Con un níquel antes de medianoche se compra el mañana… Titulares de atracos, un café en el automático, un paseo por Woodlawn, Fort Lee, Flatbush… Con un níquel introducido en la ranura se compra goma de mascar Somebody loves me, Baby Divine, You’re in Kentucky, Juss shu’as You’re Born… notas contusionadas de fox-trots salen cojeando por las puertas; blues, valses (We’d Danced the Whole Night Through), giran y giran, trayendo recuerdos de oropel… En la Sexta Avenida, en la calle 14, hay todavía estereóscopos con cagadas de mosca, donde por un níquel puede uno asomarse a los amarillos ayeres. Al lado del crepitante tiro al blanco puede uno ver: Noches de novios, La sorpresa del soltero, La liga robada…, cesto de papeles donde yacen nuestros sueños destrozados… Por un níquel antes de medianoche se compran nuestros ayeres.
Ruth Prynne salió de la oficina del médico ajustándose la piel alrededor del cuello. Se sentía a punto de desmayarse. Taxi. Al montar recordó el olor a cosméticos y tostadas, el desordenado corredor de la casa de la Sra. Sunderland. «¡Oh, no puedo irme a casa ahora!».
—Chófer, al Old English Tea Room de la calle 40.
Abrió su alargado monedero de cuero verde y miró. «¡Dios mío, sólo un dólar, un cuarter, un níquel y dos peniques!». No apartaba los ojos de los números que cliqueteaban en el taxímetro. Hubiera querido romper a llorar… ¡Cómo se va el dinero! Cuando se apeó, el viento polvoriento le rascaba la garganta.
—Ochenta centavos, señorita… No tengo suelto, señorita.
—Está bien. Quédese con la vuelta.
—¡Dios mío, me quedan treinta y dos centavos!
Dentro hacía calor y olía a té y a pastas.
—¡Cómo, Ruth!… Sí, es Ruth… Ven a mis brazos, querida… Después de tantos años.
Era Billy Waldron. Estaba más gordo y más blanco que antes. Le dio un fuerte abrazo y la besó en la frente.
—¿Cómo te va? Cuéntame… Qué distinguée estás con ese sombrero.
—Acaban de hacerme la radiografía de la garganta —dijo sonriendo—. Me siento hecha trizas.
—¿Qué haces ahora, Ruth? Hace siglos que no sé de ti. Me has tirado al cesto como un número atrasado, ¿no?
Ruth recogió sus palabras altivamente.
—¿Después de tu éxito en The Orchard Queen?
—A decir verdad, Billy, he pasado una racha terrible de mala suerte.
—Oh, ya sé que todo está muerto.
—Tengo una cita con Belasco para la próxima semana… Tal vez salga algo.
—Me alegraré, Ruth… ¿Esperas a alguien?
—No… Oh, Billy, eres el mismo guasón de siempre… No te burles de mí esta tarde. No estoy para bromas.
—¡Pobrecilla! Siéntate, y toma una taza de té conmigo. Te digo, Ruth, que es un año terrible. Más de un buen cómico empeñará hasta el último eslabón de la cadena de su reloj… Supongo que tú también te dedicarás a visitar empresarios…
—No me hables… Si al menos pudiera ponerme bien de la garganta… Una cosa así acaba con uno.
—¿Recuerdas nuestros buenos tiempos en la Somerville Stock?
—¿Cómo no me he de acordar, Billy?… ¡Qué juergazo, eh!
—La última vez que te vi, Ruth, fue en Seattle, en The Buterfly on the Wheel. Yo estaba en el público.
—¿Por qué no entraste a verme?
—Supongo que estaría aún enfadado contigo… Estaba en un momento de gran depresión. En el valle de la sombra… melancolía, neurastenia. No tenía un céntimo… Además de mi pobreza, aquella noche me sentía un poco borracho… No quería que vieras en mí la bestia.
Ruth se sirvió otra taza de té. De pronto se sintió febrilmente alegre.
—Oh, Billy, ¿no te has olvidado aún de todo aquello?… Entonces era yo una chiquilla tonta… Tenía miedo de que el amor o el matrimonio o cualquier cosa así se interpusiera en mi carrera artística, ¿sabes?… ¡Tenía tal deseo de triunfar!…
—¿Harías lo mismo otra vez?
—Lo dudo…
—¿Cómo es aquello de The moving finger writes and having write moves on[62]…?
—Algo así como Todas tus lágrimas no borrarán una sola palabra… Pero, Billy —dijo echando atrás la cabeza y riendo—, creí que te estabas preparando a declararte otra vez… ¡Huy, mi garganta!
—Ruth, en mi opinión debías dejarte de rayos X… He oído que es muy peligroso. No quiero alarmarte, querida… pero me han dicho que se dan casos de cáncer a consecuencia del tratamiento.
—Tonterías, Billy… Esto pasa sólo cuando los rayos X no se aplican bien, y además se necesitan años de exposición… No, creo que este doctor Warner es un hombre notable.
Más tarde, sentada en un metro expreso, Ruth sentía aún la mano de él acariciándole su guante. «Adiós, nenita, Dios te bendiga», había dicho bruscamente. Ella había estado pensando todo el rato que era el comparsa típico. «Gracias a Dios nunca lo sabrás…». Luego, dando un sombrerazo con su flexible ala ancha y sacudiendo su blanca testa sedosa, como si estuviera representando Monsieur Beaucaire, había dado media vuelta y había desaparecido entre la muchedumbre de Broadway. Yo no tendré suerte, pero en todo caso aún no he llegado a ese extremo… Cáncer, dijo. Ruth miró a derecha e izquierda los viajeros que cabeceaban frente a ella. De todas estas personas una al menos debe tenerlo. CUATRO DE CADA CINCO TIENEN… Qué idiota, no se trata de cáncer. EXLAX, NUJOL, O’SULLIVAN’S… Ruth se echó mano al cuello. Tenía la garganta muy hinchada, la garganta le palpitaba febrilmente. Quizás estaba peor. Es una cosa viva que crece en la carne, le come a uno la vida, le deja a uno horrible, podrido… Los viajeros sentados junto a ella tenían la vista fija, jóvenes y muchachos, personas de edad madura, caras verdes bajo la luz lívida, bajo los anuncios de un color agrio. CUATRO DE CADA CINCO. Un cargamento de cadáveres que cabeceaban, sacudidos por el traqueteo del expreso que rugía camino de la calle 96. En la 96 tenía que trasbordar.
Dutch Robertson estaba sentado en un banco del puente de Brooklyn, el cuello de su capote militar levantado, recorriendo con la vista la sección de ofertas y demandas. Era una sofocante tarde de niebla. El puente, chorreando agua, se alzaba como una glorieta en un espeso jardín de sirenas de barcos. Dos marineros pasaron. «No he tenido otra chiripa así desde que estuve en Buenos Aires».
Consocio, empresa cine, barrio populoso… autoriza investigación… $ 3.000… Yo no tengo tres mil dólares… Estanco, edificio frecuentado, sacrificio forzoso… Atractiva tienda de música y radio perfectamente montada… Buena parroquia… Imprenta moderna, tamaño regular, consistente en cilindros, Kelleys, alimentadoras Miller, prensas pequeñas, linotipias y taller de encuadernación completo… Restaurante Kosher, repostería… Juego de bolos… en lugar frecuentado, gran salón de baile y otros locales. COMPRAMOS DIENTES POSTIZOS, oro viejo, platino, alhajas viejas. ¡Qué diablos van a comprar! SE NECESITA UN AYUDANTE… Esto está más dentro de mis aspiraciones… Escribientes, calígrafos de primera… ¡Imposible! Artista, asistente. Auto. Taller reparaciones de bicicletas y motocicletas… En el respaldo de un sobre apuntó las señas. Limpiabotas… Aún no. Chico; no, creo que yo no soy chico ya. Bombones, Agentes, Lavacoches, Lavaplatos. GANE MIENTRAS APRENDE. Odontología mecánica, el camino más corto para el éxito… Trabajo permanente.
—Hola, Dutch… Creí que no llegabas nunca.
Una muchacha de cara gris, con un sombrero rojo y un gabán gris de conejo, se sentó a su lado.
—Dios, estoy cansado de leer anuncios de ofertas.
Dutch estiró los brazos y bostezó dejando resbalar el periódico por sus piernas.
—¿No sientes frío sentado aquí en el puente?
—Puede… Vamos a comer.
Se puso en pie de un salto, y acercó su cara roja de nariz delgada a la de ella. Sus pálidos ojos grises se clavaron en los negros de la muchacha. Y dándole con viveza en el brazo unas palmaditas, dijo:
—Hola, Francie… ¿Cómo está mi nena?
Retrocedieron hacia Manhattan, por donde ella había venido. Bajo ellos el río resplandecía a través de la neblina. Un gran vapor pasó lentamente, las luces ya encendidas.
Desde la barandilla miraron las negras chimeneas.
—¿Era tan grande como ése el barco en que tú fuiste a Europa, Dutch?
—Más grande.
—¡Lo que me gustaría a mí ir!
—Te llevaré algún día y te enseñaré todos los sitios de por allí… Estuve en una porción de pueblos aquella vez que me escapé sin permiso. Llegados a la estación del elevado, vacilaron.
—Francie, ¿estás en fondos?
—Sí, hombre, tengo un dólar… Aunque debía guardarlo para mañana.
—A mí no me quedan más que veinticinco centavos. Vamos a tomarnos dos cenas de cincuenta y cinco centavos en ese restaurante chino… lo cual hará un dólar diez.
—Tengo que quedarme con un níquel para ir a la oficina mañana.
—Maldita sea la… Si tuviéramos un poco de dinero…
—¿No has encontrado nada aún?
—Te lo habría dicho ya.
—Vamos, yo tengo medio dólar ahorrado en mi cuarto. Puedo sacar de eso para el tranvía.
Cambió el dólar y metió dos níqueles en la ranura. Eligieron sitio en el tren de la Tercera Avenida.
—Oye, Francie, ¿me dejarán bailar con camisa kaki?
—¿Por qué no, Dutch? Está muy decente.
—Me violenta un poco, no creas.
La jazzband del restaurante tocaba Hindustan. Olía a chop suey y a salsa china. Las mesas estaban separadas por biombos. Se instalaron en una. Jóvenes de pelo lustroso y muchachitas de melena corta estaban estrechamente abrazados. Al sentarse se sonrieron mirándose.
—¡Qué hambre tengo!
—¿Mucha, mucha?
Dutch adelantó las rodillas hasta tocar las de ella.
—Eres una buena chica —dijo al terminar la sopa—. De veras, esta semana encontraré colocación. Y luego buscaremos un buen cuartito y nos casamos…
Cuando se levantaron a bailar temblaban de tal modo que apenas podían llevar el compás.
—Caballelo… no baile sin plopio tlaje… —dijo un apuesto chino poniendo la mano en el brazo de Dutch.
—¿Qué quiere? —gruñó él sin dejar de bailar.
—Creo que es la camisa, Dutch.
—¡Qué va!
—Estoy cansada. Prefiero que hablemos en vez de bailar…
Volvieron a su mesa y a su piña de postre.
Después se marcharon por la calle 14, hacia el este.
—Dutch, ¿podemos ir a tu cuarto?
—No tengo cuarto. La vieja bruja me ha echado y no quiere darme mis cosas. En serio, si esta semana no encuentro colocación, voy a una oficina de reclutamiento y me reengancho.
—¡Oh, no hagas eso! Así no nos casaremos nunca, Dutch… ¿Por qué no me has dicho nada?
—No quería darte ese disgusto, Francie… Seis meses sin trabajo… ¡Dios, es pa volver loco a cualquiera!
—Oye, Dutch, ¿adónde podríamos ir?
—Por ahí… Conozco un muelle.
—¡Pero hace tanto frío!
—Yo no siento frío cuando tú estás conmigo, nena.
—No hables así… No me gusta.
Iban apoyados el uno en el otro por las calles oscuras y encoladas de la orilla del río, entre enormes tanques de gas, vallas derrumbadas, largos almacenes de infinitas ventanas. En una esquina bajo un farol un guasón les silbó al pasar.
—Te voy a romper las narices, hijo de mala madre —dijo Dutch torciendo la boca.
—No le contestes —murmuró Francie— si no quieres que toda la pandilla caiga sobre nosotros.
Se colgaron por la puertecilla de una alta valla por encima de la cual descollaban absurdos montones de vigas. Olía a río, a madera de cedro y a serrín. El agua lamía los pilones bajo sus pies. Dutch la acercó así y sus bocas se juntaron.
—¡Eh!, ¿no saben ustedes que no se puede entrar aquí a hacer eso de noche? —ladró una voz. El vigilante les enfocó a los ojos una linterna.
—Está bien, no se sulfure… Ibamos dando un paseo.
—Un paseo, sí, sí.
Salieron de nuevo a la calle. La brisa del río les cortaba la cara.
—Cuidado.
Un policía se acercaba silbando distraídamente. Se separaron.
—Oh, Francie, nos llevarán a la comi si seguimos así. Vamos a tu cuarto.
—La patrona me echará, na más que eso.
—No haré ruido… ¿Tú tienes la llave, no? Escurriré el bulto antes de amanecer. ¡Caramba!, le hacen a uno sentirse un bicho repugnante.
—Bueno, Dutch, vamos a casa…, pase lo que pase.
Subieron unos escalones manchados de barro, hasta el último piso.
—Quítate los zapatos —le dijo ella al oído mientras metía la llave en la cerradura.
—Tengo agujeros en los calcetines.
—¿Qué importa eso, tonto? Voy a ver si se puede pasar. Mi cuarto está al fondo, pasada la cocina, de modo que si todos están en cama no podrán oírnos.
Cuando se quedó solo sentía los latidos de su corazón. Ella volvió en un segundo. Dutch la siguió de puntillas por un corredor que crujía. De una puerta salía un ronquido. En el pasillo olía a verdura y a sueño. Una vez en su cuarto, Francie cerró la puerta con llave y puso una silla contra ella, bajo el tirador. Un triángulo de luz cenicienta entraba de la calle.
—Ahora, por los clavos de Cristo, estate callado.
Dutch, con un zapato todavía en cada mano, la abrazó estrechamente.
Acostado junto a ella con los labios pegados a su oído, le hablaba en voz baja.
—Y ya verás, Francie, cómo salgo adelante. Yo llegué a sargento en Europa hasta que me quitaron los galones por escaparme sin permiso. Eso te prueba que puedo hacer algo. En cuanto se me presente la primera ocasión ganaré un montón de billetes y tú y yo iremos a ver Château-Thierry y París y todos esos sitios. Verás cómo te gusta, Francie… Los pueblos son viejos, raros y tranquilos; allí se siente uno como en su casa y tienen unas tabernas pistonudas donde te sientas al aire libre a mirar pasar la gente. La comida es buena también cuando te acostumbras a ella, y hay miles de hoteles adonde podríamos haber ido esta noche, por ejemplo, y no preguntan si estás casao ni nada. Y tienen camas grandes todas de madera muy cómodas y te suben el desayuno a la cama. ¡Oh, Francie, cómo te gustaría!
Iban a cenar. Nevaba. Grandes copos de nieve giraban, voltejeaban a su alrededor, moteando el resplandor de las calles de azul, de rosa, de amarillo, empañando las perspectivas.
—Ellie, me da rabia que tengas que aceptar ese trabajo… Debías seguir con tu teatro.
—Pero, Jimps, tenemos que vivir.
—Ya lo sé…, ya lo sé. La verdad es que tú no estabas en tu juicio, Ellie, cuando te casaste conmigo.
—Oh, no hablemos más de ello.
—Vamos a correrla esta noche… Es la primera nevada.
—¿Es aquí?
Habían llegado a la puerta de un sótano, protegida por una verja de complicada lacería.
—Vamos a ver.
—¿Sonó el timbre?
—Creo que sí.
La puerta interior se abrió y una muchacha con un delantal rosa les miró atentamente.
—Bonsoir, mademoiselle[63].
—Ah…, bonsoir, monsieur, dame[64].
La chica les condujo a un vestíbulo alumbrado por lámparas de gas, que olía a comida. Gabanes, sombreros y bufandas colgaban de los percheros. A través de una cortina el restaurante les sopló a la cara una ráfaga de pan caliente, de cocktails, mantequilla frita, perfumes, barras de carmín, bulla y chachareo.
—Me huele a ajenjo —dijo Ellen—. Anda, vamos a tomar una buena curda.
—Hombre, ahí está Congo… ¿No te acuerdas de Congo Jake, el de Seaside Inn?
Estaba en pie, corpulento, al extremo del comedor, haciéndoles señas. Tenía la cara muy curtida y un lustroso bigote negro.
—Hola, Meester’Erf… ¿Cómo está usted?
—Como Dios. Congo, quiero presentarle a mi mujer.
—Si no les importa entrar en la cocina echaremos un trago.
—Pues claro que no… Es el mejor sitio de la casa. ¿Por qué cojea usted?… ¿Qué se ha hecho usted en la pierna?
—Foutue[65]… Me la dejé en Italia… No me la podía traer una vez cortada.
—¿Qué le pasó?
—Nada, una estupidez. Fue en Mont Tomba… Mi cuñao me regaló una pierna artificial estupenda… Sentarse. Mire, señora, ¿a que no puede usted decir cuál es la mía?
—No, no puedo —dijo Ellie riendo.
Estaban en una mesita de mármol en el rincón de la atestada cocina. En medio, una muchacha limpiaba los platos en una mesa de pino. Dos cocineros trabajaban en el fogón. El aire estaba saturado de un olor grasiento a comida. Congo volvió cojeando con tres vasos en una bandejita. Se quedó con ellos mientras bebían.
—Salut —dijo alzando su vaso—. Cocktail de ajenjo, como lo hacen en Nueva Orleans.
—Es néctar.
Congo sacó una tarjeta del bolsillo del chaleco.
MARQUIS DES COULOMMIERS
IMPORTACIONES
Riverside, 11121
—Puede que algún día necesiten ustedes alguna cosilla… Negocio sólo licores importados antes de la guerra. Soy el mejor bootlegger[66] de Nueva York.
—Si alguna vez tengo dinero me lo gastaré desde luego en su casa, Congo… ¿Qué tal va el negocio?
—Muy bien, ya le contaré. Esta noche tengo mucho que hacer… Voy a buscarles una mesa en el restaurant.
—¿Es de usted este local también?
—No, es de mi cuñao.
—No sabía que tuviera usted una hermana.
—Ni yo tampoco.
Cuando Congo se retiró cojeando, el silencio cayó entre ellos como un telón de amianto en un teatro.
—Es un tipo la mar de gracioso —dijo Jimmy con una risa forzada.
—Sí que es.
—¿Vamos a tomar otro cocktail?
—Vamos.
—Tengo que pescarle un día por mi cuenta, y sonsacarle algunas historias de bootleggers.
Cuando estiró las piernas bajo la mesa tropezó con los pies de Ellie, que los retiró. Jimmy sentía sus mandíbulas masticar, le rechinaban tan fuerte dentro de las mejillas que pensó que Ellie podía oírlas también. Ella estaba sentada junto 4 él, con un traje de sastre gris. Su cuello surgía de la marfileña V formada por el descote plisado de la blusa, su cabeza se inclinaba graciosamente bajo un sombrero gris muy encajado. Tenía los labios pintados. Sin decir palabra cortaba la carne en pedacitos y no comía.
Se sentía paralizado como una pesadilla. Su mujer le parecía una figura de porcelana dentro de un fanal. Una corriente de aire fresco, lavado por la nieve, cruzó inesperadamente la luz empañada del restaurante, cortando el vaho de las comidas, de las bebidas y del tabaco. Él aspiró un instante el 'perfume del pelo de Ellen. Los cocktails ardían en su interior. ¡Dios, no quisiera rodar bajo la mesa!
Sentados en el restaurante de la Gare de Lyon, juntos, en el banco de cuero negro. Sus mejillas se rozan cuando se inclina a poner en el plato de ella arenques, mantequilla, sardinas, anchoas, salchichón. Comen aprisa y corriendo engullen, ríen, trasiegan vino, se sobresaltan a cada silbido de una máquina…
El tren arranca de Avignon. Ambos se despiertan, se miran a los ojos, en el departamento lleno de viajeros que roncan, dormidos como leños. Él se abre paso entre piernas entrecruzadas y sale a fumar un cigarrillo en el extremo del corredor oscilante y sombrío. Tracatrán, rumbo sur, tracatrán, rumbo sur, cantan las ruedas sobre los rieles por el valle del Ródano. Acodado en la ventanilla trata de fumar un cigarro que se deshace, tapando con un dedo el agujero. Glubglub, glubglub, desde los arbustos, desde los plateados álamos que bordean la vía. «Ellie, Ellie, los ruiseñores cantan en la vía». «Oh, estaba tan dormida, querido». Ellen se acerca a él, a tientas, tropezando con las piernas de los dormidos. Juntos en la ventanilla, en el corredor oscilante, trepidante.
Tracatrán, hacia el sur. Suspiros de los ruiseñores en los álamos plateados de la vía. La loca noche de luna huele a jardines, a ajo, a ríos, a campos de rosa recién estercolados. Suspiros de ruiseñores.
Frente a él la muñeca de Ellie hablaba.
—Dice que la ensalada de langostas se acabó… ¡Qué fastidio!
De repente Jimmy recuperó el habla.
—¡Dios, si fuera eso sólo!
—¿Qué quieres decir?
—¿Para qué habremos vuelto a esta cochina ciudad?
—Desde que vinimos no paras de alabarla.
—Ya lo sé… Será que están verdes las uvas… Voy a tomar otro cocktail… Ellie, Ellie, ¿por qué somos así?
—Nos vamos a poner malos si seguimos con esto, te lo participo.
—Es lo mismo… Seamos buenos y pongámonos malos.
Cuando se sientan en la cama ven el puerto, ven las velas de un velero y una balandra blanca y un remolcador rojo y negro, pequeño como un juguete, y casas sin adornos al fondo, más allá una franja de agua, irisada como la cola de un pavo real. Cuando se acuestan ven gaviotas en el cielo. Al atardecer se visten, y soñolientos, trémulos, salen tropezando por los húmedos corredores del hotel a las calles ruidosas como una charanga, llenas de repiqueteos, de fulgores de bronce, de reflejos de cristal, de bocinazos, de bramidos de motores… Solos los dos, al atardecer, beben jerez bajo un plátano de anchas hojas, solos los dos, entre la abigarrada chusma, como seres invisibles. Y la noche primaveral surge del mar, noche africana que los envuelve amenazante…
Habían terminado el café. Jimmy había bebido el suyo muy despacio, como si algún tormento le esperase al acabar.
—¡Qué miedo tenía de encontrarnos con los Barney aquí! —dijo Ellen.
—¿Conocen este sitio?
—Tú mismo los trajiste, Jimmy:… Y esa pelma de mujer no cesó de hablarme de bebés en toda la noche. Yo odio hablar de los niños.
—Lo que daría yo por ir al teatro.
—Es tarde, de todos modos.
—Y gastar el dinero que no tengo… Vamos a tomar un coñac para remate. Si nos da la puntilla, mejor.
—Nos la dará, y no sólo de una manera.
—Ellie, a la salud del ganapán que lleva la carga del hombre blanco.
—Jimmy, creo que sería divertido trabajar en un periódico una temporada.
—Para mí sería divertido tener cualquier trabajo… Bueno, yo siempre puedo quedarme en casa y cuidar al niño.
—No seas tan pesimista, Jimmy, esto es pasajero.
—La vida es pasajera también.
El taxi paró. Jimmy lo pagó con su último dólar. Ellie metió la llave en la cerradura. La calle era un remolino de nieve color ajenjo. La puerta de su cuarto se cerró tras ellos. Sillas, mesas, libros, cortinas, se amontonaban a su alrededor, tristes con el polvo de ayer; de anteayer, de anteanteayer. Se sentían oprimidos por el olor a pañales, cafeteras, aceite de la máquina de escribir, polvos de lavar. Ellen sacó fuera la botella de la leche vacía y se fue a la cama. Jimmy se quedó paseando nerviosamente por el gabinete. Su borrachera se disipó dejándole sereno, frío. En el vacío de su cerebro una palabra de dos caras retiñía como una moneda: Éxito-Fracaso. Éxito-Fracaso.
Estoy loca por Harry,
Harry está loco por mí.
—tararea ella a media voz mientras baila. Es un largo salón con una orquesta al fondo, iluminada por dos racimos de luces eléctricas colgadas en el centro, entre cadenetas de papel. En el extremo, cerca de la puerta, una barandilla barnizada contiene la fila de hombres. Este con quien Anna baila es un sueco alto y cuadrado cuyos grandes pies siguen torpemente los piececitos de ella, ágiles y vivos. La música cesa. Ahora es un judío pequeño y delgaducho, de pelo negro, que trata de ceñirse demasiado.
—Eso no.
Anna lo separa.
—Tenga compasión.
Ella no contesta, y sigue bailando con fría precisión, enferma de cansancio.
Yo y mi amiguito,
mi amigo y yo.
Un italiano le echa a la cara su aliento que apesta a ajo; un sargento de marina; un gringo; un mozalbete rubio de mejillas sonrosadas, ella le sonríe; un borracho de edad madura que trata de besarla… Cherley my boy o Charley my boy… Cabezas lustrosas, cabezas alborotadas, pecas, caras granujientas, narices chatas, narices rectas, bailarines ágiles, bailarines pesadotes… Voy al suz… y la boca ya me sabe cañaduz… Contra su espalda manos grandes, manos calientes, manos sudorosas, manos frías… Por cada baile recibe una ficha; ya tiene el puño lleno. Este valsa muy bien y está muy elegante con su traje negro.
—¡Uf, qué cansada estoy! —murmura.
—Yo no me canso nunca de bailar.
—Oh, es de bailar así con todo el mundo.
—¿No quiere usted venir a bailar conmigo sólo en algún sitio?
—Mi novio me está esperando a la salida.
Sin más que un retrato
para contarte mis penas…
¿qué haré yo?…
—¿Qué hora es? —pregunta a un sujeto con cara de muy avispado.
—Hora de que usted y yo intimemos, fea…
Ella sacude la cabeza. De repente la música estalla en Auld Long Syne. Ella se separa de él y corre al mostrador con un enjambre de chicas que acuden dándose codazos a devolver sus fichas.
—Oye, Anna —dice una rubia de amplias caderas—. ¿Te has fijado en ese tío que bailaba conmigo?… Va y me dice: «¿Nos veremos?», y yo le contesto al tío: «En el infierno», y él va y me dice: «¡Un cuerno!…».