VII. MONTAÑA RUSA

El crepúsculo de plomo pesa sobre los secos miembros de un viejo que marcha hacia Broadway. Al doblar la esquina, ocupada por un puesto de Nedik, algo salta en sus ojos como un muelle. Muñeco roto entre las filas de muñecos barnizados, articulados, se lanza cabizbajo al horno palpitante, a la incandescencia de los letreros luminosos. «Recuerdo cuando todo esto era campo», murmura al pequeño.

LOUIS EXPRESS ASSOCIATION: las letras rojas del cartel bailan ante los ojos de Stan. Baile anual. Muchachos y muchachas entran. De dos en dos en elefante y el canguro. La baraúnda de una orquesta se filtra por las puertas del hall. Fuera llueve. Otro río, otro río que cruzar. Se plancha las solapas de su chaqueta, da a su boca un gesto de sobriedad, paga dos dólares y entra en un gran salón ruidoso, adornado con colgaduras rojas, blancas y azules. Vértigo. Se apoya un momento contra la pared. Otro río… El entarimado donde bailan tropezándose las parejas se mece como la cubierta de un barco. El bar es más estable. «Gus McNiel está aquí». Todo el mundo dice: «el bueno de Gus». Manos grandes caen sobre anchas espaldas, las bocas rugen, negras en las caras rojas… Los vasos se levantan, se entrechocan y fulguran, se levantan y se entrechocan en una especie de danza. Un hombrachón con cara de remolacha, ojos hundidos y pelo rizoso, atraviesa el bar cojeando, apoyado en un bastón.

—¿Cómo va, Gus?

—¡Ahí está el jefe!

—Bravo por el viejo McNiel. Al fin vino.

—¿Cómo va, señor McNiel?

El bar se aquieta. Gus McNiel blande su bastón.

—¡Hurra, muchachos! Divertirse… Eh, Burke, yo pago una ronda a la compañía.

—Anda, ahí está el padre Mulvaney con él también. ¡Viva el padre Mulvaney!… Ese sí que es un as.

Porque es un tipo jovial
nadie lo puede negar.

Anchas espaldas respetuosamente encorvadas siguen al grupo, avanzando con tardo paso por entre las parejas.

Y al claro de luna su pelo rojizo
estaba peinándose el viejo mandril.

—¿No quiere usted bailar?

La muchacha vuelve un hombro blanco y se larga.

Soy soltero y vivo solo
y trabajo en un telar…

Stan se sorprende cantando en su propia cara, frente al espejo. Una de sus cejas se junta con su pelo, la otra con sus pestañas… No, yo no soy célibe, soy un hombre casado… Me pego con cualquiera que diga que no soy un hombre casado y vecino de la ciudad de Nueva York, condado de Nueva York, Estado de Nueva York.

Subido en una silla discursea golpeándose una mano con el puño… «Romanos, amigos y compatriotas, prestadme cinco machacantes… Venimos a amordazar a César, no a afeitarle… Según la constitución de la ciudad de Nueva York, condado de Nueva York, Estado de Nueva York, y debidamente atestado y suscrito ante el fiscal del distrito, conforme a las cláusulas de la ley del 13 de julio de 1888… ¡Al diablo con todo!».

—Eh, basta ya. Chicos, vamos a echar a este tipo a la calle. No es uno de los nuestros. No sé cómo ha entrado aquí. Está borracho como una cuba.

Stan salta con los ojos cerrados sobre una selva de puños. Le arrean en los ojos, en la mandíbula, y sale como disparado de un cañón a la calle silenciosa, mojada por la fría llovizna.

Soy soltero, vivo solo
y hay un río que cruzar,
otro río hasta el Jordán,
otro río que cruzar…

Soplaba un viento frío que le azotaba la cara. Estaba sentado en el frente de un ferryboat cuando volvió en sí. Le rechinaban los dientes y todo él temblaba… Tengo el D.T. ¿Quién soy yo? ¿Dónde estoy? Ciudad de Nueva York, Estado de Nueva York… Stanwood Emery, edad veinticinco años, profesión estudiante… Pearline Anderson, veintiuno, profesión, actriz. Que se vaya al cuerno. Tengo cuarenta y nueve dólares y ochenta centavos. ¿Dónde demonios he estado yo? Nadie me los ha devuelto. Pues no, no tengo el delirium tremens. Me siento muy bien, sólo que un poco débil. No necesito más que un traguito. ¡Hola!, creí que había alguien aquí. Mejor será que me calle.

Cuarenta y nueve dólares cuelgan de la pared
, cuarenta y nueve dólares cuelgan de la pared…

Del otro lado del agua, los altos muros, los edificios de la ciudad baja, rielaban en la rosada mañana como un clamor de trompas a través de una bruma chocolatosa. Al acercarse al bar las casas se adensaban en una montaña de granito hendida por tajos de cuchillo. El ferry pasó junto a un vapor rechoncho, que estaba anclado, un poco escorado hacia Stan, de manera que éste podía ver todas las cubiertas. Un remolcador de Ellis Island rezongaba a su costado. Las cubiertas, atestadas de caras vueltas hacia arriba, como una carga de melones, despedían un olor rancio. Tres gaviotas planeaban chillando. Una se remontó en espiral; las blancas alas se empaparon de sol; la gaviota se deslizaba inmóvil en la luz dorada. El borde del sol acababa de aparecer sobre la banda violeta de nubes, al este de Nueva York. Un millón de ventanas fulguraban. La ciudad zumbaba estruendosamente.

Los animales entraron de dos en dos
, el canguro y el elefante,
y hay otro río hasta el Jordán,
otro río que cruzar…

En la luz blanquecina, tres gaviotas giraban sobre las cajas rotas, las cáscaras de naranjas, los repollos podridos que flotaban entre los tablones astillados de la valla. Las olas verdes espumajeaban bajo la redonda proa del ferry que, arrastrado por la marea, hendía el agua, resbalaba, atracaba lentamente en el embarcadero. Los manubrios giraron con un ruido de cadenas, las puertas se alzaron. Stan saltó a tierra y salió haciendo eses por el túnel de madera a Batery Place. Se sentó en un banco y cruzó las manos sobre las rodillas, para que no le temblaran tanto. Su cabeza seguía vibrando como una pianola.

Sortijas en los dedos y en los pies cascabeles
, irá la dama blanca montada en su caballo…

Babilonia y Nínive eran de ladrillo. Todo Atenas era de doradas columnas de mármol. Roma reposaba en anchos arcos de mampostería. En Constantinopla los minaretes llamean como enormes cirios en torno al Cuerno de oro… Acero, vidrio, baldosa, hormigón, serán los materiales de los rascacielos. Apilados en la estrecha isla, edificios de mil ventanas surgirán resplandecientes, pirámide sobre pirámide, blancas nubes encima de la tormenta…

Oh, llovió cuarenta días
y llovió cuarenta noches,
no escampó hasta Navidad,
y el solo superviviente
de la gran inundación
fue Jack del Istmo el Zancudo.

—¡Cristo, si yo fuera un rascacielos!

La cerradura giraba en redondo para impedir que entrara la llave. Hábilmente, Stan le cogió el tino y la metió. Se coló de sopetón por la puerta abierta, anduvo todo el pasillo, llamó a Pearline en el gabinete. Olía a algo raro. El olor de Pearline. ¡Al cuerno con él! Agarró una silla. La silla quería volar. Volteó sobre su cabeza, se estrelló contra la ventana. Ruido de cristales. Se asomó. La calle estaba en pie. Una escalera de incendios y una bomba trepaba por ella echando chispas, dejando atrás el eco de la aullante sirena. Fuego, fuego, verted agua. Escocia se quema. Un fuego de mil dólares, un fuego de cien mil dólares, un fuego de un millón de dólares. Los rascacielos se elevan como llamas, en llamas, llamas. Se volvió al cuarto. La mesa dio el salto mortal. El aparador saltó sobre la mesa. Las sillas de roble montaron una sobre otra hasta el mechero de gas. Echad agua. Escocia está ardiendo. No me gusta el olor de este cuarto, en la ciudad de Nueva York, condado de Nueva York, Estado de Nueva York. Tendido de espaldas, en el suelo de la cocina giratoria, reía, reía. El único superviviente del diluvio montaba una gran mujer en un corcel blanco. Las llamas suben, suben. Petróleo, murmura una lata grasienta en un rincón de la cocina. Echad agua… Ya en pie, se tambaleaba sobre las sillas que crujían patas arriba sobre la mesa patas arriba. El petróleo le lamió con su lengua blanca. Perdió el equilibrio, agarró el mechero. El mechero cedió. Tendido de espaldas en un charco, frotaba cerillas. Mojadas, no prendían. Una crujió, se encendió. Stan protegió la llama cuidadosamente entre sus manos.

—Oh, sí, mi marido es atrozmente ambicioso —decía Pearline a la tendera de comestibles, vestida de guinga azul—, le gusta divertirse y demás, pero no he conocido a nadie que tenga tantas ambiciones. Va a hacer que el viejo nos envíe al extranjero para que pueda estudiar arquitectura. Quiere ser arquitecto.

—Oh, a usted le encantaría… ¡Figúrese, un viaje así!… ¿algo más, señora?

—No, creo que no olvido nada… Si no fuera él quien es, estaría alarmada. Hace dos días que no le veo. Habrá estado en casa de su padre, supongo.

—¿Y acaban ustedes de casarse?

—Comprenderá unté que no le contaría nada si sospechara que había algo de malo. No, se está portando muy bien… Bueno, adiós, señora Robinson.

Se metió los paquetes debajo del brazo y bajó por la calle balanceando su bolso de abalorios en la mano desocupada. El sol calentaba todavía aunque el viento tuviera ya una fragancia de otoño. Dio un penique a un ciego que tocaba el vals de La viuda alegre en un organillo. De todos modos mejor sería chillarle un poquito cuando volviera a casa, no fuera a repetir la gracia a menudo. Dobló por la calle 200. La gente estaba asomada a las ventanas. La muchedumbre se apilaba. Era un fuego. Ella aspiró el aire chamuscado. Se le puso la carne de gallina. Le gustaba ver incendios. Apretó el paso. Oh, es en nuestra casa, en nuestro piso. El humo, denso como alquitrán, salía por la ventana del quinto. Se echó de repente a temblar. El negro del ascensor corrió a ella. Tenía la cara verde.

—¡Oh, es nuestro piso —gritó—, y los muebles que trajeron no hace una semana! Déjenme pasar.

Se le cayeron los paquetes. Una botella de crema se rompió en la acera. Un policía le cortó el paso. Ella se echó sobre él y empezó a aporrearle el ancho pecho azul. No podía reprimir los gritos.

—Calma, señorita, calma —decía el agente con voz profunda.

Mientras le daba cabezazos oía en su pecho el sordo rumor de su voz.

—Ya le bajan, sofocado por el humo na más, sofocado por el humo.

—¡Oh, Stanwood, marido mío! —gritó.

Todo se ennegrecía. Se agarró a dos botones brillantes de la chaqueta del policía y cayó sin sentido.