En la Segunda Avenida, esquina a Houston, delante del Café Cosmopolitan, un hombre subido en una caja de jabón vocifera: «… esos individuos, compañeros… esclavos del jornal como yo lo era… os impiden respirar… os quitan el pan de la boca. ¿Dónde están las chicas bonitas que yo veía ir y venir por el bulevar? Buscadlas en los cabarets elegantes… Estamos oprimidos, amigos, camaradas, esclavos debiera decir… Nos roban nuestro trabajo, nuestros ideales, nuestras mujeres… Construyen sus grandes hoteles y clubs para millonarios y sus teatros que valen millones y sus barcos de guerra y ¿qué nos dejan?… Nos dejan tuberculosis, raquitismo y un montón de calles sucias llenas de latas de basura… Estáis pálidos, compañeros… Necesitáis sangre… ¿Por qué no os metéis una poca sangre en las venas?… Allá en Rusia los pobres… no mucho más pobres que nosotros… creen en vampiros, que vienen a chuparos la sangre de noche… Eso es el capitalismo, un vampiro que os chupa la sangre día… y… noche.»
Empieza a nevar. Los copos se devoran al pasar junto al farol. A través de la luna el Café Cosmpolitan, donde el humo sube en volutas opalinas, azules y verdes, parece un acuario cenagoso: en torno a las mesas las caras burbujean, blancas, como peces mal clasificados. Los paraguas empiezan a combinarse en racimos por la calle moteada de nieve. El orador se sube el cuello y echa a andar a prisa por Houston, procurando que su caja de jabón, toda llena de barro, no le manche los pantalones.
Caras, sombreros, manos, periódicos, saltan en el metro fétido y trepidante, como maíz en la sartén. El expreso descendente pasó rugiendo, como un relámpago. Las ventanas se enchufaron hasta encaballarse unas sobre otras como escamas.
—Oye, George —dijo Sandbourne a George Baldwin, que iba colgado de una correa a su lado—, puedes ver la ley de Fitzgerald.
—Lo que veré será el interior de una funeraria, si no salgo pronto de este metro.
—Eso os conviene a vosotros, los plutócratas; ver de cuando en cuando, cómo viajan los demás mortales… Quizá te hará sugerir a tus amigazos de Tammany Hall que se dejen de pendencias y que nos den a nosotros, jornaleros, mejores medios de locomoción… ¡Recristo!, más de una cosa les podría yo decir… Mi idea es una serie de plataformas sin fin, movibles, bajo la Quinta Avenida.
—Esa idea la has madurado cuando estabas en el hospital, Phil.
—Una porción de cosas maduré yo cuando estaba en el hospital.
—Mira, vamos a salir en Grand Central y andamos. No puedo soportar esto… No estoy acostumbrado.
—Vamos… Telefonearé a Elsie que llegaré tarde a cenar… Te veo poco ahora, George.
Salieron empujados al andén por una masa de hombres y mujeres, brazos y piernas, sombreros echados para atrás sobre nucas sudorosas, y subieron a Lexington Avenue, tranquila en la neblina vinosa del crepúsculo.
—Pero ¿cómo demonios hiciste para meterte así debajo de un camión?
—Pues no lo sé, chico… Lo último que recuerdo es que estiré el cuello para mirar a una preciosidad de mujer que pasaba en un taxi. Luego me encontré bebiendo agua helada por una tetera en el hospital.
—Vergonzoso a tu edad, Phil.
—Ya lo sé, ¡recristo! Pero no soy el único.
—Hay que ver el efecto que una cosa así le hace a uno… Dime, ¿qué has oído de mí?
—Oh, George, no te pongas nervioso… La he visto en The Zinnia Girl… Ella lo hace todo. La otra chica, que es la primera actriz, no tiene papel.
—Mira, Phil, si oyes algo acerca de la señora Oglethorpe, hazme el favor de tapar la boca a quien sea. Es tan estúpido que no pueda uno ir a tomar té con una mujer sin que todo el mundo empiece a chismorrear… ¡Dios, no quiero escándalos!… Lo demás no me importa.
—Eh, no te dispares, George.
—Mi posición es muy delicada en este momento… Luego Cecily y yo hemos llegado a un modus vivendi… Y no quiero echarlo todo a perder. Marchaba en silencio.
Sandbourne llevaba el sombrero en la mano. Tenía el pelo casi blanco, pero sus cejas eran todavía negras y pobladas. Cambiaba el paso a cada instante como si le hiciera daño andar. Carraspeó.
—George, me preguntabas antes si yo había urdido algún plan en el hospital… ¿Recuerdas que hace años el viejo Specker solía hablar de baldosas vítreas y superesmaltadas? Pues bien, yo he estado trabajando según su fórmula en Hollis… Un amigo mío tiene allí un horno de dos mil grados para cocer cerámica. Creo que puede comercializarse la cosa… Esto, chico, revolucionaría toda la industria. Combinado con cemento aumentaría enormemente el número de materiales a disposición del arquitecto. Podríamos hacer baldosas de cualquier color, tamaño o hechura. Figúrate esta ciudad cuando todos los edificios, en vez de ser de un gris sucio, estuvieran ornamentados con vivos colores. Imagínate bandas de escarlata alrededor de los cornisamentos de los rascacielos. La baldosa de color revolucionaria la vida de esta ciudad por completo… En lugar de retroceder a los antiguos órdenes o las decoraciones góticas o románticas, podríamos desarrollar nuevos modelos, nuevos colores, nuevas formas. Si hubiera un poco de color en la ciudad, toda esta vida dura y rígida se vendría abajo… Habría más amor y menos divorcios…
Baldwing soltó la carcajada.
—Hablaremos de eso otro día, Phil. Tienes que venir a cenar a casa cuando esté Cecily y contarnos todo… ¿No podría Parkhurst hacer algo?
—No quiero que se meta en el asunto. Se apropiaría la idea y me dejaría a la luna de Valencia en cuanto supiera la fórmula. No le confiaría una moneda falsa.
—¿Por qué no se asocia contigo, Phil?
—Ya me tiene donde quiere tenerme… El sabe que yo soy el que cargo con todo el trabajo de su maldita oficina. El sabe también que soy yo demasiado arisco para entendérmelas con la mayoría de las personas. Es un cuco.
—Sin embargo, creo que podrías tantearlo.
—Me tiene donde quiere tenerme y él lo sabe, de modo que yo continúo haciendo el trabajo para que él amase dinero… Lo encuentro muy lógico. Si yo tuviera más dinero me lo gastaría. No lo puedo remediar.
—Pero, hombre, mira, tú no eres mucho más viejo que yo… Tú tienes todavía una carrera por delante.
—Sí, nueve horas diarias delineando… ¡Dios, si tú te asociaras conmigo para ese negocio de baldosas!…
Baldwing se paró en una esquina y dio una palmada en la cartera que llevaba.
—Ya sabes, Phil, que yo tendría mucho gusto en darte una mano si me fuera posible… Pero precisamente en este momento mi situación financiera está terriblemente comprometida. Me he metido en cierto embrollo bastante temerario y Dios sabe cómo saldré de ello… Por eso no quiero escándalo, ni divorcio, ni nada semejante. Tú no sabes lo complicadas que son estas cosas… No podría emprender nada nuevo, al menos por un año. Con esta guerra la situación de la Bolsa es poco estable. Cualquier cosa puede ocurrir.
—Muy bien. Hasta la vista, George.
Sandbourne giró bruscamente sobre sus talones y retrocedió por la avenida. Estaba cansado. Le dolían las piernas. Era casi de noche. Camino de la estación, los sucios bloques de ladrillo y piedra se sucedían monótonamente como los días de su vida.
Bajo la piel de sus sienes, garfios de hierro se aprietan. La cabeza leva a estallar como un huevo. Va y viene por la habitación, donde se eriza el aire cargado, picante. Los colores de los cuadros, de las alfombras, de las sillas, la ahogan como envolviéndola en una manta caliente. Fuera, los patios rayados con el azul, lila y topacio de un crepúsculo lluvioso. Abre la ventana. Para emborracharse no hay hora como el crepúsculo, decía Stan. El teléfono desgranó las cuentas sonoras de sus tentáculos temblorosos. Baja la ventana de golpe. ¡Dios, no me dejarán nunca en paz!
—Hombre, Harry, no sabía que estaba usted de vuelta… Oh, no sé si podré… Sí, creo que sí. Venga usted después del teatro… ¡Estupendo! Tiene usted que contarme.
Apenas deja el receptor el timbre se agarra a ella otra vez.
—¿Quién?… No, no… Oh, sí, quizás… ¿Cuándo volvió usted? (Se echó a reír con retintín de teléfono). Pero Howard, estoy ocupadísima… Sí, de veras… ¿Ha visto usted la función? Bueno, venga usted una de estas noches después del teatro… Estoy ansiosa de que me cuente su viaje… ya sabe usted… Adiós, Howard.
Un paseo me sentaría bien. Se sienta al tocador y se suelta el pelo sobre los hombros.
—Es tan incómodo, tendré que cortármelo… Me crece de un modo… La sombra de la Muerte Blanca… No debiera trasnochar tanto, esas ojeras negras… Y a la puerta la Invisible Corrupción… Si al menos pudiera llorar; hay personas que pueden llorar hasta perder los ojos, llorar hasta quedarse ciegas… Bueno, el divorcio se llevará a cabo…
Lejos de la ribera y lejos del tropel
cuyas velas jamás corrieron la borrasca.
¡Huy!, ya son las seis. Vuelta a pasear de arriba abajo por el cuarto. Me siento terriblemente, oscuramente lejos… El teléfono suena.
—¿Quién?… Sí, señorita Oglethorpe… Oh, Ruth, hace una eternidad que no te veo, desde que vivíamos en casa de la señora Sunderland… ¡Cuánto me gustaría verte! Ven y tomaremos un piscolabis camino del teatro… Piso tercero.
Cuelga el teléfono y saca un impermeable del guardarropa. El olor a pieles, a naftalina y a vestidos se le agarra a las narices. Levanta la ventana otra vez y aspira profundamente el aire húmedo impregnado de la fría nostalgia del otoño. Oye el ronroneo de un gran vapor en el río. Oscuramente, terriblemente lejos de esta vida absurda, de esta lucha fútil, estúpida; un hombre puede casarse con un barco si quiere, pero una mujer… El teléfono desgrana su repiqueteo; llama, llama, llama.
El timbre de la puerta rezonga al mismo tiempo. Ellen aprieta el botón que levanta el picaporte.
—¿Quién?… No, lo siento, tendrá usted que decirme quién es… ¡Cómo! ¿Larry Hopkins?… Creí que estaba usted en Tokio… No le habrán trasladado a usted otra vez, supongo. Claro, tenemos que vernos… Es absurdo, querido, pero estoy comprometida toda esta semana y la que viene… Estoy como loca esta noche. Llámeme otra vez mañana a las doce y trataré de hacer un hueco… Pues claro, quiero verle a usted en seguida…, es usted un tonino.
Ruth Prynne y Cassandra Wilkins entran sacudiendo el agua de sus paraguas.
—Bueno, adiós Larry… Qué amables haber venido… Quitaos las cosas un momento… ¿Cassie, no querrás comer con nosotras?
—Tenía que verte… Es tan maravilloso tu maravilloso twiunfo —dice Cassie con voz temblona—. Y además, querida, recibí tal impwesión cuando me enteré de lo del señor Emery. Lloré, lloré a chowos, ¿verdad Wuth?
—¡Qué pisito tan mono tienes! —exclamó Ruth al mismo tiempo.
A Ellen le zumbaban los oídos como si fuera a ponerse enferma.
—Todos tenemos que morirnos algún día —dice con aspereza. Ruth da golpecitos en el suelo con el chanclo y hace una seña a Cassie para que se calle.
—¿No sería mejor que nos marcháramos? Se esta haciendo tarde —dice.
—Perdona un momento Ruth.
Ellen corre al cuarto de baño y da un portazo. Se sienta en el borde de la bañera y se da puñetazos en las rodillas con los puños cerrados. Esas mujeres me volverán loca. Luego sus nervios en tensión se relajan, siente algo que fluye dentro de ella como el agua de un lebrillo. Tranquilamente se da un toque de rojo en los labios.
Cuando vuelve dice con su voz usual:
—Bueno, vámonos. ¿Tienes contrata ya?
—Pude ir a Detroit con una compañía. Renuncié… No saldré de Nueva York pase lo que pase.
—Qué no daría yo por una ocasión de marcharme de Nueva York… De verás, si me ofrecieran cantar en un cine, en Medicine Hat, creo que aceptaría.
Ellen coge su paraguas y las tres mujeres bajan en fila las escaleras y salen a la calle.
—¡Taxi! —llama Ellen.
El auto que pasa se detiene rechinando. La roja cara de halcón del chófer se alarga bajo la luz del farol.
—A Eugenie’s, calle 48 —dice Ellen mientras las otras suben. Luces verdes y sombras pasan tras las ventanas encendidas.
Estaba asomada al parapeto del roofgarden con su brazo en el brazo del smoking de Harry Goldweiser, Bajo ellos se extendía el parque, punteado de escasas luces, rayado de vetas de niebla, pedazos de un cielo caído. A sus espaldas ráfagas de un tango, insinuaciones de voces, restregones de pies en el entarimado del baile. Ellen, con su vestido verde-metálico, se sentía rígida como una estatua de hierro.
—Ah, pero, la Bernhardt, la Rachel, la Duse, la señora Siddons… No, Elaine, es lo que le digo. No hay arte de tan altos vuelos como el teatro para interpretar las pasiones humanas… Si yo pudiera hacer lo que quiero seríamos grandes… Usted la mejor actriz… Yo el mayor empresario, el invisible constructor, ¿comprende usted? Pero el público no quiere arte, el público de este país no nos deja hacer nada por él. Todo lo que pide es un melodrama detectivesco o una cochina farsa francesa, quitada la pimienta, o bien un montón de mujeres guapas con música. En fin, el interés del empresario es dar al público lo que quiere.
—Yo creo que esta ciudad está llena de personas que quieren cosas inconcebibles… Fíjese usted.
—Está bien de noche, cuando no se puede ver. No hay sentido artístico, ni monumentos bonitos, ni atmósfera histórica, eso es lo que pasa.
Se quedaron un momento sin hablar. La orquesta empezó a tocar el vals del Dominó lila. De pronto, Ellen se volvió a Goldweiser y le dijo en un tono cortante:
—¿Puede usted comprender que una mujer quiera a veces ser una prostituta, una vulgar zorra?
—Mi querida amiga, ¡qué ocurrencia extraña en boca de una muchacha tan bonita, tan encantadora!
—Supongo que estará usted escandalizado.
Ella no oyó su respuesta. Sentía que iba a llorar. Se clavó las uñas en las palmas de las manos y contuvo la respiración hasta contar veinte. Luego, con voz ahogada de niña, dijo:
—Harry, vamos a bailar un poco.
El cielo, sobre los edificios de cartón, forma una bóveda de plomo batido. Haría menos frío si nevara. Ellen encuentra un taxi en la esquina de la Séptima Avenida, y se deja caer en el asiento, frotándose los ateridos dedos de una mano enguantada contra la palma de la otra mano. «Calle 57, oeste». Con una máscara de fatiga mira por la ventanilla las fruterías, los carteles, los edificios en construcción, los camiones, las mujeres, los recaderos, los policías. Si tengo un hijo, el hijo de Stan crecerá para que le zarandeen a él también por la Séptima Avenida, bajo un cielo plomo batido, de donde nunca cae la nieve, y mirará las fruterías, los carteles, los edificios en construcción, los camiones, las mujeres, los recaderos, los policías… Junta las rodillas, se sienta derecha en el borde del asiento, cruza las manos sobre el vientre esbelto. ¡Dios mío, qué mala broma me han jugado llevándoseme a Stan, quemándolo, no dejándome más que esto que crece en mí y me va a matar!… Lloriquea sobre sus manos ateridas. ¿Por qué no nevará, Dios mío?
Mientras, de pie en la acera, busca un billete en el bolsillo, un torbellino de polvo que arremolina papeles rotos en la alcantarilla le llena la boca de arena. La cara del negro del ascensor es de ébano incrustada de marfil.
—¿La señorita Stanton Wells?
—Sí, señora; piso octavo.
El ascensor susurra al remontarse. El pie, Ellen se mira al espejo. De repente la invade una gran alegría. Se restriega la cara con el pañuelo retorcido, sonríe al chico del ascensor con una sonrisa larga como el teclado de un piano, y vivamente corre hacia la puerta del piso. Una doncella muy peripuesta abre. Dentro huele a té, a pieles y a flores. Voces femeninas gorjean entre el tintín de las tazas como pájaros en una pajarera. Todas las miradas revolotean alrededor de su cabeza cuando entra en la sala.
El mantel estaba manchado de salpicaduras de vino y de motas de tomate. En las paredes del restaurante había vistas de la bahía de Nápoles pintadas con verdes y azules caldosos. Ellen, que había retirado un poco su silla de la mesa llena de jóvenes, miraba el humo de su cigarrillo trazar espirales en torno a la botella de Chianti. En su plato un helado tricolor se derretía olvidado.
—Pero, señor, ¿es que el hombre no tiene ningún derecho? No, esta civilización industrial nos fuerza a buscar una nueva adaptación del gobierno a la vida social…
—¡Cuántas palabras largas! —murmuró Ellen a Herf, que estaba sentado a su lado.
—Lo cual no impide que tenga razón —le replicó él.
—El resultado ha sido poner en manos de unos cuantos hombres más poder que el que nadie ha tenido en la historia del mundo desde las horribles civilizaciones esclavas del Egipto y Mesopotamia.
—Oigan, oigan.
—No, hablo en serio… La única defensa que tienen los trabajadores, el proletariado, productores y consumidores, como quieran llamarles, es formar uniones y finalmente organizarse de manera que puedan gobernarse por sí mismos.
—Creo que estás completamente equivocado, Martín. Son los capitalistas, esos horribles capitalistas, los que han hecho de esta nación lo que es hoy.
—¿Sí?, pues mira cómo está… precisamente eso mismo estoy diciendo. Ni un perro metería yo en esta perrera.
—Yo no pienso así… Admiro este país… Es mi única patria… Y creo que todas esas masas oprimidas quieren realmente ser oprimidas; no sirven para otra cosa… Si no se convertirían en prósperos negociantes, como todo el que vale para algo.
—Pero yo no creo que un negociante próspero sea el más alto ideal humano.
—Bastante más alto que un cochino anarquista… Los que no son ladrones son locos.
—Mira, Mead, estás insultando una cosa que no entiendes, que ignoras por completo… No te lo puedo tolerar… Debieras tratar de comprender estas cosas antes de insultarlas.
—Un insulto a la inteligencia, eso es toda esa cháchara socialista, nada más.
Ellen le dio a Herf en la manga.
—Jimmy, tengo que irme a casa. ¿Quiere usted acompañarme un rato?
—Martín paga por nosotros, tenemos que marcharnos… Ellie, está usted atrozmente pálida.
—Es que hace demasiado calor aquí… ¡Uf, qué alivio!… Además odio las discusiones. Nunca se me ocurre nada que decir.
—Esa pandilla arma un altercado cada noche. No hacen más que pelearse.
La Octava Avenida estaba llena de una niebla que se les agarraba a la garganta. Las luces brillaban mortecinas a través de ella, las caras se esfumaban, se perfilaban en silueta y desaparecían como peces en un acuario turbio.
—¿Mejor, Ellie?
—Mucho.
—Me alegro.
—¿No sabe usted que es la única persona que aún me llama Ellie? Me gusta… Todo el mundo trata de recordarme que ya no soy una niña desde que estoy en el teatro.
—Stan la llamaba así.
—Quizá por eso me guste —dijo ella con una voz larga y débil como un grito oído en la noche, muy lejos, en la playa.
Jimmy sintió algo que le apretaba la garganta.
—¡Oh, qué tristeza, Dios mío! —dijo—. ¡Si pudiera uno echar la culpa de todo al capitalismo como hace Martín!…
—Es muy agradable andar así… Me gusta la niebla.
Iban sin hablar. Las ruedas retumbaban a través de la bruma ensordecedora, acompañadas por el distante bramido de las sirenas y pitos del río.
—Pero al menos usted tiene una carrera… A usted le gusta su trabajo, tiene usted un éxito enorme —dijo Herf en la esquina de la calle 14, y la tomó de un brazo para cruzar.
—No diga eso… Realmente no lo cree. Yo no me hago tantas ilusiones como usted piensa.
—No, pero es así.
—Me las hacía antes de conocer a Stan, antes de quererle… Usted lo sabe… Yo era una chiquilla fascinada por el teatro, lanzada a una porción de cosas que no comprendía, antes que pudiera saber nada de la vida… Casada a los dieciocho y divorciada a los veintidós, un bonito record… Pero Stan era tan extraordinario…
—Ya sé.
—Sin decirme nunca nada me hizo sentir que había otras cosas…, cosas increíbles…
—¡Lástima que fuera tan loco!
—No puedo hablar de eso.
—No hablemos.
—Jimmy, es usted la única persona que me queda con quien realmente puedo hablar.
—No se fíe de mí. El mejor día también yo puedo parecer un obstáculo.
Se echaron a reír.
—Dios, yo estoy encantado de no estar muerto. ¿Usted no, Ellie?
—Yo no sé. Ésta es mi casa. No quiero que suba… Me voy a acostar ahora mismo. Me siento muy mal.
Jimmy, sombrero en mano, se quedó mirándola. Ella buscaba en su bolso la llave.
—Mire, Jimmy, después de todo voy a decírselo…
Se acercó a él y le habló de prisa, con la cara vuelta, apuntándole con el llavín que reflejaba la luz del farol. La niebla les rodeaba, formando una tienda de campaña.
—Voy a tener un hijo…, un hijo de Stan. Estoy decidida a dejar esta vida estúpida y a criarlo. No me importa lo que pase.
—Es la primera vez que oigo hablar así a una mujer… ¡Oh, Ellie, quiero decirle una cosa!
—Oh, no, (Se le rompió la voz y los ojos se le llenaron de lágrimas). Soy una tonta…
Arrugó la cara como un niño pequeño y corrió escaleras arriba. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—¡Oh, Ellie, quiero decirle una cosa!
La puerta se cerró tras ella.
Jimmy Herf se quedó clavado al pie de los escalones de piedra. Le palpitaban las sienes. Hubiera querido romper la puerta. Se hincó de rodillas y besó el escalón donde ella había estado en pie. La niebla se arremolinaba a su alrededor en confeti de colorines. Luego el trompetazo de su corazón se extinguió y Jimmy se sintió caer en un negro boquete. Se quedó inmóvil, clavado al suelo. Los ojos, redondos como bolas, de un policía, recia columna azul balanceando su porra, le miraban de arriba abajo. Entonces cerrando violentamente los puños se alejó.
—¡Oh, Dios, qué horrible es la vida! —dijo en voz alta.
Con la manga de la chaqueta se limpió el polvo de los labios.
En el momento de zarpar el ferry, ella le daba la mano para saltar del auto.
—Gracias, Larry.
Y sigue al corpachón, que se dirige amblando hacia la proa. El vientecillo de río expulsa de sus narices el olor a polvo y a gasolina. En la noche perla, las siluetas cuadradas de las casas fronteras, a lo largo de Riverside Drive, giran como fuegos artificiales apagados. El agua chapotea hendida por la proa del ferry. Un jorobado rasca Marianela en su violín.
—Nada tiene tanto éxito como un éxito —dice Larry con una voz profunda y cantarina.
—Oh, si supiese usted qué poco me importa ahora todo eso, seguiría dándome la tabarra. Usted lo sabe, matrimonio, éxito, amor, son palabras nada más.
—Quizá, pero para mí lo significan todo. Creo que le gustaría a usted la vida en Lima, Elaine… Esperé a que usted estuviera libre. Y ahora aquí me tiene.
—Nadie es libre, ni siquiera… Pero estoy helada.
El viento del río es salobre. Por el viaducto de la calle 125 los tranvías trepan como escarabajos. Al atracar el ferry oyen el rechinar y el rodar de las ruedas sobre el asfalto.
—Mejor sería volver al coche, Elaine, divina criatura.
—Después de todo, un día da gusto, ¿verdad, Larry?, volver al centro de las cosas.
Al lado de la puerta blanca hay dos botones: TIMBRE DE NOCHE y TIMBRE DE DIA. Ella toca con un dedo temblón. Un hombre bajo y ancho, con cara de rata, y el pelo liso peinado hacia atrás, abre. Manos cortas de muñeca, color de pulpa de seta, le cuelgan a los lados. Encorva los hombros en una reverencia.
—¿Es usted la señora?… Adelante.
—¿El doctor Abrahams?
—Sí… ¿Es usted la señora de quien me habló por teléfono mi amigo? Siéntese, señora mía.
El despacho huele a algo como árnica. Su corazón late desesperadamente entre sus costillas.
—Comprenda usted… (Su voz que tiembla, la exaspera: va a desmayarse). Comprenda usted, doctor Abrahams, es absolutamente necesario. Voy a divorciarme de mi marido, y tengo que ganarme la vida.
—Muy joven, matrimonio desgraciado… Lo siento.
El doctor masculla como para sí. Exhala un suspiro silbante y de repente clava en los ojos de ella los suyos, como barrenas de acero negro.
—No se asuste usted, señora, es una operación sencillísima… ¿Está usted dispuesta ahora?
—Sí. ¿No tardará mucho tiempo, verdad? Si puedo recobrarme lo bastante, tengo una cita para tomar el té a las cinco.
—Es usted una mujercita valiente. Dentro de una hora ya se le ha olvidado todo… Lo siento… Es muy triste que estas cosas sean necesarias… Querida señora, usted debiera tener un hogar y muchos niños y un buen marido… ¿Quiere usted pasar a la sala de operaciones y prepararse?… Yo trabajo sin ayudante.
El brillante globo de luz cruda se hincha en el centro del techo, enciende el níquel de los bisturíes, el esmalte, una vitrina cortante llena de instrumentos cortantes. Ellen se quita el sombrero y se deja caer estremecida en una sillita esmaltada. Luego se pone en pie rígida, y desata la banda de su falda.
El rumor de la calle rompe como la resaca contra una concha de palpitantes agonías. Ella contempla la rosa de sus mejillas, el carmín de sus labios, que son una máscara en su cara. Todos los botones de sus guantes están abrochados. Levanta la mano. «Taxi». Un coche antiincendios pasa rugiendo, una manguera con hombres de caras sudorosas poniéndose los impermeables, una escalera que traquetea. Todo sentimiento se desvanece en ella como el silbido de la sirena. Un indio de madera pintada, con una mano en alto en la esquina.
—¡Taxi!
—Va, señora.
—Al Ritz.