Mediodía en Union Square. Liquidación por cambio de domicilio. HEMOS COMETIDO UN ERROR ENORME. De rodillas sobre el asfalto polvoriento, los limpiabotas sacan brillo al calzado, botas, zapatos bajos, zapatos de color, botinas de botones, oxfords. El sol brilla como una flor en cada puntera recién lustrada. Por aquí amigo, señor, señorita, señora, al fondo de la tienda nuestro nuevo surtido de tejidos fantasía. Calidad superior. Precio mínimo… Caballeros, señoras, señoritas… HEMOS COMETIDO UN ERROR ENORME. Cambio de domicilio.
El sol de mediodía traza espirales en la atmósfera turbia del restaurante chino. Una música toca en sordina Hindustan. Él come fooyong, ella come chowmein. Bailan con la boca llena. Una blusa azul ligera rozándose contra un vestido negro reluciente.
Por la calle 14, Gloria, Gloria, bajan los soldados; las chicas marchan al paso. Gloria, Gloria, formados de cuatro en fondo. Flamante, azul, llega la banda del Ejército de Salvación.
Calidad superior. Precio mínimo. Cambio de domicilio. HEMOS COMETIDO UN ERROR ENORME… Cambio de domicilio.
De Liverpool, vapor británico Raleigh, Capitán Kettlewell: 933 balas, 881 cajas, 10 cestas, 8 paquetes de objetos manufacturados: 57 cajones, 89 balas, 18 cestos de hilo de algodón; 156 balas de fieltro, 4 fardos de amianto, 100 sacos de bobinas…
Joe Harland dejó de escribir a máquina y levantó los ojos al techo. Le dolían las yemas de los dedos. La oficina olía a engrudo, a manifiesto y a hombres en mangas de camisa. Por la ventana abierta veía la oscura pared del patio y un hombre que con los ojos protegidos por una visera verde, miraba estúpidamente por una ventana. El chico de la oficina dejó una nota sobre la esquina de la mesa: «El señor Pollock desea verle a las 5.10.» La garganta se le contrajo. «Me va a despedir». Sus dedos volvieron a teclear.
De Glasgow, vapor holandés, Delft, Capitán Tromp: 200 balas, 123 cajas, 14 barriles…
Joe Harland vagó por Battery hasta encontrar un asiento vacío, y entonces de desplomó sobre él. Detrás de Jersey el sol se hundía en tumultuosas olas de azafrán. Bueno, esto se terminó. Se quedó largo rato mirando fijamente la puesta del sol como se mira un cuadro en la sala de espera de un dentista. Grandes bocanadas de humo salían de un remolcador en marcha y se enroscaban a su alrededor en volutas negras y rojas. Joe miraba el sol poniente y esperaba. Veamos: dieciocho dólares con cincuenta centavos que tenía antes, menos seis dólares del cuarto, uno ochenta y cuatro por la ropa y cuatro cincuenta que debo a Charley, hacen siete dólares ochenta y cuatro, once ochenta y cuatro, doce treinta y cuatro, menos dieciocho cincuenta, quedan seis dólares con dieciséis centavos. Tres días para encontrar trabajo si me privo de beber. Oh, Dios, ¿no volverá a sonreírme la fortuna? Yo antes tenía bastante buena suerte. Las rodillas le temblaban; le ardía el hueco del estómago.
Bonito fracaso tu vida, Joseph Harland. Cuarenta y cinco años y ni un amigo, ni un centavo siquiera para persignarte.
Una vela dibujó un triángulo rojo cuando el laúd orzó a pocos pasos del muelle de cemento. Un muchacho y una muchacha se agacharon juntos cuando la botavara cambió de lado. Ambos estaban bronceados por el sol y tenían el pelo rubio descolorido de andar al aire libre. Joe Harland se mordió los labios para contener las lágrimas cuando el laúd se alejó en las sombras rojizas de la bahía. Dios, tengo que beber.
—¿No es un crimen?¿No es un crimen? —repetía sin cesar el hombre sentado a su izquierda.
Joe Harland volvió la cabeza. El tío tenía una cara roja, toda arrugada y un pelo de plata. Entre sus garras sucias sostenía la estirada plana teatral de un periódico.
—Estas actrices vestidas así desnudas… ¿Por que no le dejarán a uno en paz?
—¿No le gusta a usted ver sus fotografías en los periódicos?
—¿Por qué no le dejarán a uno en paz?, repito… Cuando no tiene uno trabajo, cuando no tiene uno dinero, ¿pa qué sirven, digo yo?
—A muchas personas les gusta ver esas fotografías en los periódicos. Yo mismo, en mis buenos tiempos…
—En sus buenos tiempos había trabajo… ¿No está usted de más ahora? —gruñó como un salvaje.
Joe Harland sacudió la cabeza.
—¿Entonces pa qué? Debían dejarle a uno en paz, ¿no? Y hasta que llegue al traspaleo de la nieve no haberá trabajo.
—¿Que hará usted de aquí a entonces?
El viejo no contestó. Se inclinó de nuevo sobre el periódico y murmuró:
—Vestidas así todas desnudas, le digo a usted que es un crimen. Joe Harland se levantó y se fue.
Era casi de noche. Tenía las rodillas rígidas de estar sentado tanto tiempo. Mientras se alejaba penosamente, sentía que el cinturón le apretaba la barriga. ¡Pobre caballo de batalla!; lo que necesitas es un par de copas para poder fantasear sobre tus cosas. Por la puerta salía un vago olor a cerveza. Dentro, la cara del barkeep parecía una manzana reineta sobre un coquetón anaquel de caoba.
—Déme un whisky.
El whisky, fuerte y aromático, le abrasó la garganta. Esto le vuelve a uno la vida, vaya que sí. Se acercó al mostrador y se comió un bocadillo de jamón y una aceituna.
—Otro whisky, Charley. Esto le vuelve a uno la vida. Lo que me pasa a mí es que he estado mucho tiempo sin beber. Tú no lo creerás al verme así ahora, ¿verdad, amigo?, pero antes me llamaban el Brujo de Wall Street, lo cual no es más que otro ejemplo del singular predominio de la suerte en los negocios humanos… Sí, señor, con mucho gusto. ¡Viva la salud y al diablo lo demás! ¡Ajajá, esto le da a uno la vida!… Pues bien, señores, apuesto que no hay uno entre ustedes que un día u otro no se haya metido en alguna especulación, ¿y cuántos de ustedes no han salido desilusionados? Otro ejemplo del singular predominio de la suerte en los negocios. Pero no yo, señores, que durante diez años he jugado a la bolsa, durante diez años día y noche, sin perder de vista un negocio, y en diez años no me he puesto las botas más que tres veces sin contar la última. Señores, voy a decirles un secreto. Un secreto importantísimo… Charley, otra ronda para estos buenos amigos míos. Yo pago. Y echa un trago tú también… ¡Diablo, cómo hace cosquillas!… Señores, otro ejemplo del singular predominio en la suerte de los negocios humanos. Señores, el secreto de mi suerte… Es auténtico, se lo garantizo; pueden ustedes mismos comprobarlo en los periódicos, revistas, discursos, conferencias que publicaron entonces. Un hombre, y entre paréntesis un pillastre, escribió una novela policíaca acerca de mí, titulada El secreto del éxito, que pueden ustedes leer en la biblioteca pública de Nueva York, si les interesa el asunto… El secreto de mi éxito era… Y en cuanto ustedes lo sepan van de seguro a reírse para sus adentros, diciendo que Joe Harland está borracho, que Joe Harland es un pobre idiota… Sí que se reirán… Durante diez años, como les iba diciendo, opere con reservas. Compraba sin ton ni son, amontonaba acciones cuyo nombre no había oído nunca, y siempre me salía bien. Amasaba dinero. Tenía cuatro Bancos en la palma de la mano. Empecé a interesarme en azúcar y gutapercha, adelantándome a mi siglo… Pero ya están ustedes muertos por saber mi secreto, que creen podrá servirles… De ningún modo… Era una corbata de seda azul que mi madre me hizo cuando chico… No se rían, vamos… No, no estoy tratando de armarla. Es simplemente otro ejemplo del singular predominio de la suerte en los negocios humanos. El día que me aventuré con otro tipo a meter mil dólares en títulos de Louisville y Nashville, llevaba aquella corbata. Subieron veinticinco enteros en veinticinco minutos. Aquello fue el principio. Luego, poco a poco note que cada vez que no llevaba la corbata perdía. Estaba ya tan vieja y tan rota que traté de llevarla en el bolsillo. No servía. Tenía que llevarla puesta, ¿comprenden?… Lo demás es la eterna historia, señores… Había una mujer, ¡que el diablo se la lleve!, y yo la quería. Quise probarle que no había nada en el mundo que no hiciese por ella, y se la di. Traté de echarlo a broma y me reí, ja, ja, ja. Ella dijo: «Si no sirve para nada, está toda rota», y la tiró al fuego… Un ejemplo más… Amigo, usted no querría invitarme a otro vasito, ¿verdad? Me encuentro inesperadamente sin fondos esta tarde… Muchas gracias, señor… ¡Ah, cómo pica el condenado!
En el atestado vagón del metro iba el repartidor de telegramas aplastado contra la espalda de una mujerona rubia que olía a Mary Garden. Codos, paquetes, hombros, nalgas se entrechocaban a cada sacudida del estridente exprés. Su sudada gorra de la Western Union fue ladeada de un golpe. Si yo pudiera tener una mujer como ésta, una mujer como ésta valdría la pena de un accidente, las luces fundidas, un descarnamiento. Yo podría apropiármela si tuviera coraje para ello y cuartos. Cuando el tren acortó la marcha, la rubia cayó sobre él. Cerró los ojos, contuvo la respiración, la nariz aplastada contra el cuello de ella. El tren paró. La multitud le sacó fuera del vagón a empujones.
Aturdido, subió tambaleándose hasta la calle donde las luces de las casas pestañeaban. Broadway estaba lleno de gente. En la esquina de la calle 96, flaneaban grupos de dos o tres marineros. Se comió dos bocadillos, uno de jamón y otro de foie-gras, en una pastelería. La mujer que le despachó tenía color de mantequilla como la mujer del metro, pero era más gorda y más vieja. Mascando la corteza del segundo bocadillo subió en el ascensor al Jardín Japonés. Se sentó pensativo con el aleteo de la pantalla ante los ojos. «Dios, lo que van a reírse de ver aquí un telegrafista con este traje. Mejor será que me largue. Voy a repartir mis telegramas».
Se apretó el cinturón mientras bajaba las escaleras. Subió por Broadway hasta la calle 105, después torció al este, hacia Columbus Avenue, fijándose cuidadosamente en todas las puertas, escaleras de incendios, ventanas, cornisas. Aquí es. No había luces más que en el segundo piso. Tocó en el timbre del segundo. El picaporte sonó. Subió corriendo. Una mujer con el pelo enmarañado y la cara roja de haber estado inclinada sobre el hornillo, asomó la cabeza.
—Un telegrama pa Santiono.
—Aquí no vive ningún Santiono.
—Dispense, señora, me he debido equivocar de timbre.
Le dieron con la puerta en las narices. Su cara pálida y lánguida se endureció bruscamente. Rápido, subió de puntillas hasta el último rellano. Luego trepó por una escalerilla hasta una trampa. El cerrojo reclinó al descorrerlo. Contuvo la respiración. Una vez en el tejado, cubierto de cenizas, dejó caer la trampa con cuidado. Las chimeneas montaban la guardia a su alrededor, negras, contra el resplandor de las calles. Agachándose avanzó cautelosamente hasta el borde posterior de la casa y se escurrió por el canalón hasta la escalera de escape. Con un pie rozó un tiesto al aterrizar. Todo negro. Se coló por una ventana en un cuarto que olía a mujer, deslizó la mano bajo la almohada de una cama deshecha, a lo largo de una cómoda; volcó una caja de polvos, abrió un cajón dando tironcitos, un reloj, se clavó un alfiler en el dedo, un broche, una cosa arrugada en un rincón al fondo. Billetes, un rollo de billetes. ¡Ahueca el ala, no te vayan a pescar! A bajar por la escalera de incendios hasta el otro piso. No hay luz. Otra ventana abierta. Coser y cantar. El mismo cuarto. Huele a perro y a incienso, alguna droga. Se vio borrosamente en el tocador rebuscándolo todo. Metió un dedo en un tarro de cold cream, se lo limpió en los pantalones. ¡Qué porquería! Una cosa blanducha saltó de entre sus pies chillando. Se quedó temblando en medio del cuarto. En un rincón, el perrito ladraba hasta desgañitarse.
—La habitación se iluminó de repente. Desde la puerta abierta una joven le apuntaba con un revólver. Detrás de ella había un hombre.
—¿Qué hace usted aquí?… ¡Anda, si es un chico de Telégrafos!
La luz formaba un halo cobrizo alrededor de su pelo, y dibujaba su cuerpo bajo el quimono de seda roja. El joven flaco, pero fuerte, tenía la camisa desabrochada.
—Bueno, ¿qué hace usted en este cuarto?
—Por favor, señora, ha sido el hambre lo que me ha traído a esto, el hambre y mi pobre madre, que no tiene qué comer.
—¡Qué gracioso, Stan! Es un ladrón. (Ella blandió el revólver). Sal al corredor.
—Sí, señora, todo lo que usted quiera, señora, pero no me entregue usted a la policía. Piense en mi madre, que se está muriendo de hambre.
—Bueno, pero si has agarrado algo tienes que devolverlo.
—No he tenido tiempo, palabra.
Stan se dejó caer en una silla riéndose a carcajadas.
—Ellie, no te hubiera creído capaz.
—¿No he hecho yo este papel en la tournée del verano pasado?… Venga el revólver.
—No tengo revólver, señora.
—Bueno, no te creo, pero mejor será dejarte marchar.
—Dios la bendiga, señora.
—Pero algún dinero ganarás repartiendo telegramas.
—Me despidieron la semana pasada, señora. Es el hambre lo que me ha obligado a esto.
Stan se levantó.
—Vamos a darle un dólar y que se vaya al demonio.
Cuando estuvo fuera, ella le tendió el billete.
Él agarró la mano con el billete y la besó. Al inclinarse sobre ella, humedeciéndola con sus besos, pudo entrever el cuerpo, bajo el brazo, por la manga flotante de seda roja. Mientras bajaba, temblando todavía, volvió la cabeza y vio al joven y a la muchacha abrazados, mirándole. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se metió el billete en el bolsillo.
Chico, si sigues enterneciéndote así con las mujeres, te vas a encontrar el mejor día en ese hotel de verano que está junto al río… Después de todo, he salido bastante bien del paso. Silbando en sordina se dirigió al elevado y tomó un tren descendente. De acuerdo en cuando se metía la mano en el bolsillo trasero del pantalón para tentar el rollo de billetes. Subió corriendo hasta el tercer piso de una casa que olía a pescado frito y a gas, y tocó tres veces el timbre de una sucia puerta de cristales. Tras breve pausa llamó con los nudillos.
—¿Eres tú, Moike? —murmuró una voz femenina.
—No, soy Nicky Schatz.
Una mujer de perfil cortante abrió la puerta. Salió en ropas menores cubierta con un abrigo de pieles.
—¿Qué hay?
—Na, que una señora muy elegante me pescó con las manos en la masa, ¿y a que no sabes qué hizo?
Hablando excitadamente, siguió a la mujer hasta el comedor de paredes desconchadas. Sobre la mesa había unos vasos sucios y una botella de whisky Green River.
—Me dio un dólar y me dijo que fuera bueno.
—¡Qué va!
—Toma. Un reloj.
—Es un Ingersoll; yo no llamo un reloj a esto.
—Bueno, pues enfoca tus lámparas. (Sacando el rollo de billetes). ¿Qué pasa?… Hay miles.
—Déjame que vea.
Ella le arrancó de la mano los billetes; con los ojos fuera de las órbitas.
—Te l’han dao con queso.
Tiró al suelo el rollo y se retorció las manos, balanceándose con un gesto judío.
—¡Bah, si es dinero de teatro, cabeza de chorlito, idiota!…
Sentados sobre el borde de la cama, el uno al lado del otro, reían. En la atmósfera cargada de la alcoba, llena de prendas de seda tiradas sobre las sillas, flotaba la frescura marchita de un ramo de rosas amarillas que había sobre la cómoda. Estaban abrazados. De repente él se desasió e inclinándose sobre ella la besó en la boca.
—¡Vaya ladroncito! —dijo él sin resuello.
—Stan…
—Ellie.
—Creí que era Jojo —murmuró ella con un nudo en la garganta—. Eso de espiar es muy suyo.
—Ellie, no comprendo cómo puedes vivir con él entre toda esa gente. Tú, tan encantadora. No te veo en medio de todo esto.
—Era fácil antes de conocerte… Y además, Jojo está bien. Es un individuo muy particular y muy desgraciado.
—Pero tú eres de otro mundo, chiquilla… Debías vivir en lo alto del Woolworth Building en un cuarto de cristal tallado y flores de cerezo. —Stan, tienes toda la espalda tostada.
—Es de nadar.
—¿Ya?
—Creo que queda algo del verano pasado.
—Eres el hombre privilegiado. Yo nunca he podido aprender a nadar ni medio bien.
—Te enseñaré… M ira, el domingo que viene, tempranito, montamos en Dingo y nos vamos a Long Beach. De un lado, bien al fondo, no hay nunca nadie… Ni siquiera tienes que ponerte traje de baño.
—Me gusta tu cuerpo, tan enjuto, tan firme. Stan… Jojo es blanco y blanducho, casi como una mujer.
—¡Por los clavos de Cristo! No hables de él ahora.
Stan, en pie, con las piernas abiertas, se abrochaba la camisa.
—Oye, Ellie, vámonos a beber algo… Dios, me fastidiaría encontrarme con alguien ahora y tener que contar una porción de mentiras. Sería capaz de tirarle una silla a la cabeza.
—Tenemos tiempo. Nadie viene antes de medianoche. Yo misma no estaría aquí si no tuviera esta jaqueca.
—Ellie, lo que te gusta a ti tu jaqueca.
—Me encanta, Stan.
—Creo que el ladrón ése lo sabía… Dios… Robo, adulterio, escaparse por la escalera de incendios, andar a gatas por los canalones… ¡La gran vida!
Ellen le agarró por la mano y bajaron al paso los tramos. En el portal, delante de los buzones, él la tomó por los hombros, le echó atrás la cabeza y la besó. Respirando apenas bajaron la calle hasta Broadway. Stan la llevaba del brazo y ella, con el codo, le apretaba la mano contra sus costillas. A distancia, como a través de los cristales de un acuario, Ellen veía pasar caras, escaparates de frutas, latas de legumbres, tarros de aceitunas, flores rojas en un puesto, periódicos, anuncios luminosos. Cuando cruzaban las bocacalles sentían en la cara el viento del río. Bruscas miradas de azabache bajo sombreros de paja, barbillas levantadas, labios finos, muecas, bocas en forma de corazón, sombras de hambre bajo los pómulos, caras de mujeres y hombres jóvenes flotaban a su alrededor como polillas mientras marchaban al paso, a través de la ardiente noche amarilla.
Se sentaron a una mesa en un sitio cualquiera.
Palpitaba una orquesta.
—No, Stan, no quiero nada… Bebe tú.
—Pero, Ellie, ¿es que no sientes la alegría de vivir como yo?
—Más aún… No podría soportar una alegría mayor… No podría parar la atención en un vaso lo bastante para bebérmelo.
Ella se estremeció ante el brillo de sus ojos. Stan estaba definitivamente borracho.
—Quisiera que tu cuerpo fuera una fruta comestible —repetía sin cesar.
Ellen se entretenía en retorcer con su tenedor tiras de Welsh rabit frío. Había empezado a bajar, con una caída brusca de montaña rusa, al abismo estremecedor de la angustia. En medio de la sala, en un espacio cuadrado, cuatro parejas bailaban el tango. Ellen se levantó.
—Stan, me voy. Tengo que levantarme temprano y ensayar todo el día. Telefonéame a las doce al teatro.
Él hizo un gesto con la cabeza y se sirvió otro highball. Ellen se quedó un momento tras la silla de él con los ojos fijos en su cabeza rizosa. Stan se recitaba versos a sí mismo: Blanca, implacable, yo a Afrodita he visto… magnífico… La cabellera suelta, el pie desnudo… estupendo… Resplandeciente como el rojo ocaso. Sobre las aguas… son unos sáficos pistonudos.
Cuando salió a Broadway se sintió de nuevo muy alegre. Esperó el tranvía en medio de la calle. De cuando en cuando un taxi pasaba rozándola. El viento cálido traía del río el largo gemido de una sirena. En el abismo de su alma, millares de gnomos edificaban altas torres, frágiles, resplandecientes. El tranvía descendió_ por los rieles resonando y se paró. Al subir se acordó súbitamente del olor del cuerpo de Stan, sudando entre sus brazos. Sintió el vértigo y se dejó caer sobre el asiento, mordiéndose los labios para no gritar. ¡Dios, es horrible estar enamorada! Frente a ella, dos hombres con cara de pez hablaban y reían dándose manotazos en las rodillas.
—Te digo, Jim, que a mí la que me da el opio es Irene Castle… Cuando la veo bailar el onestep me parece que estoy oyendo un coro de ángeles.
—Quit’allá, está mu flaca.
—Sin embargo, ha tenido el mayor éxito conocido en Broadway.
Ellen se apeó del tranvía y torció al este por la calle 105, desolada y vacía. Las casas, de ventanas estrechas, despedían un hedor a sueño y a colchones. Junto a las alcantarillas apestaban las latas de basura. En la sombra de un portal un hombre y una mujer se balanceaban fuertemente abrazados. Una manera de despedirse. Ellen sonrió feliz. El mayor éxito de Broadway. Estas palabras la subían vertiginosamente, como un ascensor, hacia alturas sublimes, donde anuncios luminosos fulminaban rayos rojos, dorados, verdes; donde había azoteas que olían a orquídeas y el ritmo lento de un tango bailado con un vestido de oro verde con Stan, mientras millares de aplausos estallaban a su alrededor como una granizada. El mayor éxito de Broadway.
Ella subía las escaleras blancas, desconchadas. Ante el letrero Sunderland una sensación de repugnancia se apoderó súbitamente de ella. Se quedó en pie un largo rato, con el corazón palpitante, la llave ante la cerradura. Luego, de pronto, metió la llave y abrió la puerta.
Pájaro de cuenta, Jimmy, pájaro de cuenta.
Herf y Ruth Prinne charlaban riendo frente a dos platos de paté en el rincón más escondido de un restaurante bullanguero y bajo de techo.
—Todos los cómicos de la legua comen aquí, parece.
—Todos los cómicos de la legua viven en casa de la señora Sunderland.
—¿Cuáles son las últimas noticias de los Balcanes?
—Los Balcanes, buen nombre.
Por detrás del sombrero de Ruth, de paja negra con amapolas rojas, Jimmy miró las mesas atestadas donde las caras se esfumaban en un vaho verdoso. Dos camareros pálidos, con perfil de halcón, se abrían paso a codazos entre el vaivén de las conversaciones. Ruth le miraba con las pupilas dilatadas de risa, mordiendo un tallo de apio.
—¡Oh, me siento tan borracha!… —balbuceaba—. Se me ha subido en seguida a la cabeza. ¡Qué calamidad!
—Bueno, ¿qué fue ese escándalo de la calle 105?
—No sabes lo que te has perdido. Descacharrante. Todo el mundo salió al hall, la señora Sunderland con todo el pelo lleno de papelitos y Cassie llorando y Tony Hunter de pie en la puerta con un piyama rosa…
—¿Quién es?
—Un galancete… pero, Jimmy, yo he debido de hablarte de Tony Hunter. Oiseau[47] de cuenta, Jimmy, oiseau de cuenta.
Jimmy sintió que se ponía colorado. Se inclinó sobre su ración.
—¡Oh!, ¿era eso? —dijo secamente.
—Por fin te has escandalizado, Jimmy, confiesa que te has escandalizad o.
—No, de ningún modo. Desembucha.
—¡Oh! Jimmy, eres descacharrante… Pues bien, Cassie sollozaba, el perrito ladraba, y la invisible Costello gritaba: «la policía», y se desmayaba en los brazos de un desconocido de etiqueta, y Jojo empuñaba una pistola, una pistolita de níquel, de juguete supongo… La única persona que parecía en sus cabales era Elaine Oglethorpe… Ya sabes, aquella visión ticianesca que tanto impresionó tu cerebro infantil.
—Te aseguro que mi cerebro infantil no se impresionó tanto como tú crees.
—En fin, el Ogle, cansado de aquella escena teatral, gritó con voz tonante: «¡Que me desarmen o mato a esa mujer!». Y Tony Hunter le quitó la pistola y se la llevó a su cuarto. Entonces Elaine Oglethorpe hizo una reverencia como en una llamada a escena y dijo: «Buenas noches a todos», y se metió en su cuarto más fresca que un pepino… ¿Te imaginas el cuadro?(Ruth bajó de repente la voz). Todo el restaurante nos está escuchando… Y, de veras, creo que aquello fue repugnante. Pero lo que viene es peor. Después que el Ogle hubo golpeado a la puerta dos o tres veces sin obtener respuesta, se dirigió a Tony y, poniendo los ojos en blanco, como Forbes Robertson en «Hamlet», le tomo por la cintura y le dijo: «Tony, ¿puede un hombre desesperado pedir asilo en su cuarto por esta noche?…». Yo estaba escandalizada.
—Pero ¿Oglethorpe es también así?
Ruth bajó la cabeza varias veces afirmativamente.
—Entonces ¿por qué se ha casado con él?
—¡Bah! Esa chica se hubiera casado con un tranvía si creyera que con eso sacaba algo.
—La verdad, Ruth, yo creo que interpretas todo al revés.
—Jimmy, eres demasiado inocente. Pero déjame acabar la trágica historia… En cuanto aquellos desaparecieron y cerraron la puerta, se armó en la antesala la más terrible trapatiesta que te puedes imaginar. Naturalmente, Cassie, para colmo, estuvo todo el tiempo con un ataque de nervios. Fui al cuarto de baño a buscarle sales de amoníaco y cuando volví me encontré la sesión en pleno. Para caerse de risa. La señorita Costello pretendía que despidieran a los Oglethorpe de madrugada y que si no lo hacían se marcharía ella. La señora Sunderland repetía que en sus treinta años de vida teatral no había visto escena semejante, y el de etiqueta, que era Benjamín Arden…, ya sabes, Jim, el que hizo un papel en Honeysuckle…, decía que a todas las personas como Tony Hunter deberían meterlas en la cárcel. Cuando me fui a la cama todavía seguía el jaleo. ¿Y te extraña que se me pegaran las sábanas después de todo esto, y te hiciera esperar, pobrecillo, una hora en el Times Drug Store?
Joe Harland, con las manos en los bolsillos, contemplaba el cuadro Acoso del ciervo, mal colgado detrás de su cama de hierro, en medio de la pared del pasillo que le servía de dormitorio. Sus manos heladas se agitaban sin cesar en el fondo de los bolsillos de sus pantalones. Hablaba en voz baja, monótona: «Oh, cuestión de suerte, pero ésta es la última vez que abordo a los Merivale. Emily me hubiera dado si no fuera por ese viejo tacaño. Emily conserva aún su poquito de corazón. Pero nadie parece hacerse cargo de que estas cosas no son siempre culpa de uno. Suerte y nada más, y bien sabe Dios que antaño comieron de lo mío». Su propia voz, elevándose, le rechinaba en los oídos. Apretó los labios. Empiezas a chochear, querido mío. Se paseaba de arriba abajo en el estrecho espacio que separaba la cama de la pared. Tres pasos. Se acercó al palanganero y bebió de la jarra. El agua sabía a madera podrida y a cubo de lavabo. Escupió el último sorbo. Lo que yo necesito es un buen bistec y no agua. Dio un golpe con los dos puños a un tiempo. Tengo que hacer algo. Tengo que hacer algo.
Se puso el gabán para tapar un desgarrón en la trasera de sus pantalones. Las mangas deshilachadas le hacían cosquillas en las muñecas. Los escalones crujían. Estaba tan débil que se agarró a la barandilla por miedo a caer. La vieja le salió al paso en el recibimiento. El crepé se le había ladeado como tratando de escaparse del peinado «pompadour» que lo aprisionaba.
—Señor Harland, ¿cuándo me va a pagar las tres semanas de alquiler?
—Ahora mismo iba a cobrar un cheque, señora Budkowitz. Se ha portado usted tan bien en este asunto… Y quizá le interesará saber a usted que tengo la promesa, ¿qué digo?, la certeza de una buena colocación a partir del próximo lunes.
—He esperado tres semanas… Y no espero más.
—Pero, señora mía, le juro a usted por mi honor de caballero…
La señora Budkowitz se encogió de hombros. Su voz se elevó, débil y quejicosa, como el pitido de un carrito de cacahuetes:
—Me paga usted esos quince dólares o alquilo el cuarto a otra persona.
—Le pagaré a usted esta misma tarde.
—¿A qué hora?
—A las seis.
—Mu bien, déme la yave.
—Eso no. Suponga usted que llego tarde.
—Por eso mismo quiero la yave… Ya no espero más.
—Bueno, tómela… Comprenderá usted que después de su actitud insultante me será imposible continuar en su casa.
La señora Budkowitz rompió a reír con una risa ronca.
—Mu bien, cuando me pague mis quince dólares podrá usté yevarse la maleta.
Harland le puso en la mano las dos llaves atadas con un cordel, dio un portazo y echó calle abajo. En la esquina de la Tercera Avenida se paró, temblando bajo el cálido sol de la tarde. El sudor le corría por detrás de las orejas. Estaba demasiado débil para blasfemar. Bloques de ensordecedor ruido reventaban uno tras otro al paso de los elevados. Los camiones rechinaban por la avenida, levantando una polvareda que olía a gasolina y a cagajones pisoteados. Echó a andar lentamente hacia la calle 14. En una esquina un insinuante y cálido olor a cigarros le paró como si le hubieran puesto una mano en el hombro. Se quedó un momento frente al kiosko mirando cómo los finos dedos de la cigarrera frotaban las quebradizas hojas de tabaco. Al recuerdo de los Romeo and Juliet, de los Argüelles Morales, aspiró profundamente el aire. El papel de estaño que había que rasgar, la sortija que se quitaba con cuidado, el cortaplumas de marfil para cortar la punta, delicadamente como carne; el olor del fósforo, la profunda inhalación del humo, amargo, espeso, sinuoso. Y ahora, señor, en cuanto a ese negocito de la emisión de bonos de la Northern Pacific… Apretó los puños en los bolsillos pegajosos de su impermeable. Retirarme la llave ¿eh?, esa vieja bruja. Ya verá quién soy yo, ¡voto al diablo! Joe Harland habrá caído todo lo bajo que se quiera, pero todavía conserva su orgullo.
Tomó hacia el este, por la calle 14, y sin pararse a pensar por miedo de arrepentirse, entró en una pequeña papelería, se dirigió al fondo con paso incierto, y se quedó titubeando en el umbral de una oficina donde un hombre grueso, calvo, de ojos azules, estaba sentado ante un pupitre de tapa rodadera.
—Buenas, Felsius —graznó Harland.
El gordo se levantó aturrullado.
—¡Imposible! ¿Usté no es el señor Harland?
—Joe Harland en persona, Felsius… Y en estado bastante lamentable.
La risa se le ahogó en la garganta.
—Vaya, vaya… Tome usté asiento, señor Harland.
—Gracias, Felsius… Felsius, estoy derrotado, hundido para siempre. Hará cinco años que no le veo, señor Harland.
—Y qué malos han sido para mí esos cinco años… Cuestión de suerte supongo. La mía no cambiará ya en este mundo. ¿Recuerda usted cuando entré una vez, después de torear a los especuladores, y armé la gorda en la oficina? Le di un bonito aguinaldo al personal aquellas navidades.
—En efecto, señor Harland.
—Será monótona la vida de la tienda después de haber pasado por Wall Street.
—Más de mi gusto, señor Harland. Aquí soy el amo.
—¿Y cómo están la mujer y los chicos?
—Muy bien, muy bien; el mayor acaba de salir del instituto.
—¿El que lleva mi nombre?
Felsius inclinó la cabeza. Sus dedos de salchicha golpeaban nerviosamente el borde del pupitre.
—Recuerdo que yo pensaba hacer algo por ese chico, algún día. ¡Las vueltas que da el mundo!
Harland reía sin poder apenas. Sintió las manos sobre sus rodillas y contrajo los músculos de los brazos.
—La cuestión es ésta, Felsius… Me encuentro en este momento en una situación financiera bastante embarazosa… Ya sabe usted lo que son estas cosas. (Felsius tenía la vista clavada en el pupitre. Gotas de sudor brotaban de su cabeza calva). Todos tenemos nuestras rachas de mala suerte, ¿verdad? Quisiera pedirle un préstamo insignificante, sólo por unos días, algunos dólares, pongamos veinticinco, hasta que ciertas combinaciones…
—Señor Harland, no puedo. (Felsius se levantó). Lo siento pero los principios son los principios… Yo no he pedido ni he prestado un céntimo en mi vida. Estoy seguro de que usted comprenderá…
—Muy bien, no se hable más de ello. (Harland se levantó humildemente). Déme usted un quarter… Ya no soy tan joven como antes y llevo dos días sin comer —murmuró mirándose los zapatos rotos.
Extendió la mano para apoyarse en el pupitre. Felsius retrocedió contra la pared como para evitar un golpe. Con sus dedos temblorosos le alargó una moneda de cincuenta centavos. Harland la cogió, dio media vuelta sin decir palabra, y salió de la tienda dando traspiés. Felsius sacó del bolsillo un pañuelo con una lista violeta, se secó la frente y volvió a sus cartas.
Nos tomamos la libertad de llamar la atención del comercio sobre cuatro productos Mullen extrafinos que recomendamos con toda confianza a nuestros clientes como un nuevo e incomparable punto de partida en el arte de manufacturar papel…
Salieron del cine parpadeando en los deslumbrantes charcos de luz eléctrica. Cassie le miraba encender su cigarro, con los ojos entornados y las piernas abiertas. McAvoy era un hombre rechoncho, con cuello de toro. Llevaba una chaqueta de un solo botón, un chaleco a cuadros y un alfiler con cabeza de perro clavado en su corbata de brocado.
—¡Qué asco de programa! —gruñó.
—Oh, a mí me gustó mucho la película de viajes, Morris, aquellos aldeanos suizos bailando. Creía estar allí.
—¡Pero hacía un calor!… Quisiera beber algo.
—Vamos, Morris, ¿y tu promesa? —gimió ella.
—Si digo un sodawater, no te intranquilices.
—Oh, magnífico, a mí me encanta la soda.
—Luego iremos a pasearnos por el parque. Cassie bajó las pestañas.
—Como quieras, Morris —murmuró sin mirarle.
Le cogió del brazo con su mano un poco temblorosa.
—Si al menos no estuviera tan escaso de dinero…
—Me es igual, Morris.
—A mí no, caramba.
En Columbus Circle entraron en un drugstore. Muchachas con trajes de verano verdes, violetas, rosa, jóvenes con sombrero de paja, esperaban en triple fila delante del mostrador. Cassie se quedó atrás mirándole con admiración abrirse paso entre la multitud. Detrás de ella un hombre inclinado sobre un velador hablaba con una muchacha. El ala de sus respectivos sombreros les tapaba la cara.
—Entonces le dije: «A mí no me viene usté con ésas», y le entregué mi dimisión.
—Quieres decir que te pusieron de patitas en la calle.
—No, palabra, me despedí antes que me despidieran… Ese tío es un cerdo, ¿sabes?… No quiero deberle nada… Cuando salía de la oficina me llamó… «Joven, permítame que le diga una cosa: no llegará usté nunca a nada mientras no sepa usté quién es el amo en esta ciudad, mientras no se dé usté cuenta que no es usté».
Morris le alargaba un helado de vainilla con soda.
—Soñando otra vez. Cassie, pajarita de las nieves…
Sonriente, los ojos brillantes, cogió el vaso. Él bebía un coca-cola.
—Gwacias —dijo.
Y sorbió una cucharadita de helado:
—Mmmm… Morris está wiquísimo.
El sendero entre las redondas manchas de los arcos voltaicos se hundía en la oscuridad. De las luces oblicuas y de las sombras espesas salía un olor a hojas polvorientas y a hierba pisada. De trecho en trecho la fresca fragancia de la tierra mojada, bajo los arbustos.
—Oh, adoro el parque —moduló Cassie conteniendo un eructo—. ¿Ves, Morris? No debía haber tomado helado: me pwoduce siempwe gases.
Morris no dijo nada. Le rodeó la cintura y se apretó tanto con ella que sus muslos se frotaban al andar.
—¿Conque Pierpont Morgan ha muerto?… Si siquiera me hubiera dejado un par de millones…
—¡Oh, Morris, sería estupendo! ¿Dónde viviríamos? En Central Park South, por supuesto.
Se volvieron para mirar el resplandor de los anuncios luminosos de Columbus Circle. A la izquierda se veían luces a través de las cortinas de una casa. Él miró furtivamente a un lado y a otro y la besó. Cassie evitó su boca a la fuerza.
—No, puede vernos alguien —murmuró anhelante.
En su interior, algo como un dínamo zumbaba, zumbaba.
—Morris, me lo he estado guardando para decírtelo… Creo que Goldweiser me va a dar un número especial en su próxima obra. Es el director de escena de la segunda compañía de turnés y tiene mucha influencia con la empresa. Me vio bailar ayer.
—¿Qué dijo?
—Dijo que se las aweglaría para que me wecibiera el empwesario el lunes… Oh, pero no es eso, Morris, lo que yo quisiera hacer. Es todo tan vulgar, tan feo… ¡Y yo tan enamorada de las cosas bonitas! Siento dentwo de mí un no sé qué sin nombwe que aletea como un pájaro de hermoso plumaje en una jaula de hiewo.
—Eso es lo que a ti te pasa; nunca harás nada bien, tienes demasiados humos.
Ella le miró con ojos radiantes que brillaban en el polvo luminoso de un arco voltaico.
—Oh, por amor de Dios, no llores. No he dicho nada.
—Yo no tengo humos contigo, ¿sí o no, Morris?
Cassie se enjugó los ojos.
—Un poco, y bien que me molesta. Yo quisiera que mi nena fuese un tanto mimosa y zalamera. La vida no es sólo cerveza y sourkraud.
Según iban andando, estrechamente abrazados, sintieron la roca bajo sus pies. Se encontraron en un montículo de granito rodeado de arbustos. Las luces de los edificios que flanqueaban el parque les daban en la cara. Se separaron sin soltarse las manos.
—La chica del pelo rojo que vive en la calle 105, por ejemplo… Apuesto a que ésa no hace remilgos cuando está sola con un fulano.
—Es una mujer tewible. Le importa poco su weputación. ¡Oh, eres twemendo, Morris!
Se echó a llorar otra vez.
Él la atrajo hacia sí brutalmente y la apretó fuerte con las manos abiertas sobre su espalda. Cassie sintió sus piernas temblar, doblarse. Desfallecía en un abismo de colores. La boca del hombre no la dejaba respirar.
—Cuidado —murmuró apartándose de ella.
Con paso incierto bajaron por el sendero, entre los arbustos.
—Creo que no era.
—¿Qué, Morris?
—Un guardia. ¡Dios, también es fatalidad esto de no tener dónde meterse! ¿No podríamos ir a tu cuarto?
—Pero, Morris, todo el mundo se enteraría.
—¡Y qué! Todos hacen lo mismo en esa casa.
—Oh, cuando hablas así te detesto… El verdadero amor es puro ideal… Morris, tú no me quieres.
—¿Y si aprobaras a no chincharme más, Cassie?… Es una broma esto de estar sin un cuarto.
Se sentaron en un banco, a la luz. A sus espaldas, por el paseo, los autos se deslizaban, rápidos y silbantes, en dos largas hileras. Cassie le puso la mano en las rodillas y él se la cubrió con la suya, grande y nudosa.
—Morris, me da el corazón que vamos a ser muy felices de aquí en adelante. Me lo da el corazón. Vas a encontrar un buen empleo. Estoy segura.
—Yo no lo estoy tanto… Ya no soy joven, Cassie; no tengo tiempo que perder.
—Oh, sí, tú eres muy joven aún, Morris, no tienes más que tweinta y cinco años… y cweo que alto extwaordinario va a suceder. Pwonto tendwé ocasión de bailar, ya verás.
—Tú debías ganar más que la roja ésa.
—Elaine Oglethorpe… No gana tanto. Pero yo no soy como ella. A roí no me importa el dinero. Yo quiero vivir para el arte.
—Pues yo lo que quiero es dinero. Cuando uno tiene dinero puede hacer lo que le da la gana.
—Pero, Morris, ¿no cwees que se puede hacer cualquier cosa si se pone uno a ello? Yo cweo que sí.
Él le pasó un brazo por la cintura. Poco a poco Cassie dejó caer la cabeza sobre su hombro.
—Oh, me es igual —murmuró con los labios secos.
A sus espaldas, limousines, roadsters, coches de turismo, cupés, se deslizaban por el paseo culebreando sin cesar en doble fila de luces.
Estaba doblando la jerga azul, que olía a naftalina. Se agachó para colocarla en el baúl. Cuando pasó la mano para quitar las arrugas, crujió debajo el papel de seda. Las primeras luces violeta de la mañana enrojecían la bombilla como un ojo insomne. Ellen se enderezó de pronto y se quedó rígida con las manos en las caderas, la cara sofocada. «Realmente, es demasiado bajeza», dijo. Extendió una toalla sobre los vestidos y amontonó encima, de cualquier manera, cepillos, un espejo, zapatillas, camisas, cajas de polvos. Luego bajó de golpe la tapa del baúl, echó la llave y la guardó en su bolso de piel de cocodrilo. Miró distraída a su alrededor, chupándose una uña rota. La luz oblicua del sol doraba las chimeneas y las cornisas de las casas fronteras. Ellen contemplaba las iniciales E. T. O. en la tapa de su baúl. «Todo es una bajeza deplorable», volvió a decir. Luego cogió del tocador una lima para uñas y raspó la O. «Hecho», murmuró chasqueando los dedos. Después de ponerse un sombrero negro en forma de maceta y un velo, para que la gente no viera que había llorado, hizo un montón de libros, Youth’s Encounter, Así hablaba Zaratustra, El asno de oro, Imaginary Conversations, Aphrodite, Les Chansons de Billits y el Oxford Book of French Verse, y los ató en un chal de seda.
Llamaron tímidamente a la puerta.
—¿Quién es?
—Soy yo —contestó una voz lacrimosa.
Ellen abrió la puerta.
—¿Pero qué es eso, Cassie, qué te pasa? (Cassie se frotó la cara húmeda contra el cuello de Ellen). Oh, Cassie, me estás poniendo el velo hecho una sopa… ¿Qué diablos te sucede?
—Me he pasado la noche en vela pensando en lo que estarás sufriendo.
—Pero si en mi vida me he sentido tan feliz, Cassie…
—Oh, los hombres son tewibles.
—No… Son mucho mejores que las mujeres en todo caso.
—Elaine, tengo algo que decirte. Ya sé que yo no te importo nada, pero de todos modos, te lo voy a decir.
—¿No me has de importar, Cassie? No seas tonta. Pero ahora estoy ocupada… ¿Por qué no vuelves a tu cama y me lo cuentas después?
—Tengo que decírtelo ahora. (Ellen, resignada, se sentó en el baúl). Elaine, he woto con Morris… ¿No es howible?
Cassie se secó los ojos con la manga de su bata malva y se sentó junto a Ellen en su baúl.
—Mira, querida —dijo Ellen dulcemente—, ¿quieres esperar un momento? Voy a llamar un taxi. Quiero escapar antes que Jojo se levante. Estoy harta de escenas.
El pasillo mal ventilado olía a sueño y a massage-cream. Ellen habló muy bajo al aparato. Una voz áspera de macho sonó agradablemente en sus oídos: «Al momento, señorita». Volvió de puntillas al cuarto y cerró la puerta.
—Yo pensé que me quería, de veras que lo pensé, Elaine. Oh, los hombwes son howibles: Morris estaba enojado porque no iba a vivir con él. A mí me parecía mal. Yo me hubiera matado twabajando por él, y él lo sabe. ¿No lo he estado haciendo ya dos años? Me dijo que no podía continuar así, si no era suya de veras. Ya supones lo que quería decir, y yo le wespondí que nuestwo amor era tan hermoso que podía durar así años y años. Yo sería capaz de amarle toda la vida sin besarle siquiera. ¿No cwees tú que el amor debe ser puro? Y entonces empezó a weírse de mis bailes y a decir que era la querida del Chalif y que le estaba tomando el pelo, y nos peleamos howiblemente y me llamó nombwes howibles y se marchó y dijo que no volvería más.
—No te preocupes, Cassie, ya verás cómo vuelve.
—No, es que tú eres muy materialista, Elaine. Quiero decir que espiritualmente nuestwa unión se ha woto para siempwe. ¿No ves que había algo espiritual, divino, entre nosotros y que se ha woto?
Empezó a sollozar otra vez apretando la cara contra el hombro de Ellen.
—Yo no sé, Cassie, qué diversión sacas de todo esto.
—Oh, tú no compwendes. Eres demasiado joven. Yo era como tú, al pwincipio, sólo que no estaba casada y no me iba con los hombwes. Pero ahora busco la belleza espiritual. Y pwetendo encontwarla en mis bailes, en mi vida; busco la belleza por todas partes y cweí que Morris la buscaba también.
—Pero es evidente que Morris la buscaba.
—Oh, Elaine, qué mala eres, ¡y yo que te quiero tanto!
Ellen se levantó.
—Me voy corriendo abajo para que el del taxi no toque el timbre.
—Pero no te puedes marchar así.
—¿Que no? Ahora verás. (Ellen cogió el lío de libros en una mano y en la otra el neceser de cuero negro). Oye, Cassie, ¿serás tan buena que le enseñes el baúl cuando suba por él?… Y otra cosa: cuando Stan Emery telefonée le dices que me llame al Brewoort o al Lafayette. Gracias que no metí mi dinero en el banco la semana pasada… Oye, y si encuentras alguna cosa mía por aquí, te quedas con ella… Adiós.
Se levantó el velo y besó rápidamente a Cassie en las mejillas.
—¡Oh, cómo puedes tener valor para marcharte así sola!… Quewás que Wuth y yo vayamos a verte alguna vez, ¿no? ¡Te queremos tanto!… ¡Oh, Elaine, vas a hacer una carrera maravillosa, estoy segura!
—Y prométeme no decir a Jojo dónde estoy… Ya se enterará demasiado pronto, de todas maneras… Le telefonearé dentro de una semana.
En el portal encontró al chofer mirando los nombres sobre los timbres. Subió él por el baúl. Ella se instaló alegre, en el asiento de cuero del taxi, respirando a pleno pulmón el aire matinal, que olía a río. El chófer le sonrió jovialmente al descargar el baúl sobre el estribo.
—Ya pesa, ya, miss.
—Siento que haya tenido que bajarlo usted solo.
—Oh, puedo con otros más pesados que éste.
—Lléveme al Hotel Brewoort. Quinta Avenida, cerca de la calle 8.
Cuando se agachó para poner el motor en marcha, el hombre se echó atrás la gorra, dejando caer el pelo rojo y rizoso sobre sus ojos.
—All right, la llevaré donde quiera —dijo.
Y saltó a su asiento. Cuando el taxi desembocó en el sol vacío de Broadway, una sensación de felicidad empezó a silbar dentro de ella como un cohete. El aire fresco, excitante, le azotaba la cara. El chófer, volviéndose, le hablaba por la ventanilla abierta.
—Creí qu’iba usté a tomar el tren pa ir a algún sitio.
—A algún sitio voy.
—Buen día hace pa marcharse por ahí.
—Me marcho de junto a mi marido.
Las palabras se le escaparon de la boca antes de que pudiera retenerlas.
—¿L’ha echao de casa?
—No, no puedo decir que me ha echado —rió ella.
—Mi mujer m’ha echao a mí hace tres semanas.
—¿Cómo fue eso?
—Cerró la puerta una noche que volví tarde y no me dejó entrar. Había cambiado la cerradura mientras yo estaba fuera trabajando.
—¡Muy bonito!
—Dice que agarro demasiaos tablones. No pienso volver con ella y no voy a sostenerla ya más… Que me mande a la cárcel si quiere. ¡Sanseacabó! Voy a alquilar un piso en la Avenida 22 con un compañero y vamos a tener un piano y a vivir tranquilos sin ocuparnos de faldas.
—El matrimonio no es tan gran cosa que digamos, ¿eh?
—Usté lo ha dicho. Lo que le lleva a uno a él, bueno está, pero casarse es como despertar de una borrachera.
La Quinta Avenida estaba blanca y vacía y barrida por un viento rutilante. Los árboles de Madison Square, de un verde brillante, parecían helados en un cuarto oscuro. En el Brewoort, un mozo francés le cogió el equipaje. En el cuarto bajo pintado de blanco, el sol soñoliento se adormecía en un desteñido sillón rojo. Ellen se puso a correr como una chiquilla, levantando los talones y palmoteando. Con la cabeza ladeada y los labios fruncidos arregló sus objetos de toilette sobre el tocador. Luego colgó su camisón amarillo en una silla y se desnudó. Se vio en el espejo, y estuvo contemplándose desnuda, con las manos en sus pechos pequeños y duros como dos manzanas.
Se puso el camisón y fue al teléfono. «Que suban un chocolate y panecillos al 108, lo antes posible, si hace el favor». Luego se metió en la cama. Ya acostada, con las piernas abiertas entre las frescas sábanas, se echó a reír.
Las horquillas le pinchaban la cabeza. Se incorporó, se las quitó todas y de una sacudida dejó caer sobre sus hombros la espesa mata de su pelo. Dobló las rodillas para apoyar en ellas la barbilla y se quedó pensativa, oyendo el estruendo intermitente de los camiones que pasaban por la calle. Abajo en las cocinas empezaba a oírse un ruido de platos. De todas partes subía, el murmullo de la ciudad que despertaba. Se sentía hambrienta y sola, siempre sola, en un océano rugiente. Un estremecimiento le corrió por la médula. Ellen apretó más aún las rodillas contra la barbilla.