Se instalaron por parejas apresuradamente. SE PROHIBE TERMINANTEMENTE PONERSE DE PIE EN LOS COCHES. La cadena de tracción rechina, coge los dientes. La vagoneta sube traqueteando la pendiente, lejos de las girándulas, del olor a muchedumbre, a maíz cocido y a cacahuetes, sube traqueteando rechinante, por la alta noche de los meteoros septembrinos.
Mar, olor de marismas, las luces de un vapor que zarpa del muelle. Al fondo, en la oscuridad añil, un faro parpadea. Luego el descenso. El mar sube y baja, las luces se remontan. El pelo de ella en la boca de él, la mano de él en las costillas de ella, los muslos frotándose.
El viento de la caída se ha llevado sus gritos. Aturdidos por las sacudidas suben a través la maraña de vigas metálicas. Arriba. Abajo, burbujas luminosas en un sandwich de mar y negrura. Cataplum. CONSERVEN LOS ASIENTOS PARA EL PRÓXIMO VIAJE.
—Entre, Joe, voy a ver si la vieja nos echa algo de comer.
—Muchas gracias… Pero ¿sabe?, es que… nnn… no estoy vestido como para presentarme ante una señora.
—Oh, no importa. Si es mi madre. Siéntese, voy a llamarla.
Harland se sentó en una silla cerca de la puerta, en la cocina oscura, y apoyó en las rodillas sus manos temblonas, que estaban rojas y llenas de mugre. Sentía su lengua áspera como un rallador, efecto del whisky barato que había bebido la semana anterior. Tenía el cuerpo entero entumecido, reblandecido y avinagrado.
Joe O’Keefe volvió a la cocina.
—Está acostada. Dice que hay un poco de sopa detrás del hornillo… Aquí está. Eso le entonará… Joe, si hubiera usted estado donde yo estuve anoche… Fui a la Seaside Inn a prevenir al jefe que según los rumores van a cerrar la Bolsa… ¡Cuerno!, en mi vida he visto nada igual. Este tipo que es un abogado muy conocido entre la gente de negocios, estaba en el hall gritando como un energúmeno por no sé qué cosa… ¡Tenía una cara!… Y luego sacó un revólver y la iba a matar o algo así, cuando el jefe va y salta, y le quitó el revólver y se lo metió en el bolsillo antes que nadie se percata de lo que había pasado… El Baldwin ése es amigo suyo, ¿sabe?… ¡Cuerno!, en mi vida he visto cosa igual, ni parecida. Luego el tío se encogió todo como un…
—Te digo, chico —interrumpió Joe Harland—, que más tarde o más temprano les da a todos.
—Ande, llénese bien. No ha comido usted bastante.
—No puedo comer mucho.
—¿No ha de poder?… Oiga, Joe, ¿qué sabe usté d’eso de la guerra?
—Creo que de esta hecha va de veras… Yo lo veía venir desde el incidente de Agadir.
—¡Cuerno!, a mí me gustaría que alguien le zurrara la badana a Inglaterra por no querer darle la autonomía a Irlanda.
—Tendremos que ayudarles… Sea como sea, esto no puede durar. Los financieros que manejan el capital internacional no lo permitirán Después de todo, el que tiene las cuerdas de la Bolsa es el banquero.
—¿Nosotros ayudar a Inglaterra? No, señor. ¡Después de lo que han hecho a Irlanda y en la revolución y en la guerra civil!…
—Joe, te estás armando un lío con toda esa historia que empollas por la noche en la biblioteca pública… Tú sigue las cotizaciones de la Bolsa y estate alerta y no te dejes camelar por toda esa palabrería periodística de huelgas, levantamientos y socialismos… Me gustaría verte salir adelante, Joe y… Bueno, mejor será que me vaya ya.
—No, quédese un rato, abriremos una botella de aguardiente. Oyeron unas pisadas fuertes en el pasillo.
—¿Quién va?
—¿Eres tú, Joe?
Un muchachote, con el pelo tieso, la cara roja y el cuello empotrado entre dos hombros cúbicos, penetró dando tumbos en el cuarto.
—¿Quién diablos cree usté que será éste?… Pues es mi hermanito Mike.
—Bueno, ¿y qué?
Mike se balanceaba con la barbilla hundida en el pecho. Sus espaldas se encorvaban contra el techo bajo de la cocina.
—Qué ballena, ¿eh? Pero, rediós, Mike, ¿no t’he dicho que no entres aquí bebido?… Es capaz de echar la casa abajo.
—Tengo que venir alguna vez, ¿no? Desde que te has metido a tutor, Joe, me pinchas más que el viejo. Gracias a que no voy a quedarme en esta cochina ciudad mucho tiempo. Es pa guillar a cualquiera. Como encuentre un barco que apareje antes del Golden Gate, ¡por éstas que me largo!
—Hombre, a mí no me molesta que te quedes aquí. Es que no me gusta que armes un escándalo a cada rato.
—Yo hago lo que me da la gana, ¿oyes?
—Ahueca el ala, Mike, y no vuelvas hasta que te despejes.
—Quisiera yo ver cómo me echas de aquí.
Harland se levantó.
—Bueno, yo me marcho —dijo—. Tengo que ver si pesco esa colocación.
Mike avanzaba a través de la cocina con los puños cerrados. Joe, apretando las mandíbulas, agarró una silla.
—Te la rompo en la crisma.
—¡Por todos los santos y mártires del cielo!, ¿no podrá una vivir en paz ni en su propia casa?
Una mujerota de pelo cano se interpuso gritando entre ellos. Tenía dos ojos negros brillantes, muy separados en una cara arrugada como una manzana del año pasado. Manoteaba con sus manos estropeadas por el trabajo.
—Callarse la boca los dos, siempre jurando y peleando por la casa como si no hubiera Dios… Tú, Mike, subes y te acuestas en tu cama hasta que te pase la borrachera.
—Eso le estaba diciendo yo —respondió Joe.
La vieja se dirigió a Harland. Su voz chirriaba como la tiza en el encerado.
—Y usted se larga de aquí. Yo no admito curdas en mi casa. ¡Fuera de aquí! No me importa quien le haya traído.
Harland miró a Joe con una sonrisa amarga, se encogió de hombros y salió.
—¡Sirvienta! —murmuró tambaleándose sobre sus piernas doloridas por la polvorienta calle de ceñudas casas de ladrillo.
El sofocante sol de la tarde parecía darle golpes en la espalda. En sus oídos, voces de doncellas, asistentas, cocineras, mecanógrafas, secretarias. Sí, señor Harland. Gracias, señor Harland. Oh señor, mil gracias, señor Harland, señor…
Un rayo de sol la despierta zumbando rojo en sus párpados. Ella se sumerge de nuevo en los purpúreos y sedosos corredores del sueño, se despierta otra vez, da una vuelta bostezando, levanta las rodillas hasta la barbilla para apretar mejor el capullo del sueño. Un camión retumba por la calle abajo. El sol pinta ardientes franjas en su espalda. Ella bosteza desesperadamente, se retuerce y se queda tendida de espaldas, con los ojos abiertos y las manos bajo la nuca, mirando al techo. Desde muy lejos, a través de las calles y de los paredones, el largo gemido de la sirena de un barco llega hasta ella como la mata de hierba que se abre paso a través de la grava. Ellen se sienta, sacude la cabeza para espantar una mosca que zumba alrededor de su cara. La mosca brilla y se esfuma en el sol. Pero Ellen siente vibrar en su interior una congoja persistente, inexplicable, resto de los amargos pensamientos de la noche anterior. Sin embargo, está contenta, bien despierta, y aún es temprano. Se levanta y se pone a pasear por el cuarto en camisón. En el entarimado hay manchas de sol. Ellen al pisarlas siente en las plantas de los pies una agradable sensación de calor. Los gorriones pían en el borde de la ventana. En el piso de arriba repiquetea una máquina de coser. Al salir del baño su cuerpo está suave y terso; se frota con una toalla, contando las horas del largo día que tiene por delante: dar un paseo por las atestadas y sucias calles de la ciudad baja hasta aquel muelle de East River donde amontonan las grandes vigas de caoba, desayunar sola en el Lafayette, café, panecillos y mantequilla; ir de compras a Lord & Taylor, tempranito, antes que el almacén esté irrespirable y las dependencias marchitas; almorzar con… Y entonces el dolor que la ha estado atormentando toda la noche brota, estalla: «Stan, Stan… ¡Dios mío!», dice en voz alta. Se sienta frente al espejo y se queda mirando de hito en hito sus negras pupilas dilatadas.
Se viste de prisa y sale; baja por la Quinta Avenida y tuerce al este por la calle 8; sin mirar ni a derecha ni a izquierda. El sol ya calienta y hierve en las aceras, en los cristales, en las placas esmaltadas de polvo… Las caras de los hombres y de las mujeres que se cruzan con ella están ajadas y grises como almohadas donde se ha dormido demasiado. Después de atravesar la Lafayette Street, atronada por el ir y venir de autos y camiones, siente en la boca un sabor a polvo y en sus dientes rechinan partículas de arena. Más allá se cruza con carretillas. Los dependientes limpian los mostradores de mármol de los puestos de refrescos, un organillo toca el Danubio azul. Las brillantes y rápidas espirales del vals giran en la calle, donde un puesto de pepinillos derrama su olor ácido. En Tompkins Square los chiquillos corretean dando gritos por el asfalto mojado. A sus pies un montón de chiquillos con las camisas rotas y sucias, las bocas babosas, se retuercen, se pegan, se muerden, se arañan, despidiendo un olor agrio a pan mohoso. De repente, Ellen siente flaquear sus rodillas. Da media vuelta y se vuelve por donde ha venido.
El sol le ciñe la cintura como él, le acaricia los antebrazos desnudos como él, es su aliento en sus mejillas.
—Las cinco causas legales nada más —dijo Ellen aun hombre huesudo que tenía dos ojos como ostras, dirigiéndose a la pechera de su camisa planchada.
—¿Así que se concede el decreto? —preguntó solemne.
—Naturalmente, y sin disputa.
—Pues lo siento mucho como antiguo amigo de ambas partes.
—Mire usted, Dick. Yo le tengo un gran afecto a Jojo, de veras. Le debo mucho… Es una bella persona por muchos conceptos, pero no había más remedio que hacer esto.
—¿Quiere usted decir que hay otro?
Ella le miró con los ojos brillantes y medio asintió.
—Pero el divorcio es un paso muy serio, mi querida amiga.
—Oh, no tan serio como parece.
Vieron a Harry Goldweiser venir hacia ellos a través del gran salón con molduras de nogal. Ellen levantó la voz de pronto.
—Dicen que esa batalla del Marne terminará la guerra.
Harry Goldweiser le tomó una mano entre las suyas regordetas y se inclinó.
—¡Qué amabilidad la suya, Elaine, molestarse en venir aquí para que estos viejos solterones no se mueran de aburrimiento! Hola, Snow, ¿cómo va?
—¿Y a qué se debe que tengamos el placer de encontrarle aquí todavía?
—Oh, varias cosas me han detenido… Además odio las playas de moda.
—Nada tan bonito como Long Beach, en todo caso… Bar Harbor… no iría yo a Bar Harbor por un millón… aunque me lo pusieran en la mano.
El señor Snow soltó un resoplido de mal humor.
—Me parece haber oído que se ha metido usted allí en un negocio de inmuebles, Goldweiser.
—Compré una villa para mí y nada más. Es asombroso esto de no poder comprarse uno siquiera una villa sin que todos los vendedores de periódicos de Times Square se enteren. Vamos a la mesa, mi hermana vendrá en seguida.
Una mujer regordeta con un traje de lentejuelas entró después de estar ellos a la mesa en el gran comedor adornado con cuernos de ciervo. Era pequeña y de piel cetrina.
—¡Oh, señorita Oglethorpe, cuánto me alegro de conocerla! —gorjeó con una vocecilla de cotorra—. La he visto a usted a menudo y siempre me pareció usted monísima… He hecho todo lo posible para que Harry la trajera un día a mi casa.
—Mi hermana Rachel —dijo Goldweiser a Ellen sin levantarse—. Ella es quien me cuida la casa.
—Snow, quisiera que me ayudara a convencer a la señorita Oglethorpe de que acepte ese papel en el reparto de The Zinnia Girl… Parece escrito para usted, de veras.
—Pero es tan insignificante…
—Desde luego, no es un papel de primera actriz, pero desde el punto de vista de su reputación de artista versátil y exquisita, es lo mejor de la obra.
—¿Quisiera usted un poco más de pescado, señorita Oglethorpe? —gorjeó la señorita Goldweiser.
El señor Snow resopló.
—Ya no hay grandes actores: Booth, Jefferson, Mansfield…; no queda uno. Ahora todo es anuncio; actores y actrices se lanzan al mercado como medicinas patentadas, ¿no es verdad, Elaine?… Anuncio, anuncio.
—Pero no es eso lo que hace el éxito… Si se pudiera triunfar sólo con el anuncio todos los empresarios de Nueva York serían millonarios —intercaló Goldweiser—. Lo que hace subir la entrada en tal o cual taquilla es la fuerza oculta y misteriosa que empuja a las multitudes en las calles y las mete en un teatro determinado. El anuncio no puede hacerlo, la buena crítica tampoco. Será tal vez el genio, será tal vez la suerte, pero si uno puede dar al público lo que quiere, cuando quiere y donde quiere, éxito seguro. Esto es lo que hizo Elaine en la última obra… Se puso en contacto con el público. Pudiera haber sido la mejor comedia del mundo, representada por los mejores actores del mundo y fracasar completamente. Y yo no sé cómo hace usted, nadie lo sabe. Una noche se va uno a la cama con el local lleno de entradas de favor y a la mañana siguiente amanece uno con un éxito estruendoso. El empresario no tiene más dominio sobre esto que el meteorologista sobre el tiempo. ¿Es verdad o no lo que digo?
—Ah, el gusto del público neoyorquino ha degenerado lastimosamente desde los tiempos de Wallack.
—Pero se han dado algunas comedias bonitas —gorjeó la señorita Goldweiser.
El amor le rizaba los bucles negros…, los bucles negros… y con fulgores de acero en sus ojos… Ellen cortaba con su tenedor el cogollo rizado y blanco de una lechuga. Decía palabras, mientras otras palabras totalmente distintas se desgranaban en su pecho como las cuentas de un collar roto. Estaba sentada delante de un cuadro que representaba dos mujeres y dos hombres sentados a la mesa en un comedor decorado con molduras, bajo un temblequeante candelabro de cristal. Levantó la vista del plato y vio que la señorita Goldweiser la miraba con sus ojillos de pájaro llenos de dulces reproches.
—Oh, Nueva York es realmente más agradable en pleno verano que en cualquier otra estación. Hay menos prisa y menos bulla.
—Sí, es la verdad pura, señorita Goldweiser.
Ellen sonrió de pronto a los circunstantes… El amor le rizaba los bucles negros y brillaba en sus ojos sombríos con fulgores de acero…
En el taxi las rodillas cortas y anchas de Goldweiser oprimían las suyas. Sus furtivas miradas le tejían con arte de araña una red dulce y asfixiante alrededor del cuello y de la cara. La señorita Goldweiser se había instalado cómodamente a su lado. Dick Snow tenía un cigarrillo apagado en la boca y le daba vueltas con la lengua… Ellen trataba de recordar exactamente cómo era Stan, su recia esbeltez de saltador de pértiga. No podía reconstruir su cara por completo; veía sus ojos, sus labios, una oreja.
En Times Square parpadeaban las luces de colores; grandes planos luminosos se entrecruzaban. Subieron en el ascensor del Astor. Ellen, detrás de la señorita Goldweiser pasó por entre las mesas del roofgarden. Hombres y mujeres de etiqueta, con muselinas de verano, con trajes ligeros se volvían a mirarla. Como pegajosos zarcillos de vid las miradas se prendían en ella al pasar. La orquesta tocaba In my Harem. Se instalaron en una mesa.
—¿Bailamos? —preguntó Goldweiser.
Ellen le sonrió con una sonrisa violenta cuando él le pasó el brazo por la espalda. Su enorme oreja cubierta de solemnes y solitarios pelos quedó a la altura de los ojos de ella.
—Elaine —suspiró—, yo me tenía por hombre avispado, de veras (contuvo la respiración), pero no lo soy… Usted me ha dado marcha, no tengo más remedio que confesarlo. ¿Por qué no puede usted quererme un poco? Quisiera que nos casáramos en cuanto obtenga usted su divorcio… ¿No sería usted buena para conmigo siquiera una vez?… Yo haría cualquier cosa por usted, usted lo sabe… y hay la mar de cosas en Nueva York que yo puedo hacer por usted.
La música cesó. Se aislaron bajo una palmera.
—Elaine, venga usted a mi despacho a firmar ese contrato. Le he dicho a Ferrari que espere… Podemos estar de vuelta dentro de quince minutos.
—Tengo que pensarlo. Nunca hago nada sin consultarlo con la almohada.
—¡Dios, es usted capaz de volver loco a cualquiera!
De repente Ellen recordó la cara de Stan. Estaba en pie frente a ella con el lazo de la corbata torcido sobre su camisa blanda, el pelo en desorden, bebiendo otra vez.
—¡Oh, Ellie, cuánto me alegro de verte!…
—Señor Emery… señor Goldweiser.
—Vengo de hacer un viaje extraordinario… Lástima que no nos hayas acompañado… Fuimos a Montreal y a Quebec y volvimos por Niágara Falls y no paramos de empinar desde que salimos de este Nueva York de mis pecados, hasta que nos arrestaron por embalar, en el camino de Boston, ¿verdad, Pearline?
Ellen no le quitaba ojo a una muchacha, algo achispada, que estaba detrás de Stan, con un sombrerito de paja encajado sobre un par de ojos azules como leche aguada.
—Ellie, ésta es Pearline… Bonito nombre, ¿verdad? Yo estuve a punto de reventar de risa cuando me lo dijo… Pero no sabes lo mejor… Nos emborrachamos de tal modo en Niágara Falls que cuando recobramos el sentido nos encontramos con que estábamos casados… Y tenemos nuestra licencia de matrimonio… adornada con pensamientos.
Ellen no podía verle la cara. La orquesta, el clamor de las voces, el ruido de los platos, brotaban en espirales estentóreas a su alrededor…
Las mujeres del harén
sabían llevarlas bien
hace tiempo allá en Bagdad…
—Buenas noches, Stan.
Su voz le raspaba la garganta. Oía claramente sus propias palabras al pronunciarlas.
—¡Oh, Ellie! ¿Por qué no vienes a correrla con nosotros?…
—Gracias… gracias.
Se puso de nuevo a bailar con Harry Goldweiser. El roofgarden giraba vertiginosamente, luego más despacio. El ruido disminuía. Ellen se sintió de repente indispuesta.
—Perdóneme un momento, Harry. Volveré luego a la mesa.
En el tocador de señoras se sentó cuidadosamente en el sofá de felpa. Se miró la cara en el redondo espejito de su polvera. Sus pupilas negras como cabezas de alfiler se dilataron poco a poco hasta que todo quedó negro.
Jimmy Herf sentía sus piernas cansadas de andar toda la tarde. Sentado en un banco junto al Acuarium miraba el agua. El fresco viento de septiembre daba un tinte de acero a las olas crespas del puerto y al cielo gris pizarra. Un gran vapor blanco, con una chimenea amarilla, pasaba frente a la estatua de la Libertad. El humo del remolcador salía limpiamente recortado como un papel. A pesar de los muelles, la punta de Manhattan le parecía como la proa de una gabarra que avanzase lenta y regularmente por el puerto. Las gaviotas planeaban chillando. Se puso en pie de un brinco.
—¡Caramba, tengo que hacer algo!
Se quedó un momento en pie, vacilante, los músculos en tensión. El tipo haraposo que miraba los fotograbados de un periódico, tenía una cara que él había visto antes.
—¡Hola!… —dijo vagamente.
—Te reconocí en seguida —dijo el hombre sin tenderle la mano—. Tú eres el hijo de Lily Herf… Creí que no me ibas a dirigir la palabra. No había razón para ello.
—Ya… usted es el primo Joe Harland, ¿no?… Me alegro muchísimo de verle… Muchas veces he pensado qué sería de usted.
—¿Por?
—Oh, no sé… no se piensa nunca que los parientes son personas como uno, ¿verdad?
Herf volvió a tomar asiento.
—¿Quiere usted un cigarrillo?… Es un Camel y gracias.
—Bueno, no importa… ¿Qué haces Jimmy? ¿No te ofenderás porque te llame así?
Jimmy Herf encendió una cerilla, que se apagó; encendió otra y se la alargó a Harland.
—Es el primer pitillo que fumo esta semana… Gracias.
Jimmy echó una mirada al hombre que tenía a su lado. La larga hendidura de su mejilla gris hacía un ángulo con el profundo pliegue que arrancaba de la comisura de los labios.
—Me encuentras hecho una ruina, ¿verdad? —escupió Harland—. Sientes haberte sentado, ¿no? Sientes que tu madre te educase como un caballero en vez de educarte como un golfo.
—Estoy de reportero en el Times… Una porquería de trabajo que me da asco —dijo Jimmy arrastrando las palabras.
—No hables así, Jimmy, eres demasiado joven… Nunca llegarás a nada con esa actitud.
—¿Y si no quisiera llegar a nada?
—La pobre Lily estaba tan orgullosa de ti… Quería que fueras un gran hombre… No olvidarás a tu madre, Jimmy. Fue la única amiga que tuve en la familia.
Jimmy se rió.
—Yo no dije que no fuera ambicioso.
—Por amor de Dios, por la memoria de tu madre, ten cuidado con lo que haces. Estás empezando a vivir… Todo depende de los dos años próximos. Mírate en mí.
—Oh, el Brujo de Wall Street no ha salido tan malparado, después de todo… No, lo que pasa es que yo no quiero aceptar todo lo que se tiene que aceptar de esta cochina gente. Estoy asqueado de inclinarme ante todos esos chupatintas que no me inspiran el menor respeto… ¿Qué hace usted, primo Joe?
—No me lo preguntes…
—¿Ve usted ese barco con las chimeneas rojas? Es francés. Mire, están quitando la lona del cañón de popa… Yo quisiera ir a la guerra. El único inconveniente es que yo no sirvo para meterme en cuestiones.
Harland se mordía el labio superior. Después de un silencio rompió a hablar con voz ronca y rota.
—Jimmy, te voy a pedir una cosa por la memoria de Lily… hmmm… ¿llevas algún dinero suelto? Por una desgraciada coincidencia, no he comido muy bien los dos o tres últimos días… Me siento algo débil…, ¿comprendes?
—¡No faltaba más! Precisamente iba a proponerle que fuéramos a tomar café o té o algo… Conozco un buen restaurante sirio en Washington Street.
—Vamos allá entonces —dijo Harland poniéndose en pie—. ¿Estás seguro que no te importa que te vean con un espantapájaros como yo?
El periódico se le cayó de las manos. Jimmy se agachó a recogerlo. Una cara borrosa modelada con trazos grises, le dio una punzada como si algo le hubiera tocado el nervio de un diente. No, no era ella. Sí… JOVEN ACTRIZ DE TALENTO HACE SENSACIÓN EN THE ZINNIA GIRL…
—Gracias, no te molestes, me lo encontré ahí —dijo Harland. Jimmy tiró el periódico. Ella cayó de bruces.
—Qué fotografías tan malas, ¿eh?
—Mirándolas se mata el tiempo. A mí me gusta estar al corriente de lo que pasa en Nueva York… Un gato puede mirar a un rey, ¿sabes?; un gato puede mirar a un rey.
—Oh, lo que yo decía era que estaban mal tomadas.