V. FUIMOS A LA FERIA DE LOS ANIMALES

Luz roja. Campana. Cuatro filas de automóviles esperan en el paso a nivel. Los guardabarros tocan las luces traseras, los estribos rozan los estribos, los motores braman, los escapes humean. Autos Babylon, de Jamaica, autos de Monkawk, de Port Jefferson, de Patchogue, «limousines» de Long Beach, de Far Rockaway, «roadsters» de Great Neck… autos llenos de arters y trajes de baño mojados, cuellos tostados del sol, bocas pringosas de sodas y salchichas… autos empolvados de polen de zuzón y cardillo.
Luz verde. Los motores aceleran, las palancas encajan en primera. Los autos se espacian, fluyen en larga cinta por el espectral camino de cemento, entre fábricas de hormigón con ventanas negras y anuncios de brillantes colorines, hacia el resplandor de la ciudad que se alza increíblemente en el cielo de la noche, como el cono dorado de un circo de lona.

Sarajevo. La palabra se le atragantó cuando trató de pronunciarla.

—Es terrible pensarlo, terrible —refunfuñaba George Baldwin—.

Wall Street se hunde… Cerrarán la Bolsa; no se puede hacer otra cosa.

—Yo nunca he estado en Europa tampoco… Una guerra debe ser un espectáculo extraordinario.

Ellen, con su traje de terciopelo azul, cubierto por un abrigo de cuero, iba recostada en los cojines del taxi que zumbaba suavemente.

—Yo siempre me imagino la historia como las litografías de los libros de escuela: generales pronunciando arengas, figurillas de hombres corriendo a campo traviesa con los brazos extendidos, facsímiles de firmas.

Conos de luz cortan conos de luz a lo largo de la carretera resonante. Los faros dan brochazos de cal en los árboles, las casas, las carteleras, los postes telegráficos. El taxi dio media vuelta y paró en medio del campo frente a un restaurante que rezumaba luz roja y ragtimes por todas sus rendijas.

—Un yeno esta noche —dijo el chófer a Baldwin cuando éste la pagó.

—¿Por qué será? —preguntó Ellen.

—El crimen del Canarsie tendrá algo que ver con eyo, supongo.

—¿Qué crimen?

—Una cosa horrible. Yo lo vi.

—¿Usted vio el crimen?

—No lo vi cometer. He visto los cadáveres tiesos antes de llevarlos al depósito. Nosotros los chicos le yamábamos el tío Santa Claus, porque tenía patiyas blancas… Yo le conocía desde pequeño.

Los autos de atrás tocaban impacientemente los claxons.

—Más vale que me largue… Buenas noches, señora.

El pasillo rojo olía a langosta, a almejas al horno y a cocktails.

—¡Hola, Gus!… Elaine, tengo el gusto de presentarle al señor y a la señora McNiel… señorita Oglethorpe.

Ellen seguía los faldones del mayordomo bordeando el entarimado enguantada manita de su mujer.

—Gus, quiero verle un momento antes de marcharnos.

Ellen seguí los faldones del mayordomo bordeando el entarimado donde se bailaba. Se sentaron en una mesa junto a la pared. La música tocaba Every body’s Doing It. Baldwin tarareaba al inclinarse sobre ella para colocar el abrigo en el respaldo de la silla.

—Elaine, es usted una mujer más encantadora… —empezó sentándose frente a ella—. Es horroroso. Parece imposible.

—¿Qué?

—Esta guerra. No puedo pensar en otra cosa.

—Yo sí…

Ella clavó los ojos en el menú.

—¿Se ha fijado usted en esa pareja que le he presentado?

—Sí. ¿Es ése el McNiel de quien hablan tanto los periódicos? No sé qué lío de una huelga complicada con la emisión de obligaciones del Interborough.

—Todo es política. Apuesto a que ese pobre Gus se alegra de la guerra. Siempre servirá para quitar su asunto de la primera plana… Luego le contaré cosas de él… ¿No le gustarán las almejas al vapor? Son muy buenas aquí.

—Me encantan, George.

—Entonces pediremos un clásico cubierto a la marinera.

—¿Qué le parece?

Al dejar los guantes en el borde de la mesa, Ellen rozó un búcaro de rosas rojas y amarillas. Un chaparrón de pétalos marchitos revoloteó sobre su mano, sobre sus guantes, sobre la mesa. Ella se los sacudió.

—Y haga usted que se lleven esas rosas, George… Odio las flores marchitas.

El vaho de la plateada escudilla de almejas se retorcía en el rosado resplandor de la pantalla. Baldwin miraba embobado cómo Ellen, con sus dedos rosados y finos, sacaba los moluscos de su concha, los empapaba en mantequilla derretida y, goteando, se los llevaba a la boca. Ella estaba ensimismada en esta operación. Baldwin suspiró.

—Elaine, soy muy desgraciado… Encontrarme con la mujer de McNiel… Después de tantos años. Figúrese… Yo estuve locamente enamorado de ella y ahora no puedo acordarme de su nombre de pila… ¡Qué cosas, eh! Mis asuntos iban bastante mal desde que me puso a ejercer por mi cuenta. Fue una temeridad, pues sólo hacía dos años que había salido de la Facultad de Derecho y no tenía dinero para resistir. Yo en aquellos tiempos era un hombre audaz. Cierto día decidí que si antes de la noche no surgía alguna cosa, lo echaría todo a rodar y volvería a trabajar de pasante. Salí a dar una vuelta para despejar la cabeza y en el apartadero de la Avenida Undécima vi un tren de carga chocar con el carro de un lechero. Lo hizo añicos, y cuando recogimos al pobre hombre, me dije: «O le saco la indemnización que le corresponde, o me arruino intentándolo». Gané el pleito y aquello me dio a conocer a varias personalidades. Así fue como empezamos él su carrera y yo la mía.

—¿Conque él era el lechero, dice usted? Yo tengo a los lecheros por la mejor gente del mundo. El mío es adorable.

—No cuente esto a nadie, Elaine… Tengo en usted confianza absoluta.

—Soy muy honrada, George. ¿No es asombroso que las mujeres se vayan pareciendo cada día más a la señora Castle? Eche un vistazo alrededor.

—Era como una flor silvestre, Eleine; fresca y rosada y tan alegre… Y ahora es una jamona regordeta con aire de mujer de negocios.

—Y usted no ha cambiado nada. Así es la vida.

—No sé, no sé. No puede usted imaginar qué vacío, qué hueco me parecía todo antes de conocerla. Cecily y yo no podemos vivir juntos. Nuestra vida en común es un infierno.

—¿Dónde está ahora?

—Está en Bar Hargor… Yo tuve mucha suerte y muchos éxitos cuando era todavía joven… Aún no he cumplido los cuarenta.

—Le tiene que gustar a usted por fuerza la abogacía, de lo contrario, no hubiera triunfado así.

—¡Oh, triunfar… triunfar! ¿Qué significa eso?

—Pues a mí me gustaría tener éxito.

—Ya lo tiene usted, mi querida amiga.

—¡Oh, no lo digo por eso!

—A mí no me interesa. Lo único que hago es sentarme en la oficina y dejar que trabajen los jóvenes. Mi porvenir está trazado. Ya sé que podría ponerme solemne y pomposo y dedicarme a pequeños vicios privados…, pero en mí hay algo más…

—¿Por qué no se mete usted en la política?

—¿Para qué ir a Washington a enfangarme en aquella charca cuando precisamente estoy en el sitio donde se dan las órdenes? Lo terrible es que cuando uno se harta de Nueva York no hay dónde ir. Es el vértice del mundo. El único recurso es dar vueltas y vueltas como una ardilla enjaulada.

Ellen miraba las parejas vestidas de verano, que bailaban en el encerado rectángulo del centro. Divisó la cara ovalada y rosácea de Tony Hunter, en una mesa al fondo de la sala. Oglethorpe no estaba con él. Herf, el amigo de Stan, estaba sentado de espaldas a ella. Le vio reír, con su cabeza alborotada un poco ladeada sobre el cuello flaco. A los otros dos no los conocía.

—¿A quién mira usted?

—A unos amigos de Jojo… ¿A qué habrán venido aquí?, digo yo. No es éste su barrio precisamente.

—Siempre así cuando trato de salirme con la mía —dijo Baldwin con una sonrisa forzada.

—Usted ha hecho lo que ha querido toda la vida.

—¡Oh, Elaine, con que sólo me dejara usted hacer lo que ahora quiero! ¡Si me permitiera usted hacerla feliz! No sé cómo usted puede valerse sola. Está usted tan llena de amor, de misterio, de luz…

Se turbó, bebió un trago de vino y continúo todo ruborizado:

—Parezco un colegial. Estoy haciendo el tonto, Elaine; haría cualquier cosa por usted.

—Todo lo que voy a pedirle es que se lleven esta langosta. No creo que esté muy fresca.

—¡Demonio…!, todo puede ser… ¡En efecto!… ¡Eh, camarero! Estaba tan atolondrado que me la estaba comiendo sin darme cuenta.

—Puede usted pedir pollo en cambio.

—¡No faltaba más! Se estará usted muriendo de hambre, pobrecilla.

—… Y una mazorca de maíz… Ahora comprendo por qué es usted tan buen abogado, George. Hace tiempo que a cualquier jurado se le hubiesen saltado las lágrimas con un alegato tan apasionado.

—¿Y a usted, Elaine?

—George, por favor, no me pregunte.

En la mesa donde Jimmy Herf estaba sentado se bebía whisky con soda. Un hombre amarillento, de pelo claro y una nariz fina, torcida entre dos ojos azules de niño, hablaba con un sonsonete confidencial.

—De veras, los tenía en mis manos. La policía es tolili, completamente tolili. ¡Calificar el caso de rapto y suicidio! Ese viejo y su inocente hija han sido asesinados, cochinamente asesinados. ¿Y sabéis por quién?…

Con un dedo regordete, sucio de tabaco, señaló a Tony Hunter.

—No me interrogue usted, señor juez, yo no estoy enterado de nada —dijo éste bajando sus largas pestañas.

—Por la Mano Negra.

—No fastidies, Bullock —dijo Jimmy Herf riendo.

Bullock dio tal puñetazo en la mesa que los platos y los vasos tintinearon.

—Carnasie está infestado de Mano Negra, de anarquistas, de secuestradores y de indeseables. Nuestra obligación es seguirles la pista y vindicar el honor de ese pobre viejo que se llama, ¿cómo?

—Mackintosh —dijo Jimmy—. La gente de por aquí le llamaba Santa Claus. Claro que todo el mundo reconoce que llevaba muchos años loco.

—Nosotros no reconocemos nada más que la majestad de la ciudadanía americana… Pero ¿qué diablos va uno a hacer cuando esta maldita guerra ocupa toda la primera plana? Yo iba a llenar una página y me han dejado en media columna. ¿Qué vida es ésta?

—Puedes inventar algo así como que era heredero al trono de Austria, y que fue asesinado por razones políticas.

—No está mal la idea, Jimmy.

—Pero eso es horrible —dijo Tony Hunter.

—Tú te crees que somos una partida de brutos, ¿verdad, Tony?

—No, pero no veo el gusto que puede sacar la gente de leer tales atrocidades.

—¡Oh, es lo de siempre! —dijo Jimmy—. Lo que me pone carne de gallina es la movilización, el bombardeo de Belgrado, la invasión de Bélgica… Todo eso. No puedo imaginármelo… Han matado a Jaurès.

—¿Quién era?

—Un socialista francés.

—Esos cochinos franceses son tan degenerados que no saben más que batirse en duelo y dormir con las mujeres de los otros. Apuesto a que los alemanes entran en París antes de dos semanas.

—La cosa no puede durar mucho —dijo Framingham, un individuo ceremonioso con un bigotillo rubio muy afilado que estaba sentado junto a Hunter.

—Pues a mí me gustaría que me nombraran corresponsal de guerra.

—Oye, Jimmy, ¿conoces a ese francés que tiene aquí el bar?

—¿Congo Jake? Claro que lo conozco.

—¿Qué tal tipo es?

—Excelente sujeto.

—Vamos a hablar con él. Puede que sepa algo del crimen. ¡Cuerno, si encontrara manera de encajarlo en el conflicto mundial!…

—Tengo gran confianza —comenzó Flamingham— en que los ingleses lo arreglen todo.

Jimmy se fue al bar siguiendo a Bullock.

Al cruzar la sala divisó a Ellen. Su pelo parecía completamente rojo al resplandor de la lámpara cercana. Baldwin, inclinado sobre la mesa, tenía los labios húmedos y los ojos brillantes. Jimmy sintió en su pecho una cosa brillante que saltó como un muelle. Volvió la cabeza bruscamente por miedo a que ella le viera. Bullock le dio un codazo en las costillas.

—Oye, Jimmy, ¿quiénes son esos dos tipos que están con nosotros?

—Son amigos de Ruth. No los conozco muy bien. Framingham es un decorador de interiores, creo.

En el bar bajo una fotografía del Lusitania, un hombre moreno con una chaqueta blanca abombada por un robusto pecho de gorila, sacudía un cubilete entre sus manos peludas. Frente al bar, un camarero esperaba con una bandeja de vasos. El cocktail espumajeó en ellos verde-blancuzco.

—Hola, Congo —dijo Jimmy.

—¿Ah, bonsoir, monsieur’Erf ça biche?

—Vamos tirando… Congo, voy a presentarle a un amigo mío, Grant Bullock, del American.

—Mucho gusto. Usté y el señor Erf tomen algo a cuenta de la casa. El camarero levantó la bandeja a la altura del hombro y se la llevó en la palma de la mano.

—Supongo que un gin fizz encima de todo ese whisky sentará como un tiro pero voy a tomarlo de todos modos… ¿No bebe usted con nosotros, Congo?

Bullock puso un pie en la barra de latón y tomó un sorbo.

—Decía yo si no se sabría por aquí nada de ese crimen de la carretera.

—Cada cual tiene su teoría.

Jimmy notó un guiño imperceptible en uno de los ojos negros y hundidos de Congo.

—¿Vive usted por estos andurriales? —le preguntó para no reírse.

—En medio de la noche siento un automóvil pasar muy de prisa con el escape abierto. Creí que tropieza con algo porque se para en seco y vuelve p’atrás mucho más de prisa, como rayo.

—¿Oyó usted un disparo?

Congo sacudió la cabeza misteriosamente.

—Oí voces, voces muy furiosas.

—Nada, hay que investigar esto —dijo Bullock tragándose de un golpe el resto del vaso—. Vamos con las chicas.

Ellen miraba la cara arrugada como una nuez y los ojos de besugo frito del camarero que les servía el café. Baldwin, recostado en una silla, la contemplaba con los párpados entornados. Hablaba en tono bajo y monótono.

—¿No comprende usted que me volveré loco si no puedo hacerla mía? Es usted la única cosa de este mundo que he deseado de veras.

—George, yo no quiero ser de nadie… ¿Es que no le cabe a usted en la cabeza que una mujer necesita libertad? Sea razonable. Tendré que marcharme a casa si sigue usted hablando así.

—¿Por qué darme ánimos, entonces? Yo no soy de esos hombres con los que se juega como con un muñeco. Usted lo sabe perfectamente.

Ella le miró cara a cara con sus largos ojos grises. La luz ponía un viso dorado en las motitas oscuras del iris.

—No hay manera de tener amigos, está visto.

Ellen bajó los ojos y se quedó con la vista fija en sus dedos, apoyados en el borde de la mesa. Baldwin miraba el fulgor cobrizo de sus pestañas. De pronto rompió el silencio que los separaba:

—Bueno, vamos a bailar.

J’ai fait trois fois le tour du monde
dans mes voyages[51]

tarareaba Congo Jake mientras el gran cubilete reluciente palpitaba entre sus manos peludas. El estrecho bar, empapelado de verde, estaba abarrotado y ensordecido de voces. El alcohol subía en espirales, el hielo tintineaba en los vasos, y de tarde en tarde se oía la música del cuarto contiguo. Jimmy Herf, solo en un rincón, bebía en pie un gin fizz. Cerca de él Gus McNiel daba amistosos golpecitos en la espalda a Bullock y le gritaba al oído:

—Bueno, como no cierren la Bolsa… se presentará una de ocasiones antes que estalle… No lo olvide usté, un pánico es el momento propicio para que un hombre de sangre fría haga dinero.

—Ya ha habido quiebras, y esto no es más que el principio del fin…

—La ocasión no llama más que una vez a la puerta de la juventud… Fíjese en lo que le digo: cuando una de esas grandes firmas de agentes de bolsa se declara en bancarrota la gente honrada se puede felicitar… Pero usté no publicará todo lo que le estoy diciendo en el periódico, ¿eh? Usté es una persona decente… La mayor parte de los periodistas ponen en boca de uno lo que se les antoja. No se puede fiar de ninguno de ustedes. Una cosa le diré, sin embargo, y es que el cierre favorece a los contratistas. Con la guerra, de todos modos, la construcción de casas había de estacionarse.

—No durará más de dos semanas, y además no sé que tenga nada que ver con nosotros.

—El mundo entero se resentirá… Hola, Joey, ¿qué diablos vienes a hacer tú aquí?

—Quisiera hablarle a solas un momento, señor. Hay noticias gordas…:

El bar se vaciaba poco a poco. Jimmy y Herf seguía en pie apoyado contra la pared del fondo.

—Usté nunca s’emborracha, señor Erf.

Congo Jake se sentó detrás del mostrador para beber una taza de café.

—Prefiero ver a los demás.

—Muy bien. Inútil gastarse montones de dinero para tener un dolor de cabesa al día siguiente.

—Vaya un lenguaje para un barman.

—Digo lo que pienso.

—Oiga, siempre he querido preguntarle… No tendrá usted inconveniente en decírmelo, supongo… ¿De dónde ha sacado usted ese nombre de Congo Jake?

Congo soltó una carcajada profunda.

—No sé… Cuando salí al mar, un crío era yo, me llaman Congo porque tengo pelo rizo y negro como un negro. Luego cuando trabajo en América, en un barco americano y demás uno me pregunta: ¿cómo va, Congo?, y yo digo: Jake… Y por eso me llaman Congo Jake.

—Buen apodo… Yo pensé que seguiría usted de marinero.

—Es una vida muy dura… Le diré a usted, señor Erf, la mala suerte me persigue. Mi primer recuerdo de un lanchón, usted me comprende… en el canal, un hombre que no era mi padre me surraba todos los días. Luego me escapo y trabajo en barcos de vela a Burdeos, ¿sabe?

—Yo estuve allí de niño, creo.

—Seguro… Usté comprende las cosas, señor Erf. Pero un tipo como usté, buena educación y demás, no sabe lo que es la vida. Yo a los diecisiete años vine a Nueva York… Nueva York no bueno. No pensaba más que en juerguear. Luego me embarqué otra ves y a rodar por el mundo. En Shanghai aprendí a hablar americano y el negocio del bar. Volví a Frisco y me casé. Entonces quiero hacerme americano. Pero mala pata otra ves, vea. Antes de casarme con esa chica vivimos juntos un año en la gloria, pero en cuanto nos casamos, no bueno. Me hacía burla y me llamaba franchute porque no hablo americano bien, y además no salía nunca de casa y entonses la mandé al cuerno. Cosa graciosa la vida de un hombre.

J’ai fait trois fois le tour du monde
dans mes voyages.

Congo reanudó la canción con su ronca voz de barítono.

Una mano se posó en el brazo de Jimmy. Éste se volvió.

—¿Qué hay, Ellie, qué pasa?

—Estoy con un loco, tiene usted que venir en mi auxilio.

—Éste es Congo Jake… Tiene usted que conocerle, Ellie, es una excelente persona. Mi amiga es une très grande artiste[52], Congo.

—¿No quiere la señora tomar una copita de anís?

—Beba usted algo con nosotros… Se está tan bien aquí ahora que todo el mundo se ha ido…

—No, gracias, me voy a casa.

—Pero si es tan pronto todavía…

Bueno, tendrá usted que entendérselas con mi loco… Dígame, Herf ¿ha visto a Stan hoy?

—No, no le he visto.

—Estaba citada con él y no apareció.

—¡Si usted le quitara de beber tanto, Ellie!… Empieza a preocuparme.

—Yo no soy su tutor.

—Ya, pero usted sabe lo que quiero decir.

—¿Qué piensa nuestro amigo de todos esos rumores de guerra?

—Yo no iré… Un trabajador no tiene patria. Yo voy a haserme ciudadano americano… Serví en la marina una ves, pero…

Se dio un golpe con la mano en el antebrazo doblado, y una risa profunda resonó en su garganta.

—¡A la porra! Moi, je suis anarchiste, vous comprenez, monsieur[53].

—Entonces no puede usted ser ciudadano americano.

Congo se encogió de hombros.

—Oh, es un tipo delicioso —murmuró Ellen al oído de Jimmy.

—Ustedes saben por qué hasen esta guerra… Para que los obreros no hagan una gran revolusión… Demasiado ocupaos combatiendo. De modo que Guillaume y Viviani y Krupp y Rothschild y Morgan disen: «Vamos a haser una guerra»… ¿Saben ustedes lo primero que hasen? Matan a Jaurès porque sosialista. Los sosialistas son traidores a la Internasional pero es lo mismo…

—Pero ¿cómo pueden hacer pelear a la gente si no quiere?

—En Europa los pueblos son esclavos por miles de años. No como aquí… Pero yo he visto guerra. Muy grasioso. Yo tuve un bar en Puerto Arturo, un chico entonses era. Muy grasioso.

—¡Dios, si me dieran un puesto de corresponsal!

—Yo podría ir como enfermera de la Cruz Roja.

—Corresponsal muy buena cosa… Siempre borracho en bar americano muy lejos del campo de batalla.

Rieron.

—Pero ¿no estamos nosotros mismos muy lejos del campo de batalla, Herf?

—Bueno, vamos a bailar. Tendrá usted que perdonarme si bailo mal.

—Le daré con el pie si se equivoca.

Su brazo era como de yeso cuando la agarró de la cintura. Altas murallas de ceniza crujían y se desmoronaban en su interior. Se sentía subir como un globo de fuego en el perfume de su pelo.

—De puntillas y al compás de la música… Moverse en línea recta, eso es todo.

Su voz cortaba como una sierrecita flexible y acerada. Codazos, caras rígidas, ojos saltones, hombres gordos y mujeres delgadas, mujeres delgadas y hombres gordos giraban densamente a su alrededor. Él se desmenuzaba como yeso, sintiendo en su pecho algo que resonaba dolorosamente. Ella entre sus brazos era una intrincada máquina, con dientes de sierra refulgente de luz blanca azul y cobriza. Cuando pararon de bailar Jimmy sintió que su pecho, su cadera y su muslo se ceñían a su cuerpo. Se le agolpó de repente la sangre y sudaba como un caballo desbocado. Por una puerta abierta la brisa disolvía el humo de tabaco en el aire cargado y rosáceo del restaurante.

—Herf, quiero ir a ver la quinta del crimen. Acompáñeme.

—Como si yo no hubiera visto bastantes X marcando el sitio donde el crimen se cometió.

En el hall les alcanzó George Baldwin. Estaba pálido como un muerto. Tenía su corbata negra torcida, las ventanas de su fina nariz dilatadas y rayadas por venillas rojas.

—Hola, George.

Su voz graznaba agriamente como un claxon.

—Elaine, la he estado buscando. Tengo que hablarle… Cree usted quizá que es broma. Yo nunca bromeo.

—Herf, perdóneme un momento… Bien, ¿qué ocurre, George?

—Vuelva usted a la mesa.

—George, yo tampoco bromeaba… ¿Quiere llamar un taxi, Herf?

Baldwin la agarró por la muñeca.

—Ya ha jugado usted bastante conmigo, ¿oye? El día menos pensado un hombre empuñará un revólver y la matará. Usted cree que puede jugar conmigo como con todos esos mocosos… No vale usted más que una prostituta.

—Herf, le he dicho que me pidiera un taxi.

Jimmy se mordió nerviosamente los labios y salió por la puerta principal.

—Elaine, ¿qué va usted a hacer?

—George, a mí no me manda nadie.

Un objeto de níquel brilló en la mano de Baldwin. Gus McNiel se adelantó y le agarró la muñeca con su manaza roja.

—Déme eso, George… ¡Por amor de Dios, hombre, serénese!

McNiel se metió el revólver en el bolsillo.

Tambaleándose, Baldwin se dirigió hacia la pared. El índice de su mano derecha sangraba.

—Ya está aquí en el taxi —dijo Herf mirando una por una las caras petrificadas, lívidas.

—Muy bien, llévela usted a su casa… No ha pasado nada, un simple ataque de nervios. No hay por qué alarmarse.

McNiel gritaba como un orador callejero. El mayordomo y la chica del guardarropa se miraban inquietos.

—No ha pasado nada… El señor está un poco nervioso… Exceso de trabajo, ¿comprende usted?

McNiel, bajando la voz, murmuró en tono tranquilizador: —No pensemos más en ello.

Al entrar en el taxi Ellen dijo de repente con una vocecilla de niña:

—No recordaba que íbamos a ver la quinta del crimen… Dígale al chófer que nos espere. Me gustaría andar un poco al aire libre.

Se respiraba un olor salado a marismas. En la noche de mármol brillaba la luna entre nubes. Los sapos sonaban en las zanjas como cascabeles.

—¿Está lejos? —preguntó ella.

—No, es allí abajo, en la esquina.

La grava crujía bajo sus pies. Luego sus pisadas resonaron blandamente en el macadam. Un faro los cegó; se pararon para dejar pasar el coche. El olor de la gasolina les llenó las narices, luego se confundió con el olor de las marismas.

Era una casa gris de tejado puntiagudo con un porche que daba al camino, protegido por celosías rotas. Un policía se paseaba de arriba abajo por delante, silbando distraídamente. Un gajo de luna nielado salió un momento de detrás de las nubes, transformó en papel de plata el vidrio roto de una ventana entornada, destacó las hojitas redondas del algarrobo y rodó como una moneda perdida por una ranura de nubes.

Ninguno de los dos dijo nada. Volvieron hacia el restaurante.

—¿De veras, Herf, no ha visto usted a Stan?

—No, y no tengo idea de dónde puede estar escondido.

—Si lo ve dígale que me telefonee inmediatamente… Herf, ¿cómo las llamaban a aquellas mujeres que seguían a los ejércitos durante la revolución francesa?

—Deje que piense. ¿No era cantonnieres?

—Algo así… Eso me gustaría a mí ser.

Un tren eléctrico pitó, lejos, hacia su derecha, se acercó resonando y se perdió en la lejanía.

El restaurante, que rezumaba un tango, se fundía rosa como un helado. Jimmy iba a entrar con ella en el taxi.

—No, quiero irme sola, Herf.

—Pero yo tendría mucho gusto en acompañarla a casa… No quisiera dejarla sola.

No se dieron la mano. El taxi le echó a la cara una bocanada de polvo y de gasolina quemada. Jimmy se quedó en los escalones, sin decidirse a volver al ruido y al humo.

Nellie McNiel se quedó sola en la mesa. Frente a ella una silla retirada, con la servilleta en el respaldo, la silla que su marido había ocupado. Nellie tenía la mirada perdida. Los que bailaban pasaban como sombras ante sus ojos. Al otro extremo del local vio a George Baldwin, pálido y demacrado, que volvía a su mesa andando despacio como un enfermo. El abogado examinó atentamente la cuenta, la pagó y se quedó mirando distraído a su alrededor. La buscaba. El camarero trajo el vuelto en una bandeja y se inclinó profundamente. Baldwin barrió con una mirada sombría las caras de los que bailaban, dio media vuelta y salió. Recordando la insoportable dulzura de los lirios chinos, ella sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Sacó un carné de citas de su bolso de malla, lo hojeó rápidamente y puso varias señales con un lápiz de plata. Después de un rato levantó los ojos con una mueca de despecho e hizo una seña al camarero.

—¿Quiere usted hacer el favor de decir al señor McNiel que la señora McNiel desea hablarle? Está en el bar.

—Saravejo, Saravejo, la palabra que electriza los cables —gritaba Bullock al friso de caras y vasos alineados en el bar.

—Oiga —dijo O’Keefe confidencialmente sin dirigirse a nadie en particular—, uno que trabaja en telégrafos me ha dicho que ha habido una gran batalla naval cerca de St. John, Terranova, y que los ingleses han hundido una escuadra alemana de cuarenta barcos.

—¡Córcholis, eso acabará la guerra en el acto!

—¡Pero si todavía no se ha declarado la guerra…!

—¿Cómo lo sabe usted? Los cables están tan atascados que no pasa una noticia.

—¿Ha visto que ha habido cuatro quiebras más en Wall Street?

—Me han dicho que en Chicago el mercado de trigos es la locura.

—Debían cerrar todas las Bolsas hasta que esto acabe.

—Quizá cuando los alemanes le hayan propinado una buena tunda, Inglaterra dará la libertad a Irlanda.

—Pero si ya… La Bolsa no se abrirá mañana.

—Para el hombre que tenga fondos y no pierda la cabeza, éste es el momento ideal para ponerse las botas.

—Bueno, amigo Bullock, me voy a casa —dijo Jimmy—. Ésta es la única noche de descanso y no quiero desperdiciarla.

Bullock guiñó un ojo y dio al aire un manotazo de borracho. En los oídos de Jimmy el vocerío palpitaba como un rumor elástico, cerca, lejos, cerca, lejos… Muere como un perro. En marcha, dijo. Se gastó todo el dinero que tenía menos veinticinco centavos. Fusilado al amanecer. Declaración de guerra. Rompimiento de hostilidades. Y le dejaron solo con su gloria. Leipzig, el yermo, Waterloo, donde los granjeros en campaña dispararon el tiro que retumbó por… No puedo tomar un taxi; después de todo, tengo ganas de andar. Ultimátum. Trenes de soldados van cantando al matadero, con flores en las orejas. Y vergüenza sobre el falso Etrusco que se queda en su casa mientras…

Bajaba por el sendero de grava a la carretera, cuando un brazo se enganchó en el suyo.

—¿Le molestará que le acompañé? No quiero quedarme aquí.

—De ningún modo, Tony.

Herf andaba a zancadas, mirando hacia adelante. Las nubes habían oscurecido el cielo donde quedaba la tenue lactescencia de la luna. A derecha e izquierda, fuera de los conos gris violeta de los escasos arcos voltaicos, la oscuridad estaba salpicada de puntos luminosos. Más lejos el resplandor de las calles se alzaba en borrosos riscos amarillos y rojizos.

—Yo no le soy simpático, ¿verdad? —dijo Tony Hunter, medio ahogándose, minutos después.

Herf retardó el paso.

—¡Oh, no le conozco gran cosa! Me parece usted una persona muy agradable…

—No mienta; no tiene usted por qué… Creo que me voy a matar esta noche.

—Hombre, no haga usted eso… ¿Qué le ocurre?

—No tiene usted derecho a decirme que no me mate. Usted no sabe nada de mí. Si yo fuera mujer no sería usted tan indiferente.

—Pero en fin, ¿qué es lo que le pasa a usted?

—Me estoy volviendo loco, eso es lo que me pasa. Es tan horrible todo… Cuando le vi a usted por primera vez con Ruth, una noche, creí que nos haríamos amigos, Herf. Parece usted tan simpático y tan comprensivo… Pensé que era usted como yo, pero ahora se está usted volviendo tan insensible…

—Será la influencia del Times… Me echarán pronto, no se preocupe.

—Estoy cansado de ser pobre. Quiero triunfar, triunfar.

—Muy bien. Todavía es usted joven; debe ser usted más joven que yo.

Tony no respondió.

Bajaban por una ancha avenida, entre denegridas casas de madera. Un largo tranvía amarillo pasó silbando.

—Debemos estar en Flatbush.

—Herf, yo creí antes que usted era como yo, pero ahora nunca le veo a usted más que con mujeres.

—¿Qué quiere usted decir?

—Nunca se lo he dicho a nadie… Dios, si le contara usted esto a alguien… De niño fui de una precocidad sexual espantosa, tendría yo unos diez o doce años.

Sollozaba. Al pasar bajo una farola, Jimmy notó el brillo de las lágrimas en sus mejillas.

—No se lo diría a usted si no estuviera borracho.

—Pero esas cosas le pasan a todo el mundo de chico… No debe usted preocuparse.

—Pero es que ahora sigo igual, y eso es lo terrible. No me gustan las mujeres, por más que he tratado… ¿Sabe usted?, me cogieron, por sorpresa. Me dio tal vergüenza que estuve no se cuántas semanas sin ir a la escuela. Mi madre lloraba y lloraba. ¡Tengo tal vergüenza!… ¡Tengo tanto miedo de que la gente se entere! Siempre estoy luchando por ocultarlo, por ocultar mis sentimientos.

—Puede que todo sea imaginación. Quizá consiga usted vencerse. Vaya a un psicoanalista.

—No puedo hablar de esto a nadie. Es que esta noche estoy borracho. He tratado de consultar una enciclopedia… Ni siquiera lo trae el diccionario.

Se detuvo y se apoyó contra un farol, la cara entre las manos.

—Ni siquiera lo trae el diccionario.

Jimmy Herf le dio unos golpecitos en la espalda.

—¡Vamos, hombre, ánimo! ¡Qué diablo!, hay la mar de personas en su caso. El teatro está lleno.

—Los odio a todos… No son tipos así de quienes me enamoro. Yo me odio también. Y supongo que usted me odiará desde esta noche.

—¡Qué tontería! ¡A mí qué me importa!

—Ahora ya sabe usted por qué quiero matarme… Oh, es una injusticia, Herf, es una injusticia… Nunca he tenido suerte en mi vida. Comencé a ganarme la vida en cuanto salí del instituto. Fui botones en los hoteles de verano. Mi madre vivía en Lakewood y yo le mandaba todo lo que ganaba. Tanto trabajar para llegar a esto. Si se supiera, sise armara un escándalo y todo saliera a relucir, sería mi ruina.

—Pero eso se dice de todos los galanes y a ninguno le preocupa.

—Siempre que me quitan un papel creo que es por causa de eso. Odio y desprecio a todos los hombres de esa especie… No quiero quedarme en galán. Quiero ser primer actor. ¡Qué infierno, qué infierno!

—Pero ahora está usted ensayando, ¿no?

—Una comedia estúpida que nunca pasará de Stamford. Ahora cuando usted oiga que lo he hecho no le tomará de sorpresa.

—¿Hecho qué?

—Matarme.

Siguieron andando sin hablarse. Había empezado a llover. Al fondo de la calle, detrás de las casas verdinegras y cuadradas como cajas de zapatos, zigzagueaba de cuando en cuando un relámpago violeta. Un olor a humedad y a polvo subía del asfalto batido por los sonoros goterones.

—Debe haber una estación del metro por aquí cerca… ¿No es aquella una luz azul? Si no corremos nos vamos a mojar.

—¡Qué diablos, Tony, a mí me da igual mojarme o no!

Jimmy se quitó el flexible. Las gotas caían frías sobre su frente. El olor de la lluvia, de los tejados, del barro y del asfalto le quitaba el sabor picante del whisky y de los cigarrillos.

—¡Pardiez, es tremendo! —gritó de pronto.

—¿Qué?

—Todas esas historias del sexo. Nunca hasta esta noche me he dado cuenta de la extensión de esa agonía… Debe de pasarlo usted muy mal. Todos lo pasamos mal a veces. En el caso de usted es mala suerte, una suerte perra. Martín solía decir: Todo andaría mejor si de pronto sonara una campana y los unos se dijeran a los otros honradamente lo que hicieron, cómo vivieron, cómo amaron. El ocultar las cosas es lo que les hace pudrirse… ¡Dios mío, es horrible! Como si la vida no fuera ya bastante difícil sin eso.

—Yo voy a tomar el metro en esta estación.

—Tendrá usted que esperar horas.

—No importa, estoy cansado y no quiero mojarme.

—Pues entonces, buenas noches.

—Buenas noches, Herf.

Retumbó un largo trueno. Empezó a llover a cántaros. Jimmy se encasquetó el sombrero hasta las orejas y se subió el cuello de la chaqueta. Sentía ganas de correr gritando «¡Miserables!» con todas las fuerzas de sus pulmones. Los relámpagos zigzagueaban entre las filas de ventanas muertas. La lluvia batía el adoquinado, los escaparates, las escaleras de piedra. Tenía las rodillas mojadas. Por la espalda abajo le corría un chorro de agua, y frías cascadas le caían de las mangas por las muñecas. Todo el cuerpo le picaba. Atravesó Brooklyn. Obsesión de todas las camas de todas las alcobas, donde las gentes dormían retorcidas, enredadas, estranguladas como raíces de plantas en maceta. Obsesión de pies que crujían en las escaleras de los hospedajes, de manos que buscaban a tientas los picaportes. Obsesión de sienes palpitantes y de cuerpos solitarios, rígidos sobre sus colchones.

J’ai fait trois fois le tour du monde
Vive le sang, vive le sang…

Moi, monsieur, je suis anarchiste[54]… And three times roun went ourgallant ship, and three times roun… Entre eso y dinero, ¡pardiez! And she sank to the botton of the sea[55]… En buen sitio hemos caído.

J’ai fait trois fois le tour du monde
dans mes voya… ges

Declaración de guerra…, redoble de tambores…, alabarderos vestidos de rojo marchaban tras el resplandeciente bastón del tambor mayor que lleva un sombrero como un manguito peludo… El puño de plata gira, relampaguea… ran, rataplán, plan, plan, la revolución mundial. Rompimiento de hostilidades con una larga parada en las calles desiertas azotadas por la lluvia. Extra, extra, extra. Santa Claus mata a su hija después de intentar violarla. SE SUICIDA CON UNA ESCOPETA… se colocó el cañón bajo la barbilla y disparó el gatillo con el dedo gordo del pie. Las estrellas miran a Frederiktown. Obreros del mundo, uníos. Vive la sang, vive la sang.

—Estoy hecho una sopa —dijo Jimmy Jerf en voz alta.

Hasta donde alcanzaba su vista la calle se extendía, desierta, bajo la lluvia, entre filas de ventanas muertas tachonadas aquí y allá por las bolas violáceas de los arcos voltaicos. Siguió andando desesperadamente.