I. LA DAMA DEL CABALLO BLANCO

La mañana vibra al paso del primer elevado por Allan Street. La luz penetra a través de las ventanas, sacude las viejas casas de ladrillo, salpica de confeti la armadura del tren aéreo.
Los gatos abandonan las latas de basura, las chinches abandonan los miembros sudorosos, el cuello regordete y tierno de los niños dormidos, y se vuelven a las paredes. Hombres y mujeres se estiran bajo las mantas y las colchas, en colchones colocados en los rincones de los cuartos. Racimos de chicos se desgranan para gritar y patalear.
En la esquina de Riverton, el viejo con barba de cáñamo, que duerme no se sabe dónde, instala su puesto de pepinillos. Cohombros, pimientos, cortezas de melón, guindillas, esparcen en retorcidas espirales un aroma a humedad y a pimienta que se eleva como un jardín acuático, entre los olores a almizcle de las camas y el rancio clamor de la calle empedrada que despierta.
El viejo de la barba de cáñamo que duerme no se sabe dónde, está sentado en medio como Jonás bajo su calabazar.

Jimmy subió cuatro tramos haciendo crujir los escalones y llamó a una puerta blanca, toda marcada de dedos. En una tarjeta cuidadosamente sujeta por chinchetas de cobre, aparecía el nombre Sunderland en caracteres góticos. Esperó largo rato al lado de una botella de leche, dos botellas de crema y un número del Times, edición del domingo. Un susurro detrás de la puerta, unos pasos; después, nada. Apretó un botón blanco en el marco de la puerta.

Y él dijo: «Margie, estoy tan colado por ti», y ella respondió: «No te quede a la intemperie; estás todo mojado…». Por las escaleras bajan voces, los pies de un hombre con botas de botones, los pies de una muchacha con sandalias, piernas de seda rosa. La muchacha, con un vestido vaporoso y un sombrero primaveral; el joven llevaba un chaleco con tirilla blanca y una corbata a rayas verdes, azules y moradas.

—Pero tú no eres una mujer de esa clase.

—¿Y usté qué sabe si soy de esa clase o de la otra?

Las voces se apagaron en el fondo de la escalera.

Jimmy Herf dio otro tirón de la campanilla.

—¿Quién es? —preguntó una voz ceceante de mujer a través de una rendija de la puerta.

—¿Me hace el favor?… Desearía ver a la señorita Prynne.

Vislumbre de un quimono azul levantado hasta la barbilla de una cara regordeta.

—¡Oh, no sé si estará aún levantada!

—Dijo que lo estaría.

—Mire, ¿quiere usted esperar un segundo, para darme tiempo a escapar? —rió ella detrás de la puerta—. Luego entra usted. Perdónenos, pero la señora Sunderland pensó que venían a cobrar el alquiler. A veces se presentan los domingos para pescarle a uno en casa.

Una sonrisa tímida atravesó la rendija.

—¿Quiere usted que entre la leche?

—Sí, por favor, y siéntese en el recibimiento mientras yo llamo a Ruth.

El recibimiento estaba muy oscuro; olía a sueño, a pasta de los dientes y a cremas para la cara. En un rincón se veía aún en las sábanas arrugadas de un catre la huella de un cuerpo. Sombreros de paja, chales de seda, dos gabanes de hombre colgaban en confuso montón de los cuernos de ciervo del perchero. Jimmy quitó un corsé de una mecedora y se sentó. Voces de mujer, un amortiguado frufrú de gente que se viste, ruido de periódicos desplegados, se filtraban a través de los tabiques de las diferentes habitaciones.

La puerta del cuarto de baño se abrió. Un raudal de luz reflejado en una cornucopia partió en dos la oscuridad del recibimiento. En medio apareció una cabeza de pelos con un alambre de cobre, de ojos azul oscuro en el óvalo blanco de la cara. Luego el pelo se volvió castaño cuando cruzó el pasillo la esbelta espalda envuelta en una bata naranja. A cada paso los talones rosa se salían perezosamente de las zapatillas.

—Ou, ou, Jimmy… (Ruth le llamaba detrás de su puerta). Pero cuidado con mirarme.

Una cabeza llena de papelitos asomó como la de una tortuga.

—Hola, Ruth.

—Puede usté entrar si promete no mirarme… Estoy hecha una visión y mi cuarto una pocilga… No me falta más que peinarme y estoy lista.

El cuartito gris atestado de vestidos y de fotografías de artistas. Jimmy se quedó en pie con la espalda contra la puerta. Una cosa sedosa colgada de un gancho le hacía cosquillas en las orejas.

—Bueno; ¿cómo le va al aprendiz de reportero?

—Ahora estoy con eso de Hell’s Kitchen… ¡Estupendo! ¿Y usted sin contrato todavía, Ruth?

—Hum… hum… Un par de cosas que pueden cuajar esta semana. Pero no cuajarán. ¡Oh, Jimmy, empiezo a desesperarme!

Sacudió su pelo libre de los papelillos y se peinó las nuevas ondas.

Tenía una cara pálida, asustada, con una boca grande y ojeras azules.

—Sabía que esta mañana debía estar levantada y lista, pero no pude.

Es tan desconsolador levantarse cuando no tiene una trabajo… A veces me dan ganas de acostarme y esperar en la cama el fin del mundo.

—¡Pobre Ruth!

Ella le tiró una borla que le cubrió de polvos la corbata y las solapas de su traje de jerga azul.

—No me llame pobre, usted, renacuajo.

—Muy bonito después del trabajo que me he tomado para ponerme decente… Vaya usted al demonio, Ruth. ¡Un traje que huele todavía a gasolina…!

Ruth echó atrás la cabeza con una risa aguda.

—Oh, es usted regocijante, Jimmy. Coja la escobilla.

Poniéndose colorado, Jimmy sopló a su corbata.

—¿Quién es la chica ésa que me abrió la puerta?

—Chsss, se oye todo a través de la pared… Ésa es Cassie —murmuró ella riendo—. Cassh-ndrah Wilkins… Formaba parte de las Morgan Dancers. Pero no hay que reírse de ella. Es muy simpática. Yo la quiero mucho. (Ruth soltó una carcajada). ¡Qué Jimmy éste! (Se levantó y le dio un pellizco en el bíceps). Siempre me hace usted portarme como una loca.

—No es culpa mía… Bueno, yo tengo un hambre atroz. He venido a pie.

—¿Qué hora es?

—Más de la una.

—Jimmy, yo no tengo noción del tiempo… ¿Le gusta este sombrero?… Oh, olvidaba decirle. Ayer estuve a ver a Al Harrison. Fue espantoso… Si no tomo el teléfono a tiempo y le amenazo con llamar a la policía…

—Mire usted a esa mujer de enfrente. Tiene completamente la cara de una llama.

—Por causa de ella tengo que dejar los visillos bajados todo el tiempo…

—¿Por qué?

—Oh, es usted demasiado joven para saber ciertas cosas. Le chocaría, Jimmy.

Ruth, frente al espejo, se pasaba una barrita de carmín por los labios.

—Hay tantas cosas que me chocan, que no creo que importe… Pero vámonos, el sol brilla, la gente sale de la iglesia y vuelve a casa a hartarse y a leer el periódico entre sus plantas de salón.

—Oh, Jimmy, es usted un número… Un minuto. Atención; está usted colgado de mi mejor combinación.

En el hall una muchacha estaba doblando las sábanas del catre. Tenía una melena negra y una blusa amarilla. Al pronto, bajo los polvos ambarinos y el colorete, Jimmy no reconoció la cara que había visto a través de la rendija de la puerta.

—¡Hola, Cassie! Éste es… Perdón, señorita Wilkins, éste es el señor Herf. Cuéntale de la señora de enfrente, ya sabes, Sapo el Monje. Cassandra Wilkins ceceó haciendo pucheritos.

—No cwee usted que es una mujer tewible, señor Herf… Dice unas cosas tewibles.

—Lo hace sencillamente para molestar.

—Oh, señor Herf, estoy encantada de conocerle al fin. Ruth no hace más que hablar de usted. Oh, temo haber sido indiscweta… Siempwe soy muy indiscweta.

La puerta del otro lado del hall se abrió, y Jimmy se encontró cara a cara con un hombre de nariz torcida, cuyos rojos cabellos formaban dos montículos desiguales a cada lado de la raya impecable. Llevaba una bata de satén verde y unas babuchas rojas.

—¿Qué hay, Cassandra? —dijo afectando el acento de Oxford—. ¿Qué profecías tenemos hoy?

—Nada, salvo un telegwama de la señora Fitzsimmons Green. Quiere que vaya mañana a Scarsdale para que hablemos del Gweenery Theater… Perdón, señor Herf, señor Oglethorpe.

El hombre del pelo rojo levantó una ceja, bajó la otra, y puso una mano fláccida en la de Jimmy.

—Herf… Herf… ¿No será usted uno de los Herf de Georgia? En Atlanta había una vieja familia Herf…

—No, creo que no.

—Lástima. En otro tiempo Josiah Herf y yo éramos buenos compañeros. Hoy él es el presidente del First National Bank y el personaje más importante de Scraton, Pensilvania, y yo… un saltimbanqui, un perro arlequín.

Al encogerse de hombros la bata se le escurrió, descubriendo un tórax plano, liso, sin pelos.

—Sabe usted, el señor Oglethorpe y yo vamos a interpwetar el Cantar de los Cantares. Él lo lee y yo lo interpweto bailando. Debe usted ir alguna vez a vernos ensayar.

—«Tu ombligo es taza torneada, que nunca está falta de bebida vientre como un montón de trigo, cercado de lirios…».

—Oh, no empecemos ahora —rió ella apretando las piernas.

—Jojo, cierra esa puerta —dijo una voz de mujer desde el cuarto.

—Oh, pobre Elaine, quiere dormir… Encantado de haberle conocido señor Herf.

—¡Jojo!

—Voy, querida…

A través de la plúmbea modorra que invadía a Jimmy, la voz de aquella mujer le hizo estremecerse. Estaba junto a Cassie, en el hall oscuro, sin hablar palabra. Un olor a café y a pan tostado se filtraba por alguna parte. Ruth salió.

—Bueno, Jimmy, ya estoy… No sé si olvido algo.

—Me da igual; estoy que no me tengo en pie.

Jimmy la agarró por los hombros y la empujó suavemente hacia la puerta.

—Son las dos.

—Bueno, adiós, Cassie, te telefonearé a eso de las seis.

—Muy bien, Wuthy… Mucho gusto, señor Herf.

La puerta se cerró sobre el ceceo de Cassie.

—Brrr… Ruth, esta casa me da el vértigo.

—Bueno, Jimmy, no empiece a gruñir porque necesita comer.

—Pero oiga usted, Ruth, ¿qué diablos es ese señor Oglethorpe? En mi vida he visto mamarracho semejante.

—Ah, ¿salió el Ogle de su cubil?

Ruth soltó una carcajada. Penetraron en una franja de sol turbio.

—¿No le ha dicho que pertenecía a la rama principal… sabe usted… de los Oglethorpe de Georgia?

—¿Y aquella encantadora chica de pelo cobrizo es su mujer?

—Elaine Oglethorpe tiene el pelo rojo, y no es tan encantadora tampoco… No es más que una chiquilla y ya triunfa en las tablas. Todo porque tuvo un éxito o cosa así en Peach Plossoms. Sabe usted, una de esas monerías delicadas que pasman a todo el mundo. Trabaja bien, sin duda.

—Es una vergüenza que tenga eso por marido.

—Ogle ha hecho todo lo imaginable por ella. Sin él estaría aún en el coro…

—La bella y el ogro.

—Si le echa alguna vez los ojos encima, ándese con ojo, Jimmy.

—¿Por qué?

—Pájaro de cuenta, Jimmy, pájaro de cuenta.

Un elevado quebró sobre sus cabezas las rayas de sol. Jimmy veía la boca de Ruth formando palabras.

—Mire —gritó él dominando el estruendo que disminuía—, vamos a desayulmorzar a Campus, y luego a pasearnos por las Palisades.

—Jimmy, ¿qué quiere decir desayulmorzar?

—Quiere decir que usted desayunará y que yo almorzaré.

—¡Qué gracioso!

Ahogándose de risa le agarró del brazo. Su bolsillo de malla de plata le golpeaba contra el codo al andar.

—¿Y quién es Cassie, la misteriosa Cassandra?

—No se ría usted de ella. Es más buena que el pan… Si no fuera por ese horrible perrito de lanas… Lo tiene en su cuarto y nunca lo saca y huele que es una peste. Cassie ocupa el cuarto contiguo al mío… Ahora tiene un protector… (Ruth se rió). Peor que el perrito de lanas. Son novios, y él se apropia todo el dinero de la pobre. Por el amor de Dios, no se lo cuente usted a nadie.

—No tengo a quién contárselo.

—Y luego la señora Sunderland…

—Ah, sí, la divisé cuando entraba en el cuarto de baño. Una señora vieja, en Nata y con un gorro de dormir rosa.

—Jimmy, me horroriza usted… Siempre está perdiendo sus dientes postizos —empezó Ruth.

Un elevado se llevó el resto. La puerta del restaurante, al cerrarse tras ellos, ahogó el estruendo de las ruedas sobre los rieles.

Una orquesta tocaba When lt’s Appleblossom Time in Normandee.

El local estaba lleno de espirales de humo, guirnaldas de papel, letreros que anunciaban OSTRAS DEL DIA, COMA ALMEJAS, PRUEBE NUESTROS DELICIOSOS MEJILLONES A LA FRANCESA (recomendados por el Ministerio de Agricultura). Se sentaron sobre un anuncio rojo BEEFSTEAK PARTIES UPSTAIRS, y Ruth, apuntándole con un panecillo, dijo:

—Jimmy, ¿le parece a usted inmoral comer escalopes de desayuno? Pero antes quiero café, café, café…

—Yo voy a comerme un bistec con cebolla.

—No, si tiene usted intención de pasar la tarde conmigo, señor Herf.

—Oh, muy bien, Ruth, pongo mis cebollas a sus pies.

—Eso no quiere decir que le voy a permitir que me bese.

—¿Cómo?… ¿En Palisades?

La risita de Ruth se convirtió en una carcajada. Jimmy se puso como la grana.

I never axed you maam, he sayed[45].

El sol le goteaba en la cara a través de su sombrero de paja. Iba de prisa, dando unos pasitos cortos a causa de la estrechez de su falda. A través de la fina seda, el sol le hacía cosquillas, como una mano que le acariciase la espalda. En el bochorno, las calles, las tiendas, la gente endomingada, sombreros de paja, sombrillas, tranvías, taxis, surgían a su alrededor, rozándola con reflejos cortantes, como si fuera andando entre virutas de metal. Ella se abría camino por entre una inextricable maraña de ruidos chirriantes como de dientes de sierra.

Entre la multitud de Lincoln Square, una mujer avanzaba lentamente sobre su caballo blanco. La cabellera castaña caía en las ondas regulares y falsas sobre la grupa de yeso y sobre la gualdrapa bordada de oropel, donde en letras verdes punteadas de rojo se leía DANDERINE. Llevaba un sombrero Dolly Warden verde, con una pluma carmesí. Una mano con un guantelete blanco manejaba airosamente las riendas; la otra blandía un látigo con puño de oro.

Ellen la miró pasar. Luego, por una bocacalle llegó hasta el parque. Unos chicos jugaban al baseball, esparciendo un olor a hierba pisoteada. Todos los bancos a la sombra estaban ocupados. Al cruzar la curva del paseo de automóviles, sus agudos tacones se hundían en el asfalto. Dos marineros estaban despatarrados en un banco al sol. Uno de ellos chasqueó los labios cuando ella pasó. Ellen sintió los ojos voraces de marino pegarse a su cuello, a sus muslos, a sus pantorrillas. Trató de que sus caderas no se le menearan tanto al andar. En los arbustos todo a lo largo del sendero, se veían las hojas abarquilladas. Fachadas soleadas bordeaban el parque al sur y al este; por el oeste tenían sombras violetas. Todo estaba ardiente, sudoroso, polvoriento, comprimido por policías y trajes domingueros. ¿Por qué no habría tomado el elevado? Ellen miraba los ojos negros de un joven con sombrero de paja, cuyo roadster rojo, marca Stutz, rasaba la acera. Sus ojos centellearon en los de ella. El joven, echando la cabeza hacia atrás, le sonrió, avanzando los labios de tal modo que ella creyó sentir su roce en las mejillas. Él frenó y con la otra mano abrió la portezuela. Ellen volvió la cabeza y se alejó con la barbilla alta. Dos pichones de cuello verde metálico y patas de coral se quitaron de en medio anadeando. Un viejo ofrecía a una ardilla un cucurucho de cacahuetes.

Toda de verde en un caballo blanco cabalgaba la Dama del Batallón Perdido… Verde, verde, Danderine… Lady Godiva, con el soberbio manto de su pelo…

La estatua del general Sherman, todo dorado, la interrumpió. Se paró un momento para mirar la plaza que resplandecía como el nácar… Sí, allí está la casa de Ellen Oglethorpe… Subió en un autobús de Washington Square. En la tarde del domingo, la Quinta Avenida se alargaba rosada, polvorienta, trepidante. Por la acera de la sombra pasaba de cuando en cuando un señor con sombrero de copa y levita. Sombrillas, vestidos de verano, sombreros de paja, brillaban al sol que centelleaba en las plazas, en las ventanas superiores de las casas, y relampagueaba en la pintura de las limousines y de los taxis. Olía a gasolina, a asfalto y a menta, a polvos de talco, a perfumes. Las parejas, apretujadas en los asientos del autobús, se entrechocaban a cada sacudida. Aquí y allá, en un escaparate, cuadros, tapices castaños, sillas antiguas barnizadas, detrás de los cristales. St. Regís Sherry’s. El que iba junto a ella llevaba botines y guantes color limón. Un hortera probablemente. Al pasar por delante de San Patrick, sintió un tufillo a incienso que salía de las puertas abiertas de la penumbra. Delmonico’s. Delante de ella, el brazo de un joven se insinuaba disimuladamente por la espalda de su vecina.

—¡Mala suerte la de ese pobre Joe! Se ha visto obligado a casarse con ella y no tiene más que diecinueve años.

—¿Mala suerte le llamas a eso?

—Myrtle, no lo digo por nosotros.

—¡Que no! Y además, ¿la has visto tú a ella?

—Apuesto a que no es de él.

—¿El qué?

—El chico.

—Billy, ¿cómo puedes pensar tales horrores?

Calle 42. Union League Club.

—Fue una reunión muy divertida… divertidísima… Todo el mundo estaba allí. Por excepción, los discursos fueron deliciosos. Me recordaron los buenos tiempos —graznó una voz a sus espaldas.

El Waldorf.

—¿No están bonitas las banderas, Billy?… Esa tan graciosa es porque el embajador de Siam se hospeda ahí. Lo he leído esta mañana en el periódico.

Cuando tú y yo nos separemos, amor mío, sobre tus labios dejaré mi último beso, y partiré… frío, río, lío… hueso, peso, eso… Cuando tú…

Cuando tú y yo, amor mío…

Calle 8. Se apeó del autobús y entró en el piso bajo del Brevoort. George la esperaba sentado la espalda contra la puerta, abriendo y cerrando el broche de su cartera.

—Bueno, Elaine, ya era hora de que apareciera usted. No esperaría yo a muchas personas tres cuartos de hora.

—George, no me regañe. Me he divertido como nunca. He estado libre el día entero y he venido andando desde la calle 105 hasta la 59, a través del parque. Estaba lleno de tipos grotescos.

—Se sentirá cansada.

Su cara delgada, con los ojos perdidos en una telaraña de arrugas, avanzaba hacia ella como la proa de un navío.

—Supongo que habrá pasado el día en su despacho.

—Sí, he estado desenterrando algunos pleitos viejos. No puedo fiarme de nadie ni para el trabajo de rutina; de modo que todo lo tengo que hacer yo.

—¿Sabe usted que daba por supuesto que me diría todo eso?

—¿Qué?

Por el plantón de los tres cuartos de hora.

—Oh, usted sabe siempre demasiado, Elaine… ¿Quiere pasteles con el té?

—Pero si yo no sé nada de nada, y eso es lo malo… Lo que voy a tomar es un poco de limón.

Los vasos tintineaban a su alrededor. A través del humo azul de los cigarrillos, caras, sombreros, barbas, se movían, se reflejaban verdosas en los espejos.

—Pero, querido, es el eterno complejo de siempre. Quizá sea verdad tratándose de hombres, pero no significa nada en cuanto a las mujeres —murmuraba una voz femenina en la mesa de al lado.

—El feminismo de usted se alza como una barrera infranqueable —agregó una voz de hombre, ronca, meticulosa—. ¿Que soy un egoísta? Dios sabe lo que he sufrido por serlo. El fuego que purifica, Charley…

George hablaba tratando de atraer su mirada.

—¿Cómo está el ilustre Jojo?

—Oh, no hablemos de él.

—Cuanto menos se hable, mejor, ¿eh?

—Mire, George, yo no quiero que se burle de Jojo, porque, sea como sea, al fin y al cabo es mi marido hasta que el divorcio nos separe… No, no quiero que se ría. Además, usted es demasiado basto y demasiado simple para comprenderle. Jojo es un individuo muy complicado, casi trágico.

—Por amor de Dios, no hablemos de maridos y mujeres. Lo importante, Elaine, es que usted y yo estamos sentados aquí sin que nadie nos moleste… ¿Cuándo volveremos a vernos, realmente a vernos, realmente?

—Bueno, George, basta de realismo —rió ella en su taza.

—Es que yo tengo tantas cosas que decirle, tantas cosas que preguntarle…

Ella le miró sonriente, balanceando entre el pulgar y el índice un pastelillo de cerezas al que acababa de dar un mordisco.

—¿Así se porta usted cuando tiene un desgraciado en el banquillo de los acusados? Yo creí que era… ¿Dónde estuvo usted la noche del treinta y uno de febrero?

—No, yo hablo completamente en serio, sólo que usted no puede comprender o no quiere.

Un joven, en pie junto a la mesa, les miraba tambaleándose un poco.

—Hola, Stan; ¿de dónde diablos sale usted?

Baldwin levantó la vista sin sonreír.

—Comprendo, señor Baldwin, que esto es una grosería, pero ¿puedo sentarme a su mesa un segundo? Me anda buscando uno con quien yo precisamente no quiero encontrarme. ¡Dios mío, ese espejo! En fin, no vendrán a buscarme si me ven con usted.

—Miss Oglethorpe, Stanwood Emery, hijo del primer consocio de nuestra firma.

—Oh, encantado de conocerla, señorita Oglethorpe. La vi a usted anoche, pero usted no me vio.

—¿Fue usted al teatro?

—Por poco salto al escenario. Estaba usted maravillosa.

Tenía la tez bronceada, los ojos inquietos muy cerca de la nariz aguda y bien dibujada, una boca grande en perpetuo movimiento y un pelo ondeado, castaño, imposible de mirar. Ellen miraba al uno y al otro, riéndose por dentro. Los tres estaban muy tiesos en sus sillas.

—He visto esta tarde la dama de Danderine —dijo ella—, que me ha hecho una impresión enorme. Así es, exactamente, como yo me figuro una gran dama sobre un caballo blanco.

—Sortijas en los dedos y en los pies cascabeles, dolores sembrará por donde fuere —recitó rápidamente Stan a media voz.

—¿Dolores o canciones? —preguntó Ellen riendo.

—Yo digo siempre dolores.

—¿Y cómo va esa Universidad? —preguntó Baldwin en tono seco, nada cordial.

—Supongo que seguirá en el mismo sitio —dijo Stan ruborizándose—. Ojalá le prendan fuego antes de que yo vuelva. (Se levantó). Perdóneme, señor Baldwin… Mi intrusión ha sido incalificable.

Cuando se volvió hacia Ellen, ésta notó que su aliento olía a whisky.

—Por favor, perdóneme usted señorita Oglethorpe.

Ella le tendió la mano sin darse cuenta. Una mano seca, nerviosa, se la estrechó fuertemente. Stan se alejó vacilante, y tropezó con un camarero.

—No consigo comprender a este endemoniado individuo —prorrumpió Baldwin—. Su pobre padre está desesperado. Es muy listo, tiene una gran personalidad, etcétera, pero no hace más que beber y armar la de dios es cristo… Creo que lo que necesita es trabajar y adquirir el sentido de los valores. Sobra de dinero, eso es lo que pierde a estos chicos… En fin, Elaine, gracias a Dios estamos otra vez solos. Yo he trabajado sin cesar toda mi vida, desde los catorce años. Ha llegado el momento de poder abandonar todo esto por algún tiempo. Quiero vivir, viajar, pensar, ser feliz. Ya no puedo resistir el ajetreo de los negocios como antes solía. Necesito disminuir la tensión… Y aquí entra usted.

—¿Cree que le voy a servir de válvulas de seguridad?

Ella se echo a reír entornando los párpados.

—Vamos al campo esta tarde, sea donde sea. Me he pasado todo el santo día encerrado en la oficina, Los domingos es que los odio.

—¿Y mi ensayo?

—Se pone usted enferma. Voy a llamar un coche.

—Hombre, aquí está Jojo… ¡Hola, Jojo! —gritó Ellen agitando los guantes por encima de su cabeza.

—John Oglethorpe, con la cara llena de polvos y una sonrisa estudiada en los labios, avanzaba por entre las mesas, tendiendo su mano enguantada.

—¿Cómo va, querida? Realmente es una gran sorpresa y un gran placer…

—Ustedes se conocen, ¿verdad, señor Baldwin?…

—Perdón si interrumpo… nnn… este tête à tête.

—Nada de eso, siéntate, vamos a tomar todos un highball… Estaba muerta por verte, Jojo, de veras… A propósito, sino tienes otra cosa que hacer esta noche, podías pasarte por el teatro un momento. Quiero que me oigas leer el papel y me digas tu opinión.

—Desde luego, querida, nada podría ser más de mi gusto.

George Baldwin, con todos los nervios en tensión, se echó hacia atrás, crispando la mano sobre el respaldo de la silla.

—Camarero… —dijo cortando las palabras con un sonido metálico-tres Scotch highballs[46]. Prontito, haga el favor.

Oglethorpe apoyó la barbilla en el puño de plata de su bastón.

—La confianza, señor Baldwin —comenzó—, la confianza entre marido y mujer es algo muy hermoso. Ni el espacio ni el tiempo importan nada. Podría uno de nosotros tener que marcharse a la China mil años, y no cambiaría por eso nuestro afecto lo más mínimo.

—Sabe usted, George, el defecto de Jojo es que ha leído demasiado a Shakespeare en su juventud… Pero tengo que marcharme, sino Merton me va a armar otro escándalo… Luego dicen de la esclavitud industrial. Jojo, háblale de la equidad.

Baldwin se levantó. Un ligero rubor teñía sus mejillas.

—¿Me permite usted que la acompañe hasta el teatro? —dijo apretando los dientes.

—Nunca permito a nadie que me acompañe a ninguna parte… Y tú, Jojo, no bebas mucho para verme trabajar.

En la Quinta Avenida, rosada y blanca bajo nubes rosadas y blancas, soplaba un vientecillo que parecía fresco después de la empalagosa charla y del sofoco del humo y de los cocktails. Ellen despidió al encargado de los taxis con una sonrisa. Luego tropezó su vista con un par de ojos inquietos que la miraban desde una cara morena de frente despejada.

—Estaba esperando que saliera usted. ¿Puedo llevarla a alguna parte? Tengo mi Ford ahí en la esquina. Por favor.

—Oh, voy sólo al teatro. Tengo ensayo.

—Muy bien; déjeme llevarla hasta allá.

Ella empezó a ponerse un guante, pensativa.

—Bueno, pero va a ser una molestia horrible para usted.

—Al contrario. Está aquí, a la vuelta… Temo haber cometido una grosería abordándola a usted así. Pero ése es otro cantar… El caso es que la he conocido. Mi Ford se llama Dingo… pero éste es también otro cantar…

—Siempre es agradable encontrarse con un hombre humanamente joven. No hay nadie humanamente joven en Nueva York.

Su cara se puso escarlata cuando se inclinó para poner en marcha el motor.

—Oh, yo soy demasiado joven, atrozmente joven.

El motor rezongó, después empezó a rugir. Stan dio un salto y cerró la gasolina.

—Probablemente nos van a detener. Mi amortiguador está suelto y expuesto a caerse.

En la calle 34 se cruzaron con una mujer que atravesaba lentamente el tráfico sobre un caballo blanco. La cabellera castaña caía en ondas regulares y falsas sobre la grupa de yeso y sobre la gualdrapa orlada de oropel, donde en letras verdes salpicadas de rojo se leía: DANDERINE.

—Anillos en los dedos —moduló Stan tocando el claxon— y en los pies cascabeles, la caspa curará crezca donde creciere.