El sol marcha hacia Jersey. El sol está detrás de Hoboken. Las tapas de las máquinas de escribir piñonean; los pupitres se cierran; los ascensores suben vacíos, bajan atestados. Bajamar en las calles céntricas, pleamar en Flatbush, Woadlawn, Dyckman Street, Sheespshead Bay, New Lots Avenue, Carnasie.
Planas rosadas, planas verdes, planas grises. BOLETÍN DE LA BOLSA. RESULTADO DE LAS CARRERAS EN HAVRE DE GRACE. Los periódicos circulan entre caras cansadas por la vida de la tienda y de la oficina. Dedos y empeines doloridos, hombres de brazos robustos, empaquetados en metros expresos. SENATORS 8 GIANTS 2. UNA DIVA QUE RECUPERA SUS PERLAS. ROBO DE $ 800.000.
Bajamar en Wall Street, pleamar en el Bronx.
El sol se ha puesto en Jersey.
—¡Santo Dios, no! —exclamó Phil Sandbourne dando un puñetazo en la mesa—. Yo no pienso así… La conducta privada de un hombre a nadie le importa. Lo que vale es el trabajo.
—¿Entonces?
—Entonces creo que Stanford White ha hecho por Nueva York como el que más. Nadie sabía aquí lo que era arquitectura antes de su llegada… Y cuando piensa uno que ese Thaw lo asesina a sangre fría y luego sale libre porque sí… Dios, si la gente de esta ciudad tuviera un tanto así de sangre en las venas…
—Phil, te excitas por nada —dijo el otro, que, quitándose el cigarro de la boca, se tiró hacia atrás en su silla giratoria y bostezó.
—¡Caramba!, necesito unas vacaciones. Lo bueno que sería hacer otra visita a aquellos viejos bosques de Maine…
—¡Qué vas a esperar de abogados judíos y jueces irlandeses! —bramó Phil.
—¡Para, cochero!
—Bonito espécimen de ciudadano con espíritu de solidaridad eres tú, Hartly.
Hartly se echó a reír y se pasó la mano por la calva.
—Oh, todo eso está bien para el invierno, pero en verano no me hables de ello… ¡Qué diablos! Después de todo, yo no vivo más que para estas tres semanas de vacaciones. Por mí ya pueden cargarse a todos los arquitectos de Nueva York con tal que no suban la tarifa de los ferrocarriles de New Rochelle… Vamos a comer.
Mientras bajaban en el ascensor Phil continuó:
—Otro sólo he conocido, arquitecto hasta la médula de los huesos, el viejo Specker, con quien yo trabajé cuando por primera vez vine al norte, un gran tipo, danés él. El pobre diablo murió de un cáncer hace dos años. Ese sí que era un arquitecto. Tengo en casa los planos y descripciones de lo que él llamaba un edificio comunal… Setenta y cinco pisos de altura, que, achicándose, formaban terrazas con una especie de jardín colgante cada uno, hoteles, teatros, baños turcos, piscinas, almacenes, caloríferos, refrigeradores, un mercado, todo en el mismo edificio.
—¿Comía?
—No señor, no comía.
Marchaban hacia el este por la calle 34, casi desierta en el bochorno del mediodía.
—¡Dios! —saltó de repente Phil Sandbourne—, las mujeres están cada año más bonitas. Me gustan estas modas; ¿y a ti?
—Claro. Lo que yo quisiera sería rejuvenecer cada año en lugar de envejecer.
—Sí, ya casi lo único que podemos hacer nosotros los viejos es mirarlas pasar.
—Afortunadamente para nosotros, porque si no nuestras mujeres nos perseguirían con sabuesos… Chico, ¡cuando pienso en tantas ocasiones perdidas!…
Al cruzar la Quinta Avenida, Phil divisó a una mujer en un taxi. Bajo el ala negra de su sombrerito con escarapela roja, dos ojos grises fulguraron en los suyos. Se le cortó la respiración. El ruido del tráfico se perdía en la distancia. Que no vuelva los ojos. Dos pasos. Abrirla portezuela y sentarse junto a ella, junto a su esbeltez posada como un pájaro sobre el asiento. Chofer, a todo gas. Ella le tiende los labios; sus ojos parpadean, pájaros grises prisioneros… «¡Eh, cuidado!…». Un estruendo de hierro cae sobre él por detrás. La Quinta Avenida gira en espirales rojas, azules, púrpura. ¡Cristo! ¡Nada, no es nada; pudo levantarse solo! «Circulen, atrás». Voces, gritos, pilares azules de los policías. Su espalda, sus piernas están todas pegajosas de sangre. La Quinta Avenida palpita dolorosamente. Una campanilla se acerca tintineando, y cuando lo meten en la ambulancia la Quinta Avenida aúlla, da un alarido de agonía. El estira el cuello para verla, penosamente, como una tortuga patas arriba. ¿No la han apresado mis ojos con trampas de acero? Se sorprende lloriqueando. Debía haberse quedado para saber si me había muerto. El tintineo de la campanilla se pierde, cada vez más débil, en la noche.
El timbre de alarma, en la acera de enfrente, no había dejado un momento de sonar. El sueño de Jimmy se había ensartado en el repiqueteo en duros nudos como cuentas en un hilo. Llamaron a la puerta y se despertó. Dio una vuelta y se incorporó. Stan Emery, a los pies de la cama, la cara gris de polvo, las manos en los bolsillos de una chaqueta de cuero rojo, se reía balanceándose de atrás adelante.
—¿Pero qué hora es?
Jimmy, sentado en la cama, se restregaba los ojos con los nudillos. Bostezando miró a su alrededor, con repugnancia, las paredes empapeladas de verde botella, la persiana resquebrajada que dejaba pasar una larga raya de sol, la chimenea de mármol cerrada por una plancha de hojalata con rosas pintadas, la bata azul deshilachada, las colillas espachurradas en el cenicero de cristal malva.
La cara de Stan, toda roja, reía bajo una máscara de polvo.
—Las once y treinta —dijo.
—Total seis horas y media. Creo que basta. Pero Stan, ¿qué diablos haces aquí?
—¿No tendrás un traguito de alguna cosa por ahí, Herf? Dingo y yo tenemos una sed espantosa. Venimos de Boston y no hemos parado más que una vez para tomar gasolina y agua. Llevo dos días sin acostarme. Voy a ver si puedo resistir toda la semana.
—Pues yo quisiera resistir la semana entera en la cama.
—Lo que tú necesitas, Herf, es una colocación en un periódico para tener algo de qué ocuparte.
—Y a ti lo que te va a suceder, Stan (Jimmy se sentó en el borde de la cama)… es que el mejor día te vas a despertar sobre una losa del depósito de cadáveres.
El cuarto de baño olía a dentífricos de otras personas y a desinfectantes de cloro. La esterilla del baño estaba mojada y Jimmy la dobló en cuadro antes de quitarse las zapatillas. El agua fría le activó la circulación. Zambulló la cabeza, salió de la bañera y se sacudió como un perro el agua que se le metía por los ojos y los oídos. Luego se puso la bata y se enjabonó la cara.
Corre, corre,
río al mar.
tarareó desafinando mientras se raspaba la barbilla con la máquina de afeitar. M. Grover, siento decirle que la semana próxima tendré que presentar mi dimisión. Sí, me voy al extranjero. Voy de corresponsal de la A.P. En México por la U.P.A Jericó más bien, corresponsal en Halifax de la Multurtle Gazette. It was Christmass in the harem and the eunuchs all were there.
… desde los bordes del Sena
hasta los de Saskatchewan.
Se mojó la cara con listerina, lió sus chirimbolos en la toalla y volvió a su cuarto subiendo una escalera cubierta con una alfombra verde col. En mitad del pasillo se cruzó con la regordeta patrona, que paró de barrer para lanzarle una mirada glacial a las piernas que asomaban desnudas bajo la bata azul.
—Buenos días, señora Maginnis.
—Vaya calorcito que va a hacer hoy, señor Herf.
—¡Ya lo creo!
Stan, tumbado en la cama, leía La Révolte des Anges.
—Caramba, lo que daría yo por saber idiomas como tú, Herf.
—Chico, yo no sé ya nada de francés. Me cuesta mucho menos tiempo olvidarlos que aprenderlos.
—A propósito: me han echado de la Universidad.
—¿Cómo ha sido eso?
—El decano me ha dicho que juzgaba preferible que no volviera el año próximo… Pensaba que había otros campos de actividad donde mi actividad podía ser más activamente activa… Ya conoces el percal. —Es una vergüenza.
—¡Qué va! Yo estoy encantado. Le pregunté por qué no me había despedido antes si tenía tal opinión de mí. Papá se va a poner más triste que un cangrejo… pero tengo dinero bastante para no volver a casa en una semana. Además, me importa un pepino. ¿De veras que no tienes nada para beber?
—Pero Stan, un pelanas como yo, ¿cómo va a tener una bodega con treinta dólares semanales?
—Este cuarto es un tanto miserable… Tú debías haber nacido capitalista como yo.
—El cuarto no es tan malo… lo que me vuelve loco es ese timbre de alarma en la acera de enfrente, que suena toda la noche.
—Es por los ladrones, ¿no?
—Si no puede haber ladrones; el local está desalquilado. Debe de haber algún contacto en los hilos o algo así. Yo no sé cuándo paró, pero te juro que esta mañana me sacó de quicio cuando vine a acostarme.
—Bueno, James Herf, no pretenderás convencerme de que vuelves a casa sereno todas las noches, ¿eh?
—Borracho o no, tendría que ser uno sordo para no oír ese condenado chisme.
—Bueno, en calidad de rico accionista, te invito a almorzar. ¿Te has dado cuenta de que has tardado una hora justa en hacerte la toilette?
Bajaron las escaleras, que olían a jabón de afeitarse, más abajo a pasta de limpiar dorados, más abajo aún, a tocino, a pelo chamuscado, y, por último, a basura y a gas carbónico.
—Tú eres un tío de suerte, Herf, por no haber ido nunca a la Universidad.
—Oye, tú, papanatas, ¿no me he graduado yo en Columbia? No podrías tú hacer otro tanto.
La luz del sol inundó la cara de Jimmy al abrirse la puerta.
—Eso no cuenta.
—¡Dios, cómo me gusta el sol! —gritó Jimmy—. Si hubiera sido Colombia de veras…
—¿Dices Hail Columbia?
—No, digo Bogotá y el Orinoco y todo eso.
—Yo conocí a un tipo que se fue a Bogotá. Tuvo que beber hasta reventar para no morir de elefantiasis.
—Yo estoy dispuesto a exponerme a la elefantiasis y a la peste bubónica y al tifus con tal de salir de este agujero.
—Ciudad de orgías, paseos y deleites.
—¿Orgías?…, ¡un cuerno!…, como decimos allá arriba… ¿Te das cuenta tú de que yo he vivido toda mi vida, menos cuatro años de chico, en esta maldita ciudad, y que he nacido aquí y que aquí moriré probablemente?… Tengo buenas ganas de sentar plaza de marino y ver el mundo.
—¿Qué te parece Dingo con su nueva pintura?
—Muy chic. Con un poco de polvo parece un Mercedes.
—Yo quería pintarlo de rojo como una bomba de incendio, pero el del garage me persuadió de que lo pintara de azul como un guardia… ¿No tienes inconveniente en que vayamos a tomar un cocktail de ajenjo a Mouquin?
—¡Ajenjo de desayuno!… ¡Santo Dios!
Viraron hacia el este por la calle 23, donde resplandecían los rectángulos de las ventanas, los óvalos de los coches del comercio, los ochos de os accesorios de níquel.
—¿Cómo está Ruth, Jimmy?
—Muy bien. Todavía sin contrata.
—Fíjate, un Daimler.
Jimmy gruñó algo ininteligible. Al doblar la esquina de la Sexta Avenida un policía los detuvo.
—¡Ese escape libre! —gritó.
—Voy al garage a arreglarlo. El silenciador se está cayendo.
—Hace usted bien… La próxima vez, multa.
—Chico, tienes una manera de salir del paso, Stan… ¡en todo! —dijo Jimmy—. Yo nunca puedo librarme de nada, y eso que tengo tres años más que tú.
—Es un don.
El restaurante olía jovialmente a patatas fritas y a cocktail, a cigarros y a cocktail. Hacía calor y el local estaba lleno de conversaciones y de caras sudorosas.
—Oye, Stan, no muevas los ojos románticamente cuando hables de Ruth y de mí… Somos buenos amigos y nada más.
—Te he preguntado por ella sin intención, pero de todos modos siento que me digas eso.
—Ruth se ocupa sólo de su arte. Está tan loca por llegar que sacrifica todo lo demás.
—¡Por qué diablos tendrá todo el mundo tantas ganas de llegar!… Me gustaría encontrar a alguien que quisiera fracasar. Eso es lo sublime.
—Sí, cuando tiene uno una renta confortable.
—Tonterías… ¡Vaya cocktail! Herf, creo que eres la única persona sensata en toda esta ciudad. Tú no tienes ambiciones.
—¿Cómo sabes que no las tengo?
—¿Pero qué va uno a hacer con el éxito después de obtenido? No te lo puedes comer ni beber. Comprendo, claro, que las personas que no tengan bastante guita para comer, etcétera, se desvivan por encontrarla. Pero el éxito…
—Lo peor que a mí me pasa es que no sé bien lo que quiero; por eso ando dando vueltas, lo cual es desesperante y descorazonante.
—Oh, Dios decide por ti. Bien lo sabes tú, pero no quieres reconocerlo.
—Creo que lo que más deseo es salir de esta ciudad, después de poner una bomba bajo el Times Building.
—Bueno, ¿y por qué no lo haces? Es tan sencillo como poner un pie delante del otro.
—Pero falta saber qué dirección tomar.
—Eso es lo que menos importa.
—Luego, el dinero.
—Oh, el dinero es la cosa más fácil de conseguir en el mundo.
—Para el hijo mayor de Emery and Emery.
—Mira, Herf, no es justo que me tires así a la cara las iniquidades de mi padre. Ya sabes que odio todo eso tanto como tú.
—No te echo la culpa, Stan. Eres un chico de una suerte atroz, y nada más. Claro que yo también tengo suerte, mucha más suerte que la mayoría. Mi madre me dejó dinero bastante para vivir hasta los veintidós años, y aún me quedan algunos cientos de dólares para los días de apuros, y mi tío, ¡maldita sea su alma!, me encuentra nuevas colocaciones siempre que me despiden.
—Bee, bee, la oveja descarriada.
—Creo que tengo realmente miedo de mis tíos y de mis tías… Tienes que ver a mi primo James Merivale. Ha hecho siempre todo lo que le han dicho, y está floreciente como un verde laurel… La virgen prudente.
—Y tú eres una de esas encantadoras vírgenes locas.
—Stan, te está haciendo efecto el alcohol, empiezas a hablar como un negro.
—Bee, bee…
Stan dejó la servilleta en la mesa y se echó atrás lanzando una carcajada gutural.
El olor repugnante del ajenjo subió del vaso de Jimmy como un rosal mágico. Lo sorbió arrugando la nariz.
—Como moralista, protesto —dijo—. ¡Caray, es asombroso!
—Yo lo que necesito es un whisky and soda para contrarrestar esos cocktails.
—Te vigilaré. Yo soy un trabajador. Necesito distinguir entre las noticias que cuelan y las que no cuelan… Dios, no quiero empezar a hablar de eso. Todo ello es tan criminalmente estúpido… Bueno, ese cocktail es de los que tumban.
—Inútil pensar en hacer esta tarde nada más que beber. Te quiero presentar a cierta persona.
—¡Y yo que iba a sentarme honradamente y escribir un artículo!…
—¿Sobre?
—Oh, un camelo titulado «Confesiones de un reportero en canuto».
—Oye, ¿es jueves hoy?
—Sipi.
—Entonces ya sé dónde estará.
—Voy a librarme de todo esto —dijo Jimmy con aire sombrío— yéndome a Méjico a hacer fortuna… Estoy perdiendo lo mejor de mi vida pudriéndome en Nueva York.
—¿Cómo vas a hacer fortuna?
—El petróleo, el oro, robos en despoblado, cualquier cosa menos el periodismo…
—Bee, bee, oveja descarriada, bee, bee.
—Ya estás dejando de balar.
—Emigremos. Vamos a que le arreglen el silenciador a Dingo.
Jimmy se quedó esperando a la puerta del garage. La polvorienta luz de la tarde se retorcía en brillantes gusanos de fuego por su cara y por sus manos. Piedra gris, ladrillo rojo, asfalto flameante de letreros verdes y rojos, pedazos de papel en el arroyo, todo ello rodando a su alrededor, lentamente, en la bruma. Dos que lavaban coches hablaban detrás de él.
—Sipi, yo ganaba una barbaridad hasta que topé con esa cochina.
—Pues a mí me parece guapísima, Charley. Yo que tú tendría miedo… Pasada la primera semana es igual.
Stan le dio un empujón por detrás, poniéndole las manos en los hombros.
—El coche no estará arreglado hasta las cinco. Vamos a tomar un taxi… Hotel Lafayette —gritó al chofer al mismo tiempo que le daba a Jimmy una palmadita en la rodilla—. Bueno, Herf, hombre fósil, ¿a qué no sabes lo que el gobernador de Carolina del Norte le dijo al gobernador de Carolina del Sur?
—No.
—Entre trago y trago los minutos parecen horas.
Stan, balando en sordina, entró en el café como una tromba.
—Bee, bee… Ellie, aquí están las ovejas descarriadas —gritó riendo.
De repente se quedó helado. Frente a Ellen, en la misma mesa, estaba su marido, con una ceja levantada y la otra casi confundida con las pestañas. Entre ellos se habían instalado una tetera descaradamente.
—Hola Stan, siéntate —dijo ella muy tranquila.
Después siguió sonriendo a Oglethorpe: «Estupendo, Jojo».
—Ellie, te presento al señor Herf —dijo Stan con tono áspero.
—Oh, tanto gusto. He oído hablar mucho de usted en casa de la señora Sunderland.
Se quedaron callados. Oglethorpe golpeaba la mesa con la cucharilla.
—¿Y cómo le va, señor Herf? —dijo con una sonrisa suntuosa—. ¿No recuerda usted cómo nos conocimos?
—A propósito, Jojo, ¿cómo anda aquello?
—A las mil maravillas, gracias. El amigo de Cassandra la ha plantado, y aquella criatura, la Costello, armó un escandalazo espantoso. Parece que la otra noche volvió con una curda, pero una curda fenomenal, y trató de meter al chofer en su cuarto, y el pobre hombre protestaba repitiendo que él no quería sino que le pagaran lo que marcaba el taxi… ¡Inenarrable!
Stan se levantó fríamente y se marchó.
Los otros tres se quedaron sentados sin hablar palabra. Jimmy hacía todos los esfuerzos posibles por estarse quieto en su silla. Iba ya a levantarse cuando una dulzura de terciopelo en los ojos de Ellen le detuvo.
—Y Ruth, ¿está ya contratada, señor Herf? —preguntó.
—No, todavía no.
—¡Qué mala suerte!
—Sí, es una vergüenza. Trabaja muy bien. Lo que pasa es que su humorismo exagerado le impide dar coba a los empresarios y al público.
—¡Oh, el teatro es un asco!, ¿verdad, Jojo?
—Nauseabundo, querida.
Jimmy no podía apartar de ella la vista; sus manitas cuadradas, su cuello ceñido de oro entre la mata cobriza del pelo y el azul brillante del vestido.
—Bueno, querida…
Oglethorpe se puso en pie.
—Jojo, yo me quedo aquí otro poco.
Jimmy miraba de hito en hito los triángulos de charol que salían de los botines de ante de Jojo. Imposible que hubiera pies allí dentro. Jimmy se levantó bruscamente.
—Oh, señor Herf, ¿no podría usted hacerme compañía quince minutos? Tengo que marcharme a las seis y me he olvidado de traer un libro y con estos zapatos no puedo andar.
Jimmy se puso colorado y se volvió a sentar balbuceando:
—Sí, desde luego, yo encantado… podemos beber algo.
—Yo acabo de tomar mi té… ¿Pero por qué no toma usted un gin fizz? A mí me encanta ver a la gente tomar gin fizzes. Me da la ilusión de estar en los trópicos, sentada en un bosque de guinjos, esperando un barco que nos lleve por un río ridículamente melodramático todo bordeado de mangles.
—Camarero, un gin fizz, haga el favor.
Joe Harland se había ido escurriendo en su silla hasta descansar la cabeza sobre los brazos. Entre sus dedos grasientos, sus ojos seguían con angustia las líneas del mármol de la mesa. Reinaba el silencio en el lunch-room, pobremente iluminado por dos bombillas colgadas encima del mostrador, donde quedaban unas pocas tortas tapadas por una campana de cristal. Un hombre de chaqueta blanca dormitaba en un alto taburete. De cuando en cuando se le abrían los ojos en la masa gris de su cara, refunfuñaba y echaba una mirada alrededor. En la última mesa, del otro lado, se veían hombros gibosos de hombres que dormían, caras arrugadas como periódicos viejos, reposando en los brazos a falta de almohada. Joe Harland se enderezó y bostezó.
Una mujerona con impermeable pedía una taza de café en el mostrador. Tenía la cara llena de vetas rojas y violáceas como la carne podrida. Sosteniendo la taza cuidadosamente con ambas manos, la llevó hasta la mesa y se sentó frente a Joe Harland. Éste dejó caer de nuevo la cabeza sobre sus brazos.
—¡Eh, oiga!, ¿no hay servicio aquí?
La voz de la mujer hirió los oídos de Harland como el chirrido de la tiza en un encerado.
—¿Qué quiusté? —refunfuñó el del mostrador.
—Me pregunta qué quiero… Yo no estoy acostumbrá a que m’hablen d’esa manera tan brutal.
—Bueno, si quié usté algo, venga y cójalo… ¡Servicio a estas horas de la noche!…
Harland percibía el olor a whisky que despedía el aliento de la mujer cuando suspiraba. Levantó la cabeza y la miró. Ella torció la boca en una sonrisa fofa e inclinó la cabeza hacia Joe.
—Señor, yo no estoy acostumbrá que m’hablen d’esa manera tan brutal. Si mi marido viviera no s’atrevería. ¿Con qué derecho va a decirme a mí ese langostino cocido a qué horas de la noche debe ser servida una señora?(Echó la cabeza atrás y con la risa se le torció el sombrero). Eso, un langostino cocido… ¡Vamos, insultar a una señora con que si a estas horas de la noche!…
Greñas de pelo gris con las puntas teñidas le caían por la cara. El de la chaqueta blanca se acercó a la mesa.
—Oiga, tía McCree, la voy a poner en la calle si sigue usté molestando… ¿Qué quié usté?
—Cinco centavos de buñuelos —lloriqueó lanzando a Harland una mirada de soslayo.
Joe Harland metió otra vez la cabeza en el hueco de sus brazos y trató de dormirse. Oyó poner el plato, luego el mordisqueo de una boca sin dientes y, de cuando en cuando, los sorbetazos que la mujer daba a su taza de café. Había entrado un nuevo parroquiano y hablaba con el del mostrador en voz baja y gruñona.
—Señor, señor, ¿no es horrible tener ganas de beber?
Él levantó de nuevo la cabeza y se encontró con los ojos de la borracha, de un azul borroso de leche bautizada.
—¿Qué vas a hacer ahora, vida mía?
—¡Dios sabe!
—¡Virgen santísima, qué bueno sería tener una cama, una camisa de encajes y un buen mozo como tú, vida… señor!
—¿Nada más?
—Oh, señor, si mi pobre marido viviera no dejaría que me tratasen como me tratan. Perdí a mi marido en el General Slocum. Parece que fue ayer.
—¡Feliz él!
—Pero murió en pecado, sin sacerdote, querido. Es horrible morir en pecado.
—¡Pardiez!, quiero dormir.
La voz débil, chirriante, monótona, le hacía rechinar los dientes.
—Los santos están de punta conmigo desde que perdí a mi marido en el General Slocum. Yo no había sido una mujer honrada… (Vuelta a llorar). La Virgen, los santos y los mártires están de punta conmigo, todo el mundo lo está… Oh, ¿nadie querrá tratarme amablemente?
—Yo quiero dormir… ¿No se puede usted callar?
La mujer se agachó y buscó a tientas su sombrero por el suelo. Seguía sentada, frotándose los ojos con los nudillos hinchados y mugrientos.
—¿Señor, no quiere usted tratarme amablemente?
Joe Harland se puso de pie respirando fuertemente.
—¡Pardiez!, ¿no puede usted callarse?
Su voz se quebró en un gemido.
—¿En dónde le dejarán a uno en paz? En ninguna parte.
Se encasquetó la gorra hasta los ojos, hundió las manos en los bolsillos y salió a la calle arrastrando los pies. En Chatham Square, el cielo, de un violeta rojizo, brillaba a través del enrejado de las vías del elevado. Las luces eran dos filas de botones de latón en la soledad de Bowery.
Un policía pasó balanceando su porra. Joe Harland sintió que le miraba, y afectó un paso vivo y determinado como si fuera a alguna parte, a sus negocios.
—Y bien, señorita Oglethorpe, ¿qué le parece?
—¿Qué me parece qué?
—Ya sabe usted… Ser una estrella fugaz.
—Oh, no sé nada, señor Goldweiser.
—Las mujeres lo saben todo pero no quieren confesarlo.
Ellen, con un traje de seda verdenilo, está sentada en una poltrona, al fondo de un largo salón donde resuenan conversaciones y tintinean las arañas y las joyas, donde se mueven las manchas negras de los smokings y los colorines festoneados de plata de los trajes femeninos. La curva de la nariz de Harry Goldweiser se une directamente con la curva de su calva, y su enorme trasero sobresale de un taburete triangular dorado. Cuando habla a Ellen sus ojillos pardos se clavan en su cara como antenas. Cerca de ellos una mujer huele a sándalo. Otra, con labios de naranja y mejillas de yeso bajo un turbante anaranjado, pasa hablando con un hombre de barba en punta. Otra, de perfil de halcón y pelo rojo, se acerca por detrás a un señor y le pone la mano en el hombro. «Oh, ¿cómo está usted, señorita Cruikshandk? ¿Es sorprendente, verdad, que todo el mundo se encuentre siempre en el mismo sitio y al mismo tiempo?». Ellen, sentada en su butaca, escucha adormilada, sintiendo la frescura de los polvos en la cara y en los brazos, la suavidad del carmín en los labios. Su cuerpo, recién bañado, está fresco como una violeta bajo el vestido de seda, bajo la ropa interior de seda. Ellen, sentada, sueña, escucha adormilada. De repente, una algarabía de voces masculinas la rodea. Ella se incorpora, fría y blanca, fuera de alcance, como un faro. Las manos de los hombres trepan como insectos por el cristal irrompible. Las miradas de los hombres voltejean y se estrellan contra él inútilmente, como mariposas. Pero en lo más hondo del abismo interior, negro como la pez, hay algo que resuena como una bomba de incendios.
George Baldwin estaba en pie junto a la mesa del desayuno, con un número del New York Times doblado en la mano.
—Bueno, Cecily —decía—, tenemos que tomar estas cosas sensatamente.
—¿No ves tú que estoy haciendo todo lo posible por ser juiciosa? —dijo ella haciendo pucheros.
Él seguía mirándola sin sentarse, enrollando una punta del periódico entre el índice y el pulgar. La señora Baldwin era una mujer alta, con un moño cuidadosamente rizado. Sentada ante el servicio de plata, manoseaba el azucarero con sus dedos blancos como setas que terminaban en agudas uñas rosadas.
—George, no puedo resistir más, ya está.
La señora Baldwin apretó fuertemente sus labios temblorosos.
—Tú exageras, querida.
—¿Cómo que exagero?… Esto significa que nuestra vida ha sido una sarta de mentiras.
—Pero Cecily, nosotros nos queremos.
—Te casaste conmigo por mi posición social, tú lo sabes… Yo fui lo bastante boba para enamorarme de ti. Muy bien. Se acabó.
—No es verdad. Yo te quería sinceramente. ¿No recuerdas cómo sufrías tú por no poder quererme de veras?
—¡Qué bruto, recordarme eso!… ¡Oh, es horrible!
La doncella trajo de la cocina huevos y tocino en una bandeja. Marido y mujer se miraban sin decirse nada. La doncella salió y cerró la puerta. La señora Baldwin apoyó la frente sobre el borde de la mesa y empezó a llorar. Baldwin contemplaba los titulares del periódico:
EL ASESINATO DEL ARCHIDUQUE TENDRÁ GRAVES
CONSECUENCIAS. EL EJERCITO AUSTRIACO, MOVILIZADO.
Dio la vuelta a la mesa y posó su mano en el pelo rizoso de ella.
—¡Pobre Cecily mía! —dijo.
—No me toques.
Salió corriendo del cuarto con el pañuelo en la cara. Él se sentó, se sirvió huevos y tocino, tostadas, y se puso a desayunar; todo sabía a papel. Dejó de comer para garrapatear una nota en un cuadernillo que llevaba siempre en el bolsillo superior de la chaqueta, detrás del pañuelo: Ver asunto Collins Arbuthnot, N. Y. S. C. Apel. Div.
Un ruido de pasos en el hall le hizo aguzar los oídos; luego el clic de una cerradura. El ascensor acababa de bajar. Descendió a escape los cuatro pisos. En el vestíbulo, a través de la puerta de cristal y hierro forjado, la vio al borde de la acera, en pie, alta y tiesa, poniéndose los guantes. Baldwin salió corriendo y la tomó de la mano en el mismo momento en que llegaba un taxi. El sudor le perlaba la frente y le hacía cosquillas bajo el cuello almidonado. Se dio cuenta de lo ridículo que estaba con la servilleta en la mano frente al portero negro que le saludaba burlonamente: «Buenos días, señor Baldwin; parece que va a hacer un día espléndido». Teniéndola fuertemente agarrada de la mano, murmuró entre dientes:
—Cecily, tengo que decirte una cosa. ¿No puedes esperar un minuto? Luego iremos juntos al centro… Espere cinco minutos, haga el favor —dijo al chofer—. Bajamos en seguida.
Sin soltarle la muñeca la condujo de nuevo al ascensor. Ya en el hall de su piso, ella le miró de repente, cara a cara, con ojos que echaban llamas.
—Entra, Cecily —dijo él dulcemente, y después de cerrar la puerta de la alcoba con llave—: Ahora hablemos tranquilamente. Siéntate, querida.
Le puso una silla detrás. Ella se sentó bruscamente, tiesa como una marioneta.
—Mira, Cecily, tú no tienes derecho a hablar así de mis amigas. La señora Oglethorpe es una amiga mía. De cuando en cuando tomamos té juntos en lugares completamente públicos y nada más. Yo la hubiera invitado aquí, pero temí que estuvieras grosera con ella… No puedes continuar así, dejándote llevar de tus locos celos. Yo te doy libertad completa y tengo en ti absoluta confianza. Creo que tengo derecho a esperar la misma confianza de tu parte… Cecily, vuelve a ser la niña razonable de antes. Has estado dando oídos a lo que inventa un hatajo de brujas viejas, con mala voluntad, para hacerte desgraciada.
—Es que no es la única.
—Cecily, confieso francamente que hubo veces, poco después de casarnos… Pero todo eso acabó hace años… ¿Y quién tuvo la culpa?… Oh, Cecily, una mujer como tú no puede comprender las exigencias físicas de en hombre como yo.
—¿No hice cuanto pude?
—Querida, estas cosas no son culpa de nadie… Yo no te culpo a ti… Si me hubieras querido de veras, entonces…
—¿Por quién crees que estoy en este infierno sino por ti? ¡Oh, eres un bruto!
Cecily estaba sentada, mirándose los pies calzados de ante, torciendo y retorciendo entre sus dedos la cuerda húmeda de su pañuelo.
—Mira, Cecily, un divorcio sería muy perjudicial para mi situación en este preciso momento, pero si tú realmente no quieres seguir viviendo conmigo, veré de arreglarlo… Pero, sea como sea, debes tener más confianza en mí. Tú sabes que te aprecio. Y, por amor de Dios, no vayas a contárselo a nadie sin decírmelo primero. Tú no querrás un escándalo ni salir en letras de molde, ¿verdad?
—Bueno… Déjame sola… Todo me es igual.
—Muy bien… Ya se me ha hecho tarde. Iré al centro en ese taxi. ¿Tú no quieres venir de compras?
Ella dijo que no con la cabeza. Baldwin la besó en la frente, tomó su sombrero de paja y su bastón en el hall y salió disparado.
—¡Oh, soy la mujer más desgraciada! —murmuró ella poniéndose de pie.
Le dolía la cabeza como si le apretara un círculo de hierro candente.
Se asomó a la ventana a tomar el sol. Al otro lado de Park Avenue, el cielo azul de llama estaba rayado por la roja armazón de vigas de un nuevo edificio. Remachadoras de vapor repiqueteaban ruidosamente. De cuando en cuando silbaba una cabria. Se oía un rechinar de cadenas y otra viga se alzaba de través en el aire. Hombres con overalls azules iban y venían por los andamios. Más allá, hacia el noroeste, subían las nubes abriéndose compactas como coliflores. ¡Oh, si al menos lloviera!… Apenas había tenido tiempo de pensarlo, cuando el sordo tableteo de un trueno apagó el estrépito del tráfico y del edificio en construcción. ¡Oh, si al menos lloviera!…
Ellen acababa de colgar una cortina de zaraza en la ventana para ocultar con su dibujo de flores moradas la vista de los patios y muros de ladrillo de las casas del centro. En medio del cuarto vacío había un cofre diván colmado de tazas de té, un anafe de cobre y una cafetera. El amarillo entarimado era un revoltijo de recortes de zaraza y de argollas. En un rincón, libros, vestidos y sábanas caían como una catarata de un baúl. Una escoba junto a la chimenea despedía un olor de aceite de cedro. Ellen, con un quimono color narciso, apoyada contra la pared, miraba alegremente el cuarto en forma de caja de zapatos, cuando el timbre la sobresaltó. Se recogió un mechón de pelo que le colgaba por la frente y apretó el botón que abría el picaporte. Tocaron discretamente a la puerta. Una mujer apareció en la oscuridad del hall.
—¡Hola, Cassie, no te reconocía! Entra… ¿Qué te pasa?
—¿Estás segura de que no estorbo?
—De ningún modo.
Ellen se inclinó para darle un beso de pájaro. Casandra Wilkins estaba muy pálida. Sus párpados temblaban nerviosamente.
—Puedes darme un consejo. Estoy colgando las cortinas… Mira, ¿te parece que ese morado va bien con el gris de la pared? A mí me resulta un poco raro.
—Yo creo que está precioso. ¡Qué cuarto tan mono! ¡Y qué feliz vas a ser en él!
—Pon ese hornillo en el suelo y siéntate. Voy a hacer té. Hay una especie de baño-cocina ahí en la alcoba.
—¿Estás segura de que no te servirá de molestia?
—Claro que no… Pero, Cassie, ¿qué te pasa?
—Oh, todo… He venido para contártelo, pero no puedo. No se lo puedo decir a nadie.
—Estoy encantada con este pisito. Figúrate, Cassie, que es la primera casa mía, completamente mía. Papá quería que viviera con él en Passaic, pero yo comprendí que no podía.
—¿Y qué hace el señor Oglethorpe? ¡Oh, qué impertinencia mía!… Perdóname, Elaine. Estoy casi loca. No sé lo que me digo.
—¡Oh, Jojo es un encanto! Está dispuesto a que me divorcie de él si quiero… ¿Lo harías tú en mi caso?
Sin esperar respuesta, desapareció por entre las dos hojas de la puerta. Cassie se quedó encogida en el borde del diván.
Ellen volvió con una tetera azul en una mano y una cacerola de agua hirviendo en la otra.
—¿No te importa tomarlo sin crema ni limón? Hay un poco de azúcar en el aparador. Las tazas están limpias porque acabo de lavarlas. ¿No crees que son bonitas? ¡Oh, no puedes imaginarte qué bien y qué hogareña se siente una teniendo un piso propio! Detesto la vida de hotel. De veras, este piso me hace sentirme tan mujer de mi casa… Claro, lo ridículo es que probablemente tendré que dejarlo o subarrendarlo en cuanto lo tenga decentemente puesto. Salimos de turné dentro de tres semanas. Yo quisiera zafarme, pero Harry Goldweiser no me deja.
Cassie tomaba sorbitos de té con la cucharilla. Empezó a llorar dulcemente.
—Vamos, Cassie, desembucha, ¿qué te pasa?
—¡Oh, tú eres tan feliz en todo, Elaine, y yo soy tan desgwaciada!…
—Pues yo siempre pensé que en cuestión de mala suerte me llevaba el premio. Pero ¿qué ocurre?
Cassie dejó la tasa y se apretó el cuello con ambas manos.
—Pues, mira… —dijo con voz ahogada—, cweo que voy a tener un chico.
Bajó la cabeza hasta las rodillas y sollozó.
—¿Estás segura? Todo el mundo pasa sustos.
—Yo quería quenuestwoamor fuerasiempwepuro y bello, pero él me dijo que no volvería a verme si yo no… y lo odio.
Soltaba las palabras una a una entre sollozos llenos de lágrimas.
—¿Por qué no os casáis?
—No quiero. No puedo. Estorbaría mi carrera.
—¿Cuánto hace que lo sabes?
—Oh, diez días o más. Estoy segura de que es eso… Y yo no quiero nada más que mi arte.
Paró de sollozar y siguió bebiendo té a traguitos.
Ellen iba y venía por delante de la chimenea.
—Mira, Cassie, de nada sirve acalorarse por las cosas, de nada. Conozco a una mujer que te sacará de apuros… Reanímate, por favor.
—No podwía, no podwía… (El platillo se escurrió de sus rodillas y se rompió en dos en el suelo). Dime, Elaine, ¿has pasado tú por esto alguna vez?… Cuánto lo siento. Te compwaré otwo platillo, Elaine.
Se puso en pie vacilante y dejó la taza y la cucharilla en el aparador.
—Oh, claro que sí. A poco de casarnos lo pasé muy mal…
—Oh, Elaine, todo esto es odio, ¿verdaw? La vida sería tan bella, tan libre, tan natural sin esto… Yo siento el howor que cuece dentwo de mí, que me mata.
—Las cosas son así —dijo Ellen con aspereza. Cassie lloraba otra vez.
—Los hombres son tan bwutos, tan egoístas…
—¿Otra taza de té, Cassie?
—Oh, no podwía. Querida, siento unas náuseas mortales… Oh, cweo que voy a ponerme enferma.
—El baño está pasada esa puerta a la izquierda.
Ellen se paseaba de arriba abajo con los dientes apretados. Detesto a las mujeres, las detesto.
Al cabo de un rato, Cassie volvió al cuarto, con la cara de un blanco verdoso, mojándose la frente con un trapo.
—Aquí, acuéstate aquí, pobrecilla —dijo Ellen haciendo sitio en el diván—. Ahora te sentirás mucho mejor.
—Oh, ¿me perdonarás tanta molestia como te causo?
—Estate quieta tendida un minuto y olvídate de todo.
—¡Oh, si al menos pudiera descansar!…
Ellen tenía frías las manos. Se asomó a la ventana. Un chiquillo con un traje de cowboy corría por el patio agitando una cuerda de tender. Tropezó y cayó. Ellen lo vio levantarse con la cara llena de lágrimas. En el patio de más allá, una mujer cachigordeta y pelinegra tendía la ropa.
Los gorriones piaban y reñían en la valla.
—Elaine, querida mía, ¿tienes polvos? He perdido mi polvera. Ellen se volvió.
—Creo… Sí, hay en la chimenea… ¿Te encuentras mejor ahora, Cassie?
—Oh, sí —dijo Cassie con voz temblorosa—. Y una barra de carmín, ¿tienes?
—Lo siento mucho…, nunca me doy coba en la calle. Tendré que hacerlo pronto si continúo trabajando en el teatro.
Entró en la alcoba para quitarse el quimono, se puso un sencillo traje verde, se recogió el pelo y se encasquetó un sombrero negro.
—Vamos, Cassie. Tengo que comer a las seis… No me gusta engullir la cena cinco minutos antes de la función…
—¡Oh, tengo un miedo!… Prométeme que no me dejarás sola.
—¡Oh, no te hará nada hoy! A lo sumo te reconocerá y quizá te de algo para tomar… Espera, ¿he tomado la llave?
—Tendremos que tomar un taxi. Y no tengo más que seis dólares para toda la vida.
—Yo haré que papá me dé cien dólares para comprar muebles. Todo se andará.
—Elaine, eres la criatura más angelical del mundo… Te mereces todo el éxito que tienes.
En la esquina de la Sexta Avenida tomaron un taxi. A Cassie le castañeteaban los dientes.
—Por favor, dejémoslo para otro día. Estoy demasiado atemorizada para ir ahora.
—Hija mía, es lo único que se puede hacer.
Joe Harland, con la pipa en la boca, cerró los portones de madera y pasó el cerrojo. Una mancha granate del sol poniente palidecía en el alto muro de la casa frontera a la excavación. Los brazos de las grúas se destacaban negros contra el muro. Harland, apoyado contra el portón, seguía chupando su pipa apagada. Su mirada se perdía en los montones de picos y palas. El pequeño cobertizo donde se guardaba el torno y las perforadoras de vapor, estaba encaramado en una roca hendida, como una cabaña de pastores. El lugar le parecía apacible a pesar del estrépito de la calle que se colaba a través de la valla. Entró en la caseta próxima al portón, donde estaba el teléfono, se sentó en una silla, vació su pipa, la llenó y la encendió; luego abrió el periódico sobre sus rodillas.
LOS CONTRATISTAS PREPARAN EL LOCK-OUT EN RESPUESTA
A LA HUELGA DE CONSTRUCTORES.
Bostezó echando hacia atrás la cabeza. La luz azul era demasiado oscura para leer. Se quedó un largo rato contemplando las punteras cuadradas de sus botas. Su cabeza era un confortable vacío almohadillado. De repente se vio de etiqueta, con chistera y una orquídea en el ojal. El Brujo de Wall Street miró su cara roja toda rayada, el pelo gris bajo la gorra tiñosa, las gruesas manos con los nudillos mugrientos e hinchados, y desapareció con una risa amarga. Recordó vagamente el perfume de un Corona-Corona mientras buscaba en el bolsillo del chaquetón la lata de Prince Albert para rellenar la pipa. «¿Qué importa, después de todo?», dijo en voz alta. Al encender una cerilla, la noche se puso súbitamente negra como la tinta. Apagó la cerilla. La pipa era un pequeño volcán rojo que chisporroteaba discretamente a cada chupada. Fumaba muy despacio, inhalando profundamente. Los altos edificios de alrededor estaban nimbados por el resplandor rojizo de las calles y de los anuncios eléctricos. Cuando miraba hacia arriba, a través del vacilante velo de luz reflejada, veía el cielo azul-negro y las estrellas. El tabaco era dulce. Joe se sentía feliz.
La punta incandescente de un cigarro cruzó la puerta de la caseta. Harland salió con su linterna en la mano, y la alzó hasta la cara de un joven rubio, de nariz y labios gruesos, con un cigarro en la boca.
—¿Cómo ha entrado usted aquí?
—La puerta de al lado estaba abierta.
—¡Qué diablos iba a estar! ¿Qué busca usted aquí?
—¿Es usté el sereno?(Harland dijo que sí con la cabeza).
—Tanto gusto… ¿Un cigarro?… Quería echar un párrafo con usté… Yo soy el organizador de la sección 47, ¿sabe? Déjeme ver su tarjeta.
—No soy de la Unión.
—Bueno, s’hará Listé, ¿verdad?… Nosotros los del gremio de constructores debemos agruparnos. Estamos tratando de reunir a todo el mundo, desde los serenos hasta los inspectores, para oponer un sólido frente a la amenaza del lock-out.
Harland encendió su cigarro.
—Mire, joven, está usted gastando saliva conmigo. Siempre necesitarán un sereno, con huelga o sin ella. Yo soy viejo, no tengo ya fuerza para luchar. Éste es el primer empleo decente que he conseguido en cinco años, y tendrán que matarme para quitármelo… Todo eso está bien para los chicos como usted. Yo no me meto en nada. Tratar de organizar a los serenos es gastar saliva en balde, se lo puedo asegurar.
—Oiga, no habla usté con Uno del oficio.
—Quizá no lo sea.
El joven se quitó el sombrero y se pasó la mano por la frente y por su espeso pelo rapado.
—¡Caramba, cómo suda uno discutiendo!… Buena noche, ¿eh?
—Sí, muy hermosa.
—Yo me llamo O’Keefe, Joe O’Keefe… Apuesto que podría usted contarme una porción de cosas, ¿eh? —dijo tendiendo la mano.
—Yo me llamo Joe también… Joe Harland… Hace veinte años este nombre significaba algo.
—Dentro de veinte años…
—Oiga, tiene usted un tipo bien raro de delegado ambulante… Escuche usted el consejo de este viejo antes que le ponga en la calle… Ésa no es manera de abrirse camino en el mundo.
—Los tiempos cambian, ¿sabe usté?… Hay personajes de importancia que sostienen la huelga. Precisamente esta misma tarde he estado hablando de la situación con el asambleísta McNiel.
—Pues yo le digo francamente que si hay algo que pueda perderle a uno aquí es esa cuestión del trabajo… Algún día recordará usted esto que un viejo borracho le dice, pero será tarde ya.
—Ah, era eso… alcoholismo, ¿eh? Pues es una cosa que no me asusta. Yo no lo cato; bebo sólo cerveza, y eso por cortesía.
—Mire, joven, los detectives de la compañía saldrán pronto a hacer la ronda. Mejor sería que se fuera usted largando.
—A mí no me dan miedo esos malhadados detectives… Bueno, hasta pronto; vendré a verlo un día de éstos.
—Cierre la puerta cuando salga.
Joe Harland sacó un poco de agua de un depósito de lata, se arrellanó en su silla, estiró los brazos y bostezó. Las once. Estarán saliendo de los teatros hombres de etiqueta, mujeres descotadas; los hombres se irán a casa con sus mujeres o con sus queridas; la ciudad se va a la cama. Taxis tocan la bocina y rechinan del otro lado de la valla. En el cielo vibra el polvillo de oro de los anuncios eléctricos. Joe tiró la colilla de su cigarro y la aplastó con el tacón. Sintió un escalofrío y se puso en pie; luego dio una vuelta por el solar balanceando su linterna.
La luz de la calle amarilleaba vagamente un enorme anuncio donde se destacaba un rascacielo blanco con ventanas negras, contra un cielo azul manchado de nubes blancas: «SEGELAND HAYNES levantarán en este sitio un moderno EDIFICIO DE VEINTICUATRO PISOS PARA OFICINAS, que podrá ocuparse en enero de 1915. Se alquilan locales. Darán informes…».
Sentado en un diván verde, Jimmy Herf leía a la luz de una bombilla, que alumbraba un rincón del cuarto desnudo. Había llegado ala muerte de Oliver en Jean Christophe, y leía con un nudo en la garganta. En su memoria persistía el murmullo del Rin royendo sin cesar el pie de jardín de la casa donde Jean Christophe había nacido. Europa era en su mente un parque verde, lleno de músicas, de banderas rojas, de multitudes en marcha. De vez en cuando el silbido de un vapor en el río penetraba en el cuarto, apagado, blando como la nieve. De la calle subía el clamor de los taxis y el rechinar de los tranvías. Llamaron a la puerta.
Jimmy se levantó, los ojos turbios y ardientes de leer.
—Hola, Stan, ¿de dónde demonios vienes?
—Herfy, estoy borracho como una cuba.
—¡Vaya una novedad!
—Venía solamente a darte el boletín meteorológico.
—Mira, quizá puedas explicarme por qué en este país nadie hace nada. Nadie escribe música, nadie hace revoluciones, nadie se enamora. Lo que todos hacen, eso sí, es emborracharse y contar porquerías. A mí me parece esto asqueroso…
—Oye, oye, habla por ti. Yo voy a dejar de beber. Es monótono… Di, ¿tienes cuarto de baño?
—Claro que sí. ¿De quién crees que es este piso?, ¿mío?
—¿De quién, pues?
—Pertenece a Lester. Yo me he quedado cuidándolo mientras él se pasea por el extranjero, el muy chambón.
Stan empezó a desnudarse, dejando caer la ropa en un montón a sus pies.
—Me gustaría ir a nadar. ¿Por qué diablos las personas vivirán en las ciudades?
—¿Por qué sigo yo arrastrando una existencia miserable en esta ciudad imbécil y epiléptica?… Esto es lo que yo quisiera saber.
—«Llévame al baño, Horacio, esclavo» —vociferó Stan, que, en pie sobre el montón de sus ropas, moreno, con los músculos redondos y firmes, se tambaleaba un poco, efecto de la borrachera.
—Está ahí mismo, por esa puerta.
Jimmy sacó una toalla de su baúl de camarote, en el rincón del cuarto, se la tiró, y luego tornó a su lectura.
Stan volvió a entrar en el cuarto, chorreando, hablando a través de la toalla.
—¿Qué te parece?… Se me olvidó quitarme el sombrero. Oye, Herfy, tengo que pedirte un favor, ¿lo harás?
—Desde luego, ¿qué es?
—¿Podría quedarme en tu cuarto esta noche?
—Pues, claro que sí.
—Digo, con otra persona.
—Todo lo que quieras. Puedes traerte el coro de Winter Garden entero y nadie se enterará. Y en caso de necesidad, tienes una salida al callejón por la escalera de incendios. Yo me iré a la cama y cerraré la puerta, de modo que este cuarto y el baño quedan a vuestra disposición.
—Comprendo que es una imposición de mi parte; pero el marido está que bufa y hay que andarse con cuidado.
—Y mañana no te preocupes. Yo me escabulliré temprano y así os quedaréis a vuestras anchas.
—Bueno, me voy. Hasta luego.
Jimmy tomó su libro, se fue a una habitación y se desnudó. Su reloj marcaba las doce y cuarto. La noche estaba bochornosa. Después de apagar la luz, se quedó un buen rato sentado en el borde de la cama. Las sirenas lejanas del río le ponían carne de gallina. En la calle oía pisadas, voces de hombres y mujeres, risas apagadas de parejas que volvían a sus casas. Un gramófono tocaba Secondhand Rose. Se tendió de espaldas encima de la colcha. Por la ventana entraba con el aire la acidez de las latas de basura, un olor a gasolina quemada, a tráfico, a calles llenas de polvo, el tufo de habitaciones mal ventiladas, palomares donde cuerpos de hombres y mujeres se retorcían solos, torturados por la noche del naciente estío. Estaba tendido con los ojos secos. Su cuerpo, estremecido de angustia, ardía como un metal al rojo vivo.
Una voz alterada de mujer le despertó. Alguien empujaba la puerta.
—No quiero verle, no quiero verle. Jimmy, por amor de Dios, salga usted a hablarle. Yo no quiero verle.
Elaine Oglethorpe, envuelta en una sábana, entró en el cuarto. Jimmy se tiró de la cama.
—¿Qué ocurre?
—¿No hay aquí un ropero o cosa así?… No quiero hablar a Jojo cuando está en ese estado.
Jimmy se ajustó el piyama.
—Sí, hay un ropero a la cabecera de la cama.
—Naturalmente… Ahora, Jimmy, sea usted un ángel, háblele y arrégleselas para que se marche.
Jimmy, todo aturdido, pasó al cuarto contiguo.
—¡Zorra, zorra! —gritaba una voz desde la ventana.
Las luces estaban encendidas. Stan, envuelto como un indio en una manta de rayas grises y rojas, estaba agazapado entre dos divanes convertidos en amplia cama. Miraba impasiblemente a John Oglethorpe, que, sacando la cabeza por la parte superior de la ventana de guillotina, chillaba, gesticulaba y manoteaba como un polichinela de guiñol. El pelo le caía sobre los ojos. En una mano blandía un bastón, y en la otra un fieltro cafeconleche.
—Ven aquí, zorra… Flagrante delito, eso es… Por algo tuve yo la idea de trepar por la escalera de incendios de Lester Jones.
Se calló y se quedó mirando de hito en hito a Jimmy con ojos espantados de borracho.
—¿Conque está ahí ese reportero en canuto, ese periodista blanco que parece que acaba de caer de un nido? ¿Quiere usted saber qué pienso de usted, quiere usted saberlo? Oh, ya he oído hablar de usted a Ruth y compañía. Sé que se cree uno de esos dinamiteros que están por encima de todo… ¿Le gusta a usted ser un prostituto pagado por la prensa, eh? ¿Le gusta a usted su tarjeta amarilla? La ficha de cobre[48], eso es… Se figura usted que por ser un actor, un artista, yo no sé de esas cosas. Ya me he enterado por Ruth de su opinión sobre los actores y demás.
—Señor Oglethorpe, le aseguro que está usted equivocado.
—Yo leo y me callo. Soy un observador silencioso. Y sé que cada frase, cada palabra, cada signo de puntuación que aparece en la prensa pública, está revisado, tachado y raspado en interés de los anunciantes y accionistas. La fuente de la vida nacional es envenenada en su manantial.
—¡Bravo, bien dicho! —gritó Stan desde la cama, y se puso en pie aplaudiendo.
—Yo preferiría ser el más humilde tramoyista, preferiría ser la vieja y débil asistenta que friega el escenario… a sentarme sobre el terciopelo en la sala de redacción del más grande diario americano. El teatro es una profesión honrosa, decente, humilde, caballerosa.
El discurso terminó bruscamente.
—El caso es que no veo bien qué espera que yo haga —dijo Jimmy cruzándose de brazos.
—Anda, ahora empieza a llover —continuó Oglethorpe con voz plañidera.
—Mejor sería que se volviera usted a su casa —dijo Jimmy.
—Me iré, me iré adonde no haya rameras… ni rameras ni celestinas con pantalones… Voy a hundirme en la noche.
—¿Crees que podrá llegar a su casa, Stan?
Stan, que se había sentado en el borde de la cama desternillándose de risa, se encogió de hombros.
—Mi sangre caerá sobre tu cabeza, Elaine, sempiternamente, sempiternamente, ¿me oyes?… La noche en que nadie se ría, en que nadie se burle. No creas que no te veo… Si algo malo sucede no será culpa mía.
—Buenas noches —gritó Stan.
En un último espasmo de risa cayó de la cama al suelo. Jimmy se acercó a la ventana y miró al callejón. Oglethorpe se había marchado. Diluviaba. Los muros despedían un olor a ladrillo mojado.
—Bueno, si no es éste el lío más grotesco…
Jimmy volvió a su cuarto sin mirar a Stan. En la puerta, Ellen le rozó al cruzarse con él.
—Estoy desolada, Jimmy… —comenzó.
Él le dio con la puerta en las narices y echó la llave.
—¡Estos imbéciles están como cabras! —gruñó entre dientes—. ¿Qué diablos se creerán que es esto?
Las manos, frías, le temblaban. Se arropó en una manta y se quedó oyendo el continuo batir de la lluvia y el gorgoteo de un canalón. De vez en cuando una ráfaga de viento le humedecía la cara. En el cuarto se percibía aún vagamente el olor a cedro de su espesa cabellera, la suavidad de su cuerpo, allí donde ella se había acurrucado envuelta en la sábana, escondida…
Ed Thatcher estaba sentado en su mirador entre los periódicos del domingo. Su pelo había encanecido y profundas arrugas surcaban sus mejillas. Se había desabrochado los botones superiores del pantalón, que le oprimían la barriga. Sentado ante la ventana abierta miraba la interminable hilera de automóviles que rodaban en ambas direcciones sobre el asfalto recalentado, pasando entre las tiendas de ladrillo amarillo y la estación de ladrillo rojo, bajo la marquesina en la cual se leía en letras doradas sobre fondo negro: PASSAIC. En las casas contiguas, los gramófonos dominicales trituraban furiosamente It’s a bear, el sexteto de Lucía, selecciones de The Quaker Girl. Sobre sus rodillas descansaba la sección teatral del New York Times. Sus ojos turbados se perdían en el calor vibrante. Sentía en las costillas una opresión dolorosa. Acababa de leer un párrafo acotado en un número de Town Topics.
Lenguas maliciosas murmuran por el innegable hecho de que el automóvil del joven Stanwood Emery se estaciona todas las noches delante del teatro Knickerbocker y nunca parte, dice, sin cierta encantadora y joven actriz que no tardará en figurar entre las estrellas de primera magnitud. Este mismo joven, cuyo padre está a la cabeza de uno de los más respetables bufetes de la ciudad, y que recientemente tuvo que salir de Harvard por causas bastante lamentables, es desde algún tiempo a esta parte el asombro de la población por sus hazañas, que, seguramente, son mero resultado de la efervescencia de su espíritu juvenil. A buen entendedor, pocas palabras…
La campanilla sonó tres veces. Ed Thatcher tiró los periódicos y se precipitó temblando a la puerta.
—¡Ellie, cuánto has tardado! Temía que no vinieras.
—¿Acaso no vengo siempre que lo digo, papá?
—Sí, es verdad.
—¿Cómo estás? ¿Qué tal marcha todo en la oficina?
—El señor Elbert está de vacaciones… Creo que cuando él vuelva me iré yo. Me gustaría que vinieras tú conmigo a Spring Lake unos días. Te sentaría bien.
—Pero si no puedo, papá. (Se quitó el sombrero y lo tiró en el diván). Mira, te he traído rosas, papá.
—Son rojas, como las que le gustaban a tu madre. ¡Qué atención de tu parte!… Pero no quisiera irme solo de vacaciones.
—Oh, papá, seguramente te encontrarás una porción de amigazos.
—¿Por qué no vienes tú siquiera una semana?
—En primer lugar tengo que buscar contrata… La compañía sale de turné y yo por ahora me quedo aquí. Harry Goldweiser está horriblemente picado a causa de esto.
Thatcher se sentó en el mirador otra vez y empezó a apilar los periódicos del domingo sobre una silla.
—¡Cómo, papá! ¿Qué diablos haces tú con ese número de Town Topics?
—Oh, nada. Nunca lo había leído. Lo compré precisamente para ver cómo era.
Enrojeció y, apretando los labios, lo hizo desaparecer entre las hojas del Times.
—Es un periodicucho que vive del chantaje.
Ellen daba vueltas por la habitación. Había puesto las rosas en un vaso. Su fragante frescura impregnaba el aire denso y lleno de polvo.
—Papá, tengo que decirte una cosa… Jojo y yo nos vamos a divorciar.
Ed Thatcher, sentado, con las manos sobre las rodillas, cabeceaba apretando los labios, sin decir nada. Su cara estaba sombría y gris, del mismo gris moteado de su traje.
—En realidad, no hay motivos serios. Pero nos hemos dado cuenta de que no podemos entendernos. Todo marchaba tranquilamente, de la manera más correcta… George Baldwin, un amigo mío, se ha encargado del asunto.
—¿El que está con Emery and Emery?
—Sí.
—Ya…
Callaron. Ellen se inclinó a oler las rosas, y se quedó mirando una oruga verde que atravesaba una hoja bronceada.
—Realmente, yo quiero muchísimo a Jojo, pero me volvería loca de seguir viviendo con él… Le debo mucho, ya sé.
—Yo quisiera que nunca hubieras puesto los ojos en él.
Thatcher carraspeó y volvió la cara para mirar por la ventana las dos interminables filas de automóviles que con reflejos angulosos en el cristal, en el esmalte, en el níquel, pasaban frente a la estación, levantando polvo… Las gomas silbaban como latigazos sobre el grasiento macadam. Ellen se dejó caer en el diván y paseó la vista por las marchitas rosas rojas de la alfombra. La campanilla sonó.
—Yo iré, papá… ¿Cómo está usted, señora Culveteer?
Una mujerona coloradota, con un vestido de chifón, blanco y negro, entró en el cuarto resoplando.
—Oh, perdóneme la intromisión… Me marcho en seguida. ¿Cómo se encuentra usted, señor Thatcher?… ¿Sabe usted, querida?… Su pobre padre ha estado realmente muy malo.
—Nonadas, un dolorcillo en la espalda y nada más.
—Lumbago, querida.
—Pero, papá, ¿por qué no me has avisado?
—El sermón fue hoy verdaderamente edificante, señor Thatcher… el señor Lourton ha tenido uno de sus mejores días…
—Creo que yo debiera salir un poco e ir a la iglesia de cuando en cuando, sólo que, ¿sabe usted?, a mí me gusta quedarme en casa los domingos.
—Naturalmente, señor Thatcher. Es el único día que tiene usted. Mi marido era lo mismo… Pero creo que el señor Lourton es diferente de la mayoría de los pastores. ¡Tiene una visión tan moderna y al mismo tiempo tan llena de buen sentido!… Más que un sermón de iglesia parece que oye uno una conferencia interesante… Usted comprende lo que quiero decir.
—Le digo a usted, señora Culveteer, que el próximo domingo, si no hace demasiado calor, iré… Me parece que me estoy aplatanando.
—Oh, a todos nos sienta bien cambiar un poco. Señora Oglethorpe, no tiene usted idea del interés con que seguimos su carrera, en los periódicos del domingo y en todas partes… Es pura y simplemente maravillosa… Como le decía ayer mismo al señor Thatcher, hoy día debe de ser necesaria una gran firmeza de carácter y un sentimiento profundamente cristiano para resistir las tentaciones de la vida teatral. Es verdaderamente edificante pensar que una joven, y una joven casada, pueda vivir en tal medio pura y sin mancha.
Ellen no apartaba los ojos del suelo, tratando de evitar las miradas de su padre, que tecleaba nerviosamente en el brazo de la butaca.
La señora Culveteer, radiante en el centro del diván, se levantó.
—Bueno, me voy. Tenemos cocinera nueva y estoy segura de que la cena será un desastre. ¿No subirán ustedes un ratito esta tarde?… Sin cumplidos. He hecho unas pastas y sacaremos unas botellas de ginger ale por si acaso se presenta alguien.
—Con mucho gusto, señora Culveteer —dijo Thatcher poniéndose en pie, rígido.
La señora Culveteer, con su vestido abullonado, se dirigió a la puerta anadeando.
—Bueno, Ellie, vámonos a comer… Es una mujer de muy buen corazón. Siempre me está trayendo tarros de jalea y mermelada. Vive arriba con la familia de su hermana. Es viuda de un viajante.
—¡Vaya párrafo sobre las tentaciones de la vida de teatro! —dijo Ellen con una risita forzada.
—Vamos, si no el restaurante estará atestado. Evita las apreturas, ése es mi tema —dijo Thatcher, con una voz displicente y ronca—. No divaguemos.
Ellen abrió su sombrilla cuando franquearon la puerta, entre dos filas de timbres y buzones. Una ráfaga de calor gris les dio en la cara. Pasaron la papelería, la cooperativa A y P., la droguería de la esquina, que despedía, bajo el toldo verde, una frescura rancia de soda y helado. Cruzaron después la calle, y sus pies se hundían en el asfalto blando y pegajoso. Se detuvieron en la cafetería Sagamore. El reloj del escaparate, alrededor de cuya esfera se leía Time to eat[49] en letras góticas, marcaba las doce en punto. Debajo había un gran helecho amarillento y una tarjeta: Chicken Dinner[50], $ 1.25. Ellen se quedó en la puerta mirando la calle llena de vibraciones.
—Mira, papá, probablemente tendremos tormenta. (Un cúmulo desplegaba su inverosímil blancura de nieve en un cielo pizarroso). ¿No es bonita esa nube? ¿No sería divertido que tuviéramos una tronada retumbante?
Ed Thatcher miró hacia arriba, sacudió la cabeza y franqueó la mampara metálica. Ellen le siguió. Dentro olía a barniz y a camareras. Se sentaron a una mesa cerca de la puerta, bajo el zumbido de un ventilador.
—¿Cómo está usted, señor Thatcher? ¿Dónde se ha metido usted esta semana? ¿Cómo está usted, señorita?(La camarera, huesuda y oxigenada, se inclinó hacia ellos amablemente). ¿Qué desea hoy el señor: pato asado Long Island o capón asado de Filadelfia?