapa.
—Esto es un atraco.
—Una batida.
El salón se había llenado repentinamente de detectives. Se pusieron de guardia en las ventanas. Un hombre con una gorra a cuadros, de cara nudosa como una calabaza, estaba de pie delante de la chimenea. Las mujeres fueron brutalmente empujadas al cuarto del fondo. Los hombres quedaron reunidos en un grupo cerca de la puerta. Los detectives tomaron sus nombres. Ella seguía tranquilamente sentada en el diván. «… queja recibida por teléfono en la delegación», oyó decir a alguien. Luego notó que había un teléfono sobre una mesita, al lado del diván donde estaba sentada. Lo tomó y murmuró en voz baja un número.
—¿La oficina del fiscal del distrito?… Quiero hablar con el señor Baldwin, haga el favor… George… Suerte que sabía dónde estaba usted. ¿Esta ahí el fiscal? Muy bien… No, dígaselo usted. Se trata de una equivocación absurda. Estoy en casa de Hester Voorhees. Ya sabe usted que tiene un estudio. Daba una sesión de baile a unos amigos y a consecuencia de alguna equivocación la policía ha entrado por sorpresa…
—Bueno, bueno, al telefonear no servirá de nada… Váyase al otro cuarto.
—Estoy en comunicación con el fiscal del distrito. Háblele usted… ¡Hola! ¿Es usted, señor Winthrop?… Sí… ¿Cómo va? ¿Quiere usted hablarle a este hombre?
Ellen le alargó el teléfono al detective y se dirigió al centro de la sala. «Si no me hubiera quitado el sombrero», pensaba.
En el otro cuarto se oían sollozos y la voz varonil de Hester Voorhees que gritaba: «Es un error terrible… No permitiré que se me insulte así».
El detective colgó el teléfono. Se acercó a Ellen.
—Tengo que pedirle mil perdones, señorita. Hemos obrado sin información suficiente. Retiraré mis hombres en el acto.
—Mejor haría usted en pedir perdones a la señora Voorhees… Este estudio es de ella.
—Señoras y caballeros —comenzó el detective en voz alta y animosa—, hemos cometido un pequeño error y lo sentimos mucho… Estos incidentes son inevitables…
Ellen se escurrió al cuarto de al lado para tomar su sombrero y su abrigo. Se quedó un momento frente al espejo empolvándose la nariz. Cuando volvió al estudio todos hablaban a la vez. Hombres y mujeres, cubiertos con sábanas y batas sus escasos trajes de baile, hablaban en corro. Los detectives se habían retirado tan repentinamente como habían venido. Oglethorpe peroraba en tono elevado e impasible en medio de un grupo de jóvenes.
—¡Canallas, atacar así a las mujeres! —gritaba con cara roja, balanceando su tocado egipcio en una mano—. Afortunadamente pude dominarme; si no hubiera cometido un acto que hubiera tenido que lamentar hasta el día de mi muerte… Sólo con el mayor dominio de mí mismo.
Ellen logró escaparse, corrió escaleras abajo y salió a la calle lloviznosa. Llamó un taxi y se fue a casa. Cuando se quitó las cosas llamó a George Baldwin por teléfono. «Hola George, siento muchísimo haber tenido que molestarles, a usted y al señor Winthrop. Si por casualidad no me dice usted durante el almuerzo que permanecería ahí toda la noche probablemente a estas horas nos estarían sacando del coche celular en el juzgado de Jefferson Market. Claro que tuvo gracia. Ya le contaré un día de éstos, pero estoy tan asqueada de todos estos líos… Oh, todas esas zarandajas de danzas plásticas y literatura y radicalismo y psicoanálisis… Dosis excesiva supongo… Sí, creo que es eso, George… Creo que estoy envejeciendo».
La noche era un negro bloque de frío cortante. Con el olor de las prensas aún en las narices, con el repiqueteo de las máquinas de escribir aún en sus oídos, Jimmy Herf, metidas las manos en los bolsillos, contemplaba en Coty Hall Square los hombres harapientos que traspalaban la nieve. Llevaban las orejeras encasquetadas. Sus cuellos parecían solomillos crudos. Viejos o jóvenes, tenían todos caras del mismo color, trajes del mismo color. El viento les cortaba las orejas como una navaja y les hacía daño en el entrecejo.
—Hola, Herf, ¿te convendría este oficio? —dijo un joven de cara lechosa que se le acercó vivamente, señalando un montón de nieve:
—¿Por qué no, Dan? No creo que sea mejor pasarse la vida hocicando en asuntos ajenos hasta convertirse en un dictógrafo ambulante.
—En verano sería un trabajo estupendo. ¿Tomas el metro?
—No, voy andando… Tengo que estirar las piernas.
—Chico, te vas a morir de frío.
—No me importa… Cuando uno no tiene vida privada, no es más que una máquina de escribir automática.
—Pues yo quisiera quitarme de encima un poco de mi vida privada… Bueno, buenas noches. Confío en que encontrarás un poco de vida privada, Jimmy.
Riendo, Jimmy Herf les volvió la espalda a los que traspalaban nieve y empezó a subir por Broadway. Iba inclinado contra el viento, con la barbilla enterrada en el cuello del gabán. En Houston Street miró su reloj. Las cinco. ¡Qué tarde se le había hecho hoy! ¿No habría un sitio donde pudiera beber un trago? Se descorazonó ante la idea de las calles heladas que aún tenía que andar antes de llegar a su cuarto. De cuando en cuando se paraba para frotarse las ateridas orejas y hacerlas entrar en calor. Por fin se encontró en su cuarto, encendió la estufa de gas y se inclinó sobre ella. Su habitación, cuadrada, pequeña, fría, estaba situada en el lado sur de Washington Square. Por todo mobiliario tenía una cama, una silla, una mesa llena de libros y la estufa. Cuando empezó a reaccionar sacó de debajo de la cama una botella de ron forrada de paja. Puso a calentar sobre la estufa un poco de agua en una taza de lata, y empezó a beber agua caliente con ron. Toda clase de agonías sin nombre se iban desatando en su pecho. Se sentía como el hombre del cuento de hadas con un círculo de hierro que le apretaba el corazón. El círculo de hierro se rompía.
Había acabado el ron. De cuando en cuando el cuarto empezaba a dar vueltas en torno suyo solemne y metódicamente. De pronto dijo en voz alta: «Tengo que hablar con ella…, tengo que hablar con ella». Se encajó el sombrero y se puso el gabán. Fuera, el frío era como un bálsamo. Seis carros de leche pasaron en fila traqueteando.
En la calle 12, oeste, dos gatos negros se perseguían. Por todas partes se oía su loco maullar. Jimmy sintió que algo iba a estallar en su cabeza, que él mismo iba a rodar calle abajo lanzando imponentes maullidos. En el oscuro pasaje tiritaba, tocando una y otra vez el timbre marcado Herf. Luego llamó con los nudillos tan fuerte como pudo. Ellen salió a la puerta con una bata verde.
¿Qué te pasa, Jimmy? ¿No tienes llave?
El sueño le había ablandado la cara. A su alrededor flotaba un perfume de sueño, feliz, íntimo, suave. Él, todo sofocado, dijo entre dientes:
—Ellie, tengo que hablarte.
—¿Estás alumbrado, Jimps?
—Yo sé lo que me digo.
—Me estoy cayendo de sueño.
Jimmy la siguió a la alcoba. Ella se quitó las zapatillas y volvió a la cama, donde se quedó sentada mirándole con los ojos pesados de sueño.
—No hables tan fuerte, que Martín duerme.
—Ellie, yo no sé por qué es siempre tan difícil hablar claro de cualquier cosa… Siempre tengo que emborracharme para hablar claro… Oye, ¿tú me quieres todavía o no?
—Ya sabes que te tengo mucho afecto y que siempre te lo tendré.
—Quiero decir amor, tú sabes lo que quiero decir… —interrumpió ásperamente.
—Yo creo que a nadie quiero mucho tiempo, exceptuando los muertos… Soy una criatura imposible. ¿Para qué hablar de ello?
—Lo sabía. Y tú sabías que lo sabía. ¡Dios mío, soy muy desgraciado, Ellie!
Ella, sentada en la cama y agarrándose las rodillas con las manos, le miraba con los ojos muy abiertos.
—¿Estás de veras tan loco por mí, Jimps?
—Mira, vamos a divorciarnos y asunto terminado.
—No tengas prisa, Jimps… ¿Y Martín? ¿Qué va a ser de él?
—Puedo juntar de tarde en tarde algún dinero para él, ¡pobrecillo!
—Yo ganó más que tú, Jimps… No tienes que hacer eso aún. —Ya sé ya sé… ¿No lo sé yo?
Sentados se quedaron mirándose el uno al otro, sin hablar, y de tanto mirarse los ojos les ardían. De repente Jimmy sintió una terrible necesidad de estar dormido, de no recordar nada, de dejara su cabeza hundirse en las tinieblas, como en el regazo de su madre cuando era niño.
—Bueno, me voy a casa. (Se rió con una risa seca). No pensamos que esto terminaría así, ¿verdad?
—Buenas noches, Jimps —murmuró en un bostezo—. Las cosas no acaban… Si no tuviera tanto sueño… ¿Apagarás la luz?
A tientas buscó la puerta en la oscuridad. Fuera el alba teñía de gris la mañana ártica. Volvió a su cuarto apresuradamente. Quería meterse en la cama y estar dormido antes de que amaneciera.
Un largo salón bajo, con largas mesas en medio, llenas de tejidos de seda y crepé, color gris, salmón, esmeralda. Un olor a hilo y géneros cortados. Todo a lo largo de los tableros se doblan las cabezas rojizas, rubias, negras, castañas, de las muchachas que cosen. Los mandaderos van y vienen por entre las mesas, empujando percheros rodantes llenos de vestidos. Suena un timbre y el taller estalla en agudos gritos como una pajarera.
Anna se levanta y estira los brazos.
—¡Tengo una jaqueca!… le dice a la chica que está a su lado.
—¿Trasnochaste ayer?
Ella hace un signo afirmativo.
—Debes dejarte de eso, te vas a estropear. Una mujer no puede quemar la vela por los dos cabos como un hombre.
La otra chica es delgada y rubia y tiene la nariz torcida. Le pasa el brazo por la cintura a Anna.
—Lo que daría yo por ganar las libras que a ti te sobran.
—Ojalá —dice Anna—. Coma lo que coma todo se me vuelve grasa.
—Pues no estás tan gorda… Lo bastante llenita para que a los hombres les guste pellizcarte. Si probaras a ajustarte un poco estarías espléndida.
—A mi novio le gusta que las chicas tengan formas.
En las escaleras se abren paso entre un grupo de muchachas que escuchan a una niña de pelo rojo. La pequeña habla aprisa, abriendo mucho la boca y poniendo los ojos en blanco.
—Vivía unas casas más arriba, 2230 Cameron Avenue. Había ido al Hippodrome con unas amigas, y cuando volvieron, como era tarde, la dejaron irse sola, por Cameron Avenue, ¿comprenden ustedes?, y a la mañana siguiente, cuando sus padres se pusieron a buscarla, la encontraron detrás de un cartel de Spearmint, en un solar.
—¿Muerta?
—Y bien muerta… Un negro la había hecho algo horroroso y luego la había estrangulado… ¡Me hizo un efecto!… Yo iba a la escuela con ella. Ahora en Cameron Avenue no se ve una chica en cuanto se hace de noche, de miedo que tienen.
—Sí, yo lo leí todo anoche en el periódico. Y vivía en la manzana de al lado… ¡Hay que ver!
—¿Has visto cómo le toqué a aquel jorobado? —exclamó Rosie cuando él se instaló a su lado en el taxi.
—¿En el vestíbulo del teatro?
Él se tiró de los pantalones, que le apretaban las rodillas…
—Eso nos va a dar suerte, Jake. Con los jorobados nunca falla… si les tocas en la joroba… ¡Huy, cómo me molestan estos taxis que corren tanto! (Fueron lanzados hacia delante por una parada en seco). ¡Dios mío, casi hemos atropellado a un chico!
Jake Silverman le dio unas palmaditas en las rodillas.
—¡Pobrecita mía, no te asustes!
Al llegar al hotel ella tiritando, hundió la cara en el cuello del gabán. Cuando se acercaron a buscar la llave el empleado le dijo a Silverman:
—Hay un caballero esperándolo, señor.
Un hombre rechoncho se adelantó a él sacándose un cigarro de la boca.
—¿Me hace el favor de entrar aquí un momento, señor Silverman?
Rosie creyó que iba a desmayarse. Se quedó inmóvil, helada con las mejillas hundidas en el cuello de piel.
Sentados en dos profundas butacas, los dos hombres cuchicheaban con las cabezas juntas. Paso a paso ella se fue acercando con el oído alerta. «Orden de prisión… Ministerio de Justicia… Uso del correo con fines fraudulentos…». No podía oír los que Jake contestaba. Él movía la cabeza como en señal de asentimiento. Luego de pronto se puso a hablar suavemente, sonriendo.
—Ya he oído su opinión, señor Rogers… He aquí la mía. Si usted me detiene ahora yo me arruinaré y miles de personas que han colocado el dinero en esta empresa se arruinarán… Dentro de una semana puedo liquidar el negocio entero con provecho… Señor Rogers, tiene usted delante a un hombre víctima de un estúpido exceso de confianza en los demás.
—No lo puedo remediar… Mi deber es ejecutar la orden… Tendré que registrar su cuarto… Nosotros, ¿sabe usted?, traemos una listita.
El hombre sacudió la ceniza de su cigarro y empezó a leer con voz monótona:
—Jacob Silverman, alias Edward Faversham, Simeón J. Arbuthnot, Jack Hinkley, J. J. Gol… Oh, tenemos la colección completa… Hemos hecho un bonito trabajo en el caso de usted, aunque me esté mal el decirlo.
Se levantaron. El del cigarro hizo una seña con la cabeza a un hombre flaco, de gorra, que leía un periódico en la puerta opuesta del vestíbulo.
Silverman se acercó al despacho.
—Mis negocios me obligan a ausentarme —dijo al empleado—. ¿Quiere usted hacerme el favor de tener mi cuenta preparada? La señora Silverman se quedará unos días más.
Rosie no podía hablar. Entró con los tres hombres en el ascensor.
—Siento tener que hacer esto, señora —dijo el detective flaco tirándose de la visera de su gorra.
Silverman les abrió la puerta del cuarto y la cerró cuidadosamente tras él.
—Gracias por su delicadeza, caballeros… Mi mujer les da las gracias.
Rosie se sentó en una silla recta en un rincón. Se mordía fuerte la lengua, más fuerte aún, para impedir que sus labios temblaran.
—Comprendemos, señor Silverman, que esto no es un caso criminal ordinario.
—¿No quieren ustedes una copita, caballeros?
Ellos sacudieron la cabeza. El hombre rechoncho encendió otro cigarro.
—Vamos, Mike —dijo el flaco—, registra las cajas y el guardarropa.
—¿Es eso lo que se acostumbra?
—Si hiciéramos lo que se acostumbra le pondríamos a usted las esposas y nos llevaríamos a la señora como cómplice.
Rosie, con las manos heladas cruzadas entre las rodillas, balanceaba el cuerpo de un lado a otro. Tenía los ojos cerrados. Mientras los detectives revolvían el guardarropa, Silverman aprovechó la ocasión para ponerle la mano en el hombro. Ella abrió los ojos.
—En cuanto estos esbirros me lleven, telefonea a Schatz y dile todo. Échale mano aunque tengas que despertar a todo Nueva York.
Hablaba bajo, de prisa, moviendo apenas los labios.
Un minuto después desapareció, seguido por los dos detectives, que llevaban un maletín lleno de cartas. Con los labios aún húmedos de su beso, ella, ofuscada, paseaba la vista por el cuarto vacío, mortalmente silencioso. Notó que en el secante de la mesa había algo escrito. Era su letra, muy garrapateada. «Echa la llave a todo y lárgate; eres una buena chica». Las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas. Se quedó sentada un largo rato con la cabeza apoyada sobre la mesa besando las palabras escritas con lápiz sobre el secante.