Banderas en todas las astas de la Quinta Avenida, flotando al recio viento de la historia. Grandes banderas que sujetas por cuerdas a los crujientes palos, con bolas doradas, tremolan y gualdrapan a lo largo de la Quinta Avenida. Las estrellas bailan apaciblemente en un cielo de pizarra, las franjas rojas y blancas se retuercen contra las nubes.
En la algazara de charangas y caballos piafantes, en el estruendoso fragor del cañón, sombras como sombras de garras, asen las tensas banderas. Las banderas como lenguas hambrientas lamen, se retuercen, se enroscan.
Un camino largo, largo que serpea…
¡Allá abajo!… ¡Allá abajo!
El muelle está atestado de barcos rayados como cebras, como mofetas. Los Narrows están obturados con lingotes. En los subterráneos del Tesoro apilan monedas de oro hasta el techo. Los dólares gimen en la radio, todos los cables inscriben dólares.
Un camino largo, largo, que serpea…
¡Allá abajo!… ¡Allá abajo!
En el metro los ojos se salen de las órbitas al deletrear Apocalipsis, tifus, cólera, ametrallamiento, insurrección, muerte en el fuego, muerte en el agua, muerte en el barro, muerte de hambre.
¡Oh, qué lejos está Madymosell de Armenteers, allá abajo, allá abajo! Ya vienen los yanquis, ya vienen los yanquis. Por la Quinta Avenida trompetean pidiendo para el empréstito de la Libertad, para la Cruz Roja. Barcos hospitales se deslizan puerto arriba y descargan furtivamente, de noche, en los viejos docks de Jersey. A lo largo de la Quinta Avenida las banderas de diecisiete naciones, flamean, se retuercen en el viento veraz y cortante.
¡Oh la encina y el freno y el llorón!
Verde crece la hierba en el país de Dios…
Las grandes banderas gualdrapean y flotan en sus amarras en las crujientes astas de la Quinta Avenida.
El capitán James Merivale, D.S.C., tendido en el sillón con los ojos cerrados, sentía los dedos blanduchos del barbero sobarle suavemente las mejillas. La espuma le cosquilleaba en las narices, aspiraba el perfume de las lociones, oía los tijeretazos y el zumbido de un vibrador eléctrico.
—¿Un poquito de masaje facial, señor, para quitarse esas espinillas? —murmuró el barbero a su oído.
El barbero era calvo y tenía una barbilla azul y redondita.
—Bueno —repuso Merivale—; haga usted todo lo que quiera. Ésta es la primera vez que me afeito decentemente desde que se declaró la guerra.
—¿Recién llegado, mi capitán?
—Sipi…, luchando por la democracia.
El barbero ahogó sus palabras bajo una toalla caliente.
—¿Un poco de agua de lila, mi capitán?
—No, no me ponga ninguna de esas condenadas lociones; basta un poco de carpe o un antiséptico cualquiera.
La manicura rubia tenía unas pestañas ligeramente untadas de rimel; le lanzó una mirada hechicera, entreabriendo sus labios de rosa. —Se conoce que acaba usted de desembarcar, mi capitán… ¡Qué tostado viene usted! (Él abandonó una mano sobre la blanca mesita). Hace mucho tiempo, mi capitán, que nadie ha cuidado de estas manos.
—¿Y usted qué sabe?
—Mire cómo le ha crecido la cutícula.
—Estábamos demasiado ocupados para pensar en tales cosas. Soy hombre libre desde las ocho solamente.
—¡Oh, debe de haber sido terrible!
—Sí, fue una gran guerrita mientras duró.
—Me figuro… ¿Y ahora ha terminado usted por completo, mi capitán?
—Sigo en la reserva, desde luego.
La manicura le dio una última palmadita en la mano y él se puso en pie.
Dejó sendas propinas en la palma blanducha del barbero y en la palma ruda del negro que le alargó el sombrero, y subió despacio los blancos escalones de mármol. En el rellano de la escalera había un espejo. El capitán James Merivale se detuvo a contemplar al capitán James Merivale. Eran un joven alto de facciones rectilíneas, con una barbilla algo carnosa. Vestía un bien cortado uniforme de gabardina, realzado por las insignias de la Rainbow División, y todo decorado de cintajos y galones. La luz del espejo ponía reflejos plateados en las dos pantorrillas de sus polainas. Carraspeó mientras se miraba, de arriba abajo. Un joven en traje de paisano se le acercó por detrás.
—Hola, James, te han dejado como nuevo.
—Exacto… Oye, ¿no es una estupidez no dejarnos usar cinturones Sam Browne? Es echar a perder el uniforme por completo.
—Por mí ya pueden coger todos los cinturones Sam Browne y metérselos al general en jefe donde le quepan… Yo soy paisano.
—Tú eres todavía oficial de la reserva, no lo olvides.
—La reserva que se la lleven los diablos. Vamos a echar un trago.
—Tengo que ir a ver a la familia.
Habían llegado a la calle 42.
—Bueno, hasta luego James. Yo voy a gozar de un alivio… Figúrate… ¡estar libre!
—Hasta luego, Harry, no hagas nada que yo no haría.
Merivale se dirigió hacia el oeste por la calle 42. Todavía se veían banderas, unas colgadas de las ventanas, otras ondulando perezosamente en las astas con la brisa septembrina. Iba mirando los escaparates, flores, medias de mujer, bombones, camisas y corbatas, vestidos, telas de color a través de las lunas resplandecientes, entre un raudal de caras, caras afeitadas de hombres, caras de mujeres con labios rojos y narices empolvadas. Todo le excitaba, todo le intranquilizaba. Entró en el metro impaciente. «Fíjate cuántos galones lleva ése… Es un D.S.C.», oyó que una muchacha le decía a otra. Se apeó en la calle 72, tan familiar para él, y marchó, sacando pecho, en dirección al río.
—¿Cómo está usted, capitán Merivale? —dijo el del ascensor.
—¿Libre al fin, James? —gritó su madre corriendo a abrazarle. Él bajó la cabeza y la besó. La madre, vestida de negro, pálida y ajada. Maisie, también de negro, apareció tras ella, alta y sonrosada.
—¡Qué alegría encontraros las dos de tan buen semblante!
—Sí, estamos mejor de lo que podía esperarse. Querido, lo hemos pasado muy mal… Ahora eres el cabeza de familia, James.
—¡Pobre papá… morir así!
—De eso te libraste… Miles de personas murieron de lo mismo, en Nueva York solamente…
James enlazó a Maisie con un brazo y a su madre con otro. Ninguno de los tres hablaba.
—Sí —dijo Merivale dirigiéndose al gabinete—, fue una buena guerra mientras duró.
Su madre y su hermana le siguieron pisándole los talones. Él se sentó en el sillón de cuero y estiró sus piernas relucientes.
—No sabéis lo delicioso que es encontrarse de nuevo en casa.
—La señora Merivale acercó su silla.
—Bueno, ahora, querido, cuéntanos todo.
En la oscuridad de los escalones ante el portal, la agarra violentamente y la atrae hacia así.
—No, Buoy, no; no seas bruto.
Sus brazos le ciñen la espalda como una cuerda de nudos. A ella le tiemblan las piernas. Siente en la cara, en la nariz, la boca del hombre que busca ávidamente la suya. Unos labios le chupan los labios impidiéndole respirar.
—Suéltame, no puedo más.
Él la aparta de sí. La chica, sujeta por sus manazas, se tambalea jadeante contra la pared.
—No tienes que preocuparte —murmuró él en voz baja.
—Tengo que irme, es tarde… tengo que levantarme a las seis.
—Y yo, ¿a qué hora crees tú que me levanto?
—Es que mi madre puede sorprenderme.
—Dile que se vaya a la porra.
—El mejor día le digo algo peor… si no deja de fastidiarme.
Ella le oprime los mofletes, le besa rápida en la boca; desasiéndose de él, sube corriendo cuatro tramos de mugrientas escaleras.
La puerta está aún sin cerrar. Ella se desata los escarpines y atraviesa con cuidado la cocina, con los pies doloridos. Del cuarto contiguo, llega el doble roncar fatigoso de sus tíos. Alguien me quiere bien, y yo no sé quién… La canción le hormiguea por todo el cuerpo, en sus pies que palpitan, en la parte de la espalda donde él le apretaba la mano al bailar. Anna, o te olvidas de eso o no duermes. Anna, hay que olvidar. Los platos tintinean espantosamente cuando ella se da un topetazo contra la mesa puesta para el desayuno.
—¿Eres tú, Anna? —dice la voz quejicosa y soñolienta de su madre desde la cama.
—Fui a beber agua, mamá.
La vieja gruñe entre dientes. Da una vuelta en la cama y los muelles crujen. Dormida todo el tiempo.
Alguien me quiere bien yo no sé quién. Anna se quita el vestido de baile y se pone el camisón; luego, de puntillas, va al guardarropa a colgar el vestido, y por fin se desliza entre las sábanas, poco a poco para que los hierros no crujan. Roce de pies, luces brillantes, caras hinchadas, brazos enlazados, muslos tensos, pies saltantes. Yo no sé quién. Roza que te roza, matraca del saxófono, pasos al compás del tambor, trombón, clarinete. Pies, muslos, mejillas pegadas. Alguien me quiere bien… Roza que te roza, yo no sé quién.
El bebé con su carita sonrosada y los puños cerrados dormía en la cama del camarote. Ellen estaba agachada sobre una maleta de cuero negro. Jimmy Herf, en mangas de camisa, miraba por la portilla.
—Ahí está la estatua de la Libertad… Ellie, debiéramos estar sobre cubierta.
—Pasarán siglos antes que atraquemos. Sube tú antes. Yo iré con Martín dentro de un minuto.
—Oh, ven ahora; meteremos todo lo del niño en la bolsa mientras nos remolcan al muelle.
Salieron a la cubierta en la deslumbrante tarde de septiembre. El agua era verde-añil. Un viento recio barría las espirales de humo gris y las burbujas de algodón bajo la enorme bóveda añil del cielo. Contra el horizonte manchado de hollín, barcazas, vapores, chimeneas de centrales eléctricas, muelles cubiertos, puentes. La parte baja de Nueva York era una pirámide de cartón recortado.
—Ellie, deberíamos sacar a Martín para que viera.
—Empezaría a bramar como un remolcador… Mejor está donde está.
Se agacharon para pasar bajo unos cables, junto a un malacate rechinante, y llegaron a la proa.
—¡Oh, Ellie, es el espectáculo más grandioso del mundo!… Yo nunca pensé volver; ¿y tú?
—Yo siempre tuve intención de volver.
—No así.
—No, creo que no.
—S’il vous plait, madame[56]…
Un marinero les hacía retroceder. Ellen volvió la cara contra el viento para quitarse de los ojos los mechones de pelo cobrizo.
—C’est beau n’est-ce pas[57]?
Ella sonrió en el viento a la cara roja del marinero.
—J’aime mieux le Havre… S’il vous plait, madame[58].
—Bueno, me voy abajo; tengo que envolver a Martín.
El chung-chung del remolcador que se acercaba al costado del buque le impidió oír la respuesta de Jimmy. Ellen se alejó y bajó otra vez al camarote.
Fueron estrujados entre la multitud al extremo de la pasarela.
—Mira, podríamos esperar un mozo —dijo Ellen.
—No, rica, ya las llevo yo.
Jimmy sudaba y tropezaba, con una maleta en cada mano y paquetes bajo los brazos. En los de Ellen el rorro balbuceaba alargando sus manecitas a las caras de todos.
—¿Sabes una cosa? —dijo Jimmy al franquear la pasarela—. Más me gustaría embarcar… Me fastidia volver aquí.
—A mí no… Ahí está la H… Voy en seguida… Quiero ver si Frances y Bob están ahí.
—Hola…
—Bueno que me…
—Helena, has engordado, estás magnífica. ¿Y Jimps?
Jimmy se frotaba las manos rozadas por las asas de las pesadas maletas.
—Hola, Herf.
—Hola, Frances.
—¡Qué alegría veros!
—Jimps, lo que tengo que hacer es irme corriendo al Brewoort con el chico…
—¡Qué monería!
—¿Tienes cinco dólares?
—Tengo sólo un dólar suelto. Esos ciento están en cheques.
—Yo tengo dinero de sobra. Helena y yo vamos al hotel y vosotros podéis venir luego con el equipaje.
—Inspector, ¿puedo salir con el niño? Mi marido se ocupará de los baúles.
—¡No faltaba más, señora! Pase usted.
—¿No es mono? ¡Oh Frances, eso es divertidísimo!
—Vete, Bob. Yo acabaré más pronto solo… Tú acompaña a las señoras al Brewoort.
—Lástima que tengas que quedarte.
—Vamos, irse… Yo os seguiré dentro de nada.
—Señor James Herf, señora y niño… ¿No es eso?
—Sí, eso es.
—Enseguida soy con usted, señor Herf… ¿Está todo el equipaje aquí?
—Sí, está todo.
—¡Qué bueno es! —cloqueó Frances, que subió con Hildebrand al coche donde ya Ellen se había instalado.
—¿Quién?
—El niño, por supuesto.
—Oh, tenías que verle algunas veces. Parece que le gusta viajar. Un hombre sin uniforme abrió la puerta del coche y metió la cabeza dentro, al momento de salir.
—¿Quiere olernos el aliento? —preguntó Hildebrand.
El hombre, que tenía una cabeza como un taco de madera, cerró la puerta.
—Helena no conoce la prohibición, todavía, ¿verdad?
—Me ha dado el gran susto. Mira.
—¡Atiza!
De debajo de la manta que envolvía al chico sacó un paquete de papel gris…
—Dos litros de nuestro coñac especial… goût famille, Herf… y traigo otro en un termo escondido en la cintura… Por eso parece que voy a tener otro chico.
Los Hildebrand reventaban de risa.
—Jimps trae otro termo en la cintura y un frasco de chartreuse en el bolsillo trasero del pantalón… Probablemente tendremos que dar una fianza para sacarle de la cárcel.
Aún se les saltaban las lágrimas de risa cuando se apearon en el hotel. En el ascensor el chico empezó a berrear.
Apenas habían cerrado la puerta del espacioso cuarto soleado cuando sacó el termo de debajo de su vestido.
—Oye, Bob, telefonea que suban un poco de hielo partido y un sifón… Beberemos un coñac à l’eau de seltz.
—¿No seria mejor esperar a Jimps?
—Oh, estará aquí en seguida… No tenemos nada que declarar… Venimos demasiado arruinados… ¿Frances, cómo te arreglas tú para la leche en Nueva York?
—¿Cómo voy a saberlo yo, Helena?
Frances Hildebrand, toda ruborizada, se dirigió a la ventana.
—Bueno, seguiremos alimentándole como en el viaje… Parece que le sentaba bien.
Ellen había acostado al crío en la cama. Él pataleaba mirando alrededor con sus redondos ojos negros de reflejos dorados.
—¡Pero qué gordo está!
—Está tan saludable que me temo que sea medio idiota… ¡Cielo santo!, y yo que tengo que telefonear a mi padre… La vida de la familia es complicada hasta la desesperación.
Ellen estaba montando su infiernillo de alcohol en el lavabo. El botones entró con vasos, un cacharro con hielo partido y una botella de White Rock en una bandeja.
—Prepararé algo con lo del termo. Tenemos que bebernos eso, si no el alcohol echará a perder la goma… Y brindaremos por el café d’Harcourt.
—Naturalmente, vosotras no comprendéis, chicas —dijo Hildebrand—, lo difícil que es con la prohibición no emborracharse.
Ellen, riendo, se inclinó sobre el infiernillo, que despedía un olor casero a níquel caliente y a alcohol quemado.
George Baldwin subía por Madison Avenue con su abrigo de entretiempo al brazo. Su fatigado espíritu se reanimaba en el rutilante crepúsculo de otoño. Calle tras calle, en el ambiente impregnado de gasolina, dos abogados de frac negro y almidonados cuellos de pajarita, discutían en su cabeza. Si vas a casa gozarás de la intimidad de la biblioteca. El piso estará sombrío y tranquilo y podrás sentarte en zapatillas bajo el busto de Escipión el Africano, en el sillón de cuero, y leer, y hacer que te sirvan la comida… Nevada estará alegre y dicharachera y te contará historias picantes… Sabrá todos los chismes del Ayuntamiento… siempre útil… Pero tú no volverás a ver a Nevada… demasiado peligrosa; te hace perder la cabeza… Y Cecily ajada, elegante, esbelta, mordiéndose los labios y odiándome, odiando la vida… Dios mío, ¿cómo podría yo reorganizar mi existencia? Se paró frente a una tienda de flores. De la puerta salía una fragancia húmeda, dulce, costosa, que se esparcía densa por la calle de un vivo azul acerado. Si al menos pudiera consolidar mi posición financiera… En el escaparate se veía un jardín japonés en miniatura con puentes de espada rota y estanques donde los peces de colores parecían ballenas. Proporción, eso es. Trazarse la vida como un prudente jardinero, labrar, sembrar. No iré a Nevada esta noche. Podría, sin embargo, mandarle unas rosas. Rosas amarillas, esas rosas de cobre… Elaine es quien debiera llevarlas. ¡Hay que ver!, casada otra vez y con un chico. Entró en la tienda.
—¿Qué rosas son ésas?
—Oro de Ofir, señor.
—Muy bien, que envíen dos docenas al Brewoort inmediatamente… Señorita Elaine… No, señor y señora James Herf… Escribiré una tarjeta.
Se sentó en el escritorio con una pluma en la mano. Incienso de rosas, incienso del sombrío fuego de su pelo… ¡No, por Dios, qué tonterías!
Querida Elaine:
Espero que permitirá usted a un viejo amigo ir a visitarla, a usted y a su marido, uno de estos días. Y recuerde que estoy siempre sinceramente deseoso —usted me conoce muy bien para tomar esto como una simple fórmula de cortesía— de servirles, a usted y a él, de cualquier modo que pueda contribuir a su felicidad. Perdóneme si me suscribo su esclavo y admirador de toda la vida.GEORGE BALDWIN
La carta ocupó tres de las blancas tarjetas de la florista. Baldwin la releyó con los labios fruncidos, cruzando cuidadosamente las tes y puntuando las íes. Sacó de su bolsillo trasero un rollo de billetes y pagó a la florista. Luego salió a la calle otra vez. Era ya de noche, cerca de las siete. Todavía dudando se paró en la esquina mirando pasar los taxis, amarillos, rojos, verdes, anaranjados.
El chato transporte atraviesa lentamente los Narrows bajo la lluvia. El sargento mayor O’Keefe y el soldado distinguido Dutch Robertson, resguardados en la cubierta, miran los barcos anclados en cuarentena y las orillas atestadas de muelles.
—Mira, algunos están aún pintados como durante la guerra… Barcos del gobierno…, no valen la pólvora que se gasta en volarlos.
—¡Que no! —repuso Joey O’Keefe vagamente.
—Nueva York me ya a parecer la gloria…
—A mí también, sargen, que llueva o que no, me importa un bledo.
Van pasando junto a una mole de vapores anclados en bloque, algunos bandeados a un lado, otros a otro, barcos larguiruchos con chimeneas cortas, barcos rechonchos de altas chimeneas rojas de herrumbre, algunos rayados, salpicados, moteados de azul, de verde, de pardo, del camuflaje. Un hombre agitaba los brazos en una gasolinera. Los soldados, con pantalones kaki, apiñados en la cubierta gris de transporte, comienzan a cantar bajo la lluvia.
La infantería, la infantería
con las orejas llenas de roña…
A través de la niebla luminosa, tras los bajos edificios de Governors Island, pueden distinguirse los altos pilares, los curvos cables, el aéreo encaje de Brooklyn Bridge. Robertson saca un paquete de su bolsillo y lo tira por la borda.
—¿Qué era eso?
—Mi botiquín de profilaxia… No me sirve ya.
—¿Cómo?
—Oh, voy a vivir decentemente y buscar una buena colocación y tal vez casarme.
—No me parece mal la idea. También yo estoy cansado de juerguear. Che, alguno habrá que se ponga las botas con esos barcos del gobierno.
—Ahí es donde hacían su agosto los que se alistaban por un dólar al año.
—Y bien que sí. Arriba cantan:
Ella trabaja en una fábrica,
lo cual acaso está muy bien…
—Anda, ahora subimos por el East River, sargen. ¿Dónde demonios van a desembarcarnos?
—¡Dios, las ganas que tengo de irme nadando a la orilla! Y hay que ver la de tíos que habrán hecho dinero a nuestra costa… Diez dólares diarios de jornal por trabajar en un astillero, hay que ver…
—Qué diablos, sargen, nosotros tenemos la experiencia.
—¡Experiencia!…
—Apuesto a que el capitán ha estao bebiendo beaucoup highballs y toma a Brooklyn por Hoboken.
—Bueno, ahí está Wall Street.
Pasan bajo el puente de Brooklyn. Los trenes eléctricos zumban por encima de sus cabezas; de cuando en cuando salta una chispa violeta de los rieles mojados. Tras ellos, allende los barcos, los remolcadores y los ferries, altos edificios, rayados de blanco por jirones de vapor y niebla, se alzan como torres grises en el cielo bajo.
Nadie dijo nada mientras tomaron la sopa. La señora Merivale, de negro, sentada a la cabecera de la mesa ovalada, miraba a través de las cortinas medio corridas, por la ventana del salón, una columna de humo blanco que se desenroscaba al sol sobre el depósito de la estación, pensando en su marido y recordando cómo había venido, hacía años, a ver el piso en la casa a medio terminar aún, que olía a yeso y a pintura. Al fin, cuando acabó la sopa se despabiló y dijo:
—¿Entonces, Jimmy, vuelves al periodismo?
—Creo que sí.
—A James le han ofrecido ya tres colocaciones. Cosa extraordinaria.
—Creo, sin embargo, que aceptaré la oferta del comandante —dijo James Merivale a Ellen, que estaba sentada a su lado—. El comandante Goodyear, ¿sabe usted, prima Helena?… uno de los Goodyear de Buffalo. Está al frente de la bolsa extranjera en el Banker’s Trust… Dice que me puede hacer ascender rápidamente. Intimamos en Europa.
—Sería estupendo —dijo Maisie en un arrullo—, ¿verdad, Jimmy?
Estaba sentada frente a él vestida de negro, esbelta y rosada.
—Va a presentarme en el Piping Rock —continuó Merivale.
—¿Qué es eso?
—¿Cómo, Jimmy? ¿No sabes?… Estoy seguro de que la prima Helena ha tomado el té allí muchas veces.
—Tú sabes, Jimps —dijo Ellen con los ojos en el plato—. Es el club adonde el pobre Stan Emery solía ir los domingos.
—Oh, ¿conocía usted a ese desgraciado joven? Fue horrible señora Merivale—. Han sucedido tantos horrores en estos últimos años… Yo casi me había olvidado…
—Sí, lo conocía —dijo Ellen.
—La pata del cordero llegó acompañada de berenjenas fritas, de maíz nuevo y de batatas.
—Me parece intolerable —dijo la señora Merivale después de trinchar la carne— que estos chicos no quieran contarnos nada de sus aventuras por esos mundos… Muchas deben ser extraordinariamente interesantes. Jimmy; creo que debieras escribir un libro contando tus andanzas.
—He tratado de hacerlo en varios artículos.
—¿Cuándo salen?
—Parece que nadie quiere publicarlos… ¿Sabe usted? En ciertas cuestiones yo difiero radicalmente de…
—Señora Merivale, hace años que no comía unas batatas tan deliciosas. Saben a ñame.
—Están buenas, sí… Todo es el modo de hacerlas.
—Sí, fue una buena guerrita mientras duró —dijo Merivale.
—¿Dónde estabas tú la noche del armisticio, Jimmy?
—En Jerusalén, con la Cruz Roja. ¿No es absurdo?
—Yo estaba en París.
—Y yo —dijo Ellen.
—¿Con que usted estaba allí también, Helena? Con el tiempo acabaré por llamarla Helena, de modo que bien puedo empezar ahora… ¡Qué interesante! ¿Se conocieron allí usted y Jimmy?
—Oh, no; éramos antiguos amigos… La suerte nos hizo andar juntos a menudo… Caímos en el mismo departamento de la Cruz Roja, sección de publicidad.
—Un verdadero idilio de la guerra —dijo con sonsonete la señora Merivale—. ¡Qué interesante!
—Pues bien, compañeros, la cosa es ésta —gritaba Joe O’Keefe con su cara roja chorreando de sudor—. ¿Vamos a sacar adelante ese proyecto de las pensiones o no?… Nosotros combatimos por ellos. Vencimos a los de cabeza cuadrada, ¿verdad? y ahora al repatriarnos nos dan un hueso a roer. No hay trabajo… Nuestras chicas han desaparecido, se han casado con otros… Nos tratan como a una pandilla de mendigos y holgazanes cuando pedimos nuestra justa, legítima y legal compensación. ¿Vamos a tolerar esto? No. ¿Vamos a tolerar que una caterva de políticos nos trate como si pidiéramos limosna a la puerta de servicio?… Os lo pregunto, compañeros.
Gran pataleo.
—¡No!
—Al diablo con ellos —aullaron varias voces.
—Y yo digo, los políticos al cuerno… Daremos a conocer nuestra campaña al país… A este gran pueblo americano, generoso y de corazón, por el que luchamos, por el que dimos nuestra sangre y nuestras vidas.
La enorme sala del arsenal retumbó de aplausos. En primera fila los heridos golpeaban el suelo con sus muletas.
—Joey es un buen sujeto —dijo un manco a su vecino, que además de ser tuerto tenía una pierna artificial.
—Sí que lo es, Buddy.
Mientras desfilaban, ofreciéndose mutuamente cigarrillos, un hombre, en pie junto a la puerta, gritaba: «Reunión del comité. Comité del Bono».
Se sentaron los cuatro alrededor de una mesa en el cuarto que el coronel les había cedido.
—Bueno, muchachos, echemos un cigarro.
Joe saltó por encima de la mesa y sacó cuatro Romeos.
—Nunca los echaré de menos.
—¡Vaya manos que tienes! —dijo Sid Garnett estirando sus zancas.
—¿No tendrás por ahí a mano una botella de whisky, Joey? —dijo Bill Dougan.
—No, ahora no bebo.
—Yo sé dónde se puede comprar Haig and Haig garantizado —intercaló Segal—, fabricado antes de la guerra, a seis dólares litro.
—¿Y de dónde, recristo, vamos a sacar los seis dólares?
—Bueno, bueno chicos —dijo Joe sentándose en el borde de la mesa—, vamos al grano… Lo que tenemos que hacer es levantar un fondo de los compañeros y de donde podamos… ¿Estamos conformes?
—Naturalmente —dijo Dougan.
—Yo conozco una porción de viejos que creen que se están portando con nosotros como cerdos… Le llamaremos Brooklyn Bonus Agitation Commitee asociados al Sheamy O’Reilly Post de la American Legion… De nada sirve hacer las cosas si no se hacen con todas las de la ley… ¿Estáis conmigo o no?
—Claro que estamos, Joe… tú se lo dices y nosotros marcamos el compás.
—Bueno, Dougan tiene que ser el presidente porque es el mejor tipo.
Dougan se puso rojo y empezó a tartamudear.
—¡Eh, tú, Apolo de playa! —gritó Garnett, burlón.
—Y yo creo que haré un excelente tesorero porque tengo más práctica.
—Porque eres el más ladrón, querrás decir —murmuró Segal entre dientes.
Joe sacó la mandíbula.
—Mira, Segal, ¿estás con nosotros o no? Más vale que lo sueltes ahora.
—Pues claro que está. Déjate de comedias —dijo Dougan—. Joey es quien puede sacar alante la cosa y tú lo sabes… Cierra el pico… Si no te gusta el asunto puedes ahuecar.
Segal se frotó la nariz delgada y ganchuda.
—Fue una broma, no lo dije por mal.
—Escucha —continuó Joe enfadado—, ¿qué interés crees tú que tengo en perder el tiempo?… ¿Por qué ayer mismo rehusé cincuenta dólares semanales? Sid es testigo. Tú me viste hablando con el fulano.
—Sí que te vi, Joey.
—Bueno, tú, Segal, creo que debías ser secretario, porque sabes de esas cosas de oficina…
—¿De oficina?
—Naturaca —dijo Joe sacando el pecho fuera—. Tendremos local en el despacho de un amigo mío… Ya está todo arreglado. Nos lo va a dar de balde hasta que marche la cosa. Y tendremos papel timbrao. En este mundo no se va a ninguna parte sin presentar las cosas como se debe.
—¿Y yo qué papel pinto? —preguntó Sid Garnett.
—Tú eres el comité, grandullón.
Después del mitin Joe O’Keefe bajó silbando por Atlantic Avenue. Le parecía tener muelles en las piernas. En el gabinete del doctor Gordon había luz. Llamó. Un hombre con una chaqueta blanca y una cara tan blanca como la chaqueta, le abrió la puerta.
—Hola, doctor.
—¡Ah! ¿Es usted O’Keefe? Entre, querido.
La voz del doctor se le agarró al espinazo como una mano fría.
—¿Qué, salió el análisis, doctor?
—Salió, sí…, positivo; definitivamente positivo.
—¡Cristo!
—No hay que apurarse, amigo, le pondremos como nuevo en pocos meses.
—Meses.
—Hombre, el cincuenta y cinco por ciento, acaso más, de las personas con que usted se cruza en la calle tienen sífilis.
—Pues no es que haya hecho el idiota. Siempre tuve cuidado allá.
—Inevitable en tiempo de guerra…
—Ahora siento haberme contenido… ¡Las ocasiones que dejé escapar! El doctor se echó a reír.
—Probablemente no tendrá usted ni síntomas. Es cuestión de inyecciones nada más… Le dejará sano como una manzana dentro de nada… ¿Quiere usted aguantar un pinchazo ahora? Lo tengo todo preparado.
A O’Keefe se le quedaron las manos frías.
—Bueno, será lo mejor —dijo con una risa forzada—. Cuando usted me dé de alta estaré hecho un termómetro.
El doctor soltó una carcajada chirriante.
—Lleno de arsénico y de mercurio, ¿eh?… Eso es.
En la noche de hierro colado el viento soplaba más frío. O’Keefe volvía andando a su casa. Los dientes le castañeteaban. «¡Qué estupidez desmayarme así cuando me pinchó!». Sentía aún la dolorosa punzada de la aguja. Rechinó los dientes. Después de esto tendrá que venir la buena…, tendrá que venir la buena.
Tres hombres, dos fornidos y uno flaco, están sentados a una mesa cerca de la ventana. La luz de un cielo de cinc arranca vivos reflejos de los vasos, de la vajilla de plata, de las conchas de las ostras, de los ojos. George Baldwin está de espaldas a la ventana. Gus McNiel, sentado a su derecha, y Densch, a su izquierda. Cuando el camarero se inclina para recoger las conchas vacías, ve por la ventana, más allá del parapeto de piedra gris, los remates de algún edificio que sobresalen como árboles en el borde de un acantilado y las lejanías del puerto, color papel de estaño.
—Esta vez me toca a mí sermonearle, George… Vaya por lo que usted me sermoneó a mí en otros tiempos. Palabra, es una tontería de marca mayor —dijo Gus McNiel—. Es una solemne tontería perder la ocasión de hacer una carrera política a su edad… No hay nadie en sus condiciones. Es usted el hombre pintiparado.
—Creo que es su deber, Baldwin —dice Densch con voz profunda, sacando sus lentes de carey de un estuche y poniéndoselos apresuradamente en la nariz.
El camarero ha traído un gran bistec rodeado por una muralla de setas, zanahorias picadas, guisantes y puré de patatas rizado. Densch se endereza los lentes y mira atentamente el bistec.
—Esto tiene muy buena cara, Ben; digo que tiene muy buena cara… La cuestión es ésta, Baldwin…, según yo la veo… El país está atravesando un período crítico de reconstrucción… la confusión subsiguiente a todo gran conflicto…, la bancarrota de un continente…, el bolcheviquismo y las doctrinas subversivas van en auge… América… —comienza a decir, cortando con el cuchillo de acero pulido el gordo bistec, crudo y bien salpimentado. (Masca un bocado lentamente)—. América —continúa— está en una posición que le permite ser la depositaria del mundo. Los grandes principios de democracia, de esa libertad comercial sobre la que nuestra civilización entera se basa, corren más riesgo que nunca. Ahora más que en cualquier otro tiempo necesitamos hombres de habilidad reconocida y absoluta integridad, particularmente en aquellos cargos públicos que requieren un conocimiento práctico de las cuestiones judiciales y legales.
—Eso es lo que yo trataba de explicarle el otro día. George.
—Todo eso está muy bien, Gus; pero ¿quién le dice a usted que yo seré elegido?… Además, eso significaría abandonar mi bufete por varios años; significaría…
—Déjeme a mí, George; usted está ya elegido.
—Magnífico bistec —dice Densch—, magnífico. Tengo que confesar…, charlatanerías aparte…, sé de buena tinta que los elementos indeseables de este país preparan un complot:… Demonio, acuérdense de la bomba de Wall Street… Debo decir que la actividad de la prensa ha sido satisfactoria en cierto modo… El hecho es que vamos a una unidad nacional no soñada antes de la guerra.
—Además, George —intercala Gus—, la cosa hay que verla así… El reclamo que le hará su carrera política redundará en beneficio del bufete.
—Sí y no, Gus.
—Densch desenrolla el papel de estaño de un cigarro.
—En todo caso, es un gran espectáculo.
Se quita los lentes y estira el cuello para mirar la luminosa lámina del puerto, que, lleno de mástiles, de humo, de burbujas de vapor, de oscuras barcazas cuadrilongas, se extiende hasta las brumosas colinas de Staten Island.
Brillantes nubecillas se desprendían como escamas de un cielo de añil sobre Battery, donde una multitud sucia, negruzca, silenciosa, esperaba algo en los alrededores del desembarcadero de Ellis Island y del muelle de barcos pequeños. El deshilachado humo de los remolcadores y de los buques flotaba abajo, arrastrándose sobre el agua opaca y vidriosa. Una goleta de tres palos bajaba remolcada por el North River. Un foque que acababan de izar aleteaba torpemente en el viento. Al fondo del puerto se veía más grande cada vez un vapor que avanzaba de frente, las cuatro chimeneas rojas confundidas en una sola, la superestructura de un blanco crema, centelleante.
—El Mauretania, que entra con veinticuatro horas de retraso… —gritó el tío del telescopio y los gemelos—. ¡Miren, señores, el Mauretania, el galgo del océano, el barco más rápido, con veinticuatro horas de retraso!
—El Mauretania, majestuoso como un rascacielo, entra en el puerto. Un rayo de sol acentuaba la línea de sombra bajo el puente de mando, y a lo largo de las blancas franjas de las cubiertas superiores fulguraba en las hileras de portillas. Las chimeneas se separaron, el casco se alargó. El negro casco reacio del Mauretania, empujado por remolcadores asmáticos, cortaba como un largo cuchillo el North River.
Un ferry se alejaba de la estación de emigrantes, un murmullo recorrió la multitud apretujada en los bordes del muelle. «Deportados… Son los comunistas que el ministro de Justicia deporta… Deportados… Rojos…
«Son los rojos que deportan». El ferry se alejó del embarcadero. De pie en la popa, un grupo de hombres, pequeños como soldaditos de plomo. Están mandando los rojos a Rusia. En el ferry agitaron un pañuelo, un pañuelo rojo. La gente avanzó de puntillas al borde del muelle, de puntillas y en silencio, como en el cuarto de un enfermo.
A espaldas de los hombres y mujeres apiñados a la orilla del agua, policías con cara de gorila y espaldas de chimpancé se paseaban de arriba abajo balanceando sus porras.
—Son los rojos que mandan a Rusia… Deportados… Agitadores… Indeseables…
Las gaviotas chillan. Una botella de salsa de tomate se bambolea gravemente sobre las ondas de vidrio molido. Del ferry, que se iba empequeñeciendo conforme se alejaba, llegaba el rumor de una canción.
C’est la lutte final, groupons-nous et demain
L’Internationale sera la genre humain[61].
—Miren, señores, a los deportados… ¿Quién quiere mirar?… ¿Quién quiere mirar a los extranjeros indeseables? —gritaba el hombre de los telescopios y los gemelos.
De pronto la voz de una muchacha gritó:
Arise, prisoners of starvation.
—Ssss… por eso pueden meterla en chirona.
La canción se perdía en el agua. Al final de una estela de mármol del ferry se hundía en la niebla. International shall be the human race. La canción murió. De la parte superior del río llegaba el rumor de las palpitaciones de un paquebote que zarpaba. Las gaviotas giraban sobre la oscura muchedumbre sucia y mal vestida que en pie, silenciosa, miraba a lo lejos la bahía.