IV. BOMBA DE INCENDIOS

En tales días los autobuses se alinean como elefantes en una parada de circo. De Morningside Heights a Washington Square, de Penn Station a Granes Tumb. Chicas y chicos se empujan magreándose, calle arriba, calle abajo; se magrean empujándose, plaza tras plaza, hasta que la luna nueva ríe en lo alto de Weehawken, hasta que las ráfagas de un domingo muerto les soplan polvo a la cara, el polvo de un crepúsculo borracho.

Van subiendo por una alameda en Central Park.

—Parece que tiene un divieso en el cuello —dice Ellen ante la estatua de Burns.

—Ah —murmura Harry Goldweiser con un suspiro gutural—, pero era un gran poeta.

Ellen sigue andando con su ancho sombrero y su pálido vestido flotante, que el viento de vez en cuando ciñe a sus piernas y a sus brazos; sigue andando con un frufrú de seda por entre las enormes ampollas de luz crepuscular, rojizas, moradas, verdes, que suben de la hierba, de los árboles, de los estanques, se hinchan entre las altas casas que bordean el parque, como dientes muertos y estallan en el añil del cenit. Cuando habla él, redondeando las frases con sus labios gruesos, comiéndosela con los ojos, Ellen siente que sus palabras se aprietan contra su cuerpo, se meten en los huecos que su vestido forma al ceñirse. El miedo de escucharle le dificulta la respiración.

The Zinnia Girl va a ser un exitazo, Elaine, se lo digo yo, y el papel parece estar escrito para usted. Me gustaría que trabajáramos otra vez juntos, de veras… ¡Es usted tan diferente de las otras!… Ese es su mayor encanto. Todas estas chicas de Nueva York, son iguales. ¡De una monotonía!… Naturalmente, usted podría cantar si quisiera… Desde que la conocí a usted estoy como loco. Y ya hará de esto sus buenos seis meses. Me siento a la mesa y no le saco el gusto a la comida… Usted no puede comprender qué solo se siente un hombre cuando año tras año ha tenido que estrangular sus sentimientos en lo íntimo de su corazón. De joven era diferente, pero qué va uno a hacer, tenía que ganarme la vida, abrirme camino. Y así años y años. Por primera vez me siento contento de haberlo hecho, de haber amasado una fortuna, porque ahora puedo ofrecérselo todo a usted. ¿Comprende lo que quiero decirle?… Todos aquellos ideales, que iba guardando dentro de mí mientras me abría camino como un hombre, eran la semilla plantada. Usted es la flor.

De cuando en cuando el dorso de su mano se roza con la de Ellen, y ésta, molestada, cierra el puño y lo aparta para evitar el contacto insistente y cálido de la mano de él.

La alameda está llena de parejas, de familias que esperan la hora de la música. Huele allí a chicos, a sobaqueras y a polvos de talco. Un vendedor ambulante pasa arrastrando tras él, como un racimo de uvas invertido, globos rojos, amarillos, rosados.

—¡Oh, cómpreme un globo!…

Las palabras se le escapan de la boca antes de que pueda contenerlas.

—¡Eh, déme uno de cada color!… Y otro de esos dorados también. No, quédese con el vuelto.

Ellen pone los hilos de los globos en las manos pegajosas de tres chiquillas con cara de mona que llevan boinas rojas. Cada globo toma en los arcos voltaicos media luna de fulgor violeta.

—Le gustan los chicos, ¿verdad, Elaine? A mí me gusta que a las mujeres les gusten los chicos.

Ellen está sentada en la terraza medio adormilada. El olor de las cocinas y el ritmo de una banda que toca He’s a Ragpicker remolinean a su alrededor. De cuando en cuando unta de mantequilla un trocito de pan y se lo mete en la boca. Se siente perdida, impotente, atrapada como una mosca en la telaraña de sus frases pegajosas, dulzonas.

—Nadie en todo Nueva York hubiera podido hacerme andar tanto, puede usted creerme… Ya anduve bastante en mis tiempos, ¿comprende?, cuando de chico vendía periódicos y estaba de recadero en Schwartz, el bazar de juguetes… Todo el día en pie, menos por la noche, que iba a clase. Pensaba hacerme abogado. Todos los del East Side pensábamos hacernos abogados. Después trabajé como ujier en Irving Place. Allí cogí el microbio del teatro… No me salió mal, pero tiene muchas quiebras. Ahora me da igual. Lo único que pretendo es cubrir gastos. Esto es lo malo. Que tengo treinta y cinco, y ya todo me da igual. Hace sólo diez años no era más que un empleadillo en las oficinas del viejo Erlanger, y ahora muchos a quienes yo limpiaba las botas se darían con un canto en la cabeza por poder barrer los suelos de mi casa… Esta noche puedo llevarla a usted a cualquier parte, a los sitios más caros y más chic… y en otros tiempos, nosotros, pobretes, nos creíamos en la gloria cuando disponíamos de cinco dólares para llevar un par de chicas a Coney Island… Pero lo que yo quiero es revivir las emociones de aquellos días, ¿comprende?… ¿Adónde podríamos ir?

—¿Por qué no Coney Island? Yo no he estado nunca.

—Hay mucha gentuza… Podemos, sin embargo, dar una vuelta en auto. ¿Vamos? Voy a llamar el coche.

Ellen está sentada, sola, contemplando su taza de café. Pone un terrón de azúcar en la cucharilla, lo moja en el café, se lo mete en la boca, lo masca lentamente, frotando con la punta de la lengua los granitos de azúcar contra el paladar. La orquesta toca un tango.

El sol, colándose en el despacho por debajo de las cortinas, da un corte sesgado de muaré en el humo de los cigarros.

—Con muchísima prudencia —decía George Baldwin subrayando las palabras—, Gus, hay que obrar con muchísima prudencia.

Gus McNiel, rechoncho, congestionado, estaba sentado en la butaca, y asentía a todo sin decir palabra, dando chupadas a su cigarro. Una maciza cadena de reloj cruzaba su chaleco.

—Tal como están las cosas, ahora ningún tribunal confirmará semejante requerimiento… requerimiento que me parece simplemente una maniobra política por parte del juez Connor, pero hay ciertos elementos…

—Usté lo ha dicho… Mire, George, yo voy a dejar todo este asunto en sus manos. Usté me sacó de aquel lío de los docks de East New York, y confío que podrá sacarme también de éste.

—Pero, Gus, usted se ha mantenido siempre dentro de los límites legales. De no ser así yo no me encargaría del asunto, ni siquiera por un viejo amigo como usted.

—Usté me conoce, George… Yo nunca he traicionado a nadie y espero que nadie me haga traición a mí.

Gus se puso en pie dificultosamente y empezó a cojear por el despacho apoyándose en un bastón con puño de oro.

—Connor es un canalla… y usté no lo creerá, pero antes de ir a Albany era una persona decente.

—Mi táctica será sostener que en toda esta cuestión su actitud ha sido intencionadamente mal interpretada. Connor ha aprovechado su posición en el Tribunal con un fin político.

—¡Dios!, si pudiéramos persuadirlo… Yo creía que era de los nuestros, y lo fue hasta que se mezcló con todos esos piojosos republicanos del norte. Albany ha sido la ruina de muchos hombres buenos.

Baldwin se levantó de la mesa de nogal donde estaba sentado entre altos rimeros de papel de barba, y le puso a Gus la mano sobre el hombro.

—No pierda usted el sueño por esto…

—No me preocuparía si no fuera por esos bonos del Interborough.

—¿Qué bonos?… ¿Quién ha visto bonos de ninguna clase?… Hay que traer a ese individuo aquí… Joe. ¡Ah, otra cosa, Gus! Por amor de Dios, ni una palabra… Si un reportero, sea quien sea, va a verle, háblele de su viaje a las Bermudas… Podemos conseguir toda la publicidad que queramos cuando la necesitemos. Por el momento es necesario que la prensa no se entere de nada, si no los reformistas no tardarán en roernos los zancajos.

—¿No son amigos suyos? Usted puede arreglar con ellos.

—Gus, yo soy un abogado y no un político…, no quiero meterme en sus líos… No me interesan.

Baldwin dejó caer la palma de la mano sobre un timbre. Una mujer de piel marfileña, con ojos sombríos y pelo de azabache, entró en el despacho.

—¿Cómo va, señor McNiel?

—¡Caramba, está usted espléndida, señorita Levitsky!

—Emily, diga que dejen pasar a ese joven que está esperando al señor McNeil.

Joe O’Keefe entró arrastrando un poco los pies, con el sombrero de paja en la mano.

—¿Cómo está usted, señor?

—Bueno, Joe, ¿qué dice usted, señor McCarthy?

—La Asociación de Contratistas y Constructores va a declarar el paro desde el lunes.

—¿Y la Unión?

—Estamos en fondos. Vamos a la lucha.

Baldwin se sentó en el borde de la mesa.

—Yo quisiera saber cuál será la actitud de Mitchel, el alcalde.

—Esa pandilla de reformistas está como siempre a la mira —dijo Gus cortando salvajemente con los dientes la punta de un cigarro—. ¿Cuándo se hará pública la decisión?

—El sábado.

—Bueno, siga en relación con nosotros.

—Muy bien, señores. Y hagan el favor de no llamarme por teléfono. No sería prudente. No es mi oficina, ¿saben?

—Podrían espiar, además. Esos tíos son capaces de todo. Hasta pronto.

Joe inclinó la cabeza y salió. Baldwin, frunciendo el entrecejo, se volvió a Gus.

—Gus, yo no sé qué voy a hacer con usted si no se deja de todas estas zarandajas. Un político de nacimiento como usted, debiera tener más sentido. Por ahí no se va a ninguna parte.

—Pero si tenemos la ciudad entera con nosotros…

—Yo sé que una gran parte no lo está. Pero, gracias a Dios, a mí no me va ni me viene nada en ello. El truco de los bonos esos bien está, pero si se mete en un jaleo con la cuestión de la huelga, me veré obligado a abandonar su asunto. Nuestra firma no podría apoyarlo —murmuró con rudeza.

Luego, con su tono habitual, añadió en voz alta:

—Bueno, ¿cómo está su mujer, Gus?

Fuera, en el reluciente hall de mármol, Joe O’Keefe silbaba Sweet Rosy O’Grady, esperando el ascensor. «Tiene una secretaria que quita la cabeza». Dejó de silbar y dio un resoplido sordo apretando los labios. En el ascensor saludó a un hombre ojizarco vestido con un traje a cuadros.

—¡Hola, Buck!

—¿Ya de vacaciones?

Joe, en pie, con las piernas abiertas y las manos en los bolsillos, sacudió la cabeza.

—Me marcho el sábado.

—Creo que yo mismo me iré un par de días a Atlantic City.

—¿Cómo puedes?

—¡Oh, yo me las entiendo!…

Al salir, O’Keefe tuvo que abrirse paso entre el gentío agolpado en el portal. Un cielo de pizarra aprisionado entre los altos edificios escupía sobre las aceras monedas de cincuenta centavos. Los hombres corrían a refugiarse con los sombreros de paja bajo sus chaquetas. Dos muchachas se habían hecho capuchones con periódicos para taparse sus gorritos de verano. Joe sorprendió al cruzarse con ellas el azul de sus ojos, el destello de sus labios y sus dientes. Corrió hasta la esquina y montó en marcha en un tranvía ascendente. Una densa sábana de agua avanzaba calle abajo, resplandeciente y crepitante, azotando los periódicos, rebotando sobre el asfalto en pezones de plata, rayando las ventanas, barnizando la pintura de los tranvías y de los taxis. Pasada la calle 14 no llovía; el aire era bochornoso.

—Al tiempo, ¡cualquiera lo entiende! —dijo un viejo a su lado.

O’Keefe gruñó:

—Cuando yo era muchacho vi yover en un lado de nuestra caye y en una casa cayó un rayo y en nuestra acera no cayó una gota, y eso que mi padre necesitaba agua pa unos tomates que acababa de plantar.

Al cruzar la calle 23, O’Keefe vislumbró la torre de Madison Square Garden. Saltó en marcha del tranvía y el impulso lo llevó hasta la acera. Bajándose de nuevo el cuello de la chaqueta, atravesó la plaza. En la punta de un banco, bajo un árbol, dormitaba Joe Harland. O’Keefe se desplomó a su lado en el asiento.

—¡Hola, Joe! ¿Un cigarro?

—¡Hola, Joe! Me alegro de verte, muchacho. Gracias. Hace mucho que yo no he fumado un fulano de éstos… ¿Qué haces tú aquí? Éste no es tu campo de operaciones…

—Estaba tan preocupado que para distraerme salí a comprarme un billete para el match del sábado.

—¿Qué te pasa?

—¡Diantre! No sé… Parece que las cosas no marchan. Ahora que me he hundido hasta el cuello en la política, no creo que pueda sacar nada. ¡Si yo tuviera la educación de usté…!

—¡De mucho me ha servido a mí!

—No diría yo eso… Si yo pudiera coger su pista no la perdería, no.

—Nunca se sabe, Joe, los tropiezos que puede tener un hombre.

—Las mujeres, por ejemplo.

—No me refiero a eso… Pero acaba uno por asquearse.

—Pero ¡diablos!, yo no sé cómo un hombre con dinero puede asquearse de nada.

—Entonces sería el alcohol… No sé.

Se quedaron un momento silenciosos. La tarde enrojecía con la puesta del sol. El humo de los cigarros serpenteaba sobre sus cabezas.

—Fíjese qué socia… ¡Vaya unos andares! ¡Qué rica está!… Así me gustan a mí, muy requetecompuestas, con mucha coba y con los labios pintaos… Pero cuestan un ojo de la cara estas fulanas.

—Son como todas, Joe.

¡Qué va!

—Oye, Joe, ¿no te sobra algún dólar?

—Puede.

—Mi estómago está un poco estropeado… Quisiera tomar alguna cosilla para componerlo, y estoy pelado hasta el sábado que me paguen… A ti t’es igual, ¿no? Dame tus señas y te lo mando el lunes por la mañana.

—Vaya, hombre, ¡no se preocupe! Ya le veré por ahí cualquier día.

—Gracias, Joe. Y por amor de Dios no juegues más a la bolsa con Blue Peter Mines sin consultarme. Yo seré un cero a la izquierda, pero todavía puedo distinguir de valores con los ojos cerrados.

—Oh, yo he recobrado ya lo mío.

—Por chamba.

—Tié gracia esto de prestar un dólar a un individuo que fue el amo de Wall Street.

—¡Oh, nunca tuve tanto como dicen!.

—¡Qué país!…

—¿Cuál?

—Psch, no sé… En todas partes será lo mismo, supongo… Bueno, hasta la vista, Joe. Creo que voy a comprar el billete ése… Va a ser un match de primera.

Joe Harland se quedó mirando al joven que, con el sombrero ladeado, se alejaba por la plaza con un paso corto y vivo. Luego se levantó y tomó por la calle 23. Aunque el sol se había puesto ya, el pavimento y las paredes de las casas despedían calor todavía. Se paró delante de un cabaret que hacía esquina y examinó atentamente un grupo de armiños disecados, grises de polvo, que ocupaban el centro del escaparate. Por la puerta de dos hojas salía un murmullo de voces tranquilas y una frescura de malta. Joe enrojeció de pronto, se mordió el labio superior, y después de mirar furtivamente a derecha e izquierda, empujó la puerta y avanzó tambaleándose hasta el bar, resplandeciente de latón y de botellas.

Después de la lluvia, el olor a estuco del teatro les producía un picorcillo acre en las narices. Ellen colgó su impermeable mojado detrás de la puerta y dejó en un rincón del cuarto el paraguas, que no tardó en hacer un charco.

—Y yo no podía quitarme de la cabeza —decía ella en voz baja a Stan, que la seguía vacilante— una cancioncita que me enseñó no sé quién cuando era pequeña: Y el solo superviviente de la gran inundación fue Jack del Istmo el Zancudo.

—Yo no sé por qué la gente tiene hijos. Es confesar la derrota. La procreación es una confesión de un organismo incompleto. La procreación es una confesión de la derrota.

—Stan, por amor de Dios, no chilles; vas a escandalizar a los tramoyistas… No debía haberte dejado venir. Ya sabes lo que se chismorrea en los teatros.

—Me estaré callado como un ratoncito… Déjame esperar a que Milly venga a vestirte. Verte vestir es el único placer que me queda… Reconozco que yo, como organismo, soy incompleto.

—Y dentro de poco, si sigues bebiendo así, no serás organismo de ninguna clase.

—Beberé…, beberé hasta que cuando me corte salga whisky a chorros. ¿Para qué sirve la sangre cuando se puede tener whisky en las venas?

—Oh, Stan.

—La única cosa que un organismo incompleto puede hacer es beber… Vosotros, los bellos organismos completos, no necesitáis beber… Yo me voy a acostar y a dormir la mona.

—No, Stan, por Dios santo. Si te encuentran aquí borracho no te lo perdonaré nunca.

Dieron dos golpecitos en la puerta.

—Entre, Milly.

Milly era una mujer pequeña con dos ojos negros en una cara arrugada. Unas gotas de sangre negra abultaban sus labios violáceos y daban cierta lividez a su blanquísima piel.

—Son las ocho y cuarto —dijo al entrar.

Echó una mirada de soslayo a Stan y se volvió a Ellen con el entrecejo un poco fruncido.

—Stan, tienes que marcharte… Te veré luego en Beaux Arts o donde quieras.

—Yo quiero dormir.

Sentada frente al espejo del tocador, Ellen, frotándose con una toallita, se quitaba la crema de la cara. De su caja de maquillaje salía un olor a grasa y a mantequilla de cacao que se difundía por todo el cuarto.

—No sé qué hacer con él esta noche —cuchicheó a Milly quitándose el vestido—. ¡Si dejase de beber!…

—Yo le pondría bajo la ducha y abriría el grifo del agua fría.

—¿Cómo está el teatro esta noche, Milly?

—Poca gente, señorita Elaine.

—Será el mal tiempo… Yo voy a estar fatal.

—No se consuma usté tanto por él, señorita. Los hombres no lo merecen.

—Yo quiero dormirla.

Stan se tambaleaba, cejijunto, en medio del camarín.

—Señorita Elaine, lo voy a meter en el cuarto de baño; así nadie lo verá.

—Eso es, que duerma en la bañera.

Ellie, yo la dormiré en la bañera.

Las dos mujeres lo empujaron al cuarto de baño. Él se desplomó, fláccido, en la bañera, y se quedó dormido con los pies en el aire y la cabeza sobre los grifos. Milly chasqueaba la lengua rápidamente.

—Es como un nene que tiene sueño cuando se pone así —murmuró Ellen con ternura.

Dobló la esterilla del baño y se la colocó bajo la cabeza. Luego le retiró de Ja frente el pelo empapado en sudor. El apenas respiraba. Ellen se inclinó y le besó los párpados dulcemente.

—Señorita Elaine, tiene que darse prisa… Están levantando el telón.

—Pronto, mira, ¿estoy bien?

—Bonita como un sol… una bendición de Dios.

Ellen corrió escaleras abajo, salió a los bastidores y esperó, en pie, jadeando de miedo, como si hubiera estado a punto de ser atropellada por un auto. Luego arrancó de manos del traspunte el rollo de música que tenía que seguir, buscó su réplica y salió a plena luz.

—¿Cómo hace usted, Elaine? —decía Harry Goldweiser, que, sentado en la silla de atrás, meneaba su cabeza de becerro.

Ella le veía en el espejo mientras se quitaba el maquillaje. Un hombre más alto, con ojos y cejas grises, estaba en pie a su lado.

—¿Recuerda usted que cuando le repartieron este papel yo dije al señor Fallik: Sol no puede con esto? ¿Verdad, Sol?

—Verdad, Harry.

—Yo pensé que una muchacha tan joven, tan bonita, no podría poner, sabe usted…, poner toda la pasión, todo el terror, comprende… Sol y yo estuvimos en primera fila para la escena del último acto.

—Maravilloso, maravilloso —graznó el señor Fallik—. Díganos cómo hace usted, Elaine.

El maquillaje salía negro y rosa en el trapo. Milly iba y venía discretamente, colgando los vestidos.

—¿Saben ustedes quién me ensayó esa escena? John Oglethorpe. Es pasmoso los efectos escénicos que se le ocurren.

—Lástima que sea tan perezoso… Hubiera sido un actor notable.

—No es exactamente pereza…

Ellen se soltó el pelo con un movimiento de cabeza y se hizo una trenza con las dos manos. Vio que Harry Goldweiser tocaba con el codo al señor Fallik.

—Espléndido, ¿eh?

—¿Qué tal marcha Red Red Rose?

—¡Oh, no me pregunte, Elaine! La semana pasada hicimos la función para los acomodadores. ¿Qué le parece? No se por qué no gusta; se pega al oído… Mae Merril tiene una bonita figura. ¡Ay, el teatro como negocio ya no es lo que era!

Ellen se puso la última horquilla en su pelo cobrizo. Levantó la barbilla.

—A mí me gustaría probar algo así.

—Cada cosa a su tiempo, querida mía; acabamos apenas de lanzarla como actriz de temperamento emocional.

—No me gusta. Es falso. Algunas veces me dan ganas de acercarme a las candilejas y decir al auditorio: «Váyanse a casa, idiotas; esta obra no vale un pito y los actores no dan una, y ustedes debían saberlo». En una opereta se puede ser sincero.

—¿No le dije que era descacharrante, Sol? ¿No se lo dije?

—Voy a utilizar ese discursito la semana que viene como publicidad… Puedo sacar partido de él.

—No puede usted hacerle hablar mal de la obra.

—No, pero puedo escribir en la columna consagrada a las aspiraciones de las celebridades. Ya sabe usted. Fulano es presidente de la Zozodont Company y preferiría ser bombero, mientras que Zutano, por su gusto, sería guardián del Parque Zoológico… Cosas de gran interés humano.

—Puede usted decirles, señor Fallik, que el sitio de la mujer es la casa…; esto para los ñoños.

—Ja… ja… ja… —río Harry Goldweiser enseñando dientes de oro en ambos lados de la boca—. Yo sé que usted puede cantar y bailar como cualquier otra, Elaine.

—¿No fui corista dos años, antes de casarme con Oglethorpe?

—Usted debe de haber empezado en la cuna —dijo el señor Fallik mirando de reojo entre sus pestañas grises.

—Bueno, señores, les ruego que salgan de aquí un momento mientras me cambio de ropa. Estoy hecha una sopa, como todas las noches después de este último acto.

—De todos modos teníamos que marcharnos… ¿Puedo usar su cuarto de baño un momento?

Milly estaba en pie a la puerta del cuarto de baño. Ellen sorprendió su mirada de azabache en su cara blanca.

—Lo siento, pero es imposible, Harry. Está descompuesto.

—Iré al de Charley… Le diré a Thompson que mande al fontanero para ver qué pasa… Buenas noches, nena. Que sea usted buena.

—Buenas noches, señorita Oglethorpe —graznó el señor Fallik—, y si no puede usted ser buena, sea prudente.

Milly cerró la puerta.

—¡Huy, qué alivio! —exclamó Ellen estirando los brazos.

—Le digo a usté que yo he pasado el gran susto… No deje nunca que un tipo así la acompañe al teatro. He visto a más de una actriz hundirse por cosas así. Se lo digo por lo mucho que la quiero, señorita Elaine. Créame, sé lo que pasa en el teatro.

—Es verdad, Milly, tiene usted razón… Vamos a ver si lo podemos despertar.

—¡Dios mío, Milly, mire usted esto!

Stan estaba tendido, tal como ellas lo habían dejado, en la bañera llena de agua. El faldón de la chaqueta y una mano flotaban en la superficie.

—Salta fuera de ahí, Stan, idiota… ¡Podías ahogarte, estúpido, estúpido!

Ellen le cogió por el pelo y le sacudió la cabeza.

—¡Huy, qué baño! —gimió él con una vocecita de chico dormido.

—Sal de ahí, Stan… Estás empapado.

Stan echó hacia atrás la cabeza y abrió los ojos bruscamente.

—Sí, estoy hecho una sopa.

Se levantó, apoyando ambas manos en el borde de la bañera. En pie, tambaleándose, chorreando sobre el agua enturbiada por sus ropas y sus zapatos, soltó una carcajada sonora. Ellen, apoyada contra la puerta del cuarto de baño, se reía con los ojos llenos de lágrimas.

—Ni siquiera puede una enfadarse con él, Milly; eso es lo que me exaspera. Y ahora, ¿qué vamos a hacer?

—Suerte que no se ha ahogado… Déme sus papeles y su cartera. Trataré de secarlos con una toalla —dijo Milly.

—Pero no puedes pasar así por delante del portero…, aunque te retorciéramos… Stan, tienes que desnudarte y ponerte un vestido mío. Luego te envuelves en mi impermeable, saltamos a un taxi y te llevo a casa… ¿Qué le parece, Milly?

Milly ponía los ojos en blanco y meneaba la cabeza mientras retorcía el traje de Stan. En la jofaina había amontonado los restos de una cartera, un block, lapiceros, una navaja sevillana, dos rollos de película, un frasco.

—De todos modos, yo quería tomar un baño —dijo Stan.

—Oh, te daría de palos. ¿Estás ya sereno al menos?

—Como un pingüino.

—Bueno, tienes que ponerte mi ropa, ya está…

—Yo no puedo vestirme de mujer.

—No hay más remedio… Ni siquiera tienes un impermeable para taparte. Si no lo haces te dejo encerrado en el cuarto de baño.

—Está bien, Ellie… Estoy desolado de veras.

Milly envolvió las ropas en un periódico después de escurrirlas en la bañera. Stan se miró al espejo.

—Dios, tengo una facha indecente con este vestido… Bueno, a mí, plin.

—Nunca he visto espantajo semejante… No, estás muy bien: un poco ordinario quizás… Ahora, por Dios santo, vuelve la cara hacía mí cuando pasemos por delante del viejo Barney.

—Mis zapatos están chorreando.

—¡Qué le vamos a hacer!… Gracias a que tenía aquí esta capa… Milly, será usted un ángel si arregla todo este revoltijo.

—Buenas noches, querida, y recuerde lo que le dije… Es una simple advertencia.

—Stan, da pasos pequeños, y si nos encontramos a alguien sigue adelante y salta en un taxi… No hay peligro si vas de prisa.

Cuando bajaban las escaleras, las manos de Ellen temblaban. Metió una bajo el brazo de Stan y empezó a cuchichear en voz baja.

—¿No sabes, querido?, papá vino a ver la función hace dos o tres noches y se escandalizó atrozmente. Me dijo que una muchacha se degrada mostrando sus sentimientos de ese modo ante el público… ¿No es absurdo?… Sin embargo, los bombos que el Herald y el World me dieron el domingo le han hecho cierta impresión… Buenas noches, Barney. ¡Vaya tiempecito! ¡Dios mío!…: Un taxi, sube. ¿Dónde vamos?

En la oscuridad del taxi sus ojos brillaban en su larga cara arrebozada en el capuchón azul; brillaban tan sombríos que Ellen tuvo miedo como si de pronto en las tinieblas se encontrara al borde de un abismo.

—Bueno, iremos a mi casa. Será meterse en la boca del lobo… Chófer, Bank Street.

El taxi arrancó. Iban traqueteando a través de planos entrecruzados de luz roja, de luz verde, de luz amarilla, picoteados por los abalorios de los anuncios eléctricos de Broadway. De repente, Stan se inclinó a ella y la besó fuerte, muy de prisa, en la boca.

—Stan, tienes que dejar de beber. Ya pasa de broma.

—¿Por qué no han de pasar de broma las cosas? Tú estás pasando de broma también y yo no me quejo.

—¡Pero, querido, si es que te vas a matar!

—¿Y qué?

—Oh, no te comprendo, Stan.

—Tampoco yo a ti, Ellie, pero te quiero mucho…, muchísimo.

Tenía su voz baja un temblor roto que la aturdía de felicidad.

Ellie pagó el taxi. Una sirena vibró en crescendo y luego se apagó en un lánguido gemido. Una bomba de incendios pasó roja y fulgurante, y detrás una escalera tocando la campana.

—Vamos a ver el fuego, Ellie.

—¿Contigo en ese traje?… En la vida.

Él la siguió callado escaleras arriba. El cuarto de Ellen olía a frescura.

—Ellie, ¿no estás enfadada conmigo?

—Claro que no, bobo.

Ellen desató el paquete de la ropa mojada y la puso a secar en la cocina junto a la estufa. El gramófono que tocaba Hels a devil in his own home, la hizo volver. Stan se había quitado el vestido. Estaba bailando con una silla y alrededor de sus piernas peludas flotaba la bata azul de Ellen.

—¡Oh, Stan, qué idiota eres!

Él dejó la silla en el suelo y avanzó hacia ella, moreno, macho, esbelto, con su absurda bata. El gramófono terminó su canción y el disco, rechinando, siguió dando vueltas y vueltas.